ENTRE EL ESTADO CONQUISTADOR Y EL ESTADO NACIÓN. PROVIDENCIALISMO, PENSAMIENTO POLÍTICO Y ESTRUCTURAS DE PODER EN EL DESARROLLO HISTÓRICO DE NICARAGUA por Andrés Pérez-Baltodano (2003)
ÍNDICE
CAPÍTULO 1. TEORÍA Y REALIDAD SOCIAL EN AMÉRICA LATINA
EL ESTADO NACIONAL: DIMENSIONES ESTRUCTURALES Y CULTURALES DE SU CONSTITUCIÓN Y LÓGICA HISTÓRICA
EL ESTADO CONQUISTADOR: DIMENSIONES ESTRUCTURALES Y CULTURALES DE SU CONSTITUCIÓN Y LÓGICA HISTÓRICA
CAPÍTULO 3. EL ESTADO CONQUISTADOR Y EL PENSAMIENTO POLÍTICO EN LA POSTRIMERÍA DEL PERÍODO COLONIAL
EL PENSAMIENTO POLÍTICO Y SUS EXPRESIONES DISCURSIVAS
CAPÍTULO 5. NICARAGUA Y EL IMPERIALISMO TERRITORIAL ESTADOUNIDENSE: 1821 – 1857
LA DESINSTITUCIONALIZACIÓN DEL CONFLICTO SOCIAL
CONFLICTO Y ORDEN SOCIAL EN EL ESTADO FEDERADO NICARAGÜENSE
LA CRISTALIZACIÓN DEL PENSAMIENTO CONSERVADOR
MÁXIMO JEREZ: LA CONTRAPARTE LIBERAL
EL ESTADO CONQUISTADOR Y EL PENSAMIENTO POLÍTICO NICARAGÜENSE: 1821 – 1857
LOS TREINTA AÑOS CONSERVADORES
LA PRIMERA ETAPA DE LOS TREINTA AÑOS CONSERVADORES
LA SEGUNDA ETAPA DE LOS TREINTA AÑOS CONSERVADORES
EL ESTADO CONQUISTADOR Y EL PENSAMIENTO POLÍTICO NICARAGÜENSE: 1857 – 1893
LA TRANSFORMACIÓN DEL CONTEXTO INTERNACIONAL Y LA CAÍDA DE ZELAYA
EL ESTADO CONQUISTADOR Y EL PENSAMIENTO POLÍTICO NICARAGÜENSE: 1893 – 1909
LA INTERVENCIÓN ESTADOUNIDENSE
EL ESTADO CONQUISTADOR Y EL PENSAMIENTO POLÍTICO NICARAGÜENSE: 1909 – 1932
EL GOBIERNO DE LUIS SOMOZA DEBAYLE
EL GOBIERNO DE RENE SCHICK GUTIERREZ
EL GOBIERNO DE ANASTASIO SOMOZA DEBAYLE
EL ESTADO CONQUISTADOR Y EL PENSAMIENTO POLÍTICO NICARAGÜENSE: 1932 – 1979 .
CAPÍTULO 7. EL ESTADO NICARAGÜENSE FRENTE A LA GLOBALIZACIÓN: 1979 -2002
EL PENSAMIENTO POLÍTICO DEL FSLN
SOBERANÍA, JUSTICIA SOCIAL Y PARTICIPACIÓN POPULAR: DEL PRINCIPISMO A LA RESIGNACIÓN
LA REVOLUCIÓN SANDINISTA Y LA COSTA CARIBE
EL CONTEXTO INTERNACIONAL Y EL FINAL DE LA REVOLUCIÓN SANDINISTA
EL ESTADO CONQUISTADOR Y EL PENSAMIENTO POLÍTICO NICARAGÜENSE: 1979 – 1990
EL GOBIERNO DE VIOLETA BARRIOS DE CHAMORRO
DIMENSIONES ESTRUCTURALES Y CULTURALES DE LA TRANSICIÓN
EL GOBIERNO DE ARNOLDO ALEMÁN LACAYO
LO QUE REVELÓ EL HURACÁN MITCH
LA IGLESIA CATÓLICA, EL PACTO Y LA CORRUPCIÓN
EL ESTADO CONQUISTADOR Y EL PENSAMIENTO POLÍTICO NICARAGÜENSE: 1990 – AÑO 2002
CAPÍTULO 8. CONCLUSIONES: PROVIDENCIALISMO, PENSAMIENTO POLÍTICO Y EL FUTURO DEL ESTADO CONQUISTADOR
PROVIDENCIALISMO Y PRAGMATISMO-RESIGNADO: EN LAS MANOS DE DIOS Y DE LOS EE.UU.
CAPÍTULO 1. TEORÍA Y REALIDAD SOCIAL EN AMÉRICA LATINA
El Estado es uno de los conceptos que cuenta con mayor significado teórico en las ciencias sociales. Como concepto, el Estado “contiene” la experiencia histórica que se asocia con el desarrollo y la organización de la vida territorial, social, política, cultural y económica de Europa occidental en los últimos cuatrocientos años (ver Sartori, 1984).
Así, el concepto Estado no solamente representa un producto institucional “terminado,” sino también la historia de este producto. Esta historia no está simplemente constituida por hechos, eventos y circunstancias objetivas sino, también, por la acción reflexiva de los actores políticos y sociales participantes en el proceso de formación del Estado para defender sus valores y sus intereses. En Europa, estos actores articularon o adoptaron visiones del poder y del orden social que sirvieron para organizar y orientar su práctica política y, a través de ésta, el desarrollo histórico de las sociedades de ese continente.
En este sentido, la historia del Estado europeo no es simplemente una historia compuesta de procesos materiales, sino también mentales. En otras palabras, es una historia de acciones y también de visiones. Y, aunque no existe una correlación perfecta entre ambas – ninguna acción política histórica y colectiva corresponde perfectamente a una visión pre-determinada de los objetivos que ésta persigue-la acción política siempre tiene un punto de referencia “mental” que puede ser articulado y analizado teóricamente o que, simplemente, puede mantenerse a nivel de opinión, prejuicio, impulso o cualquier otra percepción pre-teórica de la realidad.
Ciertamente, los accidentes (o “la fortuna”) son elementos constitutivos del desarrollo histórico de las sociedades. Muchas de las características del Estado Nacional europeo fueron el resultado de procesos y acontecimientos no-planificados. La historia europea, sin embargo, es en gran medida el resultado del pensamiento y de la acción política reflexiva que ha enfrentado los accidentes de la historia para acomodarlos a las aspiraciones e intereses sociales construidos a través del pensamiento político y de la teoría social.
El pensamiento de Thomas Hobbes, para citar un ejemplo, surgió como reflexión y propuesta para enfrentar la crisis del orden social de Inglaterra a mediados del siglo XVII. Hobbes utilizó el concepto de soberanía para justificar la necesidad de concentrar el poder de regulación y legislación social de la sociedad inglesa en manos del Rey. Una síntesis de la racionalidad, que utilizó para proponer este modelo autoritario de organización social, es la siguiente: La preservación del orden y la seguridad requiere que los individuos, integrantes de una sociedad, acepten la autoridad del monarca soberano. La función principal de éste es servir de regulador de las tensiones y contradicciones generadas en la vida comunitaria. Dentro de estas tensiones y contradicciones, la más importante -y la más peligrosa- es la que surge de la diferencia y confrontación de los múltiples intereses activos dentro de cualquier formación social. Para evitar “la guerra de todos contra todos”, los miembros de una comunidad deben ceder su libertad al rey soberano para que éste organice el orden y promueva el bien de la sociedad (Wolin, 1960, 239-285).
El pensamiento de Hobbes, como el de Machiavelli, Bodin, Loche, Rousseau, Burke y Marx, por mencionar algunos de los pensadores modernos más destacados, se expresó en una filosofía, en un discurso y en una práctica política. En este sentido, como lo señala Michael Clifford, las visiones del poder y del orden, articuladas por el pensamiento político moderno, no deben verse simplemente como “tratados filosóficos” sino, más bien, como “manuales de vida” en los que se definen y legitiman las prácticas y los regímenes que transforman a los miembros de la sociedad en “sujetos éticos” socializados (Clifford, año 2001, 11).
Así pues, el proceso de formación del Estado europeo ha sido condicionado por el pensamiento político y la teoría social que contribuyó a hacer explícito el sentido de la historia política de Europa. Al hacer explícita la realidad social -piénsese en Hobbes o en Marx- el pensamiento hace posible la organización, defensa o transformación de esa realidad (ver Taylor, 1983).
Las ciencias sociales, que estudian el desarrollo político de América Latina, han adoptado acrítica y ahistóricamente el concepto Estado generado por la teoría social europea. Más concretamente, las ciencias sociales latinoamericanas han adoptado este concepto, como la representación de una realidad institucional universal y no como la representación de una realidad histórica específica, condicionada por procesos materiales y mentales. De la misma manera imitativa y descontextualizada, en que los proceres independentistas de América Latina adoptaron el Estado europeo como un modelo normativo para orientar el desarrollo de los países de la región, las ciencias sociales latinoamericanas han adoptado el concepto Estado, surgido del desarrollo histórico de Europa, como el filtro teórico que determina y organiza los temas, problemas y prioridades que orientan el estudio de la historia política de la región. “Asumimos”, como bien lo señalaba Sofonías Salvatierra, “la actitud subalterna de adoptar para lo que empieza, las definiciones de una sociedad madura o que termina; y esto, que es una copia, no puede estimarse como anticipación de conceptos sociales estructurales, es simplemente copia” (Salvatierra, 1951, l)4.
Al utilizar el concepto Estado, como la representación de un producto institucional terminado, las ciencias sociales latinoamericanas han ignorado la necesidad de estudiar y comparar la génesis del Estado en Europa y América Latina para establecer las especificidades materiales y culturales de estos procesos. De esta manera resulta sorprendente que, a pesar de la colosal influencia de Europa en la formación y conceptualización del Estado en América Latina, los estudios comparativos de las historias político-institucionales europea y latinoamericana sean sumamente escasos5. Al asumir que el concepto Estado puede utilizarse como el filtro teórico que determina y organiza los temas, problemas y prioridades, que orientan el estudio de la historia política de la región, las ciencias sociales de América Latina han asumido, casi siempre implícitamente, que la lógica histórica dentro de la que se desenvolvió el proceso de formación estatal europeo es, o puede ser, la misma que ha orientado el proceso de formación estatal latinoamericano.
Las ciencias sociales marxistas en América Latina han organizado el desarrollo de las sociedades de la región dentro de una secuencia pre-capitalista-capitalista. De acuerdo a esta orientación teórica, los actores, que participan dentro de este proceso histórico esquematizado, son similares a los que participaron en la construcción del Estado europeo. A partir de esta premisa, el pensamiento social marxista latinoamericano ha identificado la existencia en la historia de la región de “proletariados”, “burguesías” y hasta de “burguesías campesinas” (ver Arias, 1985).
El uso acrítico y ahistórico de las representaciones teóricas y conceptuales de la historia del Estado europeo en el estudio del desarrollo político latinoamericano ha tenido como consecuencia la distorsión y falsificación de la especificidad histórica latinoamericana. Así pues, las interpretaciones convencionales del Estado, prevalecientes en América Latina, tienden a ignorar o minimizar el impacto que ha tenido en la formación de las sociedades políticas de la región la lógica histórica generada por la conquista y la experiencia colonial. Tales interpretaciones han ignorado o minimizado el impacto político de las tendencias estructurales -objetivas y culturales- que se institucionalizaron en la región a partir de la conquista.
Las ciencias sociales latinoamericanas generalmente asumen, implícita o explícitamente, que el punto de partida para el estudio del proceso de desarrollo del Estado en América Latina es el momento de la independencia. De esta manera, las ciencias sociales aceptan como una verdad sociológica lo que en realidad fue una ficción legal: la transformación de las sociedades coloniales de América Latina en Estados independientes y soberanos.
La negación de la etapa fundacional de los Estados latinoamericanos ha dejado en la oscuridad de la pre-teoría toda la problemática histórica de la conquista, de La Colonia y de la gestación de los procesos independentistas. Ignorar esta etapa formativa de las sociedades políticas de América Latina equivale a ignorar el impacto de la Gran Crisis del siglo XVI en el estudio del Estado Moderno, o el del feudalismo en la constitución del capitalismo y de la democracia en Europa.
Oscar Oszlak, para citar un ejemplo, ha intentado establecer la especificidad histórica de América Latina y sus particularidades nacionales o sub-regionales sin prestar suficiente atención a la etapa fundacional del Estado latinoamericano y sin hacer explícitos los factores culturales y objetivos, que han condicionado el desarrollo político de la región a partir de la conquista y del período colonial.
Oszlak trata de explicar la naturaleza del desarrollo político latinoamericano evaluando la manera en que este desarrollo -considerado a partir de la constitución formal y legal del Estado a comienzos del siglo XIX – ha logrado reproducir las características básicas del modelo estatal europeo. Para este autor, la existencia del Estado en América Latina puede verificarse “a partir del desarrollo de un conjunto de atributos que definen la ‘estatidad’, la condición de ‘ser Estado’ (Oszlak, 1990, 11 -13)6.
De esta manera, el marco teórico interpretativo, por él utilizado, sólo permite establecer los grados de aproximación que existen entre las características del Estado europeo -entendido como un producto histórico terminado y no como una historia acumulada e institucionalizada-y las características cuasi-europeas del Estado en América Latina. Este enfoque teórico se orienta dentro de una perspectiva analítica negativa que es útil para establecer lo que el Estado latinoamericano no es, pero que resulta inadecuada para elucidar lo que el Estado latinoamericano es como resultado de su propia formación histórica. En otras palabras, el enfoque utilizado por Oszlak nos permite conocer lo que no somos, pero no nos ayuda a establecer lo que somos y, mucho menos, por qué somos como somos.
Al igual que en el resto de América Latina, las principales interpretaciones del Estado en América Central también han ignorado la lógica histórica generada por la conquista y la experiencia colonial. Estas interpretaciones asumen que el punto de partida para el estudio del desarrollo político-institucional de la región lo constituye la independencia. La más influyente de éstas ha sido la que ofrece el libro de Edelberto Torres Rivas, Interpretación del Desarrollo Social Centroamericano, publicado afínales de los 1960 s.
En esta obra, las tendencias históricas de largo plazo de las sociedades centroamericanas, fueron identificadas, conceptualizadas y explicadas por Torres Rivas a partir del desarrollo formal-institucional de los Estados centroamericanos después de la independencia y, más concretamente, a partir de “la efectiva vinculación de la economía centroamericana al mercado mundial, a través de un producto agrícola de exportación” (Torres Rivas, 1980, 32). La lógica histórica generada durante la etapa fundacional, que precedió la constitución formal de los Estados centroamericanos, y la brecha entre la identidad formal-institucional europea adoptada por los países independientes de América Central y, además, la realidad histórica de esos países no fue analizada por este autor como problemas centrales del desarrollo social centroamericano.
Años después de la publicación de Interpretación del Desarrollo Social Centroamericano, el mismo Torres Rivas sugirió la necesidad de incursionar en el “país profundo” de América Central, señalando que las ciencias sociales de esta región no habían hecho sino “reiteradas… incursiones en la superficie de la realidad de la nación, sumando importante información al conocimiento del país oficial, de la nación epidérmica y hasta del orden constituido” (Torres- Rivas, 1989, 2). En su ensayo, La nación: problemas teóricos e históricos (1983), Torres adelántala exploración del “país profundo”, al abordar temas como la constitución territorial de los países de la región y las contradicciones entre el Estado y la Nación en América Central.
Recapitulando: La tendencia de las ciencias sociales de América Latina a utilizar, de una manera acrítica y ahistórica, el concepto Estado generado por la historia europea, ha terminado imponiendo, sobre la realidad de la región, la lógica que condicionó el proceso de formación estatal en Europa. Esto se expresa, como se señaló anteriormente, en la tendencia a organizar la historia política latinoamericana de acuerdo a las mismas etapas y a la misma secuencia dentro de las que se organizó la formación del Estado Nacional europeo. El uso acrítico y ahistórico del concepto Estado también se manifiesta en la tendencia que muestran las ciencias sociales de la región a asumir que el punto de partida “natural” para el estudio del desarrollo estatal latinoamericano es el momento de la independencia, cuando el aparato institucional del sistema político de la región se empieza a asemejar -por lo menos a un nivel formal y organizativo- al aparato institucional del Estado europeo.
De esta manera, las ciencias sociales de América Latina han tendido a ignorar las especificidades objetivas y culturales estructurales que separan a las experiencias históricas de Europa y América Latina. La historia generadora del Estado en Europa, como se señaló antes, es una historia compuesta por procesos materiales y mentales. De igual manera, la formación del Estado en América Latina es un proceso condicionado por factores objetivos, así como por las visiones del poder y del orden social que han informado la práctica política de los latinoamericanos.
CAPÍTULO 2. EL ESTADO CONQUISTADOR Y EL ESTADO NACIONAL: UNA CARACTERIZACIÓN HISTÓRICA Y CONCEPTUAL COMPARADA
Para trascender la visión eurocéntrica del Estado y destacar la especificidad histórica del desarrollo político de las sociedades latinoamericanas es necesario comparar los procesos y tendencias estructurales y culturales, que generaron el Estado europeo, con los que impulsaron la formación del Estado en América Latina. Las lógicas históricas contenidas en estos procesos y tendencias son diferentes, por lo que sus resultados institucionales son esencialmente distintos. Por eso, el concepto de Estado, que debe utilizarse en América Latina, tiene que diferenciarse del que se utiliza para hacer referencia al modelo de organización social estatal europeo.
La diferenciación conceptual, que aquí se propone, está basada en la siguiente premisa: para alcanzar el nivel de especificidad conceptual, que se necesita para hacer explícita la naturaleza del desarrollo político-institucional de América Latina, no es necesario ni conveniente desechar el concepto Estado. Este concepto tiene valor como categoría analítica que expresa y captura un fenómeno universal: la tendencia de las sociedades del mundo a organizarse territorialmente, bajo la dominación de un poder político que cuenta con la capacidad y el derecho para movilizar los medios de coerción necesarios para mantener el orden.
Los procesos de construcción política del orden y del poder en Europa y en América Latina guardan profundas diferencias. Así, el concepto Estado, en el caso latinoamericano, tiene que ser redefinido para que sea capaz de capturar tanto la dimensión universal, que encierra este concepto, como la lógica histórica específica -estructural y cultural- que ha orientado el desarrollo político-institucional de América Latina a partir de la conquista y la experiencia colonial.
EL ESTADO NACIONAL: DIMENSIONES ESTRUCTURALES Y CULTURALES DE SU CONSTITUCIÓN Y LÓGICA HISTÓRICA
El Estado Nacional tiene sus raíces en las grandes transformaciones generadas por la Gran Crisis del siglo XVI europeo. Ella puso fin al orden social medieval predominante en Europa desde que el desmantelamiento del Imperio Romano produjo la desintegración territorial europea y el nacimiento de la Iglesia Católica como un poder político universal.
La Gran Crisis fue el resultado de un conjunto de profundos cambios sociales, tecnológicos, económicos y culturales que incluyeron el descubrimiento de América, la Reforma encabezada por Martín Lutero, los descubrimientos astronómicos de Copérnico, la aparición de nuevas tecnologías de guerra, la formación de ejércitos profesionales, la conformación de nuevas clases sociales generadas por las importantes transformaciones sufridas por las estructuras económicas del continente europeo y, finalmente, el resquebrajamiento del marco cultural religioso y providencialista que la Iglesia Católica articuló y reprodujo a través de la Edad Media (ver Rabb, 1975).
A partir del Renacimiento, el sentido pasivo y resignado ante la historia y el universo, predominante en la sociedad europea medieval, empezó a ser reemplazado por una visión de la historia que impulsó a los europeos a asumir el derecho y la responsabilidad de construir su propio destino. Los europeos, desde entonces, dejan de verse a sí mismos como receptores pasivos de una voluntad divina y se convierten en intérpretes de esa voluntad. De esta transformación nació el pensamiento político moderno capaz de articular visiones del poder, del orden social y de la historia, como procesos y condiciones determinados por la acción humana y no por una voluntad divina caprichosa e impredecible.
Posiblemente la pintura es el área de la actividad humana donde mejor se puede apreciar el cambio sufrido en la relación entre Dios y la humanidad durante el Renacimiento. La pintura medieval refleja con claridad la centralidad de un Dios omnipotente e inexpugnable, así como la pasividad y resignación de la humanidad ante su poder (ver Munford, 1963; y Venturi, 1964). También refleja la estrechez temporal y espacial que dominó las visiones sociales durante este período histórico. La ausencia de perspectiva en la colocación de las figuras de estas pinturas muestra, con enorme dramatismo, los bajos niveles de abstracción mental derivados de una condición histórica limitada por los estrechos espacios territoriales dentro de los que se desarrollaba la vida social medieval, y por el sentido mítico y misterioso del pasado y del futuro histórico de la humanidad que prevalecieron durante este período.
Dios mantiene una presencia importante en la pintura del Renacimiento. Pero el objeto central que celebra, expresa y representa esta nueva pintura es la humanidad. El hombre aparece colocado en una posición que lo acerca a Dios, no como rival sino como intérprete e, incluso, como copartícipe de la construcción del mundo y de su historia (ver Venturi, 1964; y Bourstin, 1992).
En Europa Occidental el discurso providencialista empezó a perder su poder de interpretación y representación social a partir del siglo XVII (ver Hammond, 1996). El lenguaje del Estado y, más tarde, el de la democracia fueron imponiéndose gradualmente como los medios discursivos adecuados para hacer sentido de una realidad que resultaba incongruente con el discurso religioso providencialista tradicional.
De esta manera, el pensamiento político europeo se transformó en punto de referencia y eneje ordenador de la misma realidad que trataba de hacer explícita (ver Taylor, 1983). Tal pensamiento no puede verse como una “actividad mental” sino, más bien, como una fuerza “material” con capacidad transformativa (Laclau y Mouffe, 1987, 105-166).
Poner en relevancia el papel del pensamiento, como fuerza constitutiva de la historia europea, no es argumentar o sugerir que esta historia haya sido un proceso y un producto mentalmente determinados. El desarrollo histórico de la sociedad europea, como la de cualquier otra, estuvo condicionado por la acción política de las élites y de las masas. Esta práctica política también dependió del contexto material, dentro del que los hombres y mujeres articularon sus necesidades y aspiraciones. Pero la práctica política europea, además, estuvo condicionada por las visiones teóricas y filosóficas del poder y del orden social, que se articularon en el “viejo continente” después que el humanismo reemplazó al Providencialismo como el marco cultural interpretativo de la realidad.
El concepto de “vtrtu” en la obra de Maquiavelo hace referencia a la existencia de una capacidad política reflexiva para enfrentar y superar los accidentes (fortuna) y las necesidades (necessita) de la historia (ver Hexter, 1973). Así pues, hablar del pensamiento político no es hablar de ideas que flotan sobre la realidad, sino hacer referencia a la existencia de una fuerza constitutiva de esa realidad. Es, en otras palabras, hablar de una capacidad transformadora surgida de la visualización, conceptualización y teorización de las posibilidades históricas existentes más allá de la realidad y que desembocan en la realización de esas posibilidades (ver Alejandro Serrano Caldera, 1984).
En este contexto, el pensamiento político europeo no creó el Estado Moderno en la misma forma en la que un artista crea una pintura a partir de “la nada”. La capacidad creativa del pensamiento europeo operó sobre la base de procesos históricos en gestación y desarrollo. Así, el “lienzo” sobre el que inició su obra el pensamiento europeo, que articuló la idea del Estado, era un lienzo “semi-terminado”.
La “forma final”, adquirida por la organización político- institucional de Europa, no estaba predeterminada y tuvo que ser construí da mental e históricamente. Es decir, la ruta histórica, que tuvo como consecuencia la formación del Estado Moderno, fue construida mediante la aplicación de un pensamiento político que, al hacer explícita la realidad europea, también elucidó sus posibilidades históricas. El pensamiento europeo, en otras palabras, hizo explícito el sentido de las transformaciones económicas y político-institucionales sufridas por la sociedad medieval -especialmente a partir de la Gran Crisis del siglo XVI- y contribuyó a definir el perfil, naturaleza y dirección de estas transformaciones.
El desarrollo del capitalismo, los avances tecnológicos en el área de las comunicaciones, el empuje hacia la centralización y acumulación del poder político y económico necesario para el mantenimiento de ejércitos profesionales y el resquebrajamiento del poder universal de la Iglesia Católica hicieron obsoletos los espacios territoriales “naturales” dentro de los que se desarrollaba la vida social del medioevo (Ortega y Gasset, 1946, 75). Estos cambios produjeron, literalmente, un desbordamiento de las relaciones sociales territorialmente contenidas en los espacios feudales.
Al mismo tiempo, las profundas transformaciones sufridas por la estructura económica medieval y el surgimiento de la burguesía, como una nueva clase social, forzaron una redefinición del balance de fuerzas e intereses sobre el que se sostenía el sistema de dominación de la Europa medieval. El Estado absolutista fue la expresión institucional inicial de esta redefinición (ver Luhmann 1982; 1990; y Giddens, 1990).
El Estado absolutista representó un balance entre los viejos intereses feudales y los nuevos intereses de la naciente clase capitalista. En este balance, la vieja clase aristocrática terrateniente logró mantener su posición dominante, impregnando el nuevo Estado con su visión del poder; ésta, como bien señala Perry Anderson, era espacial y, de acuerdo con ella, el poder se manifestaba y se ejercitaba a través del control y dominación de territorios, independientemente de la voluntad de las comunidades existentes (Anderson, 1979, 15- 43). Esta visión explica que, en las teorizaciones originales de la soberanía, el poder del Estado fuese conceptualizado como una capacidad de regulación y control territorial.
El Estado absolutista logró la consolidación del orden en los nuevos y más amplios espacios territoriales de Europa surgidos del desbordamiento de la base espacial de las estructuras sociales de la Edad Media, mediante el desarrollo de su capacidad para gobernar “a la distancia” (Giddens, 1984 18-9). El principio de la soberanía, mejor expresado por Jean Bodin y Thomas Hobbes, proporcionó al Estado Absolutista la racionalidad necesaria para la institucionalización y legitimación de esta capacidad, que se materializó a través de la administración fiscal, la administración de la justicia y el servicio militar (ver Hintze, 1975; también Schulze, 1998).
El desarrollo de la capacidad de regulación social del Estado hizo posible el nacimiento y desarrollo de historias sociales políticamente determinadas, de historias sociales construidas a través de la acción y del cálculo político (ver Luhmann, 1982). Esto, a su vez, promovió el desarrollo del pensamiento político moderno e impulsó el desarrollo de la capacidad humana para articular mentalmente y constituir materialmente la organización del poder y el orden social.
Con el desarrollo del pensamiento político moderno, la filosofía desplazó a la teología; la idea del “Dios Omnipotente” fue reemplazada por la del “Legislador Omnipotente” (Schmitt, 1985, 36). Más aún, con la consolidación del Gran Leviatán y el desarrollo del pensamiento político moderno, el orden social no sólo fue políticamente determinado sino también planificado y reproducido por el Estado en un proceso guiado por la doctrina de la “raíson d ’etat”, mediante “la subordinación de la moralidad pública al poder del Estado” (Koselleck, 1988, 25). De esta manera, el pensamiento político empezó a desplazar al pensamiento mítico y religioso dentro del que las sociedades de la Edad Media concebían y explicaban su existencia.
El desplazamiento del orden cosmológico teocéntrico del medioevo significó la apertura de grandes preguntas existenciales, antes vedadas al análisis y a la especulación: “¿Cuál es la naturaleza y la fuente de la verdadera autoridad?”; “¿Cuál es la naturaleza y la fuente de un adecuado orden social?”; “¿Qué es la verdad y cómo se identifica?”. Como ha señalado Theodore K. Rabb, con la desmitificación del orden medieval estas preguntas tuvieron que ser respondidas dentro de una lógica política (Rabb, 1975, 33). En otras palabras, con la desmitificación del sistema de dominación religioso medieval, la naturaleza del orden social y la seguridad dejaron de ser percibidos como productos de la voluntad de un Dios providencial y empezaron a ser pensados y tratados como construcciones sociales.
El largo tránsito entre el Providencialismo religioso medieval y la consolidación de la visión moderna de la historia, el poder y el orden social, ha sido conceptualizado de muchas formas. Max Weber habla del “desencantamiento del mundo”, para hacer referencia a la gradual desmitificación del mundo medieval dominado por la presencia de ángeles y de santos que intercedían ante Dios para obtener milagros para la humanidad (ver Ward, 1987).
Pero el concepto más utilizado para capturar la esencia de las transformaciones culturales, que culminaron con el desmoronamiento de la cosmovisión providencialista y la consolidación de la Era Moderna es, indudablemente, el de secularización. El proceso al que hace referencia este concepto tiene sus inicios en el Renacimiento, se dinamiza a partir de la Gran Crisis del siglo XVI y se cristaliza durante el siglo XIX, después de recibir el poderoso estímulo de la Ilustración durante el siglo XVIII. Algunos autores son más precisos al señalar que la consolidación simbólica del proceso de secularización de la sociedad europea tuvo lugar entre la publicación de El Origen de las Especies de Charles Darwin en 1859 y la marcada caída en el uso de los templos religiosos en Europa a finales del siglo XIX (ver Chadwick, 1990).
La secularización de la mente europea no puso fin a la influencia de la religión en el pensamiento y la conducta humana, pero delimitó su espacio y creó lo que Richard Taimas llama un universo concebido y explicado por “dos verdades”: La verdad de la razón y la de la fe. San Agustín había subordinado la verdad de este mundo a la verdad emanada de la “Ciudad de Dios”. Los esfuerzos del escolasticismo y en particular de Tomás de Aquino, por establecer una relación armónica entre ambas verdades, señala Taimas, no fueron capaces de contrarrestar la bifurcación entre el mundo de la fe, dentro del que operaban el protestantismo y el catolicismo, y el mundo de la razón promovido por Bacon, Descartes, Loche, Hume, el empirismo, la filosofía racional y el pensamiento de la Ilustración. Taimas ilustra la compleja coexistencia del mundo de la razón y el mundo de la fe durante la secularización de la sociedad europea, cuando nos recuerda que tanto la religiosidad de Bach y Handel como la razón científica de Newton compartieron el mismo siglo XVII (Tamas, 1991, 302-303; también Forrester, 1988).
