INAUGURACIÓN DE LA UNIVERSIDAD CENTROAMERICANA

Discurso de José Coronel Urtecho

16 de junio de 1961

La significación de la Universidad Centroamericana, que hoy se inaugura, quiero decir, las ideas y realidades que le dan un sentido profundo a esta solemnidad de su inauguración no son materia dilucidable en un discurso de ceremonia. Lo que hoy hacemos en este teatro más de acuerdo con nuestro tiempo, en este cine sólo tendría tal vez pleno significado dentro de varias generaciones.

Nosotros actualmente no podemos sentirnos seguros más que de la esperanza, porque la época en que vivimos es de completa inseguridad. Aunque pongamos toda la confianza en la Providencia no conocemos sus designios respecto a lo que viene. El porvenir jamás ha parecido más fascinante y a la vez más incierto. Ni nunca ha puesto el hombre tanta ilusión en este mundo como ahora, ni al mismo tiempo han sido tan inmediatos y formidables los peligros que lo amenazan. Cuando se empieza precisamente a explorar el espacio, en todas partes se mira oscuro el horizonte. La América Latina que hasta ayer no sufría, al parecer, otros trastornos que los de su propia crisis de crecimiento, de pronto se ha revelado como uno de los puntos más sensitivos de la tierra, donde en cualquier momento puede estallar la guerra atómica. No sabemos lo que le espera, en esta década, a nuestra patria, ni por lo mismo a esta Universidad.

En tales circunstancias su fundación parece una aventura. Es ciertamente una aventura del espíritu. Es la primera Universidad Católica abierta en Centro América desde la secularización de la enseñanza, y esto hace de ella una gran aventura, iba a decir una nueva aventura de la vieja esperanza nicaragüense. La juventud actual de Nicaragua debiera considerar esta nueva Universidad Centroamericana -luego hablaremos de eso- como la única aventura que en nuestro tiempo vale la pena realizar.

Al aburguesamiento de nuestra vida, del que no escapa ni el proletariado, se debe hoy día nuestra baja cotización de los valores de lo aventurado, no obstante que sobre ellos fueron fundados estos países y que la mayoría de nosotros descendemos de aventureros. Es necesario, pues, recuperar la verdadera estimación de la aventura. La aventura es, para empezar, la peculiar manera centroamericana, y más peculiarmente todavía, la manera nicaragüense, de encarar la necesidad. Cuando nos vemos acuciados por la necesidad es cuando nos lanzamos a la aventura. Hasta el presente no hemos tenido mejor manera de resolver nuestros problemas, aunque aparentemente nunca los resolvamos. Es la actitud del alma nicaragüense lo que debe importarnos, más que la solución de los problemas que al fin de cuentas nunca se resuelven, y que no importa demasiado que se resuelvan o queden sin resolverse. Somos en esto incurables quijotes. En la aventura conquistamos la libertad como el famoso caballero andante, o mejor dicho, por la aventura nos libertamos de la necesidad. Va, pues, envuelto en esto, nuestro concepto mismo de la libertad. Si para los marxistas la libertad no es otra cosa que el reconocimiento de la necesidad a fin de aprovecharla, para nosotros, por el contrario, la libertad es una aventura impuesta por la necesidad, o simplemente la necesidad de la aventura.

Una Universidad era ya necesaria en el Siglo XVII para los hombres que habitaban el viejo Reino de Guatemala y fue fundada la de San Carlos en 1681. Era una verdadera universidad, construida en torno de una doctrina religiosa, con un concepto universal del mundo y de la vida, que servía de base a una determinada concepción del hombre. Tanto esta concepción y ese concepto como aquella doctrina, lejos de ser una especialidad o un monopolio de la Universidad, eran entonces y siguen siendo todavía, los de todos los pueblos de Centro América y de la América Latina, en cuanto pueden reconocerse como pertenecientes a una misma cultura, y como nuevos brotes de la occidental, que es, desde luego, la más universal de las culturas, si acaso no es la sola cultura universal. De modo que la función de la primera Universidad Centroamericana era elevar al pleno de la conciencia profesional la savia de la cultura colectiva y de la sabiduría popular, a fin de renovarlas y darles nueva vitalidad. Aún no existía el completo divorcio de los intelectuales con el pueblo, que los marxistas justamente reprochan a la sociedad burguesa. Intelectuales y analfabetos, todos pertenecían a la Iglesia Católica y comulgaban en su sabiduría.