La bifurcación del mundo de la fe y de la razón se expresó en la constitución del orden social, como una esfera de acción sujeta al pensamiento y a la voluntad humana; y se manifestó también en la constitución del Estado como el principal mecanismo organizador de los intereses, las aspiraciones y las memorias colectivas de los grupos que habitaban su base territorial. A través de esta función, el Estado facilitó el desarrollo de identidades e historias nacionales que culminó, eventualmente, en la consolidación del Estado Nacional y la racionalidad legal-formal dentro de la que éste opera.
Hablar de una racionalidad legal-formal es hablar de un marco de valores que trascienden el poder y la voluntad de los gobernantes y que establecen normas abstractas reguladoras de la conducta de los miembros de la sociedad. El parlamentarismo es una de las expresiones institucionales más importantes de esta estructura de dominación limitante del poder del rey, al imponer sobre éste la autoridad de un marco legal políticamente constituido.
Así pues, la base territorial del Estado europeo llegó a convertirse en el “contenedor” de una historia, un presente y, presumiblemente, un futuro. Los Estados soberanos se convirtieron en “espacios políticos” en donde los “planes, ambiciones y acciones” de los miembros de una comunidad nacional se contraponen y organizan para alcanzar el orden (Wolin, 1960, 60).
De esta manera, la soberanía llegó a representar lo que David Gross ha llamado la “espacialización del tiempo y la experiencia”. Este concepto hace referencia a la tendencia que históricamente han mostrado las sociedades europeas “a condensar las relaciones temporales – ingrediente esencial para la significación social y personal – en relaciones espaciales” (Gross, 1981 -82, 59). Dicho de otra manera, el principio de la soberanía llegó a expresar la capacidad de los espacios políticos europeos para territorializar el tiempo histórico de las comunidades que habitaban estos espacios (ver Poulantzas, 1978).
A partir del siglo XVII, y en la medida en que en Europa se estructuraban nuevas y más complejas relaciones sociales, la lógica espacial, que había orientado la acción del Estado absolutista, dio lugar al desarrollo de una lógica “social” (ver Foucault, 1991). La aparición de “lo social” -es decir el reconocimiento de la fuerza política de sectores que operaban fuera del ámbito de poder del Estado- como el objeto primordial de la acción estatal, dio inicio a la estructuración de un modelo de relaciones entre el Estado y la sociedad, culminando en lo que hoy se conoce como democracia.
Así pues, el concepto de soberanía -que Hobbes articuló para legitimar la concentración del poder “absoluto” y la autoridad en manos de un rey soberano – evolucionó a partir del siglo XVII para capturar y representar el desarrollo de una asociación más estrecha entre el Estado y la sociedad, cuando la sociedad desarrolló su capacidad para condicionar el poder estatal (Hinsley, 1986, 222). Esta evolución significó el abandono gradual de la idea del Estado, como un poder político centralizado, y representó el inicio del desarrollo de un nuevo régimen institucional para la creación y reproducción del orden social. Este nuevo régimen institucional no dependió solamente del poder estatal sino, también, del poder de la sociedad civil, como un entarimado de relaciones sociales que operan dentro de un espacio público relativamente independiente del ámbito de acción y control del Estado (Rose, 1996, 46).
La instrumentalización del poder de la sociedad civil por parte del Estado tuvo lugar mediante el desarrollo e institucionalización de “circuitos de reproducción”, de ciclos de “actividades y consecuencias rutinizadas que se reproducen a través del tiempo y la distancia” y que comunican y entrelazan al Estado con la sociedad (Cohén, 1989, 124). Algunos de los ejemplos más concretos de estos “circuitos de reproducción” son los procesos administrativos y el aparato institucional organizados por el Estado para administrar la justicia, el funcionamiento del mercado y la recolección de impuestos.
El poder de regulación social, alcanzado por el Estado europeo a través del desarrollo e institucionalización de sus “circuitos de reproducción”, facilitó el desarrollo de la capacidad política de la “sociedad civil”. Esta, una vez organizada, fue capaz de utilizar los circuitos de reproducción del Estado para articular, canalizar y presentar sus propias demandas. Del desarrollo de la sociedad civil surgió el principio de la soberanía popular como expresión de la constitución de un poder político democrático capaz de condicionar la acción del Estado.
Desde esta perspectiva, los sistemas políticos de las sociedades democráticas liberales del occidente son fruto de una lucha histórica en tomo a la definición e interpretación del principio de la soberanía. No es una casualidad que haya habido una estrecha vinculación entre la evolución de este principio y el desarrollo de la idea de la democracia (ver Beloff, 1962; Niebuhr, 1959; Hinsley, 1986).
En otras palabras, la consolidación de la democracia en Europa puede verse como el resultado de dos procesos interdependientes y mutuamente constituidos: a) el desarrollo de la capacidad de regulación y gestión social del Estado, y b) el desarrollo de la capacidad de la sociedad para condicionar la acción del Estado. Por medio de estos dos procesos paralelos y mutuamente condicionantes, el Estado europeo perdió su “poder despótico” y desarrolló su “poder estructural”. El desarrollo de la capacidad de regulación social del Estado europeo aumentó la capacidad de éste para “penetrar y coordinar de manera centralizada y, a través de su propia infraestructura, las actividades de la sociedad civil” (Mann, 1989, 114). Al mismo tiempo, como resultado del desarrollo de los derechos ciudadanos, el Estado fue perdiendo la capacidad de imponer su voluntad sobre la sociedad civil en ausencia de “prácticas institucionalizadas de negociación” (Ibid., 113). Como resultado de este doble proceso se llegó a establecer lo que David Held llama “una relación de congruencia” (Held, 1991, 198) entre los que hacen las políticas públicas y los que reciben su efecto. Esta relación constituye la premisa fundamental del sistema democrático moderno.
En consecuencia, el proceso de consolidación de la democracia puede visualizarse como una serie de círculos concéntricos en expansión a partir de un punto central que representa la soberanía del Estado absolutista. Cada círculo representa la articulación de un nuevo consenso social fundamentado en un nuevo balance de intereses entre los principales sectores y actores de la sociedad. En Inglaterra, la lucha histórica en tomo a la definición e interpretación de la soberanía puede representarse gráficamente a través de tres círculos que expresan el afianzamiento de los derechos cívicos en el siglo XVII, de los derechos políticos en el siglo XIX y de los derechos sociales en el siglo XX (ver Marshall, 1965).
El desarrollo de los derechos ciudadanos y la consolidación de una relación democrática entre el Estado y la sociedad fueron procesos condicionados por el desarrollo y la confrontación de visiones del poder y del orden social que permitió a las sociedades europeas elucidar, organizar y orientar el sentido de su realidad. Más concretamente, la formación del Estado Nación democrático europeo fue condicionado por el desarrollo de una capacidad política reflexiva, que sirvió para articular los consensos de intereses y aspiraciones sustentadores del orden social en Europa. Bajo esta perspectiva, la función del pensamiento político europeo no ha sido simplemente explicar la realidad social, sino también definir los consensos sobre los que se sostiene esta realidad (Taylor, 1983, 20).
Recapitulando: La formación del Estado en Europa estuvo determinada por a) el desbordamiento de las relaciones sociales de los espacios territoriales de la Edad Media; b) la necesidad de reorganizar y reterritorializar estas relaciones; c) el desarrollo de una capacidad política-reflexiva para reconstruir el orden social; d) el desarrollo de una capacidad de gestión estatal para articular y reproducir el orden dentro de espacios territoriales soberanos; y e) el desarrollo de una sociedad civil con la capacidad de condicionar la acción del Estado. A través de estos procesos, la lógica histórica territorial, sobre la que se fundamentó el poder del Estado absolutista, fue reemplazada por una lógica histórica social que desembocó en la consolidación del Estado-Nacional democrático.
EL ESTADO CONQUISTADOR: DIMENSIONES ESTRUCTURALES Y CULTURALES DE SU CONSTITUCIÓN Y LÓGICA HISTÓRICA
El proceso de formación del Estado conquistador puede dividirse en tres grandes etapas. La primera abarca desde el descubrimiento de los nuevos territorios del continente americano hasta la emisión de las Leyes Nuevas en 1542. Este período constituye una versión extendida de lo que Haring llama “la era de los adelantados” que, de acuerdo a este autor, abarca hasta los 1520 – 1530 (Haring, 1990, 104). La segunda etapa arranca con la emisión de las Leyes Nuevas y termina con las Reformas Borbónicas de mediados del siglo XVIII. Finalmente, la tercera etapa se extiende desde las Reformas Borbónicas hasta la independencia.
LA ERA DE LOS ADELANTADOS
La cultura política de España en el siglo XVI estaba dominada por visiones providencialistas del poder y de la historia. Mariano Fazio Fernández señala que la “psicología colectiva” española en ese siglo se alimentaba de “una cosmovisión cristiana del mundo y de la existencia humana, que ve a un Dios Providente que gobierna las cambiantes situaciones históricas” (Fazio Fernández, 1992, 610). El Providencialismo puede definirse como una visión de la historia de los individuos y de las sociedades como procesos gobernados por Dios, en concordancia con sus planes y propósitos (ver McKim, 1996). La Providencia, desde esta perspectiva, representa “el trabajo beneficente de la soberanía de Dios que dirige y dispone de todos los eventos históricos y naturales para realizar los propósitos del bien y la gloria para los cuales fue creado el universo” (ver Fergunson y Wright, 1988).
Europa había operado durante la Edad Media dentro de un marco cultural religioso y providencialista. Fuera de la Península Ibérica, sin embargo, la cultura medieval logró evolucionar y generar las condiciones para la superación del Providencialismo y para el origen y consolidación de un pensamiento político moderno. Según Richard Tarmas, algunas de las especulaciones teóricas del escolasticismo ayudaron a consolidar la “verdad” científica como una “verdad” separada de la razón. Los argumentos hipotéticos sobre los posibles movimientos de la tierra, para citar un ejemplo, crearon las condiciones para las exploraciones científicas de Copémico y Galileo (Taimas, 1991, 298-301).
El Providencialismo en España fue muy resistente a las influencias de la ciencia y del racionalismo que hicieron posible la secularización de la cultura europea. Basta señalar, como ejemplo de esta resistencia, el peso que tuvo la identidad católica de los españoles durante la ocupación musulmana y el atrincheramiento de su Iglesia Católica para enfrentarse con la fuerza del dogma al reto de Lutero.
El Providencialismo español supersticioso e inquisitorial de la Contra-Reforma dominó las visiones del poder y de la historia que los conquistadoresy misioneros trasplantaron al continente americano. Esto lo confirma Fazio Fernández: “La confianza en la Providencia Divina, y la correlativa responsabilidad del cristiano de secundar los planes del cielo, cobran más realce en el proceso de evangelización que en cualquiera de los otros aspectos que presenta la novedad americana” (Fazio Fernández, 1992, 210).
Octavio Paz pone en relieve el atraso filosófico y teológico del catolicismo español, generador y reproductor del Providencialismo de los conquistadores: “La decadencia del catolicismo europeo coincide con su apogeo hispanoamericano: se extiende en tierras nuevas en el momento en que ha dejado de ser creador. Ofrece una filosofía hecha y una fe petrificada, de modo que la originalidad de los nuevos creyentes no encuentra ocasión de manifestarse. Su adhesión es pasiva” (Paz, 1998, 115).
Apoyada en la Inquisición, la Iglesia Católica mantuvo en España y en sus colonias de América una lucha frontal contra las ideas y los “libros prohibidos”, que en países como Francia e Inglaterra desembocaron en el desarrollo de la razón como fuerza constitutiva de la historia (Láscaris, 1982, 142). Además, mediante el control de la educación y el escolasticismo, la Iglesia logró imponer una visión teocrática del mundo sobre las colonias americanas (Atienza, año 2000, 241-2).
El Providencialismo dominante en la España conquistadora se combinó con las cosmovisiones religiosas, mágicas y fatalistas muy operativas en las sociedades pre-colombinas, y de esta manera reforzaron el pensamiento político y las visiones premodemas del orden social, el poder y la historia que dominaron la experiencia colonial. Para los indígenas de América, el mundo y la existencia humana estaban regulados, hasta en sus más mínimos detalles, por fuerzas divinas y sobrenaturales a las que ellos debían obedecer. Las divinidades de los Nicaraguas incluían los dioses creadores Tamagástad y Cippatónal, Oxomogo Chalchigüegue y Chicociágat, coautores de la creación; Oxomogo, inventor del calendario; Chalchigüegue, la diosa de las aguas terrestres; Chicociágat, diosa del maíz; Quiateot, dios de la lluvia; Hécat, dios del aire; Miqtanteot, dios de la muerte; Mixcoa, dios del comercio; Acahuat, dios del cacao; Mazat, dios de los venados; y otros. Jorge Eduardo Arellano explica la función de estos dioses y su relación con los Nicaraguas: “Algunos dioses trataban de responder a las preguntas sobre su propio origen; otros eran personificaciones animistas de fuerzas de la naturaleza a las que necesitaban someter en alguna forma para sus actividades agrícolas. El dios del comercio suponía una cierta voluntad de controlar el azar inherente al intercambio comercial. Y los dioses zoomorfos implicaban la de controlar los animales y organizar la caza” (Arellano, 1993, 25-26).
De manera que la idea providencialista católica de la historia, como un proceso dominado por fuerzas sobrenaturales, resultaba más que comprensible para los indígenas. Con palabras de Octavio Paz, el catolicismo fundante simplemente recubría “las antiguas creencias cosmogónicas de los indígenas de América” (Paz, 1998, 117). Hasta la dimensión ceremonial de la empresa conquistadora, como señala Pablo Kraudy Medina, en su estudio sobre la conquista en Nicaragua, sirvió para estimular “la mentalidad mítico-mágica de los nativos…” (Kraudy Medina, año 2001, 150).
Para los conquistadores, su encuentro con la salvaje naturaleza del continente americano, el misterio mismo del descubrimiento y la misión evangelizadora, de la que eran responsables, sirvieron para reafirmar su visión medieval de un mundo dominado por la voluntad de Dios. América ofrecía a los conquistadores un mundo “encantado” que reafirmaba sus visiones pre-modemas de la historia. Una muestra lo constituye la impresión que causó en muchos españoles el espectáculo de la lava en el fondo del volcán Masaya. El fraile Francisco Echadilla, quien lo visitó en 1529, pensó que el cráter no era otra cosa que la entrada misma al infierno (Incer Barquero, 1993 a, 147-160).
La reafirmación del Providencialismo resultante del encuentro entre conquistadores y conquistados en el continente americano dificultó el desarrollo de una visión humanista de la misión de España en América y retardó la superación de la lógica espacial dentro de la que más tarde se desarrolló la experiencia colonial. La conquista fue fundamentalmente una empresa orientada a adquirir el derecho de explotación territorial del “nuevo” continente. América, desde esta perspectiva, fue vista por los europeos como un territorio y no como una realidad social territorialmente contenida. Las poblaciones indígenas fueron predominantemente percibidas como “mano de obra” a la que se podía explotar como parte de la riqueza natural del continente descubierto.
La lógica territorial, dominante en la visión de los conquistadores durante la “era de los adelantados”, se refleja en los primeros relatos que los españoles elaboraron y describieron sobre América. Lo que ellos destacan en sus escritos es el paisaje. Los cronistas de la conquista, apunta Jorge Eduardo Arellano, “se apropian de un caudal narrativo, relatan sucesos curiosos, anécdotas, obsesiones; y describen la vastedad de la naturaleza con sus lagos y ríos perdurando además, por su inminente valor documental” (Arellano, 1986 a, 17-18).
La literatura de este período, además, describe “una geografía productora de oro, a la que se ve con ojos de Contador Geiger”. El oro, señala Ileana Rodríguez, “define la dirección que ha de tomar la exploración y conquista, guía las miradas inquisitivas de los recién venidos, determinando o por lo menos influenciando su visión, y finalmente mide y cuantifica el tipo de cuestionamiento -preguntas y respuestas – de la interacción euro-aborigen.” (Rodríguez, 1984, 21).
La lógica espacial, brújula de la empresa conquistadora durante este período, se combinó con la cosmovisión religiosa providencialista desarrollada en esta etapa inicial de la conquista. Esta cosmovisión se expresó con fuerza y claridad en la prédica religiosa de los misioneros y en los informes redactados por los representantes de la Corona Española. En los sermones y en las narraciones ofrecidas por los religiosos, encargados de cristianizar a los aborígenes americanos, se expresa una visión del mundo como un espacio controlado por la Divina Providencia y por fuerzas sobrenaturales que determinan el desarrollo de la historia humana. Los milagros, realizados por Dios para beneficiar a la humanidad y los castigos del cielo para responder a las malas acciones de los hombres y las mujeres en la tierra, forman parte central del mundo misterioso, caprichoso e impredecible dentro del que operó la conquista durante este período.
La carta de Cristóbal Colón a los reyes de España, informándoles sobre su cuarto y último viaje en 1502, está llena de referencias a Dios como la fuerza reguladora de los eventos de la historia. Describe así su llegada al Cabo Gracias a Dios el 12 de septiembre de 1502, después de una furiosa tormenta: “En todo este tiempo no entré en puerto, ni pude, ni me dejó tormenta del cielo, agua y trombones y relámpagos de continuo que parecía el fin del mundo. Llegué al cabo de Gracias a Dios, y de allí me dio nuestro Señor próspero el viento y corriente. Esto fué a 12 de septiembre. Ochenta y ocho días había que no me había dejado espantable tormenta, á tanto que no vi de el sol ni estrellas por mar; que á los navios tenía yo abiertos, á las velas rotas, y perdidas anclas y jarcias, cables, con las barcas y muchos bastimentos, la gente muy enferma, y todos contritos, y muchos con promesas de religión, y no ninguno sin otros votos y romerías. Muchas veces habían llegado á se confesar los unos a los otros. Otras tormentas se han visto, más no durar tanto ni con tanto espanto” (Colón, 1503, en Incer Barquero, año 2002, 14).
Bernal Díaz del Castillo también habla de la presencia de los apóstoles Santiago y Pedro en una de las batallas libradas durante la conquista de México: “Digo que todas nuestras obras y victorias son por mano de Nuestro Señor Jesucristo y que en aquella batalla la que libraron contra los cacique de Tabasco, había para cada uno de nosotros tantos indios, que a puñados de tierra nos cegaran, salvo que la gran misericordia de nuestro Señor en todo nos ayudaba; y pudiera ser que los que dice el Gómara fueran los gloriosos apóstoles señor Santiago o señor Don Pedro, y yo como pecador, no fuese digno de lo ver. Lo que yo entonces vi y reconocí fue a Francisco de Moría, en un caballo castaño, que venía juntamente con Cortés, que me parece que ahora que lo estoy escribiendo, se me representa por estos ojos pecadores toda la guerra según y de la manera que allí pasamos. Y ya que yo, como indigno no fuera merecedor de ver a cualquiera de aquellos gloriosos apóstoles, allí en nuestra compañía había sobre cuatrocientos soldados” (Díaz del Castillo, en Chinchilla Aguilar, 1977, 41-2).
La carta de Gil González Dávila al rey de España, informándole sobre el descubrimiento de los territorios de Costa Rica y Nicaragua, también refleja la cosmovisión religiosa providencialista de los conquistadores. Así relata los acontecimientos que tuvieron lugar días después de su llegada a un poblado indígena ubicado en el sureste de Costa Rica:
A los quince días que llegué llovió tantos días que crecieron los ríos tanto que hicieron toda la tierra una mar y en la casa donde yo estaba, que era lo más alto, llegó el agua a dar a los pechos a los hombres. Al ver ésto la gente de mi compañía, uno a uno, me pidieron licencia para irse fuera del pueblo, a valerse en los árboles alrededor y quedé yo con la gente más de bien, en esta gran casa, esperando lo que Dios quisiese hacer, creyendo que no bastaría el agua para derribarla. Y estando ellos y yo a la medianoche con harta sospecha y temor de lo que acaecía teníamos en lo alto de la casa por dentro una imagen de Nuestra Señora y una lámpara de aceite que la alumbraba, y como la furia del agua creciese mientras más llovía, a la medianoche quebraron todos los postes de la casa y cayó sobre nosotros y derribó la cámara donde yo estaba y quedé yo, con unas muletas que traía, de pies encima de la dicha cámara, el agua en los muslos, y llegaron las varas de la techumbre al suelo, y quedaron los compañeros el agua a los pechos sin tener parte por donde resollar. Plugo a Dios, por quien él es, que con cuanto golpe la casa hizo al caer, no se murió la lámpara que teníamos delante de la imagen de Nuestra Señora, y fue la causa que como la casa dió sobre el agua y vino poco a poco sin dar golpe en el suelo, no hizo fuerza para que la lámpara se muriese (González Dávila, 1524, en Incer Barquero, año 2002, 82).
La carta de Pedrarias Dávila al Emperador, informándole sobre el descubrimiento de Nicaragua por Francisco Hernández de Córdoba, habla también de ocurrencias milagrosas. Al referirse al informe recibido del mensa) ero Sebastián de Benalcázar “que se ha hallado en todo lo que se ha hecho al poniente”, Pedrarias señala: “También dice que se han convertido a Nuestra Santa Fe Católica, de su propia voluntad, más de cuatrocientas mil ánimas y continuamente vienen a demandar bautismo, porque quisieron una Cruz de madera en un pueblo que se les había puesto y nunca la pudieron quemar, así moría toda la gente del pueblo de pestilencia que no quedó ningún indios; y visto este milagro los indios comarcanos y con otros milagros que han acaecido, luego vinieron a bautizar y pedir cruces, las cuales se las dan con la mayor solemnidad que se puede. Así mismo en ciertas Mezquitas donde aun no les habían dado imágenes de Nuestra Señora, cayeron rayos y se quemaron, y viendo esto los de aquellos pueblos vienen a pedir imágenes de Nuestra Señora y Cruz y bautismo, y como hay pocos clérigos los mismos indios viendo el auto que hacen los Clérigos se santiguan y se echan el agua unos a otros” (Pedrarias Dávila, 1525, en Incer Barquero, año 2002, 177-8).
Las crónicas de Gonzalo Fernández de Oviedo también ofrecen abundantes ilustraciones del mundo americano de esta primera etapa de la conquista. Al describir las labores misioneras del fraile Francisco de Bobadilla, Oviedo relata cómo la llegada del fraile “a aquella tierra de Nicaragua” coincidió con la llegada de las lluvias, después de un largo período de sequía. Los aborígenes interpretaron esta coincidencia como un milagro y el fraile la confirmó como tal. Dice Oviedo: “Siguióse quando este padre reverendo fué á aquella tierra de Nicaragua, que estaba perdida por falta de agua, que avia mucho que no llovia; é assi cómo llegó, quiso Dios é llovió cinco días á reo. E tuviéronlo los indios por señal de milagro, é él dió a entender á los indios por buenas é devotas palabras como lo hacia Dios, Nuestro Señor, é la gloriosa Virgen Sancta Maria; é que si fuessen chriptianos e buenos, lloveria á sus tiempos é les daría buenos temporales, é se salvarían sus ánimas, guardando la fée cathólica: é assi á este propóssito dixo muchas veces, encaminándolos para su salvación” (Oviedo, 1851 1976, 353).
La visión mágica del mundo expresada en los relatos anteriores fiie transmitida a los indígenas en el mensa) e providencialista que predicaron los religiosos europeos durante la conquista. Este mensa- je se articuló con mayor claridad en los catecismos y en otros instrumentos de evangelizaron. En lo que se considera el primer catecismo utilizado en América se establece, como la primera obligación de los cristianos, creer en un Dios que regula detallada y minuciosamente el mundo y su historia:
El primer artículo o la primera cosa es saber y creer que es un sólo Dios todopoderoso; y que no hay muchos dioses; ni más que un sólo Dios. Y este Dios es todopoderoso. Puede hacer todo cuanto quiere; y ninguno puede hacer nada sin que Dios le dé poder. Y ninguna cosa se hace en el cielo ni en la tierra sin el mandato y voluntad de este uno y sólo Dios. Y todo lo que él manda y quiere todo se hace.
Donde sabed que por su mandado se mueven los cielos y sale el sol y la luna; y por su mandado dan claridad al mundo; y por su mandado llueve; y por su mandado produce la tierra los frutos, hierbas y flores; y por su mandado nacen y mueren y viven todas las gentes; y por su mandado manan las fuentes y corren agua los ríos; y por su mandado vinieron los cristianos a esta tierra. Porque si este gran Dios que es uno solo no quisiera no pudiera ningún cristiano acá pasar. Y por su mandado y voluntad venimos también nosotros a os predicar y enseñar. Porque como os habernos dicho este Dios que os predicamos es uno solo y todopoderoso, y que hace todo cuanto quiere, y ninguno puede hacer nada contra su voluntad… En este gran Dios están todas las perfecciones, bondades y virtudes. Porque él da virtud al fuego de alumbrar y escalentar, y al aire de resfriar, y al agua de mojar y limpiar y crear peces. Y da virtud a la tierra de engendrar hierbas y árboles, y maíz y frutas, y todas las otras cosas; y da virtud a las hierbas para sanar las enfermedades; y da sabor a todas las cosas sabrosas.
Es también este nuestro gran Dios muy sabio porque todas las cosas sabe. Porque sabe todas las cosas pasadas que fueron en el mundo; y sabe todas las presentes que se hacen en todo el mundo, así en el cielo como en la tierra; y sabe todos los pensamientos de todos los hombres cuanto piensan en sus corazones; y sabe todo cuanto se hace escondido y en público; y todo lo que se hace en el infierno; y sabe todo lo que está porvenir.
Es también muy bueno porque él da mantenimiento a todas las cosas vivas cuantas en el mundo hay, chicas y grandes, así en la mar como en la tierra. Y más usó de su bondad con el hombre, porque le dio la tierra y las aguas y las aves, y todas las cosas de este mundo. Y dióle el sol para que le alumbrase de día, y la luna y estrellas de noche, y muchas otras cosas le dio (Córdoba, 1544, en Durán, 1984, 230-231).
Otro de los instrumentos de evangelización utilizados por los españoles durante la conquista fue el catecismo llamado “Los Coloquios de los doce Apóstoles”, publicado en 1564. En él se reafirma la idea de un Dios providencialista, omnipotente y omnipresente: “Este solo verdadero Dios jamás se ausenta, en todo lugar y a todas las cosas está presente. Su majestad y divinidad a todas las partes alcanza. Nunca duerme, siempre vela para nuestra guarda y amparo. Lo visible y no visible, todo lo tiene en la palma, todo lo sustenta, conserva y gobierna, y de todo tiene actual cuidado. De ninguna cosa se descuida, ni de las cosas más pequeñas del mundo. Es todopoderoso, todo su beneplácito se hace, y nadie le puede ir a la mano” (Sahagún, 1564, en Durán, 1984, 344).
El Providencialismo también se expresó en el Catecismo para la edificación y conversión de los naturales del arzobispado del nuevo reino de Granada, elaborado por el fraile Luis Zapata de Cárdenas y publicado en 1576:
Pues si queréis ir al cielo a ver a Dios y a gozar de vida perpetua y de todo descanso, creed lo que os dice Dios, que os dice que en él están todos los bienes. Y esto es lo que nosotros os enseñamos cuando os decimos que creáis en un solo Dios todopoderoso, que quiere decir que en Dios está todo nuestro bien, nuestra vida y nuestra gloria y todo nuestro descanso, porque es Dios todopoderoso para darnos todo este bien. Sabéis que tan poderoso es Dios y que tan gran Señor, que estos cielos tan grandes que veis es la casa donde él mora, y en este Dios están todas las cosas, y todos los bienes que el hombre puede desear y muchos más, porque todo lo que hemos vino desde Dios, toda la vida que las creaturas tienen, todas las fuerzas, toda la hermosura, la dulzura, y el bien y el sabor de los frutos, y todo lo que nos sustenta y da vida, de suerte que todo nos lo da este Señor que mora en los cielos, que llamamos Dios; y él tiene allá en el cielo otras cosas mejores que estas que vemos, para cuando vayamos los hombres allá, porque es tan poderoso, que todo lo tiene y todo nos lo puede dar (Zapata de Cárdenas, 1576, en Durán, 1984, 310).
El Providencialismo y la lógica espacial que orientaban la empresa conquistadora aparecen combinados en el Requerimiento de Palacios Rubio, la proclama oficial que ritualísticamente tenía que ser leída por los conquistadores en cada nuevo encuentro con los indígenas de América7:
De parte del rey don Fernando, y de la reina doña Juana, su hija, reina de Castilla y León… domadores de las gentes bárbaras, nos, sus criados, os notificamos y hacemos saber como mejor podemos, que Dios, Nuestro Señor, uno y eterno, crió el cielo y la tierra y un hombre y una mujer, de quien nosotros y vosotros y todos los hombres del mundo fueron y son descendientes y procreados, y todos los que después de nosotros vinieren … De todas estas gentes, Dios Nuestro señor dio cargo a uno, que fué llamado Sant Pedro, para que de todos los hombres del mundo fuese señor y superior a quien todos obedeciesen y fuese cabeza de todo linaje humano, doquier que los hombres viviesen y estuviesen, en cualquier ley, secta y creencia, y dióle el mundo por su reino y jurisdicción … A este Sant Pedro obedecieron y tomaron por señor, rey y superior del Universo los que en aquel tiempo vivían, y asimismo han tenido a todos los otros que después de él fueron al Pontificado elegidos y así se ha continuado hasta agora y se continuará hasta que el mundo se acabe. Uno de los pontífices pasados, que en lugar de éste sucedió en aquella dignidad e silla que he dicho, como señor del mundo, hizo donación destas islas e tierra firme del mar Océano a los dichos Rey y Reina e a sus sucesores en estos reinos, nuestros señores, con todo lo que en ellas hay, según se contiene en ciertas escripturas que sobre ello pasaron, según dicho es, que podéis ver si quisiéredes…Por ende, como mejor podemos, vos rogamos y requerimos que entendáis bien esto que os decimos, y toméis para entenderlo y deliberar sobre ello el tiempo que fuere justo, y reconozcáis a la Iglesia por Señora y superiora del Universo mundo, y al Sumo Pontífice, llamado papa, y en su nombre al Rey y a la Reina doña Juana, nuestros señores, en su lugar, como a superiores y señores y reyes destas islas y tierra firme, por virtud de la dicha donación, y consintáis y déis lugar que estos padres religiosos os declaren y prediquen lo susodicho…. Si ansí lo hicierdes, haréis bien y aquello que sois obligados a sus Altezas, y nos en su nombre vos rescibiremos con todo amor e caridad… Y si no lo hicierdes, y en ello dilación maliciosamente pudiserdes, certificóos que con la ayuda de Dios, nosotros entraremos poderosamente contra vosotros y vos haremos guerra por todas las partes y maneras que pudiéremos, y vos subjectaremos al yugo y obediencia de la Iglesia y de Sus Altezas, y tomaremos vuestras personas y de vuestras mujeres e hijos y los haremos esclavos y como a tales los venderemos y dispornemos dellos como Sus Altezas mandaren, e vos tomaremos vuestros bienes y vos haremos todos los daños y males que pudiéremos, como a vasallos que no obedecen ni quieren rescibir a su señor y le resisten y contradicen; y protestamos que las muertes y daños que dello se recreciesen, sea a vuestra culpa y no de Sus Altezas, ni nuestra ni destos caballeros que con nosotros vienen: y de como lo decimos y requerimos, pedimos al presente escribano que nos dé por testimonio signado, y a los presentes rogamos que dello nos sean testigos… (Requerimiento de Palacios Rubio, en Esgueva, 1993, 27-29)8.
El Requerimiento de Palacios Rubio estaba basado en la bula Inter Caetera del 4 de mayo de 1493 por la que el Papa concedía el derecho de conquista y colonización de nuevas tierras a los reyes de España. La Iglesia argumentaba que este derecho se fundamentaba en: “la autoridad del Omnipotente Dios, a Nos en San Pedro concedida, y del Vicariato de Jesucristo, que ejercemos en las tierras, con todos los señoríos dellas, ciudades, fuerzas, lugares, villas, derechos, jurisdicciones y todas sus pertenencias…” (Bula Inter Caetera, en Esgueva, 1993, 76).
De tal manera que, en el acto de legitimación de la empresa conquistadora, la Iglesia se percibía a sí misma como dueña de la tierra. En la bula Inter Caetera, la Iglesia trasladaba su derecho de posesión al rey Femando y a la reina Isabel de España sobre las tierras “conquistadas o por conquistar” -que luego resultarían tierras que formaban un nuevo continente, que se llamó América. El conquistador, en este sentido, era el instrumento de ejecución del derecho concedido por Roma -la depositaría del poder de Dios en la tierra- a la Corona Española para ocupar territorios que se consideraban como “nullius”, y para conquistarlas tierras descubiertas que estuviesen bajo el control de los pobladores originales de América (ver Hershey, 1930).
Los conquistadores, además, argumentaban que la “incapacidad de los nativos” para gobernar y gobernarse obligaba a los europeos a civilizarlos. La “incivilización” de los aborígenes fue señalada por el mismo Cristóbal Colón que se refirió a ellos como “gente desnuda”. Como dice Felipe Fernández-Armesto, este señalamiento “no era simplemente una descripción sino una clasificación”. El uso de ropa era “el estándar mediante el cual se juzgaba el nivel de civilización de la gente en la Cristiandad Latina del medioevo” (Fernández- Armesto, 1992, 82)9.
En Centroamérica, la dinámica conquistadora durante la era de los adelantados se vio condicionada por la pobreza material de la región, la fragmentación socio-cultural de sus poblaciones indígenas y, finalmente, por las tensiones y rivalidades entre las diferentes fuerzas conquistadoras que establecieron su control sobre el territorio centroamericano (ver MacLeod, 1990).
La conquista de Centroamérica, señala Murdo MacLeod, guardó “más parecido con un asalto prolongado que con una ocupación”. Centroamérica, a diferencia de otras regiones – México y Perú- no ofreció a los conquistadores los incentivos materiales para establecerse y organizar comunidades e instituciones sociales duraderas (MacLeod, 1990, 40-54; Cardoso y Brignoli, 1983, 54-56).
La desintegración socio-cultural de las poblaciones de Centroamérica dificultó la consolidación institucional del poder de España en la región. Según señala Robert M. Carmack, al momento de la conquista “no existía un mundo centroamericano unificado, ya fuera en el plano económico, político o cultural” (Carmack, 1993, 306). Por el contrario, los altos niveles de integración y organización de los imperios inca y azteca facilitaron la constitución de los relativamente más desarrollados sistemas de regulación socio-territorial de los virreinatos de Nueva España y Perú (MacLeod, 1990, 36; también Pinto Soria, 1983).
Aún, dentro de la misma región centroamericana, puede observarse cómo los más altos grados de organización e integración socio-cultural de las poblaciones indígenas asentadas en el Pacífico facilitaron el establecimiento de las principales instituciones del poder colonial. Además, la mayor fragmentación y el más bajo desarrollo de las poblaciones indígenas del Mar Caribe constituyeron un serio impedimento para el desarrollo del orden colonial en esta región.
La fragmentación de Centroamérica se manifestó con especial intensidad en el caso de Nicaragua. Carlos Mántica explica: “El mapa de Nicaragua al momento de la conquista es un tablero de ajedrez en donde se alternan tribus náhuatl y chorotegas. Esta no es la situación que pudiera esperarse de una migración masiva que hubiera desplazado a las demás tribus o coexistido con ellas, sino que parece ser el resultado de pequeñas migraciones sucesivas y de distinta antigüedad, cuya gente después de conquistar un pequeño territorio queda prisionera entre tribus contrarias” (Mántica, 1998, 56). Para completar el panorama poblacional nicaragüense, hay que señalar que la zona del Mar Caribe de Nicaragua estaba habitada por tres grandes grupos étnicos: los Sumos, los Misquitos y los Ramas (Arellano, 1993, 10-11).
José Coronel Urtecho confirma la fragmentación socio-cultural de la Nicaragua pre-colombina señalando que, al momento de la conquista, no había en este territorio “unidad política, ni étnica, ni religiosa, ni lingüística”. Y agrega: “En el territorio del Pacífico se hablaban el niquirano o náhuatl -lengua mexicana-usada en el Departamento de Rivas, y el chorotega, ramificado en dos dialectos: el Dirián que se hablaba en Granada, Masaya, Carazo y Managua, y el Mangue en Chinandega y parte de León -pues el subtiaba que los cronistas llaman marivio u orotina y que se hablaba en un pequeño sector de este último departamento no era de origen chorotega ni náhuatl. Por lo que hace a los departamentos del Norte y de la Costa Atlántica es tal el número de dialectos y tan confusas sus relaciones con las lenguas madres…que es inútil tratar de establecer exactamente su situación en el mapa. Pero lo dicho basta para afirmar que nuestra tierra, antes de la conquista, era una Torre de Babel” (Coronel Urtecho, año 2000, 279 y 280).
La fragmentada organización de la empresa conquistadora que estableció el dominio de la Corona Española en Centroamérica también conspiró contra el desarrollo de un marco institucional estable en la región. Para establecer un punto de referencia comparativo, MacLeod señala que el fuerte liderazgo de Hernán Cortés imprimió un orden y un nivel de organización relativamente mayor a la conquista de México (MacLeod, 1990, 35-36).
En Centroamérica, la conquista estuvo marcada por las tensiones generadas por tres diferentes fuerzas conquistadoras y por los conflictos que surgieron entre los líderes militares que las comandaban. La primera corriente conquistadora penetró por el norte y puede ser considerada como “una prolongación de la conquista de México” (Fonseca, 1996, 67). Sus principales líderes fueron Pedro de Alvarado y Cristóbal de Olid. La segunda corriente penetró por el Sur y estuvo integrada por tres expediciones: la que estuvo a cargo de Juan de Castañeda y Hernán Ponce de León; la dirigida por Gil González Dávila, y la que fue organizada por Pedradas Dávila bajo el liderazgo de Francisco Hernández de Córdoba. La tercera penetró en la región Caribe de Centroamérica desde México, Panamá y las Antillas (Fonseca, 1996, 63-66; Kramer, Lovell and Lutz, 1993, 22-23).
Durante el período inicial de la conquista, los españoles operaron con un mínimo de restricciones legales. Sus ambiciones e intereses, así como la lógica de acaparamiento territorial, que orientaba la empresa conquistadora, iban a constituirse en los factores determinantes de la organización y delimitación espacial inicial de la América Central (Solano, 1985, 5-15).
LA CONQUISTA BUROCRÁTICA
La segunda etapa del desarrollo y organización de la sociedad colonial americana se inicia con la emisión de Las Leyes Nuevas en 1542, y termina con las Reformas Borbónicas de la segunda mitad del siglo XVIII. La Corona Española emprendió durante este período “la tarea de recobrar todos los atributos de su soberanía en los territorios ultramarinos” (Haring, 1990, 104).
Las Leyes Nuevas reforzaron el poder de las Audiencias y eliminaron la esclavitud indígena (Arellano, 1993, 129). Además de facilitarla consolidación del poder de la Corona Española, las Leyes Nuevas se convirtieron en un instrumento que adecuó la explotación indígena a las condiciones de escasez de mano de obra provocado por el comercio de esclavos y las pestes (ver MacLeod, 1990).
La Audiencia fue un órgano político-administrativo con funciones legislativas, judiciales y ejecutivas que llegó a convertirse en la institución más importante de la estructura de poder colonial. La audiencia “fue el centro, el corazón del sistema administrativo y el principal freno a la opresión e ilegalidades cometidas por virreyes y otros gobernadores. Los virreyes iban y venían; la audiencia era un cuerpo más permanente y continuo, que adquirió una larga línea de tradición corporativa” (Haring, 1990, 181-182).
Las Audiencias introdujeron una dimensión social en la visión del poder, que orientaba las acciones del aparato institucional colonial, el que ayudó a contrarrestar la lógica territorial original de la empresa conquistadora, sin llegar a superarla. Mediante el reconocimiento de la población criolla y, en mucha menor medida de la población indígena como sectores sociales con la capacidad de reclamar derechos frente a la Corona, las Audiencias generaron las bases de lo que pudo haber sido el inicio del desarrollo de espacios públicos, sociedades civiles y redes de intereses organizadas frente al Estado colonial.
Sin embargo, no llegaron a desarrollarlos mecanismos necesarios para ejercer un control efectivo sobre la conducta y las ambiciones de los conquistadores ni lograron desarrollar la capacidad de regulación social necesaria para gobernar e integrar a las comunidades y a los grupos sociales que operaban dentro de sus espacios territoriales. Con las Audiencias, el poder colonial continuó siendo determinado -y fundamentalmente limitado- por el alcance físico de los administradores coloniales (Samayoa, 1978, 25-26).
En Centroamérica, la débil capacidad de gestión social del aparato administrativo colonial y en particular de las Audiencias aparece confirmado en la Descripción Geográfico-Moral de la Diócesis de Goathemala, elaborada por el arzobispo de esa Diócesis, Pedro Cortés y Larraz en 1771. Haciendo referencia a la administración de la justicia en esta región, el arzobispo señalaba:
La Audiencia no puede atender tantas causas civiles y criminales en más de 600 leguas de territorio sin ayuda de abogados, escribanos y ministros inferiores. ¿Cómo atenderán a todo un reino tan dilatado y perdido sino dejando los muertos por los caminos sin otra providencia sino que el cura los recoja para darles sepultura? Los criminales se esconden en montes, valles, trapiches y pajuides. En los pueblos no hay otros jueces que los mismos indios, los que podrán aprisionar y castigar a los mismos, pero de ninguna manera a los que se dicen españoles, ladinos, mulatos, etc. Haviendo tantos de éstos en los pueblos ¿Quién castigará sus delitos? Si se dice que el Alcalde Mayor del Partido, digo, lo primero, que sólo puede ésto responderse no sabiendo lo que son Alcaldes Mayores. Lo segundo ¿Quién acusará a estos delincuentes? Ninguno. Y no hay cárceles. En Chalatenango el Teniente de Alcalde Mayor tenía a varios reos de delitos atroces aprisionados en un jacal de paja esperando que se fugaran porque el no podía hacer nada ni daría cuenta a la Audiencia porque de nada serviría sino de arriesgar su vida (Cortés y Larraz, 1771 1958, xv).
A pesar de sus debilidades, las Audiencias jugaron un importante papel en el proceso de “americanización” de las instituciones coloniales y, más específicamente, en el desarrollo de las identidades socio-territoriales del continente. De hecho, con las Audiencias los criollos empezaron a referirse a los espacios territoriales, delimitados por ellas, como “patrias” (Lynch, 1958, 55-72). Y, a través de las visitas de los oidores, empezó a surgir una “conciencia de la distancia” (Vives Azancot, 1978, 142). Los espacios administrados por las Audiencias “en la mayoría de los casos, presagiaron los límites territoriales de las repúblicas hispanoamericanas modernas” (Haring, 1990, 182).
El Providencialismo -y su interpretación de la historia como un proceso dominado por ángeles, demonios, castigos divinos y milagros- continuó dominando el marco cultural dentro del cual tuvo lugar el desarrollo del orden colonial durante este período. El Providencialismo había sido validado como doctrina en las resoluciones del Concilio de Trento que se celebró entre 1545 y 1563. En sus 16 decretos dogmáticos, la Iglesia Católica reafirmó su doctrina medieval como una manera de enfrentar el reto de la Reforma (ver Tanner, 1990; año 2000; y Hughes, 1961).
Fray Fernando Espino narra en su “Relación Verdadera de la Reducción de los indios Infieles de la provincia de la Taguisgalpa, llamados Xicaques” cómo durante el siglo XVII circulaban en la América española numerosos “prenuncios de la venida de la ley de la gracia”. Estos “prenuncios”, a juicio de los españoles, indicaban la presencia de Cristo en América antes de su descubrimiento. En uno de sus relatos, habla de un habitante de la La Taguzgalpa que se caracterizaba por su bondad y por su laboriosidad:
Estando éste un día en la labor de sus milpas se le apareció repentinamente un niño blanco y hermoso cual nunca otro tal había visto y mirándole con cariñoso semblante le preguntó en su propio idioma, qué edad tenía. El buen viejo, aunque le pareció impertinente la pregunta del niño, respondió que era muy vie o, y que según las lunas que había vivido le parecía tenía diez veintes de años; añadiendo que lo que más sentía, y en lo que estaba pensando era, que si él se moría, quién cuidaría de aquella siembra que era de los pobres. Que por lo demás, no le daba cuidado el morir, antes se holgaría ir con los dioses. El niño como catequizándole le preguntó: ¿Creerás lo que yo te dijere? El viejo dijo: ¿Por qué no, si a lo que me pareces y manifiesta tu hermosura eres algún Dios de esta montaña? A esto le dijo el niño: Pues sábete, que no has de morir hasta que seas cristiano; cata que estés en esto, aquí han de venir a tal tiempo unos hombres blancos con la ropa hasta los pies y el color de ella ha de ser el de esta tierra (señalándole una tierra cenicienta), en viniendo dales acogida y no permitas que les hagan enojo, porque son ministros de Dios, quien te hace esta señalada merced, porque tú has hecho bien y sustentado a los que no tienen sustento… Dicho esto desapareció el niño, de suerte que nunca más le vio, quedando tan consolado interiormente, y tan fijas en su alma sus palabras, que sin poder olvidarlas tomó por ocupación cuotidiana él y sus familiares atalayar desde los más altos montes, a ver si venían, y por donde los hombres que le había dicho (Espino, 1674 1977, 83-84).
La “relación” de la visita de fray Alfonso Ponce, comisario general de las provincias de Nueva España, redactada y presentada en 1586, también está llena de narraciones de fenómenos que el fraile atribuye a la voluntad de Dios. En una ocasión, Fray Ponce hace referencia a la “visión maravillosa” que experimentara el fraile Gonzalo Méndez en “la provincia de Guatemala”, poco antes de su muerte. Este manifestó a otro religioso, fray Juan Casero, que desde que había tenido uso de razón había sentido “tan particular amor al emperador Carlos V” que oraba por él todos los días. Fray Méndez aseguraba haber experimentado la siguiente “visión”:
Vi un juicio de Dios formado y sola una silla de magestad, en la cual Nuestro Señor estaba sentado cercado de todos los santos y ángeles, y vi entrar en el juicio un hombre afligido, y como que salía de una larga prisión aherrojado y cansado, al cual acusaron los demonios de gravísimos pecados que había cometido, de que jamás había hecho penitencia, y atestiguaban con los ángeles y santos, los cuales todos confirmaron ser así, que había hecho cosas enormes en que no le habían visto penitente, y el emperador Carlos V… aunque todos le acusaban, no parecía temer nada, ni habló en su disculpa, solo levantó con grande acatamiento los ojos, y los puso con mucha confianza en Dios, como que le pedía declaración de la verdad; y sin hablar, Dios les mostró en sí mesmo á todos los santos y ángeles, que aquellas cosas, de que el emperador había sido acusado, no habían sido en el culpas, porque las había hecho por particular revelación suya, y que en ellas no había sido sino ministro de la justicia divina por particular orden de Dios, y que antes había merecido en ello, y con esto se le llenó el rostro de alegría al Emperador, y todos los santos y ángeles adoraron á Dios por la mano al Emperador, lo llevó consigo á su gloria (Ponce, 1586, 38).
A la descripción de la “visión” ofrecida por fray Méndez, los redactores de la “relación” de la visita de fray Alfonso Ponce a las provincias de Nueva España añaden su propia interpretación: “Esta fue la visión para por cierto y muy de ponderarse; ponese aquí para gloria de Dios, y para que se vea su justicia, y cuan acompañada anda siempre de la misericordia, y para que todos entiendan cuan ratero es el entendimiento y saber humano, y cuan poco vale y puede para entender y comprenderlos secretos y misterios divinos, si el mesmo señor no se los revela” (Ibid., 38).
Para enfrentar los “secretos y misterios divinos”, a los que hacían referencia los relatores de la visita de fray Alfonso Ponce, la prédica de la Iglesia Católica en América durante este período invitaba al sufrimiento y a la resignación. El reporte de la “Visita apostólica, topográfica, histórica y estadística de todos los pueblos de Nicaragua y Costa Rica” elaborado por el obispo Pedro Agustín Morel de Santa Cruz, y elevado al conocimiento de Femando VI en 1752, revela un mundo dominado por la idea de un Dios omnipotente que demandaba obediencia, humildad y dolor. Así se expresa este religioso en la narración que hace de su visita a la Villa Nicaragua: “Veintidós días me mantuve en esta Villa en mis ejercicios ordinarios de confesiones, comuniones, confirmaciones y sermones: las confesiones y comuniones fueron muchas a causa de que gran número de personas faltaba todavía para cumplir con estos preceptos; las que se confirmaron mil seiscientas setenta y seis: los sermones dieciocho continuados y al último precedió una procesión de penitencia muy edificativa y numerosa; no se oía sino rezar el Santísimo Rosario, y en cada decenario pedir por tres veces misericordia; todos iban cargados de cruces o azotándose; y por fin fué tanto el concurso que siendo la estación de más de ocho cuadras largas, los que iban al principio de la procesión llegaron a entrar en la iglesia antes de salir de ella los que terminaban; pasarían sin duda de tres mil personas de ambos sexos las que asistieron atan memorable función” (Morel de Santa Cruz, 1752, 4).
Morel de Santa Cruz concluye su reporte señalando: “Esta, señores, es la relación verdadera y más sucinta que sobre mi dilatada peregrinación he podido formar; si algo bueno hubiere obrado en el discurso de ella, debo referirlo única e inmediatamente al padre de las luces, y a su inescrutable Providencia que sabe valerse de instrumentos débiles para empresas grandes; los yerros que sin duda habré cometido en tanta variedad de negocios, como han ocurrido, son efectos de mi corto talento” (Ibid., 34).
La visión providencialista de la historia que dominaba la cultura de este período también se expresa en la correspondencia que, en 1679, el obispo Andrés de las Navas y Quevedo dirigió al rey para exponerle la situación de su diócesis. Haciendo referencia a los ataques piratas sufridos por Granada, señala cómo esta ciudad había sido “saqueada dos veces del enemigo y otras tantas ultrajado el Santísimo nombre de Dios y su Cuerpo Sacrosanto Sacramentado, vilipendiado y encarnecido y arrastrado por sacrílegas manos de herejes idólatras, enemigos de nuestra santa fe católica”.
El obispo atribuía a estos lamentables hechos las difíciles condiciones naturales que, de acuerdo a su informe, afectaban a la ciudad: “Viendo que de parte de las criaturas no se ha dado a Dios satisfacción alguna, en todo este tiempo, el cielo y la tierra están hoy manifestando su sentimiento; la tierra vistiéndose de abrojos, esterilizados los campos; el cielo manifiesta su enojo en rayos y truenos, influyendo en la tierra repetidos temblores”.
Para enfrentar esta situación, el obispo Navas y Quevedo organizó varios eventos religiosos: “Informada mi alma de estos agravios y de estos repetidos efectos tan sobrenaturales, solicité bendecir los campos, y, la Dominica in albis, hacerle una solemne fiesta a Dios Sacramentado, en desagravio de los ultrajes fechos del idólatra hereje, por cuya deprecación, y mediante las lágrimas que, este día, se derramaron por los fieles católicos, espero en su Divina Majestad se han de templar sus rigores” (de las Navas y Quevedo, 1679, 24).
La idea de un Dios providencial y omnipotente era la base en donde descansaba el poder de la Iglesia Católica, autodenominada como la institución intermediaria entre la voluntad del cielo y la suerte de los humanos en la tierra. El Providencialismo y el papel de intermediación entre Dios y la humanidad, que jugaba la Iglesia, aparece claramente reflejado en los reportes de las visitas pastorales que las autoridades eclesiásticas realizaban periódicamente durante este tiempo para supervisar la conducta de los religiosos y los fieles católicos en la América colonial. Los encargados de estas visitas publicaban un edicto haciendo un llamado a la población a confesar y denunciar cualquier forma de conducta contraria a la moralidad de la Iglesia. Una muestra es el edicto publicado en 1731 por el visitador Sebastián Donaire durante su visita a Estelí10. En él se señalaba:
Conviene a saber si los rectores, curas, doctrineros, capellanes o sus hermanos y otros clérigos, hacen cada uno lo que les toca, diciendo misa, vísperas y demás oficios diurnos, cuando son obligados y con la solemnidad y devoción que requiere, o han hecho en ellos alguna falta notable o si por su culpa se ha muerto alguna persona sin confesión o comunión o extremaunción, o alguna criatura sin bautismo, si han hecho algún entierro sin acompañamiento de cruz y agua bendita, si tratan con caridad a sus feligreses, dándoles buena doctrina y ejemplo, enseñando a sus feligreses, y enseñándoles la doctrina cristiana y explicándoles los misterios de nuestra santa fe católica que les es obligado; o hacen extorsiones, llevándoles intereses especiales por sus sacramentos o cobros demasiados de los que se les deben por sus aranceles; si no visitan a los enfermos, les aconsejan que ordenen en sus ánimas; si están en algún pecado público, infamados con alguna mujer, si han cometido simonía o tienen en sus casas mujer de que haya alguna mala sospecha; son juradores o si tienen tratos, oficios, o si andan de noche o de día con armas o actos indecentes, o de legos, si cumplen con las memorias o misas de testamentos que están a su cargo: si saben o han oído decir que algunos seglares de cualquier estado, calidad y condición que estén en algunos pecados públicos; conviene saber que sean amancebados y los que no hagan contratos usuarios, comprando barato por dar a precio de adelantado, o vendiendo más caro por darlo fiado; o si dan dineros a ganancia, aunque sean de menores, asegurando el principal, o que hacen otros contratos ilícitos y usureros, o que sean hechiceros, adivinos y ensalmadores, saludadores o blasfemos del nombre de Dios o de sus santos…Por todo lo susodicho en mucho de servicio de Dios nuestro señor y debe ser corregido y remediado, mandamos dar las presentes por cuyo tenor os mandamos, en virtud de santa obediencia que dentro de tres días, por lo menos, después que esta carta fuese leída y publicada, a como de la supiéredes en cualquier manera, diga y declare ante nos. los suplentes, o hubiere oído decir el lo susodicho y de cualquier otro pecado público, manifestándolo ante Nos para que se proceda a hacer de él lo que convenga, en fe de lo cual mandamos dar, y dimos las presentes firmas de nuestra mano, selladas con el sello de nuestras armas y refrendadas de derecho, infrascrito, notario público y de visita (Visita Pastoral, 1731).
La idea de un Dios omnipotente y omnipresente, dueño y regulador de la historia, y el peso de una moralidad cristiana fundamentada en el miedo a los castigos del cielo, eran los elementos centrales que condicionaban las visiones del poder, el orden social y el sentido de la historia que la Iglesia Católica difundió y reprodujo entre conquistadores y conquistados durante este período. Esta visión adquiría un sentido real en el precario medio social dentro del que se desarrollaban la sociedad colonial y, en especial, las comunidades indígenas, expuestas siempre al “espectro de la muerte” que con frecuencia se presentaba en la forma de pestes, sequías y hambrunas (Romero Vargas, 1988, 56-62).
EL ESTADO TECNOCRÁTICO BORBÓN
La tercera etapa del proceso de desarrollo y organización de la sociedad colonial comprende desde las Reformas Borbónicas hasta la independencia. El ímpetu reformista, que acompañó el ascenso de la casa de los Borbones al trono español, se tradujo en un profundo proceso de reorganización del sistema de gobierno colonial que inadvertidamente contribuyó al desarrollo de las aspiraciones independentistas de los criollos en América (Samayoa, 1978, 8).
Los Borbones eran portadores de lo que en su época se llamó el Despotismo Ilustrado. En España, el principal representante de esta tradición fue Carlos III, quien entre 1759 y 1788, impulsó la “reconquista de América por la metrópoli”-(Capel, 1994, 151). Las Reformas Borbónicas introdujeron el régimen de intendencias que había sido inaugurado en Francia durante el reinado de Luis XIV, antes de ser trasplantado a España durante la Guerra de Sucesión. El régimen de intendencias limitó el poder de los virreyes y capitanes generales, racionalizó la administración territorial de las colonias españolas en América y, además, promovió el desarrollo de la capacidad de regulación social del aparato administrativo colonial en lo concerniente a las funciones de justicia, policía y hacienda (Samayoa, 1978, 10). Estas reformas, señala Ligia Peña, afectaron “muchos de los beneficios que los eclesiásticos recibían de los indios, en especial aquellos que provenían de las cofradías” (Peña, año 2002, 34).
La organización político-territorial introducida por el nuevo régimen contribuyó al desarrollo de identidades sociales territorialmente definidas (Samayoa, 1978, 106). “La intendencia va a permitir que los espacios suprarregionales abarcados por virreinatos, capitanías generales y audiencias, anuncien en esta época, al ver precisados sus territorios, las futuras fronteras políticas internacionales del período independiente” (E. Neira Alva, en Azancot, 1978, 159-60).
En Centroamérica, la introducción de las intendencias contribuyó a racionalizar la organización político-territorial de la región. Así, el número de unidades administrativas se redujo de 32 a 15: Las alcaldías mayores de Totonicapán, Solola, Chimaltenango, Sacatepequez, Sonsonate, Verapaz, Escuintlay Suchitepequez; los corregimientos de Quetzaltenango y Chiquimula; el gobierno de Costa Rica, y las intendencias de Ciudad Real, San Salvador, Comayagua y León (Samayoa, 1978, 39).
No hay que sobrevalorar, sin embargo, la capacidad de regulación social alcanzada por el régimen de intendencias (Ibid., 92). Ayón apunta que la capacidad administrativa del aparato colonial centroamericano de esta época era sumamente deficiente: “La administración de justicia en lo civil y criminal padecía grave daño por la dilación en los recursos, por los excesivos gastos que se ocasionaba a los particulares, por la impunidad de los delitos en unos casos y por la dilación del castigo de los culpables o de la absolución de los inocentes en otros. El comercio, la agricultura, la navegación, encontraban a cada paso bajo el sistema establecido, poderosos obstáculos que se oponían a su mejora y eran origen del atraso y pobreza a que estaban reducidos nuestros pueblos” (Ayón, 1882 1977, III, 497).
Más aún, el sentimiento de patria creado por las intendencias fue muy limitado y se concentró en la población criolla. Las ambiciones sociales, los intereses económicos y los objetivos políticos de este grupo social no eran representativos de las necesidades y las aspiraciones de las masas mestizas e indias del continente que permanecieron al margen de los beneficios reales y potenciales que ofrecía la estructura de poder colonial.
El espíritu ilustrado, que acompañó las reformas introducidas por Carlos III, tampoco logró transformar la visión pre-moderna del poder y de la historia que prevalecía en la América española durante esta última fase del régimen colonial. En las Reales exequias, por el Señor Don Carlos III, Rey de las Españas y Américas. Y Real proclamación de su Augusto hijo el Señor D. Carlos IV, por la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Granada, provincia de Nicaragua, Reyno de Guatemala, Don Pedro Ximena, “Doctor en las facultades de Philosofía, Teología y Sagrados Cánones, Cura y Vicario de la Ciudad de Granada”, expresaba el peso del Providencialismo durante este período:
¡Ay! Adoremos aquí con sumisión y respeto la maravillosa Providencia de Dios, árbitro supremo, que existiendo esencialmente por sí sólo, y llenándolo todo de su inmensidad siempre inmutable, siempre invisible a los ojos de los mortales, da movimientos a todas las cosas, encadena los siglos y los sucesos, tiene en su mano la suerte, y destino de las criaturas, y trastorna los reynos e imperios, destruye los tronos y distribuye los cetros y coronas, previendo en la inmensa sucesión de los días los acontecimientos que han de hermosear u obscurecer los anales de los tiempos, combinando todos los hechos. Si nosotros, pues, leemos nuestras historias, ¿qué siglo más venturoso para las Españas y Américas, que el actual decimoctavo? Desde sus primeros lustros se nos presenta glorioso. Los leones de Castilla, y las flores de lis de la Francia uniéndose con amoroso vínculo en el tierno Duque de Anjou ofrecieron un espectáculo admirable a las demás naciones. ¡Eh! ¿seremos tan insensatos que atribuyamos una serie de sucesos, los más ruidosos, a la casualidad o acaso? ¡Sistema blasfemo y abominable! Sepúltate en los abismos y no degrades a los hombres de su racionalidad y conocimiento. Dios formó a medida de su corazón a Felipe para el trono en las Españas (Ximena, 1790 1974, 101-2).
En sus Exequias, Ximena se refiere al rey de España como un “vi ce-Dios en la tierra” (Ibid, 3-4). Y para justificar las especiales virtudes, que a su juicio justificaban semejante designación, señalaba: “Los palacios de los reyes son la mejor escuela de la santidad y de la religión, si se quiere usar bien de ellos. ¿Por qué? ¿Dónde se hallan los peces grandes, sino en los grandes mares? Así en las más altas fortunas y en los tronos más eminentes resplandecen los heroes más esclarecidos” (Ibid., 11-12).