La Universidad Centroamericana no era, en cierto sentido, más que el coronamiento de la cultura católica, universal, de Centro América. Formaba en Guatemala un centro vivo de universalidad. No es, pues, extraño que constituyera, en el Siglo XVIII, como una antena perfectamente sensibilizada a las corrientes intelectuales de la época. Entre las universidades americanas, fue una de las primeras en recoger las inquietudes de la mentalidad moderna. Allí alcanzó su mayoría de edad la inteligencia centroamericana. Su resultado más notorio, como tanto se ha dicho, fue el despertar del individuo en Centro América. Con todas sus grandezas y sus miserias se abrió para nosotros la era del individualismo. De la Universidad salieron, en el Siglo XVIII los primeros centroamericanos de talla universal. Costarricenses como el Maestro Lindo y Goicoechea, guatemaltecos como el médico Flores, hondureños como el sabio Valle, hombres de El Salvador y de Nicaragua, se descubrían a sí mismos como personas responsables de sus propios destinos, y como tales, también responsables de los destinos de su propia tierra. Fue, por lo tanto, en la Universidad donde se preparó la Independencia. Aunque se viera luego bastardeada por la política y la lucha económica, es universitaria en sus orígenes la libertad de Centro América. 

La Independencia, naturalmente, significaba entonces una ruptura con la universalidad del imperio español, y en consecuencia, aparecía, como efectivamente lo resultaba en no pocos aspectos, una tendencia particularista, insolidaria, en cierto modo provinciana, pero no lo era en realidad, sino al contrario, hoy comprendemos que constituía un poderoso impulso hacia una más intensa participación americana en la vida universal. Para muchos americanos, en aquellos momentos, como hoy sucede para otros, la universalidad tenía dos caras -tal vez las tenga en realidad, como el dios Término- una mirando hacia el futuro, otra al pasado. Es más difícil, desde luego, ver lo que hay de pasado en el futuro, que lo que hay de futuro en el pasado. Hoy también nos ocurre angustiarnos por la futura suerte de los valores que el hombre ha acumulado a través de los siglos, y que sin duda constituyen lo mejor de lo humano. Eso pasaba, a mi parecer, con la Universidad en Nicaragua.

Aquí también se había sentido la necesidad desde el Siglo XVIII, y la Universidad de León se inauguraba siete años antes de la independencia. Aunque nacida bajo la estrella constitucionalista, mejor dijera, recién nacida cuando ocurrió la Independencia, representaba el noble espíritu eclesiástico y rural de la Metrópoli nicaragüense. Sin inquietudes reformistas, modernizantes como la ya madura Universidad de Guatemala, la de León fue leonesa en el mejor sentido de la palabra. No disonó de la unanimidad del sentimiento metropolitano en aquellos días. Más que el peligro de la anarquía centroamericana, le preocupó la suerte de los valores del pasado y, más que todo, la libertad de la fe católica. Ni la ciudad de León, ni la Universidad estuvieron entonces contra la libertad -como lo creen algunos- sino más bien contra ciertas tendencias políticas que se juzgaban peligrosas para la misma libertad.

Los estudiantes metropolitanos, según parece, valoraban entonces más que nada la libertad de ser como se ha sido dicho de otro modo, la libertad de seguir siendo como se es. Esa actitud tan simple y natural empezaba a exigir, sin embargo, lo que desde mucho tiempo atrás no había exigido: un juvenil sentido de la aventura. Lo consuetudinario iba otra vez a ser aventurado. Iba a ser necesario defenderse contra una forma de tiranía consistente en obligar a todo el mundo a ser como nunca se ha sido y a dejar de ser como se es. Es evidente, aunque se suele sostener otra cosa que León salvó en el Siglo XIX, el viejo espíritu tradicional nicaragüense. O si se quiere simplemente el espíritu. Órgano principal de esa acción «intrahistórica», en el sentido unamuniano de la palabra, fue, a no dudarlo, la Universidad mientras las guerras civiles lo permitieron.