El pensamiento de Ximena era congruente con la visión neo- tomista del poder, que en España había encontrado su mejor expresión en la obra filosófica de Francisco Suárez, para quien el poder civil emana de Dios. Dios creó este poder como una condición ordenada por preceptos naturales. La ley natural, y no el consenso que se deriva de un “contrato social”, es lo que debe servir de fundamento al orden. Más aún, “el pueblo” no delega, sino que deposita -sin condiciones- la soberanía en el rey. Este puede perder su autoridad cuando abusa de su poder, pero no puede ser castigado por el pueblo, ya que él es solamente responsable ante Dios o su representante (Morse, 1964, 151-159).
La visión de Suárez otorga a la Iglesia el papel de árbitro supremo en los conflictos que pueden surgir entre el pueblo y el poder civil, ya que ella se percibe a sí misma como la institución intermediadora entre Dios y la humanidad. En este sentido, el rey es un “vice-Dios”, subordinado a Dios o a su representante. Así se desprende también de las palabras de Ximena: “¡Religión santa, formada en el seno mismo de las misericordias del Todo Poderoso! Tú sola rasgas los misteriosos velos que impiden a los mortales contemplar aquel árbitro supremo que regula el orden de los nacimientos y de los tiempos; que forma en sus ideas a los verdaderos héroes, sacándolos quando en su voluntad, a la luz del mundo para gloria de la humanidad, de los inagotables tesoros de su sabiduría, en cuyos secretos arcanos están las semillas de todas las virtudes, que con amorosa Providencia cuya de todas las criaturas, partícularisimamente de los reyes, que son sus vivas imágenes en la tierra, sus criaturas más nobles, revestidas de su autoridad, de su poder y de su magnificencia, para executar por su ministerio sus eternos decretos sobre los hombres, e inclinando el corazón de los príncipes según y como conviene a los intereses de su gloria” (Ximena, 1790 1974, 10).
CAPÍTULO 3. EL ESTADO CONQUISTADOR Y EL PENSAMIENTO POLÍTICO EN LA POSTRIMERÍA DEL PERÍODO COLONIAL
A través de los tres períodos antes señalados se conformó en América Latina un tipo de Estado -el Estado Conquistador-, que constituye el modelo de organización social heredado por los países independientes del continente americano a comienzos del siglo XIX. Como ya se señaló, este Estado funciona dentro de un marco de valores patrimoniales y se caracteriza por: su baja capacidad de regulación social, la fragmentación de su base espacial, su dependencia económica y su autonomía con relación a poblaciones -sobre todo las indígenas, que no contaban ni con la fuerza ni con los derechos para condicionarla acción de sus gobernantes.
En Centroamérica, una de las expresiones más dramáticas del Estado conquistador lo constituyó la incongruencia existente entre el territorio espacial que abarcaba el Reino de Guatemala y el reducido ámbito de acción del aparato administrativo colonial. Señala Karmes: “Las capitales provinciales del Reino de Guatemala eran todas pobres, pueblos aislados, débilmente enlazados por caminos de muías. La más distante, Cartago en Costa Rica, estaba a cerca de mil millas de Ciudad de Guatemala. En la estación seca, rápidos mensa eros podían completar un viaje de ida en mes y medio; para todos, excepto páralos más decididos, el viajar simplemente cesaba durante la extensa estación lluviosa, generalmente de junio a noviembre. La comunicación con la Ciudad de México era aún peor y éste era un gran factor de alivio por medio del cual la autoridad del Virrey en esa ciudad podía ser ignorada por los centroamericanos” (Karnes, 1982, 21-22).
En Nicaragua, el limitado poder de regulación social y de penetración territorial del aparato administrativo colonial se expresó más claramente en el aislamiento de toda la región Este -aproximadamente 60, 000 kilómetros cuadrados, o la mitad del territorio de la provincia-, que durante todo el período de La Colonia se mantuvo fuera del ámbito de acción de las autoridades españolas. Germán Romero Vargas señala que “de Las Segovias a Chontales, pasando por Matagalpa, la región del Este no pudo ser conquistada” (Romero Vargas, 1995, 23).
La decadencia de España durante los siglos siglo XVII y siglo XVII impidió la expansión del control colonial sobre la región Este nicaragüense. Al mismo tiempo, la ascendencia de Inglaterra dentro del naciente sistema comercial y militar internacional, surgido durante estos dos siglos, tuvo como una de sus consecuencias la penetración comercial de esa potencia en la Costa Caribe centroamericana (Ibid., 61-62).
A finales del siglo XVII, la región caribeña estaba poblada por comunidades indígenas, -Mískitos, Ramas y Sumus-, por grupos de origen africano, que habían sido llevados como esclavos a la región, y por los comerciantes ingleses que allí operaban (González Pérez, 1997, 43-64). En 1744, “el número de esclavos negros en los establecimientos ingleses entre río Tinto y Bluefields era de 600. En su mayor apogeo esta cifra alcanzó los año 2000, en tanto que el número de ingleses era de 200” (Romero Vargas, 1995, 312).
El desarrollo comercial inglés en esta región promovió la organización política de los grupos indígenas que la habitaban, así como su subordinación a las autoridades británicas a través del gobernador inglés en Jamaica. En este proceso, los Misquitos se convirtieron en el grupo indígena más poderoso de la región, colaborando estrechamente con los ingleses y subyugando a los otros grupos étnicos (ver Solórzano, 1992). La estructuración política de los grupos indígenas de la Costa Caribe tuvo su principal expresión en la formación de una “Monarquía Mískita” creada por Inglaterra a partir de 1687, año en que tuvo lugar la coronación en Jamaica del primer Rey Mísquito Jeremy l (ver Freeland, 1988).
En 1783, y como resultado del tratado de Versalles de ese año, España logró el reconocimiento de su soberanía sobre la región Este nicaragüense (González Pérez, 74-78). Sin embargo, este acontecimiento no se tradujo en la expansión del ámbito de acción del aparato administrativo colonial español en la Costa Caribe, el cual se mantuvo restringido a la Costa Oeste del país hasta el mismo momento de la independencia (ver Solórzano, 1992).
La transformación del Estado conquistador y la construcción de Estados Nacionales requerían de un pensamiento político moderno, que fuera capaz de articular y transmitir visiones del poder, la historia y el orden social, como condiciones y procesos determinados por la acción humana. En otras palabras, la construcción de Estados Nacionales en América Latina requería de un pensamiento político capaz de visualizar las posibilidades históricas de la región y de articular las estrategias necesarias para superar la herencia colonial.
El reto era colosal: superarlo significaba trascender la cultura providencialista y pre-modema, desde el Providencialismo y la premodernidad que dominaba el medio social de la región. Las enormes dificultades, que implicaba esta transformación, se expresan vívidamente en las tensiones y contradicciones contenidas en el discurso de uno de los más ilustrados miembros de la Iglesia Católica Centroamericana, el padre Tomás Ruiz, a quien Jorge Eduardo Arellano describe como “el primer doctor de raza indígena en Centroamérica y uno de los tres fundadores de la Universidad de León, Nicaragua; el autor colonial nicaragüense que más títulos dio a luz; un sacerdote ejemplar de intensa vida cristiana” (Arellano, 1990, 201). En el 1807, al celebrar la autorización recibida por el Colegio Seminario de León para otorgar “grados menores”, Ruiz, catedrático de filosofía y vice-rector de este colegio, pronunció un discurso resaltando la función de la Divina Providencia, como fuerza organizadora de los eventos de la historia, al mismo tiempo que defendí a la generación científica del conocimiento. Años más tarde, en 1813, Tomás Ruiz participaría en la “Conjura de Belén”, un fallido esfuerzo independentista aplastado por las autoridades de España: “La adorable Providencia nos envía ahora desde el trono de aquel Rey, que hace sus veces en la tierra, desde el trono del sabio, y benéfico Carlos, un decreto envidiable, una gracia digna del reconocimiento de todos los buenos patriotas, y de la patria toda, pues va a aumentar el ardor, y a llenar de entusiasmo el corazón de nuestra juventud, para despojara la ignorancia del imperio abominable, que ha exercido por tantos siglos” (Ruiz, 1807 1991, 74).
Para Ruiz, el conocimiento generado por la razón encontraba su más clara validación en los estándares de la fe religiosa. El conocimiento científico, desde esta perspectiva, lo justificaba el ilustre sacerdote por su capacidad de demostrar la existencia de Dios y su providencia:
Decir que las ciencias naturales son inútiles, es decir que Dios concede dones indignos de su sabiduría o que no son suyos, y pensar que el hombre pierde el tiempo infructuosamente en adquirirlas, es afirmar que se malversa el tiempo en meditar las obras del creador. Ambas proposiciones son hijas de la más negra ignorancia, ya que el Espíritu Santo nos enseña que son dones por medio de los cuales quiere ser el señor glorificado y efectos de su misericordia, con los que quiso aliviar en gran parte las miserias de la humanidad, descendiente de Adán.
El Altísimo (repito con el Eclesiástico) dió a los hombres la ciencia para ser honrado en sus maravillas, en las obras portentosas que forman el cielo y la tierra y en que, con caracteres indelebles, han dejado los rasgos de su infinita sabiduría y bondad, con las que sacó del no ser al ser. Mientras más se estudian las páginas de este gran libro, más sabiduría se adquiere, más bondad se admira; mientras más se profundiza, más pruebas se hallan que convencen al hombre de que no es el azar quien formó el universo, sino este gran Dios que, aunque escondido, según la expresión de Isaías, ha puesto los cielos como pregonero de su gloria y al firmamento para que publique las obras de sus manos. ¡Cuánta razón tuvo un gran filósofo para decir que el que era astrónomo no podía ser ateísta, y yo digo que el filósofo, lejos de hallar en la naturaleza argumentos que lo retiren de su creador, los halla muy poderosos para reconocerle y promover su gloria! (Ibid., 75-6).
La defensa de la ciencia que hace el padre Tomás Ruiz en este sermón es admirable, si se considera la hostilidad con que el conocimiento científico era visto por amplios sectores de la Iglesia. En algunos momentos de su sermón, el predicador emplazaba abiertamente a estos sectores: “La buena Física se ha ligado con la Teología para destruir el fanatismo, los falsos milagros, las fingidas revelaciones con que se ha querido seducir a los incautos” (Ibid., 77).
Al final, sin embargo, el ilustrado sacerdote no llegaba a establecer la separación entre la fe y la razón que en Europa había dado lugar al nacimiento de un pensamiento político moderno; es decir, de un pensamiento político humanista no-providencialista. Ruiz no logra hacer ese quiebre sino que opta por defender la legitimidad de la ciencia argumentando que no existían contradicciones entre el conocimiento científico, la fe y las sagradas escrituras: “Se burlan los impíos del Arca de Noé, pero el que no ha leído la historia pagana los confunde, poniéndoles a la vista el testimonio de los gentiles que, sin pensarlo, deponen a favor de este suceso; y el que fuera geómetra los avergonzará haciéndolos confesar, con el compás, que este sagrado vergel estaba delineado sobre el plan de la más exacta Geometría. Orígenes lo hizo en la antigüedad y en nuestros tiempos el doctor Peletier. Finalmente en las mismas opiniones de los hombres, en estos documentos que aparecen destinados a publicar la debilidad del entendimiento humano, se hallan fundamentos que corroboran hechos referidos en los libros sagrados y con temeridad o ignorancia de las letras humanas han negado muchos y entre ellos Voltaire” (Ibid., 77).
Independientemente de que Tomás Ruiz hubiese decidido ser cauteloso y avanzar en el camino de la ciencia y de la razón hasta los límites establecidos por la cultura de su medio, o bien, que él -desde una perspectiva tomista- haya creído en la posibilidad de establecer y mantener una relación armoniosa entre el mundo de la ciencia y el mundo de la fe, el hecho indiscutible es que, para este pensador católico centroamericano, no era posible validar la ciencia y el conocimiento científico fuera de los parámetros establecidos por el Providencialismo católico de la época. Para él, la ciencia era simplemente otro de los milagros de la Providencia. Así lo señaló en el cierre de su discurso: “Tú, señor, sabiduría eterna que nos vas llevando a la luz de la ciencia por los pasos agradables de tu adorable providencia; tú, que moviste el corazón de este rey, cuya mayor honra es el de ser católico, derrama tus bendiciones santas sobre su augusto trono, sobre su augusta casa. Ahora te pido con David: Da, gran Dios, tu juicio al Rey y tu justicia a su hijo, a nuestro amable príncipe para que juzgue a tu pueblo en justicia, como deliciosos rocíos, y lloviendo tus bondades sobre los buenos ciudadanos que han promovido y ayudado a conseguir gracias tan dignas de nuestro aprecio” (Ibid., 80).
Los planteamientos del padre Ruiz formaban parte de lo que -confusa y equivocadamente- se ha dado en conocer como el “pensamiento ilustrado centroamericano”. Más concretamente, sus argumentos deben situarse dentro del pensamiento generado por la Universidad de San Carlos de Guatemala, durante la última parte del siglo XVII, y en particular, desde la llegada a ésta de José Antonio de Liendo y Goicoechea en 1769. Las reformas impulsadas por este brillante intelectual religioso generaron nuevas corrientes de pensamiento que cuestionaron las bases fundamentales del Providencialismo. Este pensamiento regenerador, sin embargo, no logró establecer el quiebre entre los planos de la fe y de la razón que hicieron posible la secularización de la cultura europea y el nacimiento y consolidación del pensamiento político moderno.
Los argumentos contenidos en un conjunto de tesis universitarias, defendidas en la segunda mitad del siglo XVII, revelan la tensa y hasta contradictoria relación entre la razón y la fe en este período de la historia centroamericana. Francisco de Azeituno afirmaba en 1756 que “en sentido estricto solamente debe de instituirse como método aquella senda racional sacada de la razón, de la experiencia y del proceso comparativo”. Y agregaba: “Es una torpeza que el filósofo recurra a Dios, cuando se puede aducir una causa segunda, natural…”. La tesis de Miguel Aragón, presentada en 1791, argumentaba que “la autoridad de los santos, ya sea la de muchos, o la de pocos, no es el sostén de argumentos verdaderos en las conclusiones puramente, sino que tanto valen cuanto su razón demuestre”. Otra tesis, la de Mariano Vizcarra, defendida en 1796, señalaba que “en las doctrinas filosóficas no hay que buscar la autoridad de los escritores, sino el peso de las razones”. Otra más, la del mercedario Buenaventura García, argumentaba: “El conocimiento de las cosas puramente naturales no debe ser inquirido por los estudiosos en las Sagradas Letras, sino que debe ser investigado por la razón humana”. Igualmente tajante era el juicio emitido por Rafael Barraza en 1792: “Sinceramente confesamos que en nosotros existen algunas verdades, que son evidentísimas gracias a la exclusiva luz de la razón”. Y el propio Tomás Ruiz, en su tesis de grado presentada en 1796, señalaba: “En las doctrinas de la Filosofía no la autoridad, sino la razón es la que debe buscarse” (citados todos en García Laguardia, 1994, 63-69).
Tal y como lo señala Jorge Mario García Laguardia, el pensamiento centroamericano expresado en las citas anteriores tuvo una participación determinante en el proceso independentista de la región y constituyó una fuerza de cambio y modernización política en Centroamérica. Lo que se conoce como el pensamiento ilustrado centroamericano, sin embargo, no contó con la fuerza y la capacidad necesaria para transformar el marco cultural -religioso y providencialista- dentro del que se desarrollaron los procesos de constitución de los nuevos Estados.
Carlos González Orellana señala muy perceptivamente que el desarrollo del llamado pensamiento ilustrado centroamericano tuvo lugar dentro del ámbito de acción de la Iglesia: “Si bien en algunos casos se conoció el pensamiento moderno europeo en Guatemala del siglo XVII, ello tuvo que hacerse dentro de las limitaciones propias del fanatismo religioso que regía la casi totalidad de las actividades de entonces. Las dos corrientes más importantes que se estudiaban, correspondían a las dos órdenes religiosas más poderosas de Guatemala: los dominicos, que sustentaban la dirección tomista, y los franciscanos que profesaban la escotista Goicoechea pertenecía a la orden franciscana. Restado esto, quedaba por un lado un eclecticismo que no iba muy lejos y la escuela neo-escolástica, cuyos postulados generales tenían origen en el tradicional escolasticismo que en Europa había ya desaparecido como comente dominante” (González Orellana, 1960, en García Laguardia, 1994, 66-67).
Más aún, la “ilustración” centroamericana fue un fenómeno de élites limitado a los principales centros urbanos de la región. La fragmentación social y territorial de Centroamérica, la pobreza de la región y la tardía introducción de la imprenta, conspiraron contra la difusión y popularización del pensamiento ilustrado y contra la posibilidad de transformar la cultura providencialista popular de la región. Así pues, las masas se mantuvieron aisladas, reproduciendo su cultura dentro de un mundo dominado por el peso de la religión.
Una vivida ilustración de la influencia religiosa en la vida cotidiana del pueblo centroamericano la constituyen los saludos que se intercambiaban los esclavos y sus amos. Emilio Alvarez Lejarza explica: “En las mañanas los esclavos con voz majestuosa decían: ‘Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar’. Y los amos contestaban: “Y María concebida sin pecado original”. Recitaban juntos el ‘Angelus’ y también juntos rezaban el Santo Rosario e iban a la Misa de la madrugada” (Alvarez Lejarza, 1962, 2).
Finalmente, otro factor que limitó la capacidad del pensamiento de este período para transformar el marco cultural providencialista y religioso de la región, lo constituye la inautenticidad de sus fundamentos teóricos. El concepto de “inautenticidad” ha sido utilizado por Leopoldo Zea para criticar la tendencia de los pensadores latinoamericanos “a tomar prestado sin discriminación las cosas de Occidentey fabricar con ellas copias defectuosas de las doctrinas europeas”. Un pensamiento “auténtico” es un pensamiento que se nutre del conocimiento de su propio contexto histórico y que responde a los temas y problemas que forman parte de este contexto (ver Lipp, 1980, 115-116).
La supresión del desarrollo cultural de las sociedades indígenas producido por la conquista (ver Webre, 1993); el peso del pensamiento europeo, que en el siglo XVII empezaba a imponerse como lenguaje político universal; y sobre todo, la influencia determinante del pensamiento religioso católico durante La Colonia fueron obstáculos que impidieron el desarrollo de un movimiento intelectual auténtico en América.
De tal manera que, en vez de “atreverse a pensar”, como lo proponía la Ilustración, las élites latinoamericanas conceptualizaron y explicaron su realidad a través de la filosofía y la teoría social elaborada por los europeos. Para las élites criollas, pensar era “adoptar un ismo extranjero, suscribir ciertas tesis preexistentes, adoptadas al hilo de la lectura y la repetición más o menos fiel de las obras de las grandes figuras de la época” (Salazar Bondy, 1968, 39)1
Obviamente que las limitaciones culturales de las élites latinoamericanas al momento de la independencia variaban de país a país en función de los diferentes grados de desarrollo cultural alcanzados por las unidades político-territoriales de la América española durante la época colonial. En este sentido, Centroamérica constituía uno de los espacios socio-territoriales más atrasados del continente. Esto no impidió, como se mostró anteriormente, que los intelectuales centroamericanos tuvieran conocimiento del pensamiento filosófico europeo que aquí se difundió con especial intensidad durante la década anterior a la independencia.
Constantino Láscaris señala que durante los últimos años de La Colonia, “ Voltaire, Rousseau, Holbach y demás escritores del siglo XVII, corrían de mano en mano . .” (Láscaris, 1982, 357). Las ideas de estos pensadores eran difundidas y discutidas a través de los dos periódicos más importantes de la época: El Editor Constitucional -que en 1821 adoptó el nombre de El Genio de la Libertad- del independentista Pedro Molina; y el de José del Valle – El Amigo de la Patria-también de orientación liberal pero opuesto a la independencia (Láscaris, 1982, 358-9; Chinchilla, 1977, 389).
Los liberales centroamericanos utilizaban abiertamente las ideas y el pensamiento de la Ilustración para legitimar sus ambiciones políticas. A. Valdés Oliva señala: “En las tertulias causaban sorpresa los individuos de ‘lengua suelta’ que empleando una nueva y atrevida modalidad se extendían en sus comentarios exaltando los ideales de libertad, explicaban con énfasis su gran significado imponiendo su palabra con resuelta intención y hurgando sobre asuntos de la vida de las colonias, hecho hasta entonces condenado por las órdenes reales y castigado por la Santa Inquisición” (Valdés Oliva, en Láscaris, 1982, 352-3).
El conocimiento del pensamiento político europeo adquirido por las élites intelectuales centroamericanas, fue un conocimiento superficial y fragmentado que impidió el desarrollo de una comprensión adecuada de la historicidad de las ideas de la Ilustración y de sus limitadas aplicaciones en el contexto de la realidad que vivían. En la ideología de este sector social se mezclaban, de manera desordenada y confusa, “ideas económicas de Adam Smith, jurídicas de Beccaria, utilitaristas de Bentham, políticas de Montesquieu, pedagógicas de Rousseau, románticas de Volne, científicas de Linneo, utópicas de varios pensadores religiosos, republicanas de Jefferson” (Chinchilla, 1977, 459).
De tal manera que es un error magnificar la influencia del pensamiento político europeo en la cultura y las instituciones de la última fase de la época colonial centroamericana, y argumentar, como lo hace Adolfo Bonilla Bonilla, que “el sistema surgido de la conquista quedó superado en su nivel ético como resultado de la influencia de la Ilustración en el desarrollo político cultural de América Central (Bonilla Bonilla, 1999, 27). Como concepto, la Ilustración resulta controversial hasta en España. Para I. Carlos Peñas Bemaldo de Quirós no existió “una verdadera Ilustración española como movimiento cultural nacional”. Y agrega: “Hubo ilustrados españoles, pero en calidad de personalidades individuales…” (Peñas Bemaldo de Quirós, 1995, 540).
La misma base empírica, que usa Bonilla Bonilla para apoyar su argumento, demuestra la superficialidad de la llamada “Ilustración centroamericana”. Las citas que él utiliza sobre el pensamiento de José Cecilio del Valle -primer profesor de economía política de Centroamérica-, muestran las limitaciones culturales de la región (Bonilla Bonilla 1999, 130-132).
El Plan de Cátedra de Economía Política elaborado por Valle en 1812 presenta una visión idealizada, romántica y hasta ingenua de la relación entre historia y teoría social. Es cierto que, como apunta Bonilla, Valle era capaz de hacer referencia a “los autores más importantes conocidos en Guatemala que habían contribuido al desarrollo de la ciencia económica”. Y agrega: “Valle comienza con el conde Galiani, Linguier, Necker, Campomanes, Arriquivar, Bandeau, Jovellanos, Locke, Condillac, Hume, Smith, Sully, Colbert. En su discurso ante la Sociedad Económica con motivo de la inauguración del curso de Economía Política de la Universidad de San Carlos en septiembre de 1812, incorpora nuevas fuentes: Pascal, Thomas, Say, Grivel, Montesquieu, Filangeri, Canrd, Sismodi” (Ibid., 132). Bonilla Bonilla, sin embargo, no evalúa la integridad y la coherencia del pensamiento de Valle ni la capacidad de este intelectual para absorber críticamente el conocimiento europeo del que hacía gala (ver Valle, 1982, 263-267).
Otros estudiosos de la obra de Valle han profundizado más en su calidad y autenticidad teórica. Mario García Laguardia señala y muestra la fragmentación de su pensamiento. En Valle, dice, “las doctrinas de las autoridades intelectuales europeas se rescatan para justificar políticas económicas necesarias en la región pero muchas veces el asidero es errático. Autores de diversas tendencias se utilizan para amparar reivindicaciones sectoriales y regionales, sin compartir el cuerpo completo de doctrina” (Williford, 1980; García Laguardia, 1982, xxiii).
Louis E. Bumgartner también reconoce la curiosidad intelectual de Valle, su espíritu moderno y su capacidad para estar al tanto del pensamiento europeo de la época. Sin embargo, no identifica a Valle como un filósofo con la capacidad de articular un pensamiento político enraizado en la compleja realidad centroamericana (ver Bumgartner, 1997). De igual manera, Carlos Meléndez reconoce la modernidad de Valle y sus especiales cualidades intelectuales, pero aclara: “Valle no es un filósofo, aun cuando como ilustrado que era puso toda su fe en las fuerzas excepcionales de la razón, para buscar resolver, en la medida de lo posible, los problemas fundamentales de la vida” (Meléndez, 1985, 133).
Y es que la “razón”, a la que apelaba Valle, no era la fuerza intelectual que había empujado a los europeos a “atreverse a pensar” sino, más bien, los productos teóricos y las “luces” generadas por Europa para enfrentar y domesticar su propia historia. En la ceremonia de restablecimiento de la Sociedad Económica de Amantes de la Patria, del 15 de noviembre de 1829, Valle ofreció en su discurso los lineamientos que, a su juicio, deberían orientarla acción del Estado. El primero de ellos señalaba: “Que los poderes del Estado procuren su ilustración planteando el sistema conveniente de instrucción general, estrechando sus relaciones con la Europa de donde deben venir las luces; y manifestando gratitud a los sabios que desde aquella parte de la tierra se interesan por la independencia y felicidad de la América” (Valle en Meléndez, 1985, 126). Al hacer este señalamiento, Valle, sin lugar a dudas, tenía en mente al filósofo Jeremy Bentham, con quien mantuvo correspondencia.
Adolfo Bonilla también hace referencia a la disertación de Francisco de Paula García Peláez -candidato único a la cátedra de economía política de la Universidad de San Carlos en 1814 para demostrar la trascendencia de lo que él llama la “Ilustración centroamericana”. Sin embargo, John Tate Lanning señala que las notas de clase utilizadas por García Peláez “demuestran un oportuno interés respecto al pensamiento económico del siglo XVUI, pero se trata de notas elementales que no demuestran originalidad ni profundidad. Contiene definiciones de agricultura e industria que parafraseaban los tres capítulos del libro I de Las Riquezas de las Naciones de Smith, sin hacer ningún esfuerzo por corregirlo o rebatirlo” (citado en Bonilla Bonilla, 1999, 134. Énfasis añadido).
La obra de Tate Lanning logra mostrar que los intelectuales ilustrados centroamericanos estaban al tanto del desarrollo del pensamiento europeo. Este autor también reconoce y demuestra las limitaciones del desarrollo cultural de la región al señalar la falta de originalidad que sufría el pensamiento filosófico centroamericano de los siglos XVII y XVUI (Tate Lanning, 1956, 158-160).
Ricardo Blanco Segura confirma la superficialidad y debilidades del pensamiento ilustrado de Centroamérica cuando se refiere al caso costarricense en términos también aplicables al resto de la región: “Pese a las pocas o muchas lecturas que de los autores de las luces y el progreso hicieron nuestros prohombres, el Liberalismo que hubo en ellos fue más equivalente a una forma de vida y a una actitud asumida de acuerdo a las novedades que por acá llegaban, que a una convicción doctrinal”. Importante es, además, el señalamiento que hace Blanco Segura sobre el conocimiento religioso de los ilustrados centroamericanos: “Los hombres de la primera mitad del siglo XIX, especialmente los de las tres primeras décadas, ni estaban tan versados en las doctrinas teológicas católicas como para descubrir en ellas la verdadera oposición a las luces, ni conocían tanto de éstas como para tomar abiertamente partido por ninguna de las dos tendencias. Y si acaso debieron decidirse, optaron en principio por conservar la tradición” (Blanco Segura, 1983, 122).
Se puede entonces señalar que el conocimiento de las ideas de la Ilustración de los pensadores centroamericanos se fundamentaba en interpretaciones textuales del pensamiento político europeo. La interpretación textual de las ideas se basa en el supuesto de que “el texto es el objeto ‘único’ y ‘autosuficiente’ de investigación; y que la lectura acuciosa y repetida de los textos, una y otra vez, basta para desentrañar su significado” (Boucher, 1985, 212-217). Desde esta perspectiva, el contexto histórico en el que aparecen las ideas se pasa por alto, o se trata como una cuestión anecdótica.
Las consecuencias de la adopción textual, acrítica y superficial del pensamiento europeo, por parte de los pensadores centroamericanos en particular, y de los latinoamericanos en general, de finales del siglo XVII, se vieron agravadas por el momento histórico que vivía Europa durante el periodo en que tuvo lugar el trasplante de las ideas de la Ilustración. Richard M. Morse señala cómo el crítico período de gestación y organización de los movimientos independentistas de América Latina coincidió con el momento en que los principios básicos de la Ilustración en Europa se habían institucionalizado. La etapa crítica y exploratoria de este pensamiento ya había sido superada (Morse 1996, 89-90).
Así pues, lo que los pensadores ilustrados latinoamericanos trasplantaron a América no fue el debate impregnado del espíritu critico, que marcó la lucha por la consolidación de la Ilustración, sino los principios popularizados y socialmente aceptados de este pensamiento. Y, dentro de este contexto, los pensadores de la región importaron las versiones simplificadas de la filosofía europea transformándolas en doctrinas esquematizadas que sirvieron para racionalizar y organizar los movimientos independentistas de la época.
La utilización textual, acrítica y superficial del pensamiento liberal europeo por parte de las élites latinoamericanas distorsionó el sentido histórico de la independencia y la naturaleza del reto que significaba la superación del Estado conquistador y del orden social heredados de La Colonia. La misma historia de España, que formaba parte integral de la herencia colonial, fue negada por las élites latinoamericanas liberales decididas a imitar los ejemplos de Gran Bretaña, Francia y los EE.UU. (Fuentes, 1985, 39). Zea explica el significado de esta negación: “En determinada coyuntura histórica, el hispanoamericano se rebeló contra su pasado, y, por consiguiente, contra todas las responsabilidades que suponía. Intentó romper de inmediato con el pasado. Lo negó, al tratar de iniciar una nueva historia como si nada se hubiera hecho anteriormente. También erigió su utopía. Encontró el ideal al cual aspiraba en los grandes países anglosajones -Inglaterra y los EE.UU.- o en Francia, por lo que había contribuido al avance de la civilización. Sus constituciones políticas, su filosofía, su literatura y su cultura, en general, fueron los modelos que emplearon los hispanoamericanos para formarse una nueva historia” (Zea, 1963, 12).
La negación de España significó la negación de la historia de España y, sobre todo, de la historia de España en América. Uno de los resultados más evidentes de esta negación es la ausencia en el pensamiento político iberoamericano del siglo XVII, de un esfuerzo intelectual serio para hacer sentido de la realidad indígena del continente. El pensamiento político europeo adoptado por los criollos ignoró esta realidad porque su sustento histórico estaba constituido por la realidad europea. Y, aunque puede argumentarse que el pensamiento europeo ilustrado contiene una dimensión universal, también hay que señalar que éste está fundamentado en la especificidad histórica de Europa: sus retos, aspiraciones y necesidades (ver Alejandro Serrano Caldera, 1984).
Los retos, las aspiraciones y las necesidades de las poblaciones indígenas de América no podían haber sido articuladas y teorizadas por el pensamiento político europeo adoptado por los criollos. Correspondía a los latinoamericanos y, en especial, a las élites de la región, generar un pensamiento político con la capacidad de hacer explícita la historia de los aborígenes del continente, el impacto que sobre ellos tuvo la conquista y La Colonia, su ubicación dentro del proceso de la independencia, y su futuro.
El pensamiento político de las élites de América Latina, en el período previo a la independencia, no sólo omitió al indio, sino que también ignoró el papel singular y sin precedente que cumplieron los criollos como portadores de la historia política de España en América. Tampoco lograron las élites latinoamericanas hacer explícito el profundo y complejo fenómeno del mestizaje.
La falta de reconocimiento del indio y del pasado español se tradujo en el falseamiento de la realidad colonial que la independencia tenía que superar (Villegas, 1963, 107-111; Salazar Bondy, 1968, 112-113). El resultado de todo esto fue “un encubrimiento colosal de identidades”: la formalización de un país “legal” que es europeo y la existencia de un país “real” que espera todavía ser descubierto (ver Zea, 1988 – 1989).
La superficialidad del pensamiento político latinoamericano también se manifestó en su incapacidad para hacer frente al Providencialismo. El Conservatismo -antes y después de la independencia-compartió con el Conservatismo europeo su visión teocéntrica del mundo y de la historia. Esto explica la estrecha relación entre la Iglesia Católica y los defensores del orden colonial en la Centroamérica de este período. Los liberales adoptaron los principios y el vocabulario conceptual del pensamiento moderno europeo para justificar su oposición a las estructuras de poder colonial. La superficialidad de los liberales latinoamericanos ha sido resaltada por Octavio Paz que señala que mientras en Francia y los países protestantes de Europa la modernidad fue “una conciencia, una interioridad, antes de ser una política y una acción”, en América Latina la modernidad se expresó en el desarrollo de un pensamiento político imitativo. “El racionalismo hispanoamericano -dice- no fue un examen de conciencia sino una ideología adquirida; por eso mismo nuestro anticlericalismo fue declamatorio” (Paz, 1982, p. 45).
En efecto, el racionalismo y el Liberalismo hispanoamericano fue una lucha contra el poder político de la Iglesia y no un esfuerzo por redefinir la relación providencialista entre Dios y la humanidad. Así lo confirma Claudio Veliz, cuando señala que en América Latina, el poder de la Iglesia fue visto como “un desafio político más que religioso” (Veliz, 1980, 185; también, Wiarda año 2001). Esto tuvo como resultado que el marco cultural de la región se mantuviera prácticamente intacto, mientras se desarrollaban los procesos de modernización política y económica que se impulsaron después de la independencia. El Providencialismo sirvió de fundamento al desarrollo de una cultura política pragmática-resignada que llegó a constituirse en la fuerza determinante de la práctica política de la región.
Utilizar el término pragmatismo para hacer referencia al pensamiento y a la cultura política latinoamericana, exige esclarecer el origen de este concepto, así como el uso particular que de él se hace en este libro. El pragmatismo fue la corriente filosófica más influyente en los EE.UU. durante las primeras décadas del presente siglo. Su característica principal es su aceptación del marco de limitaciones y posibilidades ofrecidas por la realidad tangible como el punto de referencia para la acción humana. Para el pragmático, es la realidad -y no los valores y los principios “fundacionales” discutidos por la filosofía moderna- la que establece el marco que debe orientar la determinación de lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, lo posible y lo imposible, lo justo y lo injusto (ver Diggins, 1994; también Knight y Johnson, 1999; y MacGilvray, 1999).
El pragmatismo minimiza la importancia que juegan los valores como fuerzas constitutivas de la historia, como fuerzas capaces de recrear el marco de lo posible y los límites de la realidad (Diggins, 1994, 10). “La verdad” -decía William James, uno de los principales proponentes del pragmatismo- “se construye con los hechos” (ver Thayer, 1970). Richard Rorty, el principal exponente del neopragmatismo, argumenta que lo “conveniente” constituye un criterio de “aprobación epistemológica”. La verdad, en otras palabras, es cualquier cosa que resulte conveniente.
En este sentido, el pragmatismo constituye un intento por presentar la verdad y lo posible como condiciones relativas, contextualizadas y determinadas por una realidad exterior y circunstancial que se presenta como el punto de referencia fundamental para la acción humana. A partir del marco de posibilidades, que ofrece la realidad existente, el pragmático establece las estrategias de acción necesarias para ampliar los límites de la realidad. La validez de estas estrategias no está determinada por una racionalidad ética o moral, sino por su operacionalidad, por su capacidad para alcanzar los objetivos que se plantean como deseables12.
Para el pragmático, señala Eric MacGilvray, el valor de las ideas es validado por la práctica y la experiencia y no al revés (MacGilvray, 1999, 349). Para Richard Rorty, lo “conveniente” constituye el principal criterio de “aprobación epistemológica” (ver Rorty, 1995). No debe sorprender, entonces, que el pragmatismo haya sido criticado por muchos como amoral. Bertrand Russell señalaba que no es una filosofía sino una manera de vivir sin una filosofía (MacGilvray, 1999, 548).
Al igual que su contraparte estadounidense, el pragmatismo latinoamericano asume que la verdad está determinada por el marco de posibilidades que ofrece la realidad. En este sentido, tanto el pragmatismo latinoamericano como el estadounidense intentan prescindir de los principios filosóficos y de los valores políticos, como fuerzas constitutivas de la historia. Para ambos, lo socialmente deseable debe subordinarse siempre a lo circunstancialmente posible.
Para el pragmático estadounidense, sin embargo, la realidad histórica y tangible utilizada como punto de referencia, que debe regir su conducta política, es una realidad plástica que puede ser transformada mediante la aplicación del pensamiento instrumental y la voluntad humana. En este sentido, este tipo de pragmatismo debe verse como una corriente del pensamiento moderno que percibe la realidad existente como el punto de apoyo para la realización de nuevas posibilidades históricas (MacGilvray, 1999, 550).
Para el pragmático latinoamericano, por el contrario, la realidad existente establece los límites de lo posible. La política, desde esta perspectiva, se concibe como la capacidad para adaptarse a las circunstancias, no para trascenderlas. Así pues, el pragmático estadounidense es un optimista (Diggins, 1994, 40-46; Campbell, 1992, 90-109), y el latinoamericano, un fatalista (Zea, 1963, 135).
Más aún, el pragmatismo optimista estadounidense es una racionalización intelectual de la vida y de la historia, que se expresa en una producción teórica considerable. El pragmatismo-resignado latinoamericano solamente puede definirse como una actitud, como una posición intuitiva y pre-teórica ante la realidad.
El pragmatismo-resignado latinoamericano ha mantenido a las sociedades de la región expuestas a la influencia de “la fortuna”, al peso de las circunstancias y accidentes de la historia que casi siempre han terminado imponiéndose sobre la acción y la voluntad política de las élites de la región. El triunfo de la realidad sobre el pensamiento y sobre la voluntad de estas élites se ilustra con dramática claridad en la radical transformación que sufrió la visión y la actitud política de Simón Bolívar a través de su vida. En su Discurso de Angostura -pronunciado el 15 de febrero de 1819 -, el gran libertador expresaba un optimismo desbordante con relación a las posibilidades históricas de América Latina:
Volando por entre las próximas edades, mi imaginación se fija en los siglos futuros, y observando desde allá, con admiración y pasmo la prosperidad, el esplendor, la vida que ha recibido esta vasta región, me siento arrebatado y me parece que ya la veo en el corazón del universo, extendiéndose sobre sus dilatadas costas, entre esos océanos que la naturaleza había separado y que nuestra patria reúne con prolongados y anchuras canales. Ya la veo servir de lazo, de centro, de emporio a la familia humana. Ya la veo enviando a todos los recintos de la tierra los tesoros que abrigan sus montañas de plata y de oro. Ya la veo distribuyendo por sus divinas plantas la salud y la vida a los hombres dolientes del antiguo mundo. Ya la veo comunicando sus preciosos secretos a los sabios que ignoran cuán superior es la suma de las luces a la suma de las riquezas que le ha prodigado la naturaleza. Ya la veo sentada sobre el trono de la libertad, empuñando el cetro de la justicia, coronada por la gloria, mostrar al mundo antiguo la majestad del mundo moderno (Bolívar, 1819, en Corominas y Ribas, 1992, 158).
Años más tarde, atrapado en el “laberinto” de la historia latinoamericana, Bolívar expresaba en su carta al general Juan José Flores el fatalismo propio del pragmatismo-resignado latinoamericano: “Primero, la América es ingobernable para nosotros; segundo, el que sirve a una revolución ara en el mar; tercero, la única cosa que puede hacerse en América es emigrar; cuarto, que este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles de todos los colores y razas; quinto, devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistamos; sexto, si fuera posible que una parte del mundo volviera al caos primitivo, este sería el último período de América” (Bolívar, 1830, en Corominas y Ribas, 1992, 57).
CAPÍTULO 4. EL PENSAMIENTO POLÍTICO NICARAGÜENSE Y LA FORMACIÓN DEL ESTADO DESPUÉS DE LA INDEPENDENCIA: CONSIDERACIONES METODOLÓGICAS
Para Max Weber, la enorme complejidad y fluidez de la historia niega la posibilidad de explicar el desarrollo social a través de relaciones causales unidireccionales y universales. Este libro acepta la posición de Weber y argumenta que la historia nicaragüense ha sido condicionada, en ocasiones determinadas, por factores materiales y objetivos, tales como el imperialismo, la economía internacional, la estructura étnica y racial de la sociedad, y los “modos de producción”. Los nicaragüenses, sin embargo, han enfrentado las fuerzas objetivas que operan en su contexto doméstico y global dentro de un marco cultural que ha condicionado el impacto y las consecuencias de estas fuerzas. Hablar de un “marco cultural” es hablar de un sistema de “subjetividades y significados” que norma y organiza la conducta de los miembros de una sociedad (Steinmetz, 1999, 7).
El pensamiento y los valores, como bien señala Weber, están siempre condicionados y hasta pueden estar, en ciertos momentos históricos, determinados por el sistema económico y las condiciones materiales de la sociedad. Sin embargo, el pensamiento es una fuerza constitutiva de la misma realidad dentro de la que opera y puede, incluso, trascender los condicionamientos impuestos por la realidad material, y convertirse en una fuerza transformadora de esa realidad.
Cualquier intento por establecer la relación entre las dimensiones culturales y objetivas, que forman parte del desarrollo del Estado, implica enfrentar una de las preguntas que ha provocado mayor debate y controversia en la historia de las ciencias sociales: ¿Qué determina el rumbo histórico de las sociedades: la voluntad de los individuos o las estructuras sociales y las condiciones históricas dentro de las cuales éstos operan?
El voluntarismo privilegia el papel que juega la voluntad humana en la construcción de la historia. El determinismo asume que las relaciones sociales institucionalizadas son las que determinan el rumbo y la naturaleza del desarrollo social.
El voluntarismo no reconoce las limitaciones estructurales, que la historia impone sobre los individuos. El determinismo, por otra parte, no admite la capacidad humana para superar esas limitaciones. Desde una perspectiva determinista, el papel social de los individuos se limita a actuar y a decidir dentro de los límites impuestos por una lógica histórica, que trasciende la voluntad humana y la acción política organizada.
Una tercera posición es la que acepta la existencia de límites objetivos a la acción humana, pero que al mismo tiempo admite la existencia de oportunidades para transformar y ampliar los límites de lo posible. Esta posición asume que la voluntad humana y la realidad histérico-estructural, que establece límites a esta voluntad, forman parte de las condiciones y fuerzas participantes en la construcción de la historia. El determinismo y las limitaciones estructurales, señala Alberto Guerreiro Ramos, coexisten con la libertad humana y ésta es impensable sin la existencia de limitaciones estructurales (Guerreiro Ramos, 1970).
Es posible señalar entonces que el rumbo de la historia en general y los procesos de formación del Estado en particular están condicionados por la existencia de relaciones, prácticas y procesos sociales institucionalizados, sin que con esto se ignore que actores sociales, con capacidad de reflexión y acción, son quienes constituyen y reproducen estas estructuras sociales. En este sentido, es posible asumir que, a partir de la comprensión de los marcos de limitaciones y posibilidades históricas dentro de los que opera la sociedad, los individuos pueden ampliar los límites de la realidad y las fronteras de lo políticamente posible (ver Giddens, 1984).
En este libro, la relación entre determinismo estructural y vo- luntad/libertad humana se estudia y se operacionaliza mediante el análisis de la relación entre el pensamiento político de las élites nicaragüenses y las relaciones sociales institucionalizadas, que han marcado la formación del Estado en Nicaragua.
El pensamiento político se define operacionalmente como una representación/interpretación de la naturaleza y constitución del poder y de la historia. El Estado se estudia como la principal estructura de poder y dominación, que articula y orienta el desarrollo histórico nacional. Así pues, estudiar la relación entre el pensamiento político y el proceso de formación del Estado de Nicaragua es estudiar la manera en que los nicaragüenses participan en la constitución de su propia realidad social.
Destacar el papel del pensamiento político, como una fuerza constitutiva del desarrollo histórico, no es proponer que la formación del Estado en Nicaragua haya sido, o pueda ser, determinada por las ideas políticas de los actores participantes en este proceso. Como se ha señalado, las interpretaciones históricas subjetivistas que ignoran los condicionamientos y limitaciones impuestas por la realidad material sobre el desarrollo histórico de las sociedades, son inadecuadas. Un ejemplo de este tipo de interpretación lo ofrece la literatura sobre cultura política, producida por la escuela estadounidense y representada por autores como Gabriel Almond y Sidney Verba. El enfoque teórico de esta escuela es subjetivista, por cuanto estudia la cultura política de las sociedades como una realidad auto-contenida y divorciada de sus raíces históricas y materiales. Además de subjetivista, este enfoque es etnocentrista ya que está fundamentado en la experiencia histórica de los países del occidente desarrollado13.
Este libro también rechaza las interpretaciones materialistas de la historia que minimizan o ignoran la participación del pensamiento y las ideas en el desarrollo histórico de la humanidad. Más concretamente, se rechazan las visiones reduccionistas de la cultura política, que asume que ésta es simplemente una manifestación de la superestructura ideológica de la sociedad capitalista burguesa (ver Chilcote, 1981, 251).
La cultura en general y la cultura política en particular deben estudiarse como un “sistema de subjetividades y significados”, nutrido de la realidad social, pero que no está irremediablemente determinado por un aspecto específico -instituciones políticas o estructura económica- de ésta. Más aún, lo cultural, lo económico y lo político son dimensiones que pueden mantener relaciones congruentes o incongruentes. Cuando estas tres dimensiones funcionan armónicamente, la sociedad alcanza la condición del “orden”.
LO EXTERNO Y LO NACIONAL
La relación entre el pensamiento político y la formación del Estado nicaragüense debe considerar la influencia determinante que ha jugado el poder transnacional de los EE.UU. en la historia política del país. Esta historia no puede estudiarse como un proceso “nacional”, si por nacional se entiende un proceso histórico auto contenido o fundamentalmente determinado por fuerzas endógenas.
Desde los inicios de su desarrollo republicano, Nicaragua ha formado parte de una estructura de relaciones internacionales -ahora globalizadas- dominadas por los EE.UU.. Esta estructura de relaciones ha sido una fuerza determinante del proceso constitutivo del Estado.
El poder de los EE.UU. también ha condicionado el pensamiento político de las élites del país. El efecto de estas fuerzas debe estudiarse más allá de sus expresiones políticas -“americanismo” o “anti-imperialismo”- para lograr captar sus dimensiones culturales más profundas. En este sentido, el estudio del pensamiento político debe tratar de establecer la manera en que las fuerzas externas, que inciden sobre la realidad nacional, han afectado las visiones del poder y de la historia que han orientado la acción política de los nicaragüenses.
Este libro argumenta que la consolidación del pragmatismo- resignado y su reproducción a través de la historia nacional no ha dependido exclusivamente de los condicionamientos subjetivos impuestos por la doctrina providencialista difundida por la Iglesia Católica y las iglesias protestantes. Los condicionamientos materiales, impuestos por los EE.UU. sobre Nicaragua, han contribuido a perpetuar una visión providencialista de la historia, como un proceso determinado por fuerzas que los nicaragüenses no controlan. En otras palabras, estos condicionamientos materiales han contribuido a la institucionalización de la cultura política pragmática-resignada que se deriva del Providencialismo.
EL PENSAMIENTO POLÍTICO Y SUS EXPRESIONES DISCURSIVAS
El presente trabajo estudia una dimensión del marco cultural, que ha condicionado el desarrollo histórico nicaragüense: Las visiones del poder y de la historia, que han orientado la práctica política de las élites, y su impacto en la formación del Estado. Estas visiones se articulan en un pensamiento político, expresado a través de un discurso político o, para ser más precisos, a través de regularidades discursivas.
En otras palabras, el estudio del discurso político, aquí ofrecido, tiene como objetivo establecer las visiones del poder y de la historia, que han orientado la práctica política de las élites nicaragüenses y, además, “las reglas anónimas que regulan este pensamiento” (Best, 1995, 146). En tal sentido, podemos reafirmar uno de los argumentos centrales de este libro: si el concepto de pragmatismo- resignado ofrece una caracterización del pensamiento político del país, el Providencialismo constituye la representación conceptual del conjunto de “reglas anónimas” que condicionan y regulan la manera en que las élites nacionales visualizan el poder y la historia.
El concepto de discurso se refiere al uso del lenguaje -oral, escrito o simbólico- como un mecanismo que refleja y que, a la vez, constituye la realidad social. El presente análisis intenta revelar o hacer explícitos los valores sociales y las percepciones del poder y de la historia, expresados -de manera sintética- en los conceptos y en las articulaciones lingüísticas, que forman parte de las prácticas discursivas de las élites políticas del país.
La base empírica utilizada está compuesta, principalmente, por los textos escritos que recogen el pensamiento político de las élites. Cuando ha sido posible, se han tomado en consideración expresiones discursivas no-lingüísticas que, por su significado, facilitan la comprensión de las visiones del poder y de la historia que han condicionado el desarrollo político de Nicaragua. Un ejemplo de esto lo constituyen las imágenes visuales que proyectan los candidatos políticos durante sus campañas (ver Jaworski y Coupland, 1999; también Chilton and Schaffher, 1997).
La selección de los textos, que forman parte del estudio del pensamiento político de un grupo social, dentro de los diferentes períodos que componen una historia nacional determinada, debe tener como objetivo fundamental la identificación de “regularidades discursivas” o “regímenes discursivos”, que expresan visiones sociales institucionalizadas y no simplemente visiones individuales y esporádicas del poder y de la historia. De esta manera, una regularidad o un régimen discursivo expresa una visión de la realidad que, por su persistencia a través del tiempo, establece y expresa una pauta cultural (Foucault, 1972; Clifford, año 2001, 19-36)14.
La existencia de una regularidad discursiva constituye lo que popularmente se llama -a veces con la intención de minimizar su importancia e implicaciones-, “una manera de hablar”, frase que constituye una representación lingüística institucionalizada -y, por lo tanto, socialmente aceptada- de la realidad. Visto así, no existen “maneras de hablar” o “maneras de escribir” que no tengan significados e implicaciones sociales importantes.
En el campo de la política, las frases, conceptos y expresiones que utilizan los actores que participan en la lucha por el poder, expresan intenciones, deseos y aspiraciones, y son parte de su esfuerzo para legitimar visiones determinadas de la realidad. Así pues, la existencia de una regularidad discursiva política denota una determinada inclinación, de parte de los actores que intentan comunicar y legitimar sus visiones de la realidad, a expresarse a través de códigos que son discernibles y aceptables dentro del universo epistemológico en el que operan.
Aquí cabe hacer algunas preguntas: ¿Qué pasa cuando un actor decide, simplemente por “oportunismo” o conveniencia política, utilizar un discurso que no necesariamente expresa la manera en que él o ella percibe el poder y la historia? ¿Qué validez metodológica tiene, en este caso, intentar comprender el pensamiento político de las élites a través de un discurso que puede ser intencionalmente manipulador?
Para responder efectivamente a estas preguntas, es necesario hacer referencia al caso específico estudiado en este libro. En primer lugar, la naturaleza anti-democrática del poder predominante en Nicaragua ha generado un discurso político construido por las élites para las élites. En otras palabras, su discurso político ha sido, predominantemente, auto-referencial. Piénsese en los “mensajes” oficiales presentados por nuestros gobernantes en las asambleas legislativas a partir de 1838.
En segundo lugar, las mentiras y las manipulaciones políticas, que han formado parte del discurso de las élites, son fuerzas constitutivas de la realidad del Estado, independientemente de la intencionalidad con que se utilizan o del grado de convicción con que éstas se expresan. El uso de expresiones religiosas en el discurso político de estos sectores sociales puede en algunos casos estar motivado por el deseo de atraer el voto de la población religiosa del país. No obstante, el discurso religioso utilizado pasa a formar parte de la visión que el actor político articula cuando se comunica con las masas. Este discurso, además, contribuye a reproducir el “universo epistemológico” dentro del que las élites se comunican con las masas y, en tal contexto, la realidad, así construida, se legitima y reproduce dentro de éste. La validez de la caracterización de un discurso, en otras palabras, no depende de la comprobación del grado de sinceridad con que se articula y analiza sino de su orientación, sus consecuencias sociales y su impacto histórico.
La selección de los textos, sobre los que se elabora la evaluación y análisis del pensamiento político nicaragüense, ha estado determinada por la búsqueda de regularidades discursivas y también por la disponibilidad de información, que en el caso de Nicaragua, es bastante limitada. Así pues, dentro de la información recopilada para realizar este trabajo, se ha dado preferencia a los textos escritos y, dentro de éstos, a los discursos oficiales pronunciados por gobernantes y miembros de las élites políticas del país. También se ha privilegiado el uso de reportajes periodísticos que capturan las “configuraciones epistémicas” dentro de las que se articulan las expresiones discursivas del pensamiento político de las élites, o bien, que contribuyen a la formación y reproducción de estas configuraciones.
Más aún, la base empírica, que se utiliza para establecer y analizar las regularidades discursivas, en que se expresa el pensamiento político de estas élites, incluye una selección de sermones y discursos pronunciados por las principales autoridades religiosas del país, a lo largo de la historia de Nicaragua. La presentación y el análisis del discurso religioso ayuda a comprender la relación entre el presidencialismo y el pragmatismo-resignado en la cultura política nacional.
Finalmente, es importante señalar que los textos analizados dentro de cada período histórico, deben contextualizarse para evitar la distorsión o, peor aún, la falsificación de la realidad que se trata de elucidar. La contextualización del texto no debe traducirse en la relativización del significado del fenómeno social estudiado. En este sentido, el estudio de los textos, que contienen el desarrollo del pensamiento político nicaragüense a través de su historia, debe establecer el significado específico temporal de éstos y también visualizar su trascendencia histórica de largo plazo. Esto último permite analizar el sentido de la historia nicaragüense como un proceso que se enmarca dentro de una racionalidad y dentro de una dirección que el dentista social debe tratar de explicitar.
CAPÍTULO 5. NICARAGUA Y EL IMPERIALISMO TERRITORIAL ESTADOUNIDENSE: 1821 – 1857
La invasión de Napoleón a España y el derrocamiento de Femando VII en 1808 estimularon el desarrollo de los movimientos independentistas en América, que intentaron capitalizar la debilidad de la Corona para resolver los conflictos políticos y comerciales, que habían marcado las relaciones entre los criollos y la administración colonial. Dentro de este contexto, las provincias centroamericanas participaron en las cortes establecidas en Cádiz para defender la soberanía de España y para reformar las bases de la legitimidad de la Corona. Con estos propósitos, las Cortes de Cádiz promulgaron en el 1812 una constitución que intentó poner fin al ‘antiguo régimen’ español mediante la creación de una monarquía constitucional (García Laguardia, 1994).
Durante las deliberaciones de las Cortes de Cádiz se cristalizaron tres tendencias políticas que se reprodujeron en América Central en la lucha por la independencia: la conservadora, promovida por los que apoyaban el absolutismo monárquico español; la “jacobina”, defensora de una liberación fundamentada en los principios de la Revolución Francesa; y, la liberal, que estaba a favor de la abolición de la monarquía, pero en contra de la participación política de las masas.
La Constitución de Cádiz confirmó el predominio de las posiciones “moderadas” de los conservadores que se aliaron con los liberales para enfrentar la fuerza de los “jacobinos” revolucionarios (Becerra, 1992, 111). Así resume Laguardia los alcances de esta constitución: “Desde el punto de vista social, la reforma rompe con la organización estamental, permitiendo el surgimiento de una nueva burguesía integrada por terratenientes, comerciantes, industriales incipientes y una amplia clase media ilustrada; en la reforma económica se adopta la teoría fisiocrática y, desde el punto de vista político, se logra la sustitución de la vieja monarquía basada en la teoría del derecho divino de los reyes y se dicta la primera constitución en España” (García Laguardia, 1994, 120).
A pesar de la orientación reformista y modernizante de la Constitución de Cádiz, el espíritu providencialista católico permaneció vigente. La nueva carta fue emitida, “En el nombre de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, autor y supremo legislador de la sociedad” (Constitución de Cádiz, 1812, en Esgueva, 1994, 63. Énfasis añadido).
En 1814 Fernando VII recuperó el trono español, anuló la constitución de 1812 y restableció el absolutismo. En las colonias españolas de América, mientras tanto, los ánimos independentistas aumentaban día a día. Paraguay había declarado su independencia en 1811. El 16 de septiembre de 1810, el “Grito de Dolores” dio inicio al desmoronamiento del poder colonial en México. Ese mismo año hicieron su aparición los movimientos independentistas de Venezuela y Argentina. En Centroamérica, las principales rebeliones contra el sistema colonial tuvieron lugar en El Salvador y Nicaragua en 1811, en Honduras en 1812, en Guatemala en 1813 y, de nuevo, en El Salvador en el 1814 (Karnes, 1982, 27-40).
Durante la insurrección de 1811 en Nicaragua, el obispo Nicolás García Jerez, de nacionalidad española, adoptó una posición “abiertamente contrarrevolucionaria”. Edgard Zúñiga señala que esto fue “un factor decisivo para que una parte del clero se pasase al bando monárquico” (Zúñiga, 1981, 303). Dentro de este contexto, el vicario de Granada, José Antonio Chamorro, emitió un comunicado que, a pesar de haber sido prohibido por el cabildo de la ciudad, ayuda a comprender la cultura religiosa de la época: “El pueblo insurrecto ha desobedecido a todos los empleados europeos por ser chapetones: es así que los reyes de España son chapetones; luego el pueblo ha desobedecido a los reyes de España… El pueblo no sólo ha menospreciado la Legislación española, sino que ha quitado empleados sin procesarlos, ha dado empleos con sola su voz y ha promulgado leyes con título absoluto. Luego el pueblo concibe que tiene más poder que Dios, que la Iglesia y que el Rey; pues ni Dios, ni la Iglesia, ni el Rey castigaban a ninguno sin escucharlo ni oírlo. De estas tres conclusiones se deduce con evidencia que el pueblo insurrecto ha sido y es un traidor a Dios, porque ha menospreciado la multitud de textos de la Divina Escritura, que nos manda obedecer sin réplica a los reyes nuestros señores… Dios, la Religión, el Rey de la Patria concluirán con este monstruo infernal del pueblo insurgente” (Chamorro, 1812, en Zúniga, 1981, 303-304)
En 1820, los intentos reaccionarios de Fernando VII colapsaron cuando las tropas organizadas por la Corona para aplastar los brotes independentistas en América se rebelaron contra el rey, obligándolo a reinstalar la Constitución de Cádiz (Lames, 1982, 27- 40). No obstante, su reinstalación no logró aplacar los ánimos independentistas en América.
En México, el conflicto por la independencia desembocó en la firma del Plan de Iguala el 24 de febrero de 1821, que fue pactado por las fuerzas conservadoras realistas, lideradas por Agustín Iturbide, y por el movimiento emancipador liberal mexicano. El Plan de Iguala concilio las posiciones de estos dos grupos mediante la formación de un gobierno monárquico organizado alrededor de tres “garantías”: la independencia de México, la igualdad de todos sus habitantes y el establecimiento del catolicismo como la religión oficial del nuevo Estado.
El acta de independencia de México fue redactada en los términos establecidos en el Plan de Iguala: “Femando VII, y en sus casos los de su dinastía o de otra reinante serán los emperadores, para hallarnos con un monarca ya hecho, y precaver los atentados funestos de la ambición” (Proclama, 1821, en Esgueva, 1993, 82). Esta disposición fue modificada sobre la base del Tratado de Córdoba suscrito el 24 de agosto de 1821 por Iturbide y por el capitán general y jefe político de Nueva España, Juan de O’Donoju. En él se establecía que, si ningún miembro de la familia real española aceptaba el trono del imperio mexicano, el Emperador debía ser “el que las Cortes del imperio designaren” (Tratado de Córdoba, en Esgueva, 1993, 1821, 84-87).
El derrumbe del poder colonial en México forzó al inspector general del ejército en Centroamérica, (Gabino Gainza, a organizar una reunión con las autoridades civiles y eclesiásticas de la región para decidir el futuro político del “Reino de Guatemala”. Como resultado de esta reunión, Centroamérica declaró su independencia de España el 15 de septiembre de 1821. Este acto se hizo “a través de una virtual declaración formal que dejó intacta, incluso en la persona física del último capitán general y primer jefe del Estado, la estructura administrativa y política de La Colonia” (Torres-Rivas, 1980, 3 7).
El acta de la independencia de Centroamérica confirmó claramente el poder de la Iglesia y el peso del catolicismo en la región. En su artículo 11 se acordaba: “Que la religión Católica, que hemos profesado en los Siglos anteriores, y profesaremos en lo sucesivo, se conserve pura e inalterable, manteniendo vivo el espíritu de religiosidad que ha distinguido siempre a Guatemala, respetando a los ministros eclesiásticos y regulares, y protegiéndoles en sus personas y propiedades” (Acta de la Independencia, 1821, en Esgueva, 1994, 145). Para celebrar la independencia, el acta acordaba en su artículo 19: “Que se cante el día que designe el señor Jefe Político una misa solemne de gracias, con asistencia de la Junta Provisional de todas las autoridades, corporaciones y jefes, haciéndose salvas de artillería, y tres de iluminación” (Ibid., 147).