Católica, agricultora, catedralicia, universitaria, la ciudad de León, en todo caso y a su manera, pero sin duda en beneficio de Nicaragua, ha conservado cualidades ejemplares, de índole académico, como el aprecio de la vocación intelectual, el respeto rendido a la dignidad de la inteligencia, la devoción al estudio, el culto de la poesía, la fidelidad a las creencias, principios y virtudes del pasado, por lo cual representa todavía, como representada -no obstante las confusiones y transformaciones de la vida moderna o frente al ya periclitado y traspuesto comercialismo de Granada y a la creciente fiebre económica de Managua- la más digna expresión de lo nicaragüense. Sin que parezca una paradoja, si se quita al vocablo conservador todo banal significado partidista, está claro que León es la ciudad conservadora de Nicaragua. No les hubiera sorprendido a los estudiantes de entonces, a los que por la libertad de ser leoneses, de ser católicos, de ser lo que eran, encabezaban las manifestaciones populares de 1823, en las que figuraba, con los otros jóvenes, el universitario Laureano Pineda. Ellos sabían que la libertad lleva en último término a los principios, a los antecedentes, a las preguntas hechas a Dios.

Pero lo más actual para nosotros de aquella historia universitaria, es que mientras San Carlos de Guatemala buscaba la modernidad y León de Nicaragua la tradicionalidad, las dos universidades católicas tendían necesariamente, por el mismo hecho de ser católicas, a volver a encontrarse en la universalidad. Si eso hubiera ocurrido, habríamos tenido en Centro América una más amplia universalidad, enriquecida por los descubrimientos, exploraciones y adquisiciones de los tiempos nuevos en permanente conjugación con lo que la experiencia antigua tiene de eterno y necesario para el hombre. Este fue, sin embargo, lo que no pudo realizarse porque las universidades perdieron su carácter universal, que, como si dijéramos que dejaron de ser universidades. Ya en el periodo de nuestra historia que solemos llamar de los 30 Años, eran prácticamente escuelas de derecho, escuelas de medicina, simples escuelas de especialidades o particularidades que seguían llamándose universidades. En donde quiera que pasó lo mismo, donde la religión dejó de ser la ciencia unificadora de todos los saberes, las universidades en realidad se convirtieron en meras agrupaciones de facultades desprovistas de un centro vivo, espiritual, que las transformara en una verdadera comunidad universitaria. Por eso es que de la mayoría de las universidades modernas lo que sale son médicos, abogados, ingenieros, dentistas y toda clase de estimables profesionales, pero lo que es el hombre como hombre, el hombre en su totalidad, el hombre como fenómeno y misterio cósmico, si es que se llega a desarrollar, suele formarse fuera de la Universidad.

Fue cabalmente para poner remedio a la falta de unidad en el hombre y de comunidad en la sociedad, que los grandes educadores liberales del Siglo XIX trataron, como se sabe, de llenar el vacío de la enseñanza religiosa en las universidades y escuelas superiores del Estado, con la filosofía positiva de Augusto Comte, pero su gallardo empeño era desde luego una vana ilusión condenada al fracaso que todos conocemos. Entre nosotros el más próximo sustituto de la mentalidad universal ha sido la mentalidad jurídica. Sin querer devaluarla en absoluto, no es posible cegarse a sus limitaciones. Aunque no han dado gobernantes estables a la república, los abogados han sido en realidad los albañiles del Estado, los que han construido y reparado constantemente, con una laboriosa paciencia de castores, tanto la trama administrativa cuanto la estructura vida republicana. Pero esto mismo está indicando lo que se queda fuera. Entre abogados se corre el riesgo de verse aprisionado por un sentido puramente civil de la vida, sólo considerada como sistema de relaciones legales, donde la libertad es únicamente una realidad jurídica. Los individuos que se confinan en esa mentalidad, cuando no se anquilosan en el espíritu rabínico de los escribas y fariseos, rara vez se levantan por encima de un cierto instinto de equidad que es de reconocida ascendencia romana. Pero no es suficiente con eso para dar la medida del hombre occidental. Al sentido romano del derecho hay que comunicarle la gracia helénica de la inteligencia y la virtud cristiana del amor.