En Nicaragua, el poder de la Iglesia Católica y el “espíritu de religiosidad”, al que hacía referencia el acta independentista, habían quedado registrados tres años atrás, en las razones ofrecidas por el obispo de León, Nicolás García Jerez, para no aceptar el Obispado Metropolitano de Santa Fe de Bogotá. En su carta de dimisión, el obispo destaca su “poder de opinión” entre los nicaragüenses:
Estos muy buenos hijos me aman y respetan como a un padre, me atienden y miran como a un Angel, me escuchan y obedecen como a un Oráculo y me deben la confianza de que si en los días malos que vivimos ocurriera alguna desgracia se quisieran repetir las locuras pasadas, bastaría presentarme y dirigirles la palabra para que todos entrasen en orden y se contuviesen en sus deberes (García Jerez, 1818, en Rizo, año 2001, 34-5).
El proceso independentista centroamericano se había organizado alrededor de las tres posiciones políticas dominantes en las deliberaciones de las Cortes de Cádiz. Longino Becerra identifica los tres grupos adscritos a éstas: Los “revolucionarios”, inspirados en “la idea de una independencia inmediata de España para organizar la República”; los “conservadores” defensores del “sistema de privilegios a que dio origen La Colonia española”; y finalmente, “los liberales”, promotores de las reformas institucionales que permitían “a los nuevos ricos heredar las ventajas antes disfrutadas por los colonizadores” (Becerra, 1992, 113-4).
Las tres posiciones anteriores se hicieron manifiestas durante la reunión de las autoridades centroamericanas del 15 de septiembre de 1821. Arellano las caracteriza de la siguiente manera: los que se oponían a la independencia, entre los que se destacaban los altos funcionarios de la Corona, miembros de la alta jerarquía de la Iglesia y comerciantes españoles monopolistas; los que apoyaban la independencia dentro del esquema monárquico mexicano, entre los que se encontraban algunos religiosos y “los miembros criollos del ayuntamiento”; y, finalmente, “el tercer bando no invitado” a la reunión donde se debatía en futuro de Centroamérica: las masas populares, que lideradas por “elementos de la capa media urbana”, propugnaban por la independencia absoluta (Arellano, 1997 a, 13). El temor a las masas quedó plasmado en el acta de constitución que en su primer artículo señalaba: “Que siendo la independencia del gobierno español, la voluntad general del pueblo de Guatemala, y sin perjuicio de lo que determine sobre ella el Congreso que debe formarse, el Sor. Jefe político lo mande publicar para prevenir las consecuencias que serían temibles en el caso de que la proclamase de hecho el mismo pueblo” (Acta de la Independencia, 1821, en Esgueva, 1994, 144. Énfasis añadido).
Después de declarada la independencia, y en la medida en que se consolidaba la nueva realidad política centroamericana, las tres posiciones se redujeron a dos: la de los “liberales”, que propugnaban por la transformación y superación del orden colonial heredado por la Centroamérica independiente, y la de los “conservadores”, que asumían la defensa del orden heredado de La Colonia. Esta última posición incluía a los beneficiarios de las estructuras del poder colonial y a los que, sin ser beneficiarios directos de estas estructuras, temían el poder y la participación política de las masas.
La posición de los liberales centroamericanos ante las ideas del orden y del cambio social era fundamentalmente normativa y voluntarista. La idea de libertad fue adoptada por los liberales como un principio absoluto que no reconocía los límites históricos y estructurales heredados de La Colonia. Para ellos, la realización de esta idea dependía fundamentalmente de la voluntad de los centroamericanos para legislar su implementación.
José María Peynado expresó la visión normativa, voluntarista y profundamente legalista de los liberales centroamericanos de esta época en las Instrucciones que redactó para informar la participación del diputado Antonio de Larrazábal en las Cortes de Cádiz. Inspirado en el pensamiento liberal francés, Peynado propuso: “Una Constitución… que prevenga el despotismo del jefe de la nación: que señale los límites de su autoridad; que haga del Rey un padre y un ciudadano; que forme del magistrado un simple ejecutor de la ley; que establezca unas leyes consultadas con el derecho natural, que contiene en sí todas las reglas de lo equitativo y de lo justo, y que se hallen revestidas de todos los caracteres de bondad absoluta, y de bondad relativa a los objetos primarios de la sociedad; que enseñen a los pueblos sus deberes; que circunscriban sus obligaciones; y que a éstas, y a sus derechos señalen límites fijos e inalterables…” (Peynado, 1952, en Chinchilla Aguilar, 1977, 372).
Tanto el Conservatismo como el Liberalismo centroamericano se mantuvieron a lo largo de esta primera etapa del desarrollo centroamericano en un estado esencialmente pre-teórico. Ni la defensa del orden social heredado de La Colonia, por parte de los conservadores, ni la propuesta reformista de los liberales lograron articularse dentro de un pensamiento político coherente.
La ausencia de un pensamiento político con la capacidad de hacer explícita la naturaleza del reto que implicaba la independencia, dejó a la sociedad centroamericana a merced de los condicionamientos de las estructuras de poder heredados de La Colonia y, sobre todo, de las presiones e influencias internacionales que operaban en su entorno. En otras palabras, la ausencia de un pensamiento político, capaz de visualizar y organizar el desarrollo histórico de la región, dejó a Centroamérica expuesta a la fuerza de los imperativos estructurales, derivados de su historia doméstica, y de los riesgos de la “fortuna”, originados de su dependencia con Europa. La fuerza naval británica pasó a ser el principal medio de transporte y comunicación con ese continente, en tanto que los empréstitos financieros ingleses se convirtieron en la principal fuente de recursos utilizados por los gobiernos de la región para estabilizar sus nacientes estructuras estatales, después de comprobar que el débil control sobre las aduanas y el ineficiente monopolio sobre el tabaco eran insuficientes para generar la capacidad financiera que demandaba la consolidación del Estado Centroamericano (Lames, 1982, 69).
El predominio británico en América Central se extendió hasta mediados del siglo XIX, cuando el poder transnacional de los EE.UU. llegó a convertirse en el principal determinante externo del desarrollo histórico de la región. La influencia de los EE.UU. en Nicaragua se manifestó principalmente en el filibusterismo y en los esfuerzos realizados por los gobiernos de Washington para controlar la ruta interoceánica nicaragüense.
LA DESINSTITUCIONALIZACIÓN DEL CONFLICTO SOCIAL
Con la independencia se rompieron los procesos y las normas donde se dirimían las múltiples tensiones y contradicciones que generaban las relaciones entre Guatemala y las provincias de la región, así como las que se derivaban de la interacción entre los poderes locales y los grupos sociales coexistentes en cada una de estas provincias. El conflicto social, que antes de la independencia estaba organizado y regulado dentro del sistema de dominación colonial, se desinstitucionalizó, creando condiciones de desorden e inestabilidad social.
Hablar de la desinstitucionalización del conflicto social centroamericano es hablar de una situación en la que la lucha por el poder se desarrolla en ausencia de normas y procesos legítimamente establecidos. Este fenómeno, común a la experiencia de los países latinoamericanos, se acentuó en Centroamérica debido al atraso político, a la debilidad del aparato administrativo heredado de La Colonia y a la aguda fragmentación socio-territorial de la región.
El aparato administrativo colonial de Centroamérica no contaba con la capacidad de regulación necesaria para otorgar a las élites de la región la capacidad de imponer su voluntad dentro del espacio territorial centroamericano. Además, el atraso cultural y las limitadas visiones y capacidades políticas de estas élites conspiraban contra la posibilidad de formular e implementar un proyecto político viable para la re-articulación del orden social a nivel regional.
Los conservadores centroamericanos, dice José Coronel Urtecho, no se dieron cuenta que entre ellos y los liberales existían múltiples coincidencias de intereses y aspiraciones. Esta falta de visión política, agrega este autor, “sólo puede explicarse por el carácter puramente empírico y la falta de elaboración intelectual de su Conservatismo” (Coronel Urtecho, II, 1962, 24).
Los liberales estaban tan alejados de la realidad que no lograban ver en los conservadores más que la representación de una etapa histórica que querían superar. Así pues, “los conservadores no se levantaban de la realidad inmediata para mirarla desde la altura de las ideas, mientras que los liberales no descendían de esa altura para ajustar sus ideas a la realidad” (Ibid., 23). “Ni los liberales ni los conservadores”, continúa el mismo autor, “se mostraron capaces, unos por falta de realismo, los otros por falta de imaginación de inventarse una Carta Fundamental inspirada en la realidad centroamericana, con equilibrio de las aspiraciones e intereses de unos y otros” (Ibid., 25).
Tanto el idealismo de los liberales como la actitud reaccionaria de los conservadores centroamericanos, durante el período de la post-independencia, constituían manifestaciones acentuadas de la ausencia en América Latina de una capacidad política reflexiva para impulsar la transformación del Estado Conquistador. Aún en los países de mayor desarrollo económico y político de la región como Argentina, México y Chile la confrontación política principal en el período de la post-independencia tuvo lugar entre liberales doctrinarios, que fundamentaban sus posiciones en principios abstractos y normativos, -como la libertad individual y la igualdad- y conservadores reaccionarios, que defendían las estructuras sociales heredadas de La Colonia como la única realidad posible.
La pobreza del pensamiento de las élites centroamericanas era congruente con la pobreza cultural de la población de la región en general. En 1847 el periódico Registro Oficial ofrecía esta descripción del estado cultural de Centroamérica al momento de la independencia:
Aunque no hemos tenido datos estadísticos seguros, por lo que no es dable fijar el número de habitantes de Centro América en aquella época, no carecemos de medios para decir que apenas una milésima parte de ellos sabía incorrectamente leer y escribir; una centésima parte había contraído costumbres religiosas, circunscriptas a oír misa, confesar, comulgar y asistir a las fiestas sacras, el más ínfimo número a oír misa los días festivos, confesar y comulgar una vez al año, y asistir a algunas festividades en número poco mayor; a celebrar algún santo patrono de parroquia, el resto; pero aun estas costumbres religiosas, eran una mezcla de culto sagrado, fanatismo, imbecilidad y superstición: sus hábitos estaban reducidos al trabajo agrícola, a una industria suficiente a llenar las necesidades que les eran conocidas, a los actos comunes en la vida de relación de todos los animales, a humillarse delante de la Autoridad Civil, y profesar humillación y ciega reverencia a los sacerdotes. La lengua española que hasta hoy es ignorada por una inmensa mayoría, se hablaba entonces apenas como un medio para denotar las más simples necesidades y operaciones de la vida; no conocían pues, ni lo que significasen las palabras “patria, Constitución, leyes, política, Gobierno, Asambleas Legislativas, derechos y deberes políticos y civiles, agricultura, industria, comercio activo y pasivo, Hacienda Pública, economía política, relaciones interiores y exteriores, etc…. (Registro Oficial, 1847, 67).
Dentro del deprimente panorama regional centroamericano, Nicaragua ofrecía el espectáculo de una formación social en estado cuasi-natural, sin instituciones y sin la capacidad para organizar el conflicto político generado por el rompimiento del orden colonial. Después de la independencia de Centroamérica, la desinstitucionalización del conflicto social nicaragüense se expresó en la confrontación de múltiples intereses y posiciones políticas, localistas- territoriales, étnicas, raciales y de clase. Estos intereses y posiciones no lograron expresarse y articularse dentro de visiones capaces de orientar y organizar las motivaciones, los temores, las necesidades y las aspiraciones de los nicaragüenses.
En este incierto ambiente, las élites políticas respondieron con ambigüedad y timidez al derrumbe del régimen colonial. La Junta Gubernamental de Granada declaró su adhesión a la proclama independentista de las autoridades de Guatemala al ver en ésta la oportunidad de romper su estado de subordinación con relación a la ciudad de León. Las autoridades leonesas adoptaron una actitud tentativa y calculadora cuando el 28 de septiembre de 1821 acordaron “la absoluta y total independencia de Guatemala” así como “la independencia del gobierno español, hasta tanto que se aclaren los nublados del día y pueda obrar esta provincia con arreglo a lo que exigen sus empeños religiosos y verdaderos intereses” (Acta de los Nublados, 1821, en Esgueva, 1993, 93). El “Acta de los Nublados” fue elaborada sin la participación del pueblo de León, reflejando “en su forma y contenido”, el pensamiento de las autoridades de la Diputación provincial y de la Iglesia (Zelaya, 1971, 94-102).
La Diputación provincial de León justificó su decisión y expresó su desacuerdo con el plan independentista de Guatemala suscrito por las autoridades de Granada: “El Reino todo de Guatemala, por su situación topográfica, por la inmensidad del terreno que ocupan sus poblaciones, por la dispersión de éstas, por la falta de seguridad de sus puertos en ambos mares y la imposibilidad de su pronta fortificación y por su pobreza, no puede emprender el grandioso proyecto de erigirse en soberanía independiente”. León, además, expresó su desconfianza con relación a las autoridades de Guatemala: “El mayor mal que recibiría esta provincia Nicaragua sometiéndose a esa Guatemala, sería tal vez que la balanza del Gobierno se cargaría siempre al lado de sus intereses, que en todo tiempo han sido opuestos a los nuestros ..(Diputación provincial de León, 1821 a, en Esgueva, 1993, 94-95).
El 12 de octubre de 1821, las autoridades de León adoptaron el Plan de Iguala con la esperanza de encontrar dentro del naciente imperio de México un régimen que asegurase la continuación del orden social heredado de La Colonia. Dicho plan protegía la fundamentación ideológica de este orden al establecer la religión “Católica, apostólica y romana” como la religión del imperio, “sin tolerancia de otra alguna” (Plan de Iguala, 1821, en Esgueva, 1993, 82). En su declaración, las autoridades de la ciudad expresaron su deseo de proteger “los empeños religiosos” y “los verdaderos intereses de la provincia… “(Diputación provincial de León, 1821 b, en Esgueva, 1994, 149).
Granada optó por declararse provincia independiente bajo la tutela de la Junta Provisional Consultiva de Guatemala que funcionaba bajo el mando de Gabino Gainza (Esgueva, 1995, 124-125). La población de la ciudad estaba dividida entre sectores pro-imperialistas conservadores y republicanos liberales. El movimiento pro-imperialista estaba dominado por un importante sector de la élite comercial de esa ciudad, que veía en el proyecto imperial mexicano un marco social estabilizador que le garantizaba su posición económica dominante. En cambio, el movimiento republicano de la ciudad estaba integrado por miembros de las “clases medias” -profesionales, estudiantes, medianos y pequeños propietarios- que percibían el Plan de Iguala como una extensión del orden colonial -dominado por los comerciantes- que limitaba sus aspiraciones sociales (Kinloch, 1999, 66-7; Coronel Urtecho, II, 1962, 84-88).
En Granada, el movimiento republicano se organizó alrededor del liderazgo de Cleto Ordóñez, un militar mestizo de rango medio quien logró convertirse en el símbolo de un genuino sentimiento clasista popular que por un momento llegó a cortar transversalmente la lógica localista dentro de la que se manifestaban las tensiones entre las dos ciudades principales del país (Kinloch, 1990, 63-81). Este sentimiento no llegó a traducirse en un pensamiento y en un programa de acción política con la capacidad de organizar los intereses y las aspiraciones de la clase media y de las masas nicaragüenses.
La sociedad de León también se encontraba dividida entre un sector imperialista conservador y otro republicano liberal. El sector imperialista, responsable de la adopción del Plan de Iguala, lo componían las autoridades de la Diputación provincial, el alto clero de la ciudad y el claustro universitario. El sector republicano lo formaban elementos pertenecientes a las capas sociales medias y populares (Arellano, 1997 a, 16-21).
En muy poco tiempo, el movimiento liderado por Cleto Ordóñez llegó a convertirse en una amenaza para la élite conservadora granadina que, temerosa de perder el control de la ciudad, se apegó al imperio mexicano en noviembre de 1821. El pragmatismo-resignado de este grupo social y su aceptación del marco de limitaciones históricas impuesto por la realidad existente lo llevaron a concluir que Nicaragua no tenía más opción que aceptar la supremacía del poder de México o sucumbir ante el de los EE.UU.. Esta actitud política se expresó en la proclama firmada por el padre José Antonio Chamorro para justificar la anexión de Granada al imperio mexicano: “Nosotros hemos jurado el plan de Iturbide, no para despreciar a Guatemala, sino por pura necesidad y utilidad nuestra; que el señor Iturbide sea fiel en sus promesas, o no lo sea, nosotros sucumbiremos al resultado de México sea el cual fuera, porque si así no lo hacemos seremos infaliblemente esclavos del anglo americano…” (Chamorro, en Zelaya, 1971, 113).
Mientras tanto, las autoridades regionales de Guatemala, impulsadas por sus propias inclinaciones conservadoras, por los rumores de una invasión española para la restauración del orden colonial y por la amenaza de la fuerza militar de Iturbide, quien estaba decidido a incorporar Centroamérica a su imperio, decidieron anexarse a México el 5 de enero de 1822. En Nicaragua, apunta Zelaya, la noticia de este suceso fue celebrada por los sectores pro-imperialistas de Granada con “vivas a favor de la ciudad de León, repiques de campanas y fuegos de cohetes” (Zelaya, 1971, 131).
La decisión de las autoridades de Guatemala anuló la disposición del acta de independencia, que establecía la celebración de un “congreso” centroamericano para disponer el futuro político de la región. En el discurso pronunciado ante la Junta Provisional Consultiva, el presidente de la misma, Gabino Gaínza, adoptó una postura pragmática para señalar la necesidad de que fuera la Junta y no el “Congreso” estipulado por el acta de independencia, quien decidiera el destino político de Centroamérica: “Esperar y dar dilación a este negocio es dar valor a la opinión de algunos señalados en favor de la independencia absoluta y causas del gravísimo mal de que puede extenderse al vulgo inmediato, y producir funestas disensiones; el empeño y el partido en la resolución por la pluralidad del Congreso expuesto a sucumbir a la amenaza y terror del pueblo agolpado al momento de sancionar; trayéndonos todo esto el horroroso mal de una guerra intestina que nos envuelva en desgracias o de una guerra de afuera que nos arruine y nos someta al fin” (Gaínza, 1822, citado en Becerra, 1992, 125).
Con la anexión de Centroamérica a México, los países de la región quedaron divididos en tres comandancias generales: la primera compuesta por Chiapas y Quetzaltenango; la segunda, por San Salvador, Guatemala y una parte de Honduras; y la tercera, por Nicaragua, Puerto Trujillo, Comayagua y Costa Rica. León fue designada como la capital de esta tercera jurisdicción territorial (Zelaya, 1971, 134).
El imperio mexicano iba a tener una muy corta duración. Agustín I, (Iturbide), no pudo enfrentar con éxito la oposición de las fuerzas republicanas dentro de su propio país, siendo destronado en marzo de 1823. La desaparición del imperio mexicano cambió nuevamente el rumbo y la dinámica del conflicto político centroamericano y nicaragüense.
Aprovechando el desprestigio y la debilidad de las élites conservadoras que habían apoyado a Iturbide, las fuerzas liberales republicanas de la región impulsaron la organización del Primer Congreso Centroamericano que se instaló en junio de 1823, para asumir las funciones de gobierno regional y de Asamblea Legislativa para la redacción de una Constitución Política Federal centroamericana.
El acto de instalación estuvo impregnado de religiosidad. Así lo señala el acta, que resume los eventos de ese acto y sus acuerdos: “En la ciudad de Guatemala, a veinticuatro de junio de mil ochocientos veintitrés, día señalado para la instalación del Congreso a que convocó la acta de 15 de septiembre de 1821, se reunieron en el palacio del gobierno los representantes cuyos poderes estaban aprobados, la diputación provincial, la audiencia territorial, el ayuntamiento, claustro de doctores, consulado, colegio de abogados, jefes militares y de rentas, y prelados regulares; y, presididos por el mismo jefe político, se dirigieron a implorar el auxilio divino a la iglesia catedral, donde el muy reverendo arzobispo celebró la pontificial y se pronunció también un discurso análogo a las circunstancias, por el eclesiástico encargado de ello. Después se procedió al juramento que debían prestar los diputados. El secretario de gobierno, usando de la fórmula prevenida en el ceremonial, les preguntó: ‘Juráis desempeñar bien y legalmente el encargo que los pueblos vuestros comitentes han puesto a vuestro cuidado, mirando en todo por el bien y prosperidad de los mismos pueblos?’ Contestaron: ‘Sí juramos’. Y pasaron a tocar el libro de los evangelios, que se hallaba al intento colocado en una mesa en el presbiterio” (Acta de Instalación, 1823, en Esgueva, 1994, 163).
En la primera sesión del Congreso Centroamericano, que tuvo lugar el 29 de junio de 1823, el diputado José Matías Delgado se dirigió a los presentes para resaltar el significado de aquella reunión. Su discurso muestra la contradictoria relación entre la influencia ilustrada, que condicionaba las acciones de muchos de los líderes del movimiento independentista centroamericano, y la cosmovisión religiosa y providencialista dentro de la que éstos operaban:
Si Guatemala celebra con entusiasmo la instalación de su Congreso; si los pueblos perpetuaran justamente su memoria ¿con qué palabras o expresiones podré ahora manifestar tan glorioso acontecimiento? Yo lo examino y observo en sus diversos aspectos; es propio del siglo de las luces y del sistema general de las Américas, estaba en el orden político de su historia y era una consecuencia tanto más necesaria cuanto más prevista; en fin es un resultado inevitable de procedimientos tortuosos con que se cuidaba de evitarlo. Mas cuando lo veo y contemplo con respecto al actual estado de nuestros pueblos, considero que a su debilidad, abyección y miseria se añadió el desprecio, la impostura y violencia; encuentro ya en el mismo suceso un prodigio que haciéndome prescindir de los principios de la ciencia política, lo miro designado con el sello del dedo de Dios, porque la mano poderosa del Altísimo obra a favor nuestro. ¡Oh Guatemala, San Salvador, Nicaragua y demás provincias del Centro de las Américas! Reconoced y publicad a la faz del universo que la libertad era don precioso con que ha sido criado el hombre y es tan debida a nuestra asociación; que nuestra independencia igualmente santa y costosa al volver ambas a nuestras manos de los infames que nos la habían usurpado, es una restitución no solo justa por todos los títulos, sino también feliz, prodigiosa y divina (Delgado, 1823, en Esgueva, 1994, 167).
El 1 de julio de 1823, el Congreso Centroamericano proclamó la “absoluta” independencia de las provincias Unidas del Centro de América (Esgueva, 1994, 169-173). Al día siguiente, los representantes de las provincias se declararon en “Asamblea Nacional Constituyente” y proclamaron: “Que la religión de las provincias unidas, es la Católica, Apostólica y Romana. En cuya consecuencia, se manifestará oportunamente a la Santa Sede Apostólica, por una misión especial, o del modo que más convenga: que nuestra separación de la antigua España en nada perjudica ni debilita nuestra unión a la Santa Sede, en todo lo concerniente a la Religión Santa de Jesucristo” (Decreto de constitución de la ANC, 1823, en Esgueva, 1994, 176).
Días después, el 10 de julio de 1823, la Asamblea Constituyente tomó el juramento a los miembros designados para formar el triunvirato que funcionaría como el poder ejecutivo. Nuevamente, el acto de juramentación reflejó el espíritu religioso dentro del que operaban las élites centroamericanas:
A esta sazón avisaron los porteros que los señores don Pedro Molina, don Juan Vicente Villacorta y don Antonio Rivera, nombrados para componer el Poder Ejecutivo, esperaban entrar a prestar el juramento conforme al decreto dado en nueve del corriente. La Comisión compuesta de los dos Secretarios más modernos, y de los señores Dieguez y Villacorta (don Ciríaco) salió a recibirlos hasta la puerta del salón: luego que entraron se dirigieron a la mesa del señor Presidente, y estando de rodillas con las manos puestas sobre los Santos Evangelios el mismo señor presidente les preguntó: ¿Juráis por Dios Nuestro Señor y los Santos Evangelios reconocer la soberanía de la Nación representada legítimamente en la augusta Asamblea que se acaba de instalar? A que respondieron: Sí juro. ¿Juráis desempeñar fielmente el alto Poder que la Nación os ha confiado y gobernarla con arreglo a las instituciones fundamentales que establezca, y entre tanto a las leyes y decretos que dictase sucesivamente? Del mismo modo respondieron: Sí juro. ¿Juráis conservar la Religión Católica, Apostólica, Romana, como también las sagradas propiedades de cada ciudadano? A que contestaron: Sí juro. ¿Juráis no excederos jamás de vuestras facultades, ni dar providencias que no sean acordes con las leyes fundamentales de la Nación, y serla responsable con vuestro honor y vida si faltaseis alguna vez a la obediencia de ellas, ejerciendo algún acto arbitrario con detrimento de la salud pública. Contestaron igualmente: Sí juro; y el señor presidente continuó diciendo: pues si así lo hiciereis, Dios y la Nación os dará el premio, y ni no os lo demandará (Acta del Juramentó al Triunvirato Representante del Ejecutivo, 1823, en Esgueva, 1994, 177-8).
La cosmovisión religiosa de los centroamericanos y el poder de la Iglesia durante este período volvieron a ponerse en evidencia en el decreto de la asamblea nacional constituyente que autorizaba la organización de las tertulias patrióticas. Estas eran definidas como “asociaciones de ciudadanos que se reúnen para tratar de todo género de materias políticas; conferenciar sobre las medidas de interés general; manifestar la insuficiencia o inconvenientes de las que se hayan adoptado; indicar las reformas necesarias en todos los ramos; y discurrir en consecuencia acerca de los principios reconocidos de los políticos y legisladores de las naciones cultas…” (Decreto de autorización, 1823, en Esgueva, 1994, 181).
El marco de libertad de expresión establecido para las tertulias patrióticas no abarcaba el tema de la religión y sus dogmas. Así lo señalaba el artículo 10 del decreto de creación de estas asociaciones: “Es del todo ajeno de estas sociedades tocar asuntos tocantes a la religión o al dogma…” (Ibid., 182).
Mientras el Congreso Centroamericano preparaba la Constitución Federal, las antiguas provincias de la región redactaban sus propias Cartas Constitucionales para legalizar su condición como Estados Federados. La Constitución centroamericana se proclamó en noviembre de 1824. El Salvador también la proclamó ese mismo año. Costa Rica, Guatemala y Honduras lo harían en 1825. Nicaragua, consumida por la guerra, en 1826 (Karnes, 1982, 58-59).
El derrumbe del imperio mexicano dejó a las élites proimperialistas de Granada desprotegidas y expuestas frente al poder militar y al arrastre del movimiento popular anti-imperialista liderado por Cleto Ordóñez, quien el 16 de enero de 1823, dos meses antes de la caída de Iturbide, se había apoderado del cuartel de la ciudad para luego establecer un gobierno republicano. En estas circunstancias, las familias de las “clases propietarias” granadinas se refugiaron en Managua, en donde formaron un gobierno paralelo al que controlaba Ordóñez en Granada.
Con la consolidación del poder de Ordóñez, el conflicto político nicaragüense iba a adquirir un perfil más claramente clasista. Francés Kinloch explica esta situación: “Respaldado por una Junta Patriótica integrada por elementos progresistas de las clases medias y algunos criollos liberales, Ordóñez profundizó las reformas emprendidas al orden colonial: abolió el derecho estamentario, así como los títulos, tratamientos y privilegios de la aristocracia criolla. El pueblo se encargó de hacer cumplirlos decretos revolucionarios: Al grito de ‘ Se acabaron los dones!’, recorría las calles de Granada, arrancando de las fachadas de las casonas señoriales los escudos nobiliarios que simbolizaban el viejo orden” (Kinloch, 1990, 71).
Las autoridades de León reaccionaron ante la caída de Iturbide abandonando sus inclinaciones pro-imperialistas y firmando la llamada Acta de la Orfandad el 17 de abril de 1823 (Esgueva, 1993, 18- 19). De acuerdo a Chester Zelaya, los principales responsables de este documento fueron los representantes de los sectores sociales de orientación liberal, dentro de los que se destacaban los estudiantes. En el acta se señalaba: “Que considerándose las provincias en estado de horfandad por las ocurrencias del Imperio, están en estado de libertad para poder constituir su Gobierno”. Además, establecía la formación de una Junta de Gobierno Republicana de orientación popular, que ejercería “las facultades del Gobierno Soberano”.
Ante la consolidación del poder de los sectores progresistas liberales, los líderes del movimiento pro-imperialista de León, incluyendo al obispo Nicolás García Jerez, abandonaron la ciudad. Muchas de las familias “propietarias” de la ciudad escaparon hacia Managua, imitando de esta manera, la conducta de las familias ricas de Granada (Zelaya, 1971, 169-173).
Para aclarar la confusa situación política de Nicaragua, las autoridades de León y Granada se reunieron en Masaya el día 26 de abril de 1823. Este encuentro produjo como resultado el tratado de paz de Masaya, que estableció que eran “libres los pueblos de ambos Gobiernos León y Granada en la comunicación recíproca, y relaciones de amistad y comercio, guardándose la más estrecha armonía”. También estableció que “los pueblos” eran “libres a adherirse a uno, u otro Gobierno..(Tratado de Masaya, 1823, en Esgueva, 1993, 120).
Así pues, el tratado de Masaya creó un marco de relaciones entre dos “ciudades-estados” (Arellano, 1997 a, 22). Este acuerdo formalizó el localismo y expresó la incapacidad del movimiento popular nicaragüense para articular una visión y un consenso de intereses y aspiraciones de alcance nacional.
Mientras Nicaragua vivía esta caótica situación, se creó la República Federal, el 1 de julio de 1823. Sus autoridades encomendaron a José Justo Milla la misión de poner fin al conflicto nicaragüense. La misión de Milla fracasó en mayo de 1824, cuando un grupo de militares leoneses se levantó en armas para oponerse a la intermediación de Guatemala. Los rebeldes fueron depuestos pocos días después por militares que simpatizaban con Ordóñez. De esta forma, el caudillo logró unificar bajo su mando “las voluntades” de los gobiernos de León y Granada (Zelaya, 1971, 211).
Ante la consolidación del liderazgo de Ordóñez, muchas de las familias pertenecientes a las clases propietarias que aún permanecían en León, escaparon hacia El Viejo en donde establecieron un gobierno paralelo a la Junta Militar de León controlada por Ordóñez. De tal manera que, en 1824, cuatro diferentes gobiernos se disputaban el control del naciente Estado nicaragüense (Bums, 1991, 41): Un gobierno leonés ubicado en El Viejo y otro granadino con sede en Managua representaban los intereses de las clases propietarias de las dos ciudades; y los gobiernos de León y Granada, liderados por Ordóñez, que representaban los intereses de las clases populares. El trasfondo clasista de la guerra que se desató, a partir de esta confusa situación, la confirma Ayón al señalar que en esta contienda “se vieron unidos los antiguos realistas e imperialistas… con los republicanos moderados, para defenderse de lo que hoy llamarían la Commune” (Ayón, III, 1977, 563).