Cada vez se va viendo más claro que divorciada del cristianismo, y más concretamente de la fe católica lo que se llama la cultura occidental tiende a desintegrarse. Los marxistas esperan, por supuesto, reemplazarla por la cultura soviética. Sabemos, sin embargo, lo que esta significa. En un ensayo sobre la cultura por un catedrático moscovita de la época estalinista, leí una vez esta definición: La cultura es Stalin.

Esta Universidad Centroamericana que ahora inauguramos debió haberse fundado durante la administración de don Vicente Cuadra, cuando se presentó la primera oportunidad, después de las épocas de anarquía y del intento filibustero de establecer en Centro América la institución de la esclavitud. Pero la ineludible necesidad se volvió a sentirse en Nicaragua de modo imperativo cuando las órdenes religiosas, antiguas educadoras de nuestro pueblo, expulsadas en mala hora, fueron de nuevo admitidas y pudieron tomar a su cargo la enseñanza privada, formando en sus planteles sucesivas generaciones de bachilleres que, como es lógico, encontraron las facultades universitarias existentes en el país, completamente ajenas, cuando no hostiles, al sentido católico de la cultura y de la vida, que ellos habían recibido, no sólo en el colegio, sino también en el hogar. Los que de un modo u otro lo hemos sufrido, sabemos demasiado lo que hay de indigencia moral, de extravío intelectual, de asfixia espiritual y, por lo mismo, de inevitable frustración, en el penoso paso de la enseñanza religiosa a la enseñanza laica, para poder hablar serenamente del asunto.

Pero, gracias a Dios, se abren las puertas de esta universidad en el momento en que se siente como absolutamente necesaria, como ya impostergable; cuando la juventud nicaragüense, la centroamericana, la de toda la América Latina, tiene que disponerse, o mejor dicho, prepararse a tomar decisiones de envergadura universal. Los jóvenes de Nicaragua no pueden ya mirar las cosas desde una perspectiva de campanario. Tienen que comprender que sus acciones pueden ser decisivas para el destino del mundo. Nuestra dramática geografía siempre ha estado cruzada por las corrientes más impetuosas de la universalidad. Eliseo Reclus aseguraba que las batallas de San Jacinto y Rivas podían compararse, por su significado y sus consecuencias para la libertad del hombre, con las de Maratón y Salamina. La juventud actual de Nicaragua, con mayor gravedad todavía que sus antepasados en el 56, tiene ante sí el problema de elegir entre la esclavitud y la libertad.

Ya el solo hecho de ingresar en esta universidad está indicando, en cierto modo, que el estudiante ha decidido. No es, desde luego, que aquí se trate de vacunar a la juventud contra el marxismo ni el comunismo, ni otras aberraciones inhumanas más o menos modernas. Aquí sólo se trata de madurar las mentes de los jóvenes con verdades humanas que son siempre modernas, porque ya tienen dos mil años de serlo y porque en ellas han mostrado la falsedad de las aberraciones que en el pasado fueron modernas y dejaron de serlo. Lo que necesitamos en el nuestro, como en todos los tiempos, son verdades que sean verdades, y por lo mismo, apasionantes y salvadoras. Las actitudes meramente negativas -tanto los contra, como los «Anti»- no son lo propio de la verdad católica, abierta a todos los rumbos del universo y que tienen por suyo todo lo humano. Pero sucede que en el conflicto actual del mundo, el comunismo es anticatólico, anticristiano, antirreligioso, y por lo tanto, es enemigo de esta universidad. Están, pues, en lo cierto los que suponen que el desarrollo de la una va necesariamente en sentido contrario al avance del otro. Nada más claro que entre los dos no cabe coexistencia pacífica en Nicaragua. Si mañana nuestras locuras políticas llevaran al poder a un grupo de comunistas o filocomunistas, como llevaron a William Walker en el 56, la primera medida tomada por ellos sería el cierre de esta universidad. Quiero decir que mientras ésta siga abierta no se ha perdido la esperanza y que entre más progresa más se aleja el peligro.