“En la guerra de 1824”, señala Gámez, combatieron “pueblos contra pueblos, familias contra familias, parientes y vecinos, unos contra otros, sin otro móvil que el insensato deseo de destruirse”. Y agrega: “El país quedó devastado, las haciendas abandonadas y muchas personas ricas se encontraron sin abrigo solicitando la caridad en los caminos. Los crímenes, que no podían castigarse durante la contienda se multiplicaron asombrosamente con la impunidad, y los asesinatos, robos y violaciones con el sexo débil, se cometieron sin restricción alguna. Guerra semejante tuvo que ser el desahogo de innobles pasiones, nunca jamás la expresión de partidos políticos y mucho menos el desborde de un patriotismo exagerado” (Gámez, 1889 1975, 369).
El conflicto entre las clases populares y las clases propietarias nicaragüenses terminó siendo aplacado en enero de 1825 por la intervención de tropas federales centroamericanas comandadas por el general Manuel José Arce. Estas intervenciones representan el inicio de una constante histórica que se mantendrá a través del proceso de formación del Estado nicaragüense: la participación de fuerzas externas en la solución de los conflictos domésticos del país.
Arce descabezó el movimiento popular nicaragüense al nombrar a Ordóñez como inspector general de armas de la República Federal. Este nombramiento obligó a Ordóñez a trasladarse a Guatemala y a retirarse del escenario político nicaragüense. Arce, además, organizó elecciones para escoger a los miembros de una Asamblea Constituyente y al jefe y vicejefe de Estado.
La guerra, además del costo humano y material, que representó para Nicaragua, empujó a los habitantes del distrito de Nicoya o Guanacaste a anexar esta porción de territorio nicaragüense a Costa Rica en julio de 1824 (Gámez, 1975, 370).
Las elecciones organizadas por Arce se realizaron en ausencia de un consenso social mínimo, que armonizara los intereses de las élites de León y Granada y los de las clases propietarias y de los sectores populares del país. En ausencia de este consenso, el proceso electoral careció de legitimidad y sirvió simplemente para formalizar las divisiones que fragmentaban y polarizaban a la sociedad nicaragüense.
Así pues, las tensiones localistas y de clase, que provocaron la guerra de 1824, reaparecieron inmediatamente después que las elecciones de 1825 dieran la victoria a Manuel Antonio de la Cerda y a Juan Argüello, quienes asumieron la jefatura y la vice-jefatura del Estado respectivamente. Arce regresó a Guatemala en donde, en el mismo año de 1825, asumió la presidencia de Centroamérica.
El 31 de julio de 1825, el obispo García y Jerez murió en Guatemala, a donde había sido expulsado por Arce. Nicaragua no tuvo otro obispo hasta que fue nombrado el salvadoreño Jorge Viteri y Ungo, en noviembre de 1849 (Zúñiga, 1996, 302; Arellano, 1996 b, 57-8).
Tanto Cerda como Argüello eran republicanos que habían participado en las luchas antimonárquicas de 1811 (Pérez, 1975, 486- 545). Pero las orientaciones políticas de ambos diferían con relación a la definición de las obligaciones y derechos de las clases propietarias y populares que co-existían dentro de la naciente estructura de poder nacional. Cerda, señala Jerónimo Pérez, contaba con el apoyo de “la parte propietaria y más regularizada de la sociedad, que se llamaban seniles”-, en tanto que a Argüello lo apoyaban “los liberales rojos, cuyas pasiones había halagado desde su vuelta de España” (Ibid., 489).
Cerda, no obstante, se consideraba un liberal. Como para muchos otros nicaragüenses de esta época, el Liberalismo de Cerda era, utilizando la expresión de Octavio Paz, simplemente “declamatorio”. El bando emitido por su gobierno el 25 de mayo de 1825 definía “el sistema liberal” como “la conformidad de las costumbres a las leyes divinas y humanas que nos rigen …” (Cerda, 1825, en Cuadra Downing, 1960 – 1961, 22). En realidad, el contenido de este bando expresa una visión política elitista, reaccionaria y religiosa. Pablo Antonio Cuadra, en uno de sus escritos más conservadores, alabó y calificó su contenido como el “fruto” de la “siembra de ‘religión y orden’” realizada por el obispo Nicolás García Jerez, el autor intelectual del Acta de los Nublados en 1821 (Cuadra, 1975, 333). Los siguientes artículos de esta proclama oficial muestran la
“mentalidad fanática” (Arellano, 1997 a, 34) y retrógrada del sector social representado por Cerda:
1) La libertad de la palabra no es extensiva a la Santa Religión que profesamos con la exclusión de toda otra; y los que se produjeren de palabra o por escrito, contra ella, serán irremisiblemente castigados.
2) En el mismo castigo serán comprendidos todos aquellos que conserven libros que dañan a la religión e invitan a la relajación de costumbres, en perjuicio de aquella y de la sociedad.
12) Se prohiben los bailes, paseos, músicas y cantos a deshora, por cualquier pretexto, bajo las penas que se estimen justas.
16) Se prohibe dar hospedaje a pasajeros desconocidos.
17) Se prohibe transitar por caminos y poblado, sin el pasaporte del juez de su procedencia, y obligación de presentarlo a la primera autoridad del lugar, bajóla pena de sospechoso.
22) Se prohibe toda especie de pasquín que menoscabe el buen nombre de los funcionarios públicos y particulares.
26) Se prohiben las reuniones populares que tienden a alterar el orden público, y los contraventores serán tratados como perturbadores de la tranquilidad.
27) Todos los jueces deben auxiliar a los hacendados y artesanos con la gente que necesiten para sus trabajos, debiendo satisfacer los que los piden, los jornales correspondientes, pudiendo darles por empeño de socorros, solamente, tres pesos, bajo la pena de no ser atendidos en el exceso que demanden (Cerda, en Cuadra Downing, 1960 – 1961, 22-23).
La orientación política de Cerda entró en choque con los intereses de los sectores populares que, como consecuencia de la movilización anti-oligárquica liderada por Ordoñez antes de su retiro a Guatemala, habían alcanzado una importante cuota de poder en los gobiernos municipales y en la asamblea. Para enfrentar a estos sectores, Cerda intentó organizar nuevas elecciones municipales, argumentando que los gobiernos municipales debían estar controlados por personas que se destacaran “por su prosperidad” (Citado en Kinloch, 1990, 73). El gobierno federal de Guatemala se opuso a Cerda e impidió la realización de estas elecciones (Informe del Jefe de Estado, 1825, 133-140).
El conflicto entre el ejecutivo y las autoridades municipales y legislativas culminó con la destitución de Cerda y con el traspaso del gobierno al vice jefe de Estado, Juan Argüello. El día 8 de abril de 1826, el nuevo gobierno promulgó la primera Constitución de Nicaragua en consonancia con el proyecto federal liberal centroamericano. En su preámbulo los legisladores expresaron su visión de Dios y de la historia: “En presencia de Dios, Autor y Supremo Legislador del Universo. Nosotros los representantes del Pueblo de Nicaragua…” (Cn. 1826, en Esgueva, 1994, 237).
El peso de la religión y el poder de la Iglesia Católica en la cultura política nicaragüense de esta época fue confirmada en el artículo 46: “La religión del Estado es la Católica, Apostólica, Romana, con exclusión del ejercicio público de cualquier otra” (Ibid., 243).
Esta disposición era congruente con la Constitución de la República Federal de Centro América, proclamada en noviembre de 1824, que en su preámbulo señalaba: “En el nombre del Ser Supremo, Autor de las Sociedades y Legislador del Universo. Congregados en asamblea nacional constituyente nosotros los representantes…” (Cn. Federal, 1824, Esgueva, 1994, 195). El artículo 11, además, establecía el catolicismo como la religión oficial de la Federación: “Su religión es: la Católica Apostólica Romana, con exclusión del ejercicio público de cualquier otra” (Ibid., 197).
En resumen, el conflicto de esta época inicial del desarrollo político nicaragüense se mantuvo activo en la oscuridad de la pretoría. La ausencia de una capacidad política reflexiva para elucidar el sentido de este conflicto se reflejaba claramente en el reportaje publicado por el periódico El Indicador en el 1825: “Se ha derramado sangre en Nicaragua; pero no es seguramente el origen de este mal lamentable la resistencia de algún partido a la independencia absoluta, ni al sistema libre de un gobierno republicano popular representativo; no es porque algún partido se resista a entrar en el pacto federal; no es porque el establecimiento de la constitución haya encontrado oposiciones. Es guerra de intereses y pasiones; es guerra de pueblo a pueblo, de familia a familia, de persona a persona” (Citado en Zelaya, 1971, 241).
La incapacidad de las élites del país para esclarecer teóricamente las múltiples raíces de la “anarquía” se tradujo en una simplificación del conflicto y, más concretamente, en una representación espacial e intuitiva del mismo: la confrontación entre León y Granada. Desde esta perspectiva, el “localismo” debe verse como la representación de la condición pre-teórica del conflicto del país. Las identidades territoriales, que servían de eje a la confrontación de los intereses y las aspiraciones de los nicaragüenses, ocultaban las dimensiones más abstractas y profundas -las tensiones y contradicciones sociales, étnicas y de clase-, que alimentaban la fragmentación y la polarización de la sociedad.
Esto no significa que el localismo nicaragüense no tuviese una base real y objetiva. Durante la gestación de la independencia, las élites de León habían tratado de mantener su posición y sus privilegios como representantes de la ciudad principal de la provincia. Mientras tanto, las élites dominantes de Granada intentaron romper su dependencia con relación a las de León, maximizar sus oportunidades económicas y, de ser posible, imponerse como ciudad principal en Nicaragua.
Los intereses económicos de las élites granadinas estaban basados principalmente en la actividad comercial con Europa a través del Gran Lago y del Río San Juan. Las élites de León estaban compuestas principalmente por agricultores, ganaderos, ex-funcionarios del aparato administrativo colonial, y miembros de la jerarquía de la Iglesia Católica (Álvarez Montalván, 1994, 16).
En ambas ciudades operaban dos estructuras de intereses y dos tendencias político-ideológicas: la “conservadora” -defendida principalmente por la jerarquía de la Iglesia Católica y por las “clases propietarias”, que aspiraban hegemonizar el orden social heredado de La Colonia-y la “liberal” -sostenida por el sector “medio” de la sociedad (profesionales, artistas, etc.), que luchaban por transformar la estructura social de La Colonia para abrirla a sus aspiraciones, intereses y necesidades (Arellano, 1997 a, 9-11).
Ni las clases “medias” liberales ni las “clases propietarias” conservadoras, fueron capaces de trascender sus identidades espaciales locales y sus intereses sociales y económicos inmediatos para desarrollar estructuras de intereses y aspiraciones de clase a un nivel social, espacial e histórico nacional. Más que la ausencia de una identidad nacional “nicaragüense” -que no pudo haber existido en las condiciones en que se desarrolló la etapa colonial de Nicaragua-, la característica más relevante del período de la post-independencia lo constituye la ausencia de una capacidad política para identificar los intereses y aspiraciones que compartían los diversos sectores sociales de las principales ciudades del país. Estas coincidencias de intereses y aspiraciones no eran evidentes y tenían que establecerse mediante la aplicación de un pensamiento político capaz de trascender la realidad concreta e inmediata dentro de la que operaba Nicaragua al momento de la independencia centroamericana.
Mientras Nicaragua se debatía en el desorden, el gobierno liberal federal, bajo el mando de Manuel José Arce, empezó a gobernar en contubernio con los sectores más conservadores de la región, incluyendo a las autoridades de la Iglesia Católica que antes lo habían adversado. El presidente federal entró pronto en conflicto con los gobiernos liberales que gobernaban los Estados de la Federación.
En estas condiciones, el liberal hondureño, Francisco Morazán, asumió la defensa del Liberalismo centroamericano, ahora atacado por Arce y sus aliados conservadores. Con la ayuda de El Salvador y de Nicaragua, las fuerzas liberales triunfaron en 1829. Un año más tarde, Morazán sería electo presidente de Centroamérica.
Las ideas de Morazán eran las ideas de la Ilustración, simplificadas y trasplantadas a Centroamérica dentro de una perspectiva ahistórica, ecléctica y contradictoria. Morazán parece haber formado parte de la masonería, una “sociedad secreta” contra la que la Iglesia Católica venía luchando desde su fundación a comienzos del siglo XVIII. Muchos de los principales líderes políticos e intelectuales de la región llegaron a formar parte de esta poco estudiada sociedad secreta. La Iglesia Católica la combatió alrededor del mundo y la condenó en una serie de pronunciamientos papales entre 1738 y 1902 (Enciclopedia Católica, Masonería).
CONFLICTO Y ORDEN SOCIAL EN EL ESTADO FEDERADO NICARAGÜENSE
La superficialidad del Liberalismo nicaragüense representado por el gobierno de Argüello se iba a manifestar en la Constitución nicaragüense de 1826, que contenía un listado de los atributos ideales del Estado Nacional al que en términos esencialmente declamatorios aspiraban las élites liberales centroamericanas y nicaragüenses. Las pomposas declaraciones contenidas en ella con relación a la soberanía del país, los derechos ciudadanos y el imperio de la ley sobre los funcionarios y gobernantes (Cn., 1826, en Esgueva, 1994, 237-266) contrastaban con las profundas debilidades del Estado. Algunas de estas debilidades eran reconocidas por la misma constitución, que definía la organización del territorio nacional con base en la división político-administrativa existente en 1786(Téllez, 1999, 43).
En el artículo 2 señalaba: “El territorio del Estado comprende los partidos de Nicaragua, Granada, Masaya, Matagalpa, Segovia, León, Subtiava y el Realejo. Sus límites son: Por el Este, el Mar de las Antillas; por el Norte, el Estado de Honduras; por el Oeste, el Golfo de Conchagua; por el Sur, el Océano Pacífico; y por el Sudeste el Estado libre de Costa Rica” (Cn., 1826 en Esgueva, 1994, 238). Esta delimitación, señala Dora María Téllez, “reflejaba el nivel de conocimiento y dominio efectivo alcanzado por la colonización española” (Téllez, 1999, 43; también, Zelaya, 1971).
Con esta Constitución surgió en Nicaragua un “país legal,” democrático y constitucional -formalmente organizado como un Estado Nacional-, y un “país real,” social, política y económicamente desintegrado, organizado dentro de las estructuras del Estado Conquistador.
Dentro del nuevo orden legal, se organizaron elecciones para la jefatura del Estado en las que participaron Juan Argüello -que buscaba su reelección-y José Sacasa. Estos dos candidatos expresaban nuevamente los principales intereses sociales y económicos que marcaban y dividían a la sociedad nicaragüense. En términos generales, la posición política de Argüello coincidía con las aspiraciones sociales de los sectores que enarbolaban el Liberalismo para reformar la estructura de poder heredada de La Colonia, en tanto que Sacasa expresaba los intereses de las “clases propietarias” que controlaban esta estructura (Pérez, 1865 1975, 525).
Argüello resultó el ganador de las elecciones de 1826. Pero sus opositores en la asamblea legislativa rechazaron el resultado electoral y orquestaron la reinstalación de Manuel Antonio de la Cerda como jefe de Estado. Cerda rechazó este nombramiento por lo que la Asamblea designó como jefe de Estado provisional a Pedro Benito Pineda, quien operó en Granada hasta que fue derrotado militarmente por Argüello (Ibid., 526).
La compleja combinación de factores socio-económicos, étnicos y raciales que condicionaban el conflicto nicaragüense durante este período se refleja claramente en la descripción que ofrece Jerónimo Pérez de la acción militar que puso fin al gobierno rebelde de Pineda. Señala que las fuerzas leales a éste fueron atacadas por “el pueblo” durante su retirada. El historiador asegura, además, que Pineda logró refugiarse en casa de un partidario de Argüello quien le ofreció medios para salir de la ciudad, pero rehusó la ayuda “porque decía que su pelo y color le daban garantías, es decir, era de color oscuro y pelo enriscado, y creía que por no ser aristócrata y tener esta atingencia con el pueblo, no era odiado sino querido por las simpatías del origen” (Ibid., 527). Pero el cálculo etno-político de Pineda resultó equivocado: fue hecho prisionero y ejecutado por las fuerzas leales a Argüello.
Ante la derrota de Pineda, las municipalidades que lo habían apoyado hicieron un nuevo llamado para que Cerda se pusiera a la cabeza del gobierno paralelo establecido para luchar contra Argüello. Cerda aceptó este llamamiento. En esta nueva etapa del conflicto, señala Gámez, los pueblos de León y Granada apoyaban a Argüello mientras que los de Managua, Jinotepe, Rivas, Juigalpa, Metapa y otros defendían a Cerda (Gámez, 1889 1975, 389).
Dentro de este caótico panorama nacional reapareció la figura de Cleto Ordóñez quien, de regreso en el país, utilizó su popularidad y el poder que todavía conservaba para destituir a Argüello. Con esta acción, Ordóñez puso en relieve la inconsistencia ideológica de su conducta política.
En estas circunstancias, las autoridades federales de Guatemala decidieron intervenir nuevamente para imponer el orden en Nicaragua. La nueva intervención estuvo a cargo de Dionisio Herrera -tío de Francisco Morazán-, que había sido Jefe de Estado de Honduras durante el gobierno federal de Arce. Constantino Láscaris lo describe como un “hombre de valía intelectual, con dotes para el gobierno, y honrado”. Durante su mandato en Honduras, había combatido los privilegios de la Iglesia e impulsado la secularización del Estado y la sociedad de ese país. Por su actitud y por sus acciones, fue excomulgado y declarado “enemigo de la Iglesia” (Láscaris, 1982, 442-4).
En el discurso de la toma de posesión de la jefatura del Estado de Nicaragua, descrito por el propio mandatario como un “acto solemne y religioso”, Herrera ofreció una valiosa reflexión sobre el efecto cultural de la anarquía y, más concretamente, sobre la manera en que las guerra iban generando hábitos y valores que dificultaban la institucionalización de la paz social en Nicaragua: “Las civil son siempre largas y renacen por cualquier pretexto. Queda después de ellas el sentimiento de las pérdidas, y de los males que han causado; queda la exaltación de las pasiones que no pueden calmar sino con el tiempo, la prudencia y energía del Gobierno: quedan los intereses privados mal entendidos, opuestos siempre al interés general : quedan los temores que debe infundir la ley al que la ha traspasado sin necesidad: y quedan en fin los hábitos contraidos en el tiempo del desorden; y los hombres que sólo pueden figurar en él, y que desean su continuación, como el médico que finca su subsistencia en las enfermedades que atacan a la especie humana, o el abogado que se mantiene de las disensiones de las familias; y una y otro aman la permanencia de lo que los alimenta y sostiene”.
En este mismo discurso, Herrera reveló su visión liberal progresista de la educación y de los derechos ciudadanos, cuando señaló: “Restablecida la paz, reclaman la atención de la Asamblea objetos de prosperidad pública. La educación general y la científica, son a juicio del Ejecutivo las fuentes más seguras del bien. Sin la primera, ni pueden amarse las buenas instituciones, ni establecerse de un modo inalterable las costumbres públicas, la igualdad, la libertad y los demás derechos, que siendo los mismos para todos, deben inculcarse a todos igualmente. La segunda, disipando errores, crea o perfecciona todos los métodos, todos los inventos: descubre y fija todos los principios en que están fundadas las verdades útiles al género humano” (Herrera, 1830, 152 y 153).
La administración de Herrera ha sido considerada como una de las más efectivas del período de la post-independencia nicaragüense. Los esfuerzos de este mandatario por restablecer el orden, desarrollar la capacidad de regulación social del Estado y facilitar la reconciliación nacional tuvieron que enfrentar la animosidad de la Iglesia Católica y de los sectores conservadores, que conspiraron constantemente contra su gobierno. La Iglesia “no cesaba de predicar, levantando el fervor religioso” y presentando a Morazán “como a un moderno Diocleciano, sindicándolo de hereje y de masón”. Esta propaganda clerical, prosigue Gámez, también fue dirigida contra Herrera (Gámez, 1889 1875, 426-7).
A Dionisio Herrera lo sucedió Benito Morales, quien en marzo de 1834 traspasó el poder a José Núñez, representante de los militares morazánicos de León (Arellano, 1997 a, 58). En la sesión de apertura de la Asamblea Legislativa, el nuevo jefe de Nicaragua presentó un panorama desalentador sobre la situación del Estado: “La revolución”, señaló en referencia a la guerra entre Cerda y Argüello, había llevado la administración pública a “un grado penoso y lleno de embarazos”.
En ese mismo discurso, hizo referencia a las tensiones que generaba el sistema federal en Nicaragua. La Constitución Federal, añadió, “es invocada como el fomes de las facciones, y un clamor de reformas que apenas se apaga cuando revive, indica que hay una voluntad decidida en la nación porque se reforme el pacto. Háyase o no tomado por pretexto, ya es una lección de experiencia, que la opinión se abre brecha y que oponerse a ella es riesgo. Si a la verdad existen estos deseos de los pueblos, es tiempo este que se oigan en calma y que se ponga un remedio tal que nos dé crédito en lo exterior y respetabilidad en lo interior. Una acción eficaz en el Gobierno, detallar expresamente las atribuciones de unas y otras autoridades supremas, la economía compatible con el tesoro y un arreglo bien pensado y seguro de hacienda, son, a juicio del Ejecutivo, algunos de los puntos esenciales que debieran de tomarse en consideración al mejorar nuestras instituciones”.
Concluyó su discurso con una frase que reflejaba el Providencialismo dominante en el pensamiento político de las élites: “Que sea Nicaragua una familia de hermanos: que sea el país de la abundancia, de la prosperidad: que sea el altar en donde se dé culto a la Libertad: que desaparezca hasta la idea de una administración abusiva, y que yo, cuando me halle reducido a la vida privada, pueda bendecir la mano de la Providencia y los trabajos de los representantes. Estos son mis votos: los dirijo fervientes al Dios de los hombres: el autor de las sociedades, para que se cierre en Nicaragua el período de desgracias y para que vuestras determinaciones sean precedidas de la justicia y del acierto” (Núñez, 1834, en Vega Bolaños, 1944, 65-66).
La visión providenciarista de la historia, predominante en la cultura del país, se expresó con dramatismo durante la erupción del volcán Cosigüina en enero de 1835, considerada por algunos vulcanólogos como “la más violenta erupción ocurrida en las Américas en tiempos históricos” (Incer Barquero, 1993 b, 606). El relato de este suceso, elaborado por el sacerdote Desiderio de la Quadra,
muestra a una sociedad que concibe el mundo como un espacio controlado por los designios del cielo. El sacerdote describe los retumbos y los temblores producidos por la erupción, así como el terror de los habitantes de León ante el fenómeno de la oscuridad causada por las cenizas que arrojaba el volcán: “En cada rostro estaba retratada la imagen de la muerte y cada uno se disponía para entrar en el sepulcro. Cerca de las once de la mañana del mismo veinte y tres de enero se sacó en procesión la imagen de Mercedes, cuyo título es el más aclamado en esta ciudad y el que inspira mayor confianza a sus habitantes. Diez mil personas por lo menos asistirían a la procesión, y aunque la obscuridad era muy grande, algo se vencía con la multitud de luces. Cuando la imagen de Mercedes salía por la puerta del costado de su templo, el inmenso gentío que llenaba el cementerio, plazuela y calles, apenas la divisó cuando se postró en tierra, y bañados todos en lágrimas, con palabras interrumpidas con los sollozos imploraban su intercesión para con la Majestad Divina tan irritada con nosotros. ¡Cosa admirable! Desde el momento en que se dejó ver con las calles esta Madre de la Misericordia ya no se sintió otro temblor” (de la Quadra, 1835, en Cuadra Downing, 1960 -61, 32).
Núñez traspasó el poder en 183 5 al también militar liberal morazanista José Zepeda, cuya administración es considerada por Gámez como “complemento” de la de Herrera. Zepeda “estableció… el juicio por jurados, restableció el tribunal de cuentas, hizo reformar el defectuoso plan de hacienda pública, declaró privilegiadas las demandas de agricultura, reglamentó los procedimientos criminales, dotó la legislación con un buen Código Penal y prescribió que los clérigos, para ser ordenados, debían previamente adquirir grados universitarios”. Además, fue responsable de la creación “del primer periódico oficial con el nombre de Telégrafo Nicaragüense, la organización de la Corte Suprema de Justicia, el restablecimiento de las universidades de León y Granada, la reglamentación de la enseñanza en todos sus ramos, la apertura de escuelas y la prohibición para portar armas …” (Gámez, 1889 1975, 462).
Zepeda, al igual que Herrera, Morales y Núñez, enfrentó los sentimientos antifederalistas que prevalecían en el país desde la independencia. Gámez señala cómo los diversos sectores sociales opositores a este régimen ofrecían sus propias interpretaciones de lo que ellos consideraban como los “vicios” de laFederación: “Los centralistas, inculpando el sistema de gobierno que establecía; los federalistas quejándose de la debilidad en que dejaba al Gobierno Federal; los radicales, clamando por el establecimiento de algunas medidas; los ultramontanos porque no se daba a la iglesia el primer lugar en la Nación; y todos en general, censurando que el Gobierno dispusiera en absoluto de la alcabala marítima de los Estados, única renta positiva en aquel entonces” (Ibid., 422-423).
Zepeda fue depuesto y asesinado durante la rebelión militar instigada por los coroneles Bernardo Méndez y Casto Fonseca en enero de 1837. Una hoja informativa, que circuló en esos días, dio a conocer algunos detalles del asesinato del mandatario: “Aunque nos lisonjeamos algún tiempo con la halagüeña idea de que en Nicaragua la paz y el orden público eran para siempre firmemente asegurados, causas poderosas… lo hicieron desaparecer por pocas horas, en la madrugada del 25 del actual. Una conmoción del pueblo y militares de esta capital, tomando las armas del cuartel, redujo a prisión, a las dos de la mañana del mismo día, al jefe del Estado, y a otras tres personas más que al amanecer terminaron la carrera de su vida” (Circular, 1837, 304-5).
La rebelión de Méndez y Fonseca puso en evidencia la fuerza del militarismo, que empezaba a imponerse como el principal instrumento para la organización y reorganización del orden social en Nicaragua. Así pues, el vacío de poder creado por la ausencia de una estructura de dominación legal con la capacidad de organizar el conflicto social nicaragüense empezó a ser gradualmente llenado por la tuerza coercitiva de las armas.
José Núñez, vice-jefe de Estado, asumió el poder y logró restablecer el orden. En su mensaje a los nicaragüenses, hizo referencia a la pobreza material del país y a la precariedad del Estado: “Conciudadanos: mi administración será acomodada a la cortedad de los medios que están en mi poder, pero economía, ahorros, buena fe, moderación y exactitud en el cumplimiento de la ley, son los principios que me propongo seguir a favor de un estado de quien soy hijo y a quien tanto amo” (Núñez, 1837, en Vega Bolaños, 1944, 72). Núñez entregó el poder a Francisco Jiménez Rubio para recuperarlo después de ganar las elecciones de 1838.
El peso de la Iglesia Católica durante este período se revelaba en el artículo 3 del protocolo que establecía el formato del acto de toma de posesión de lajefatura del Estado: “Se escitará por el Ministerio al Padre Arcediano para que el eclesiástico de más dignidad celebre una misa en acción de gracias, y al vicario para que por sí o por otro eclesiástico, también de dignidad, pronuncie un discurso análogo al acto”. El artículo 10 dejaba registrado el juramento que debía prestar el jefe de Estado electo: “Juráis por Dios Nuestro Señor i sus santos Evangelios, guardar i hacer guardar la constitución de la República i del Estado: ejecutar i hacer ejecutar las leyes vijentes i las que se emitan por los apoderados de los pueblos, i cumplir con la mayor pureza i fidelidad todos los encargos que por el destino de Jefe supremo os son conferidos?” (Decreto de Reglamentación, 1838, en Vega Bolaños, 1944, 77).
Núñez organizó una Asamblea Constituyente, que formalizó la separación de Nicaragua de la Federación, argumentando que “los vicios” de la Constitución Federativa de Centroamérica eran responsables de “la miseria y desolación del Estado y de la República entera” (Decreto de Separación, 1838, en Esgueva, 1994, 295). “La experiencia”, señalaban las autoridades federales centroamericanas en 1838, “ha acreditado que la diversa localidad y circunstancias de cada uno de los Estados de la Unión, exige que tenga mayor amplitud para su organización interior…” (Decreto Federal, 1838, en Esgueva, 1994, 297).
La opinión de las autoridades nicaragüenses con relación al sistema federal era representativa de la percepción que prevalecía en todo Centroamérica con relación al funcionamiento de este régimen. José Cecilio del Valle señalaba en 1831 las enormes deficiencias del federalismo centroamericano: “Los que tienen juicio rehúsan empleos dentro del gobierno federal porque no quieren ser hoy palmeteados, y mañana silbados. Las leyes son respetadas porque al momento de su acuerdo se prevee el de su nulidad. Los funcionarios no logran jamás tener el tino de la experiencia porque son relevados cuando ésta comienza a darles luces. Nada llega a sazón o madurez. Todo muere o se marchita cuando está todavía tierno, o comienza a existir” (del Valle, 1831, en Oquelí, 1996, 200-201).
La crítica más articulada y mejor difundida contra el sistema federal, aparecida en este período, fue la que contenía el “ Toro Amarillo”, un panfleto escrito en 1833 por el conservador guatemalteco Juan José de Aycinena desde su residencia en los EE.UU.. Se titulaba Reflexiones sobre Reforma Política en Centroamérica y se conoció como el Toro Amarillo por el color de su pasta y por la agresividad de su contenido.
La popularidad y aceptación del Toro Amarillo la confirma Víctor Miguel Díaz al señalar que este folleto “pasó de mano en mano y no pocos hombres ilustres lo conceptuaron como de los más notables que se escribieron en aquellos tiempos (citado en Eran Azmitia, 1980, viii). De acuerdo a Gámez, las reflexiones de Aycinena tuvieron “mayor eco” en Nicaragua que en cualquiera otro de los Estados de la Federación. El Toro Amarillo, señala el historiador, “estaba escrito con bastante corrección y lleno de citas de obras desconocidas y de pasajes históricos, que lo hacían más del gusto de la época” (Gámez, 1889 1975, 424 y 425).