Ni hemos de creer tampoco que lo que aquí viene a buscar la juventud sea no más que los conocimientos profesionales indispensables para ganarse la vida o conseguir un importante empleo. Títulos y diplomas lo mismo pueden obtenerse aquí que en otra parte. Es natural que las universidades y con mayor razón los Institutos Tecnológicos respondan a las necesidades de la gente, que son las de carácter económico en un tiempo como este de preponderante economía materialista. Lo que no es natural es de que los jóvenes traigan a la universidad una actitud utilitaria ante la vida, y por lo mismo, ante el saber. El saber, lo que se llama propiamente el saber, que sólo se equipara con el amor, no es comerciable en absoluto; no puede comprar ni vender. Sólo se puede, por supuesto, amar, y por eso es que hablamos del amor y del saber. Todas las profesiones, disciplinas técnicas tienen – ¡qué duda cabe! hasta las más humildes -su propia dignidad, la natural belleza que corresponde a las diversas ramas del saber humano. Pero se llaman ramas del saber, no hay que olvidarlo, porque el saber es uno. Los medievales lo representaban como un gran árbol, cuyas ramas correspondían a todos los saberes. Y le llamaban el Árbol de la Ciencia, el Árbol del Saber. Su tronco, desde luego, era la teología.

La cultura moderna, secularizada, como ya la indiqué anteriormente, no ha sabido encontrar un sustituto de la fe católica que dé unidad, ya no digamos trascendencia, a los conocimientos contemporáneos que ya ni caben, según se dice, en la mente de un hombre. Hasta los legos comprendemos que no es tarea fácil en absoluto, sino al contrario, de proporciones astronómicas, la que le espera a las grandes universidades católicas en el futuro. Pero la fe -además de la razón- nos dice que Dios es uno y, por lo mismo, creemos que el saber es uno. De ahí nos viene a los católicos o por lo menos a los intelectuales católicos, la convicción inconmovible de que si el mundo se hunde en la barbarie, será de nuevo el catolicismo el que lo saque de ella, y que si el mundo logra evitar la guerra que hoy lo amenaza, será también el catolicismo, principalmente en las Universidades, el que unifique todos los conocimientos modernos, como lo hicieron los antiguos los grandes escolásticos de las Universidades europeas en el Siglo XIII, y sobre todo Santo Tomás de Aquino. Como una simple ilustración de cómo puede una poderosa inteligencia católica aventurarse hoy día a sintetizar y trascender los datos más rigurosos de la ciencia, me atrevo, por ejemplo, a señalar las obras inmensamente sugerentes y provocativas del gran jesuita Teilhard de Chardin sobre el problema de la Evolución. Algo como eso, algo que gane siempre terreno sin perder el terreno ganado anteriormente por el hombre, es lo que están esperando las nuevas generaciones en los distintos órdenes del pensamiento. En vez del comunismo que torpemente brutaliza todo lo humano, lo que los jóvenes de hoy desean es, según creo, para decirlo con una frase de Max Scheler: “Una síntesis de progreso y conservación”.

En Nicaragua, en Centro América, los estudiantes que al salir de las escuelas de segunda enseñanza, quieran seguir una carrera o prepararse, como se dice, para la vida, es sólo aquí donde podrán hallar, o mejor dicho fundamentar, poco a poco, ellos mismos, para su propio ámbito, lo que realmente buscan: el saber de unidad que tanta falta le hace a nuestro tiempo. Aún los que no se dan exacta cuenta de ello, es esto lo que buscan, estoy seguro, en esta universidad. Y no lo buscan por interés, como ya sugerí, lo buscan por amor. Están condicionados por la nobleza de la juventud para amar solamente un saber que todo lo ilumine, que lo penetre, lo impregne todo y lo transfigure con el claro misterio de su luz, haciéndolo transparente a la mirada de la inteligencia. Quieren saber si es que en verdad existe la sabiduría para entregarle su corazón.

Todos los jóvenes están ansiosos por encontrarle sentido a la realidad. No podrán aceptar, sin aniquilarse, la afirmación existencialista de que la realidad es el absurdo. Lo que ellos quieren es conocer, entender, comprender, para crear. Por eso dije desde el principio que esta universidad es una aventura del espíritu, y que los jóvenes deben considerarla como la única aventura que en nuestro tiempo vale la pena realizar. Lo que no puede suponerse es que los jóvenes de ahora sólo vayan a preparar su mente ante las cuatro paredes de una oficina y vivir una vida mediocre de actividad vacía, para la cual nunca ha mostrado vocación el pueblo nicaragüense. Nada sería más desconsolador que imaginar a los jóvenes satisfechos con la ignorancia que se ignora a sí misma y, peor aún, con la ignorancia que presume de ciencia. No valdría la pena fundar siquiera la Universidad si se pensara que los estudiantes van a dejar los libros por otra cosa menos apasionante digamos por la política del «¡Muera la Inteligencia!». Yo por lo menos no puedo creer que esta universidad sea para muchachos que se conforman con la vulgaridad del éxito material o del culto al dinero, ni pongan sus esperanzas en el progreso sin espiritualidad o bien simplemente considerado como el máximo desarrollo de la producción y del consumo.

Esta aventura del espíritu que es la Universidad no lo sería sino despertara en los estudiantes el espíritu de aventura. Por pequeña que sea la nave profesional en que el hombre se embarque -la Santa María, la Pinta o la Niña- lo que importa es la estrella que lo guía y las ínsulas extrañas a las que se dirige. La milagrosa paradoja del cristianismo consiste en que nunca se es más una cosa que cuando más se trata de ser otra. ¡Qué maravilla serían los abogados si se las arreglaran de la manera que no tuvieran que ejercer la profesión! Se podrían mirar sin disgusto el progreso si los estudiantes de ingeniería sintieran el mismo horror que sentía Tolstoi, cuando pensaba en Rusia dominada por hordas de bárbaros con títulos de ingeniero. Yo desearía, en fin, para la facultad llamada de Administración de Empresas -estudiantes poseídos por el espíritu de aventura o mejor por el Espíritu que sopla cuando quiere y donde quiere- que empezaran por comprender que las empresas dignas de administrarse son las que se administran en beneficio de aquellos que no tienen empresas que administrar. Podrían así enseñarnos prácticamente por qué los escolásticos medievales mandaban a los ricos que se tuviesen a sí mismos por administradores del tesoro de los pobres.

Pero para enseñar, como se dice, primero hay que aprender. Los mismos estudiantes son muchas veces los primeros en olvidar que el oficio del estudiante es estudiar. Sólo estudiando apasionadamente transformarán en aventura verdadera la disciplina cotidiana de la Universidad. Tienen que darse cuenta de que es por la transformación interior de cada uno, a lo largo del tiempo, que se transformará el ambiente que nos rodea y así podrá desarrollarse en él, como una cosa viva de vasta influencia, como Alma Mater, la Universidad Centroamericana a que aspiramos.

Más que sus aulas y sus estudios, una universidad tiene que ser un foro, un ágora, una especie de bolsa de valores espirituales, morales e intelectuales intercambiados constantemente por los alumnos y profesores de todas las facultades, que sólo de ese modo, tratando y dialogando como personas inteligentes, podrán formar lo que se llama una comunidad universitaria. Esta sería así, debemos esperarlo, debemos mejor dicho procurarlo, un auténtico centro de irradiación vital y cultural, un poderoso foco de vida y cultura para Nicaragua y Centro América, del mismo modo que ya lo fuera, en circunstancias desde luego distintas pero no enteramente diferentes, la centenaria Universidad de San Carlos de Guatemala, que revitalizó a la maravilla la entonces somnolienta cultura de los centroamericanos en la mitad final del Siglo XVIII, preparando, como lo dije, la Independencia de estos países, y difundiendo en estos pueblos un nuevo modo de entender la libertad.

Independencia y libertad son dos palabras en las que hoy día el hombre deposita seguramente mayor volumen de aspiración y determinación que en el pasado. El Presidente Kennedy, por ejemplo, de quien de paso hay que decir que trae a la política mundial una vitalidad y juventud que le estaban faltando, no se puede negar que también ha sabido enriquecer la amplitud ya conocida del concepto norteamericano de libertad, con un sentido más generoso de la misma. Actitudes como la suya en los hombres que tienen en sus manos el destino de las naciones, permitirían esperar que, para algunos por lo menos, la libertad ya no fuera solamente un derecho sino también una misión. Es posible que nuestro siglo nos reserve la sorpresa de ver llenarse el mundo de misioneros de la libertad. Tal vez entonces se despierte en la gente la elegancia moral de ambicionar los “beneficios” de la libertad, es decir, las ventajas y mejoras concretas que con ella se obtienen, no solamente para uno mismo, sino ante todo para los demás. Porque no hay que olvidar que los marxistas tienen razón cuando nos dicen que para dar la libertad hay que hacerla primero posible. La libertad sin medios de existencia es, desde luego, letra muerta.

Esto ha quedado ya incorporado al concepto moderno de libertad. El error capital de los marxistas está en pensar que para establecer la libertad es necesario establecer primero la esclavitud. Cuando la libertad desaparece por completo en una zona de la tierra, generalmente pasan numerosas generaciones sin conocerla. Vive, si acaso, oculta en unas pocas almas. Hoy, además, se trata de aniquilarla en su propio reducto, que es lo interior de la persona humana, con el objeto de organizar la sociedad totalitaria a la manera de las sociedades de insectos, o sea, creando colmenas, hormigueros o termiteras de hombres. En tales circunstancias, nunca ha sido más necesaria la solidaridad de los hombres libres, ni tan urgentes sus empeños por extender la libertad entre los otros hombres. América está llena de estos días, aún más que de amenazas, de voces alentadoras. Recientemente, el mismo Presidente Kennedy se refería al deleznable dogma de determinismo histórico, o más exactamente a la pretensión de que el comunismo es inevitable, diciendo, que “la mayor revolución de la historia del hombre en el pasado, igual que en el presente y en el futuro, es la revolución de los que están determinados a ser libres.

Es imposible que los intelectuales, los estudiantes, los profesores, ignoren esa revolución que llaman en Norte América la Revolución de la Libertad, y que en Europa vienen llamando, después de lo de Hungría, la Revolución Post-comunista. No sólo les concierne por lo que atañe a la suerte del mundo sino también en cuanto afecta al concepto mismo de la libertad. En una ceremonia universitaria no es necesario referirse a los orígenes occidentales de esa Revolución, pero conviene recordar que su origen más puro se encuentra en el concepto cristiano de libertad. En la medida en que es posible, sin dar lugar a confusiones, hablar de la Revolución del Cristianismo, ya que ésta ocurre en un plano distinto y superior al de las grandes revoluciones libertarias de la tierra, es indudable que ella antecede a las otras y en realidad comienza donde todas terminan. Lo que ella aporta de original es nada menos, mejor digamos, una vivencia de la libertad fundada en el amor. Si ella fecunda a esta universidad, si aquí se apropian de ella los estudiantes de espíritu aventurero y tratan de vivirla, toda esperanza estará permitida. Tal vez lleguemos a hacer posible una nueva manera de libertad centroamericana. No será, desde luego, la libertad ya centenaria de exterminarnos mutuamente en guerras fratricidas; ni la de producir en torno nuestro la miseria; ni la de enriquecernos a costa de otros y en provecho de nadie; ni tampoco la que depende únicamente del Estado, ni mucho menos la que todo lo espera de la utopía de una sociedad sin clases ni propiedad privada. No, por supuesto, la libertad a que nos tiene acostumbrados la política del odio. Será, si Dios lo quiere, la libertad de amarnos los unos a los otros. La libertad sin límites, sin restricciones, la sola libertad de posibilidades infinitas, la libertad que tiene por divisa el libérrimo lema agustiniano: AMA Y HAZ LO QUE QUIERAS.