El Toro Amarillo y su aceptación en Centroamérica ilustran la superficialidad del pensamiento conservador centroamericano de entonces. El análisis de Aycinena estaba basado en una comparación mecánica y legalista entre el proceso de formación de la Federación Centroamericana y el de los EE.UU.. El argumento central es el siguiente: El sistema federal estadounidense fue el resultado de un acuerdo alcanzado por estados libres. Así pues, el objeto del acta de federación de los EE.UU. “fue conservar la soberanía, independencia y libertad de los Estados”. En cambio, la Constitución Federal de Centroamérica “en lugar de respetar la soberanía, independencia y libertad de los estados, los despojó de hecho de estos derechos …” (Aycinena, 1832 1980, 15).
La equivocada aplicación de la secuencia formativa del modelo federativo, alegaba el mismo autor, estaba llevando a Centroamérica a la ruina y al caos: “Siete años han corrido desde que comenzó a regir nuestra constitución, y durante ellos lo que hemos visto es: que los pueblos no han gozado de tranquilidad; que una revolución ha sucedido a otra; que se han multiplicado los empleados, sin que nadie perciba la utilidad de sus servicios; que para pagarlos se han recargado enormemente los derechos sobre el comercio marítimo, impuesto nuevas contribuciones y exigido préstamos forzosos; que para testimonio de opresión se han perpetrado establecimientos tiránicos como son estancos, papel sellado, etcétera; que la administración de justicia tanto en lo criminal, como en lo civil, nada ha mejorado; que la educación pública ha sido enteramente desatendida; que los puertos aún están indefensos; que la agricultura, el comercio y la industria se acaban con la misma rapidez que crece la miseria; en fin, que la triste experiencia de lo pasado mantiene los ánimos poseídos de temor. Tamaños males no se curan con la continuación de la causa que los ha producido. Es necesario destruirla o renunciar a la esperanza de mejorar de suerte” (Ibid., 35-6).
La propuesta de Aycinena para resolver la crisis centroamericana era sencilla: Devolver la soberanía a los Estados centroamericanos para que luego éstos establecieran las bases que debían sostener al sistema federativo regional. En Centroamérica, señalaba, la Federación había despojado a los Estados de su soberanía y de su capacidad para constituirse en Estados federados. Y proponía: “Conocer nuestros errores, deshacer lo que equivocadamente se ha hecho, y comenzar a trabajar de nuevo sobre un plan conocido y experimentado como bueno. Los romanos supieron con prudencia y heroísmo vencer su orgullo, y fueron a Grecia en busca de buenas leyes. No pienso que sería deshonroso a los centroamericanos imitar su conducta para reparar las ruinas de su patria. Deseamos sistema federal, porque queremos disfrutar de los mismos bienes que gozan los EE.UU.. Nada más razonable que adoptar los mismos principios que ellos, y seguir sus pasos. El primero para una reforma útil y justa debe ser que los estados, por su propia autoridad, recobren lo que se les ha usurpado, y nadie puede devolverles, su soberanía, independencia y libertad’’ (Ibid., 38-39).
Aycinena concentró su atención en los aspectos legales y formales del proceso de constitución de los EE.UU. sin prestar atención a las profundas diferencias históricas y político-culturales que separaban a Centroamérica de ese país. Centroamérica había heredado el modelo de Estado Conquistador, que, como se ha señalado antes, se caracteriza por su baja capacidad de regulación social, su débil legitimidad legal, la fragmentación social y territorial de su base espacial, su dependencia externa y su autonomía con relación a la sociedad. Los EE.UU., en cambio, heredaron de su experiencia colonial una estructura de poder que contenía los gérmenes de un Estado Nacional: poderes públicos que gozaban de una relativamente alta capacidad de regulación social y de un importante grado de legitimidad; y una sociedad -la anglosajona- que funcionaba dentro de una estructura mínima pero real de derechos ciudadanos.
Peor aún, Aycinena no logró comprender que el éxito del federalismo estadounidense no dependió simplemente de la aplicación de una fórmula legal, sino de la capacidad de las élites de ese país para articular un consenso social fundamentado en la integración de los intereses y las aspiraciones de los principales sectores sociales que integraban las colonias británico-americanas. Esta capacidad se alimentaba de la tradición política moderna europea, de la que la sociedad estadounidense era un “fragmento” (ver Hartz, 1964). El peso de esta tradición se refleja con claridad en el pensamiento contractualista que informó la declaración de la independencia de los EE.UU., los artículos de la confederación, la Constitución estadounidense y los documentos federalistas de Alexander Hamilton, James Madison y John Jay. En estos últimos documentos, las élites estadounidenses demostraron tener, además de una sólida visión de lo que eran y de lo que querían llegar a ser como sociedad, una impresionante capacidad para articular los consensos de intereses y aspiraciones, así como los mecanismos operativos que se requerían para su institucionalización.
La visión y el pensamiento político moderno de los “padres de la confederación” estadounidense no eliminaron la religión como sistema de valores y como fuente de inspiración para la sociedad que se empezaba a articular, pero establecieron una demarcación clara entre el mundo de la fe religiosa y el mundo de la razón política. Esta demarcación fue resaltada por Alexis de Tocqueville en las memorias de su visita a los EE.UU. en 1831.
La consolidación de la razón, como fuerza constitutiva de la realidad social en el proceso de formación de los Estado Unidos, fue un proceso complejo y lleno de tensiones y contradicciones. Los colonos americanos, en su casi total mayoría, eran profundamente religiosos. Más aún, en prácticamente todas las denominaciones religiosas representadas en las colonias inglesas en América, el Providencialismo constituía uno de los principales principios doctrinales.
No obstante, desde el inicio de la experiencia colonial, la pluralidad de credos y doctrinas impulsó el desarrollo de un acomodo institucional que, ya desde la primera parte del siglo XIX, empezó a generar importantes niveles de tolerancia religiosa (Murrin, 1990, 25). De esta manera, el pluralismo religioso y la necesidad de establecer un marco institucional, que permitiera y facilitara esta pluralidad, contribuyó al desarrollo de una visión del orden social, el poder y la historia como procesos y condiciones sujetas a la acción reflexiva de la humanidad. El eje central de este acomodo institucional fue la separación entre Iglesia y Estado.
John Murrin resalta cómo los legisladores de la Constitución Federal de los EE.UU. evitaron hacer referencias a Dios y a la Divina Providencia. Esta omisión fue premeditada y respondía a la visión secular y humanista del poder, el orden social y la historia que guiaba la práctica política de los “padres de la confederación”. El humanismo secular de los legisladores estadounidenses, agrega, se expresó en “su disposición a elevar la razón humana sobre la revelación divina cuando ambas influencias están en conflicto”, y, en la “convicción que las soluciones humanas son adecuadas para resolver los problemas humanos” (Murrin, 1990, 32-33).
La visión de los creadores de la Constitución Federal estadounidense, tan admirada por Aycinena, era radicalmente diferente a la visión de las élites que participaron en el proceso independentista y la articulación del marco constitucional centroamericano a partir de 1821. La visión reduccionista y formalista de Aycinena ignoró esta diferencia y, por lo tanto, desestimó el papel que juegan los valores y el pensamiento en los procesos de creación de la realidad social.
Finalmente, el análisis de Aycinena tampoco tomaba en consideración que el desarrollo histórico de los EE.UU. y la consolidación de su identidad e integridad nacional tuvieron como premisa la exclusión de los pueblos indígenas de ese país. La independencia de los países de América Latina en general, y de Centroamérica en particular, enfrentaba un reto histórico singular: la integración de los pueblos indígenas de la región y de una masa mestiza, que apenas empezaba a definir su posición dentro de la estructura social heredada de La Colonia.
De tal manera que la aplicación del procedimiento formal, – disolución de la Federación, definición de la soberanía de los Estados latinoamericanos y rearticulación de la Federación-, sugerida por Aycinena, estaba basada en una visión profundamente superficial y legalista de la compleja realidad estadounidense y en una grave incomprensión de las profundas diferencias históricas y político-culturales existentes entre la América Central y los EE.UU.. En este sentido, el pensamiento contenido en El Toro Amarillo era tan deficiente como el de los artífices de la Constitución Federal liberal criticada por Aycinena.
A pesar de sus deficientes premisas y conclusiones, los señalamientos del Toro Amarillo a las debilidades del sistema federal centroamericano eran válidos. La Federación había demostrado carecer de la fuerza y la legitimidad necesarias para regular las relaciones sociales dentro del fragmentado territorio centroamericano.
LA CONSTITUCIÓN DE 1838
El desmoronamiento del régimen federal, que se inició con el decreto independentista de Nicaragua del 30 de abril de 1838, impulsó a las élites provinciales a disputarse el derecho a instrumentalizar el aparato administrativo heredado de España y a hegemonizar el orden social a nivel “nacional”. Las pugnas entre Comayagua y Tegucigalpa en Honduras; San Miguel, Santa Ana y Sonsonate en El Salvador; Cartago y San José en Costa Rica; y entre León y Granada en Nicaragua constituyen las principales expresiones del conflicto centroamericano de la post-independencia (de la Rocha, 1847, 25; Chamorro, 1951, 86; ver también Sáenz Carbonell, 1989).
La debilidad del aparato estatal y las limitaciones político- culturales de las élites centroamericanas iban a frustrar los intentos iniciales para crear estructuras estables de orden social dentro de cada uno de los Estados de la Federación. La pobreza político-cultural de las élites nicaragüenses era palpable. Señala Gámez, “En Nicaragua discutíanse solamente los méritos de tal o cual caudillejo, la manera de enfrentar o extender el dominio del sable, y si deberían tener el mando los hombres de León o los de Granada, que constituían el antagonismo-local de aquellos tiempos” (Gámez, 1889 1975 472). En estas condiciones, el Estado nicaragüense soberano no pudo ser la expresión de un proyecto político sustentado en un consenso de intereses y aspiraciones nacionales, sino simplemente la materialización -a una escala territorial menor- de la misma racionalidad política ahistórica, imitativa y legalista que antes había contribuido al fracaso de la organización federal.
Lejos de facilitar la construcción del orden y la estabilidad del país, la declaración de la soberanía absoluta del Estado nicaragüense intensificó las identidades locales y el conflicto entre León y Granada. El análisis que ofrece Gámez de esta situación, a pesar de exagerar el nivel de correlación existente entre la identidad local y la identidad política de leoneses y granadinos, ayuda a comprender el peso preponderante adquirido por el localismo durante esta época: “ León contaba con el obispo y con el Cabildo Eclesiástico; pero todo leonés, por el hecho de pertenecer a la localidad, se consideraba liberal desde su nacimiento. Granada, la poderosa rival de León, era por razón del antagonismo, el centro del partido contrario. En consecuencia, todo granadino, desde la cuna, era considerado como conservador hasta la muerte. Los pueblos del Estado observaban la misma rigurosa clasificación y pertenecían ciegamente a Granada o a León, estando prontos a derramar su sangre en defensa de una u otra ciudad” (Gámez, 1889 1975, 472).
En realidad, a partir de 183 8, el conflicto político nicaragüense iba a organizarse alrededor de dos ejes: las identidades espaciales de las dos ciudades principales del país, y las tensiones de clase que separaban a las “clases propietarias” y al pueblo dentro de estas mismas ciudades. Tal y como lo muestra Francés Kinloch, la Constitución de 1838 intentó organizar estas dos dimensiones del conflicto nicaragüense mediante la creación de un sistema legislativo bi-cameral integrado por una Cámara de Representantes compuesta de “diputados nombrados por las juntas electorales de distrito a razón de uno por cada veinte mil habitantes, o un residuo de diez mil…y por una Cámara del Senado compuesta de “senadores electos por las juntas de departamento” (Cn., 1838, en Esgueva, 1994, 311-12; Kinloch, 1999).
La creación de una cámara senatorial tenía como objetivo incorporar a las clases propietarias de las diferentes regiones del país, al proceso de construcción del Estado nicaragüense (Kinloch, 1999, 69). Para lograr la cohesión y mantener la exclusividad de estas clases, el artículo 103 de la Constitución establecía que para ser senador se necesitaba poseer “un capital libre de mil pesos” (Cn., 1838, en Esgueva, 1994, 312-313).
El requisito de capital no existía para los miembros de la Cámara de Representantes, que estaba organizada para integrar dentro del proceso legislativo a los sectores medios de orientación liberal de las diversas regiones y localidades del país; es decir, a los intelectuales, profesionales y medianos propietarios “que defendían una interpretación más democrática del concepto de igualdad ciudadana” (Kinloch, 1999, 70).
Contradictoriamente, la organización de un sistema legislativo bi-cameral contribuyó a reproducir el localismo que impedía la integración de la sociedad nicaragüense. El inciso 1 del artículo 112 de la Constitución de 1838 otorgaba a la Cámara del Senado la facultad de “confirmar o devolver los nombramientos” hechos por el poder ejecutivo para las posiciones de comandante de armas del Estado, prefectos departamentales, Intendente, tesorero y contador general (Cn. 1838, en Esgueva, 1994, 317). Esto significaba que la Constitución otorgaba a las clases propietarias del país un amplio poder para controlar la vida social dentro de sus propios espacios territoriales.
Las autoridades nicaragüenses impulsaban la construcción de un orden nacional y al mismo tiempo participaban en la definición del orden centroamericano. En enero de 1839, el ejército nicaragüense, al mando de Bernardo Méndez, se unió con el hondureno para poner fin al gobierno de Morazán quien, desde El Salvador, mantenía la intención de restablecer la unión centroamericana (Becerra, 1992, 55). Morazán derrotó a los Ejércitos Aliados en la batalla del Espíritu Santo el 6 de abril de 1839, lo que obligó a Méndez a abandonar la comandancia del ejército nicaragüense que fue asumida por Casto Fonseca.
En julio del mismo año, el Ejército de Nicaragua se alió con el ejército de Guatemala para luchar nuevamente contra Morazán. En marzo de 1840, Tomás Balladares -uno de los cuatro senadores que ejercieron el poder supremo entre 183 8 y 1841 -, exhortó a los nicaragüenses a unirse a la lucha contra el caudillo liberal centroamericanista: “No es el interés de algún individuo o familia el que se sostiene: son los derechos de los pueblos: es la causa justa de Centro América devorada durante diez años por una administración inmoral. Cooperad pues, a vuestra conservación, honrados propietarios, valientes militares, hombres de luces, nicaragüenses todos: el convencimiento os determina: la patria os llama: la ley os obliga; y el gobierno os manda que terminéis la gloriosa empresa de que depende la verdadera paz y prosperidad general” (Balladares, 1840, en Vega Bolaños, 1944, 82).
El proyecto liberal federal llegó a su fin cuando las fuerzas del caudillo conservador Rafael Carrera, en asociación con el clero y la oligarquía guatemalteca, derrotaron a Morazán el 19 de marzo de 1840. Thomas Lames describe las escenas del triunfo de Carrera: “Borrachos, medio desnudos, exaltados, aclamaron la restauración de la religión católica y la muerte a los extranjeros” (Lames, 1982, 96). En ese mismo mes de marzo, Morazán se expatrió voluntariamente (Gámez, 1889 1975, 478-9).
Pablo Buitrago fue electo como director supremo del Estado nicaragüense en 1841 . Aldo Díaz lo caracteriza como “un hombre de pensamiento político ecléctico: con grandes afinidades con la cúpula del Partido Conservador pero con muchas medidas oficiales de corte liberal” (Díaz Lacayo, 1996, 35). Durante su gobierno, Nicaragua sufrió las agresiones de Inglaterra que intentaba apoderarse de San Juan del Norte para consolidar su dominio en la Costa Caribe del país.
En su exilio en Lima, Morazán recibió una copia de la proclama de Buitrago, publicada el 22 de agosto de 1841, solicitando apoyo a los centroamericanos para luchar contra los ingleses (Gámez, 1889 1975, 482). Morazán aprovechó estas circunstancias y regresó a Centroamérica para impulsar de nuevo el proyecto federal centroamericano.
Los gobiernos de Honduras, El Salvador y Nicaragua, preocupados por las agresiones inglesas, el retomo de Morazán y por la fragilidad de los Estados de la región, impulsaron su propio proyecto federal. En Chinandega, las delegaciones de estos tres países acordaron la formación de un Gobierno Nacional Provisorio compuesto de tres delegados, uno por cada país. Uno de ellos funcionó como delegado supremo (Gámez, 1889 1975, 481-2). En ese mismo año de 1842, el proyecto federal morazanista llegó a su fin con el fusilamiento del caudillo liberal en Costa Rica.
Antonio José Cañas fue electo como el primer delegado supremo del Gobierno Nacional Provisorio. El conservador granadino Eruto Chamorro lo sucedió. En Nicaragua, mientras tanto, Manuel Pérez asumió el poder en 1843. Era originario del pueblo de San Jorge, que en ese entonces funcionaba como una dependencia política de León (Ibid., 508). Durante la administración de Pérez, Casto Fonseca se hizo nombrar “Gran Mariscal de Nicaragua”. Gámez dice de Fonseca: “Su odio para Granada era exagerado; pero los granadinos a su vez le pagaban con usura. Estos acusados de aristócratas, enemigos del pueblo y cuanto más pudiera hacerlos odiosos a las masas, formaban una especie de gremio excomulgado por todos los amigos del Gobierno, que no perdía ocasión de asestarles sus tiros” (Ibid.).
Durante el mandato de Fruto Chamorro como director supremo del Gobierno Nacional Provisorio, Juan Manuel Arce, apoyado por el dictador conservador guatemalteco Rafael Carrera, invadió El Salvador para derrocar al gobierno liberal de Francisco Malespín. Los acontecimientos derivados de esta invasión muestran la enorme fluidez y plasticidad de las frágiles identidades políticas de la época.
El conservador Fruto Chamorro, junto con tropas nicaragüenses y voluntarios morazanistas apoyaron al gobierno de Malespín. Honduras se opuso al paso de las tropas nicaragüenses por su territorio. Malespín entró en negociaciones con el ultra-conservador gobierno de Guatemala y tal acción lo convirtió en un enemigo de los morazanistas, odiados por Carrera. El inestable y confuso panorama político centroamericano lo describe Karmes: “Intrigas de ópera cómica desplegadas en rápida sucesión, así como guerra entre El Salvador y Guatemala, Nicaragua y Honduras, Nicaragua y Guatemala, y El Salvador y Honduras, sobrevinieron en muy corto tiempo” (Karmes, 1982, 142). Dentro de este caótico ambiente regional, el experimento federal impulsado por Honduras, El Salvador y Nicaragua colapsó en 1845 (Gámez, 1889 1975, 497-505).
En ese mismo año, los conservadores de Granada asumieron el control del Estado aprovechando la invasión de los Ejércitos Aliados de El Salvador y Honduras a Nicaragua. Las fuerzas invasoras -liderados por Francisco Malespín- penetraron el territorio nicaragüense en persecución de un grupo de liberales morazanistas salvadoreños, quienes habían encontrado refugio en la ciudad de León, después de permanecer un tiempo en Granada. Los refugiados morazanistas habían abandonado El Salvador cuando Malespín se convirtió en enemigo de la causa liberal. (Ibid., 504). Malespín obtuvo la cooperación de Granada y logró derrotar a las fuerzas de León que se rindieron el día 24 de enero de 1845 .
En el convenio de cooperación entre Malespín y José del Montenegro, “comisionado por parte de los departamentos Oriental y Meridional”, se reconoció al granadino Silvestre Selva como director supremo de Nicaragua. El convenio señalaba: “Los departamentos de Oriente y Mediodía convienen en que el Sr. Jeneral Presidente
Malespín, como protector de los nicaragüenses, sea el Jeneral en Jefe de los ejércitos Unidos, incluso el que se levante por los departamentos, hasta la cesación de la guerra” (Malespín y Montenegro, 1844, en Vega Bolaños, 1944, 84).
Gámez relata el desenlace de esta nueva guerra: “Después de cincuenta y nueve días de heroica resistencia, la plaza de León fue rendida a viva fuerza el 24 de enero de 1845, los habitantes pasados a cuchillo en su mayor parte y las casas entregadas al saqueo y al incendio”15. Casto Fonseca y el ministro general, Crescencio Navas, fueron fusilados por las tropas salvadoreñas (Gámez, 1889 1975, 515-516).
Silvestre Selva fue reemplazado en el poder por el senador Blas Antonio Sáenz. En su mensa e a la asamblea legislativa, Selva señalaba con dramatismo: “Ya no existen sino los recuerdos lamentables de los males que ocasionó la mano de la tiranía, y la miseria, la ruina, la muerte que dejó por trofeos su iniquidad, heridas profundas que curar, lágrimas que enjugar, y otras mil y mil necesidades a que ocurrir, son hoy día la atención del Gobierno” (Sáenz, 1845, en Vega Bolaños, 1944, 89).
En esa misma ocasión, José León Sandoval, presidente de la Asamblea Legislativa, también hizo referencia al dramático momento que atravesaba el país, para luego atribuir a Dios la terminación de la guerra: “Os hablo desde el augusto santuario de las leyes, para manifestaros: que después de días tristes de luto, de devastación y de muerte para Nicaragua, hoy nos vemos colocados en el puerto de salvación que la divina Providencia tenía deparado a los futuros y venturosos destinos del Estado” (Sandoval, 1845 a, en Vega Bolaños, 1944, 90).
El 3 de abril de 1845, la comisión encargada de determinar los resultados de las elecciones que se celebraron ese año, declaró ganador a José León Sandoval, quien asumió el cargo de director supremo del Estado. De acuerdo a Díaz, Sandoval había iniciado su carrera política como liberal morazanista. Pero cuando se trasladó a vivir a Granada “además de asimilarse a los conservadores, se hizo intelectual autodidacta de pensamiento ecléctico… (Díaz Lacayo, 1996, 38).
Sandoval impulsó la modernización del aparato estatal que se encontraba en una situación de “desgreño absoluto” (de la Rocha, 1847, 38). Durante su gobierno, las funciones de la administración pública se especializaron mediante la eliminación del cargo de ministro general y la creación de un gabinete compuesto por ministros de guerra, tesoro y relaciones internas e internacionales (Bums, 1991, 44). Sandoval también impulsó la profesionalización de las fuerzas armadas, sacó a Nicaragua de los conflictos regionales centroamericanos, modernizó el sistema de haciendas, introdujo una reforma fiscal orientada a incrementar los recursos del Estado y organizó el levantamiento del censo de 1845 . Rafael Casanova señala que, “además de establecer un centro político del Estado, pretendía que la administración política se hiciera sentir en el territorio” (Casanova Fuertes, 1995 a, 277-291).
Para atenuar la rivalidad entre León y Granada, Sandoval trasladó la capital a Managua, apoyó la profesionalización de las fuerzas armadas y, bajo el liderazgo del general José Trinidad Muñoz, sucesor de Casto Fonseca, se organizó la academia militar (Kinloch, 1999, 104).
Durante su gobierno, las fuerzas armadas lograron neutralizar el bandolerismo social que, liderado por Bernabé Somoza, Natividad Gallardo y José María Valle (El Chelón), constituía una de las más claras manifestaciones del conflicto de clases de esta época (Kinloch, 1999, 101-141, 1999; Gámez, 1889 1975, 523-4; Casanova, 1995 a, 239). Para Jorge Eduardo Arellano, estos movimientos “tenían un sentido social, de lucha de clases, pues su motivación fundamental se centraba en la reivindicación de tierras” (Arellano, 1997 a, 82). Orlando Cuadra Downing también destaca la dimensión social del “bandolerismo”, al caracterizarlo como “un movimiento agrario revolucionario” (Cuadra Downing, 1970, 78; también Casanova, 1992 – 1993).
La interpretación que hacía el gobierno de Nicaragua del “bandolerismo” era diferente. Con ocasión del anuncio del enjuiciamiento militar de José María Valle y de las actividades militares de Bernabé Somoza, Sandoval se refirió a los rebeldes como “hombres que se alimentan con la sangre y los capitales de los dignos hijos de Nicaragua…” (Sandoval, 1846, en Vega Bolaños, 1944, 103). En esa misma ocasión, al anunciar la derrota de Natividad Gallardo, señaló: “Este es el postrer golpe de la justicia contra la inmoralidad y el crimen. Si los bandidos dejan a la patria llena de luto y cicatrices, que servirán de lección a nuestros descendientes, el desastroso fin de aquellos, y el castigo que les dieran nuestros valientes, escarmentarán a los malvados que no han querido escuchar la voz de la razón, y las inspiraciones de sus propios intereses” (Ibid., 101-2).
En la búsqueda del orden, el mandatario impulsó una reforma constitucional propuesta por los sectores conservadores granadinos. Esta propuesta establecía una serie de requisitos económicos para alcanzar los derechos asociados con la ciudadanía.
Pedro Francisco de la Rocha, a quien Jorge Eduardo Arellano describe como “un liberal republicano, formado en los autores de la ilustración y tendiendo al positivismo”, elaboró la principal argumentación teórica a favor de la reforma constitucional promovida por Sandoval (Arellano, año 2000 b, 67). A pesar de su visión elitista y prejuiciada, de la Rocha logró articular las bases de lo que pudo haber sido el inicio de un proyecto político de alcance nacional. Su visión, sin embargo, no logró traducirse en una estrategia de desarrollo institucional fundamentada en un consenso de intereses y aspiraciones.
“Nuestra revolución”, señalaba de la Rocha en referencia al régimen de Sandoval, “entraña elementos homogéneos de progreso y mejora social; domina en ella un elemento primordial, un principio vital de regeneración, un doble elemento constitutivo de conservación y orden público: las clases acomodadas y la parte ilustrada y sensata de la sociedad encabezan y presiden hoy día el movimiento social y político de nuestro país”.
Para reforzar su argumento, citaba a un “escritor de nuestros días”, quien argumentaba que las “clases acomodadas” estaban “íntimamente unidas con la suerte de laNación”. Y agregaba: “Su índole fija y tranquila la de las “clases acomodadas” infunde confianza a los Gobiernos; porque nadie más subordinado al régimen establecido, ni más resignado a tolerar muchos males antes de provocar una revolución, que el que se ve encadenado a sus intereses, máxime si su riqueza es territorial, pues por la inamovilidad de ésta no puede abandonar fácilmente su Patria. El carácter de estas clases es esencialmente moderado y pacífico; cualidades que, unidas al interés que tienen los propietarios en la buena administración del Estado, las constituye un excelente elemento político para combinar el orden y la libertad “Respecto al populacho”, continúa la cita que utiliza de la Rocha para ilustrar su pensamiento, “sucede precisamente lo contrario: sus pasiones son más vivas, y su previsión corta; obra por instinto antes que por reflexión; y se arroja a una empresa sin calcular los riesgos, y aun menos las resultas” (de la Rocha, 1847, 32-33).
Influenciado por el pensamiento positivista de la época, de la Rocha logró articular una crítica contundente contra el idealismo de los liberales y proponer la articulación de un orden social sustentado en un consenso de intereses entre las clases dominantes: “Hasta tanto que en la República se logre la combinación de sus respectivos intereses, y se pongan en equilibrio los varios elementos que entran en la composición de un Estado, es imposible que recobre su aplomo”. Y, para apoyar su argumento, ofrecía la cita siguiente: “Los intereses reales de la sociedad son el centro común a que deben encaminarse todas las combinaciones políticas; y si llegan afortunadamente a concurrir en este punto, se ha conseguido el fin de los legisladores; sus leyes afianzarán la certeza de su duración, no en el apoyo moral de los juramentos, ni en los esfuerzos de la virtud, ni en el arrebato del entusiasmo; sino en el principio natural, sencillo, permanente, de la utilidad propia”.
“Estamos”, continuaba de la Rocha, “en el Siglo de lo positivo: preciso es, pues, buscar el nivel y concierto de nuestros diferentes elementos sociales, convirtiéndolos en una unidad armónica; necesario no es sacrificar el bien nacional al amor propio y a pasiones siempre chicas en presencia de tamaños intereses. Contemplemos los errores del pasado para huirlos; aprendamos en la dura escuela de la experiencia, lo que hay que hacer para no correr nuevos riesgos de infortunios, harto crueles para repetirlos; reflexionemos que las Constituciones y las leyes de los pueblos deben tener por base, si han de sobrevivir y sobrenadar a las pasiones, los hábitos, los usos, las costumbres y la tendencia natural de los respectivos pueblos que han de regir” (de la Rocha, 1847, 26).
De la Rocha expresaba un pensamiento más sofisticado que el de la gran mayoría de los políticos e intelectuales de su época. Sus planteamientos son conservadores, ya que su visión del orden se orientaba fundamentalmente hacia la preservación y defensa de los intereses de las clases dominantes, a quienes el autor atribuye cualidades que, en realidad, este sector social nunca demostró poseer. Pero su pensamiento contenía la fórmula que generó las condiciones para la consolidación del orden en países como Argentina, Costa Rica y Chile: la articulación de una “unidad armónica”, basada en un balance de intereses de los “diferentes elementos sociales” que componen la sociedad y no en “los juramentos”, los principios normativos y los valores abstractos y declamatorios que habían enarbolado las élites liberales después de la independencia.
Por su visión contractualista de la política, su pensamiento, a pesar de su esencia elitista, reconocía la necesidad de integrar a las clases populares dentro de una estructura nacional de intereses y aspiraciones. Para él, la construcción de una verdadera sociedad nacional hacía imprescindible que el Estado pusiese atención a la educación y al progreso material de las “clases ínfimas”. Desde su perspectiva elitista y utilitaria, esta tarea debía hacerse, no por un abstracto sentimiento humanitario de solidaridad y amor al prójimo, sino porque así lo demandaba la preservación del orden y el bienestar del país. Su Conservatismo propugnaba por el mejoramiento de las condiciones de las clases marginadas como una medida práctica e indispensable para el desarrollo del Estado, la nación nicaragüense y los mismos intereses de las clases dominantes que él representaba.
También hay que señalar los límites de la visión social del Conservatismo ilustrado representado por don Pedro Francisco de la Rocha. El apoyo de este sector al desarrollo social de las masas estaba enmarcado dentro de una visión estratificada del orden y los derechos ciudadanos. Los conservadores ilustrados propugnaban por una educación “universal, pero no uniforme, pública pero no común”: “Que se dé a cada uno según sus circunstancias y el objeto a que esté destinado. Que el colono reciba la instrucción necesaria para ser Ciudadano y colono, y no para ser Magistrado o caudillo: que se dé al artesano en su infancia una educación a propósito para alejarle del vicio, para inclinarle a la virtud, al amor a la Patria, al respeto de las leyes, y para facilitarle los progresos en su arte; mas no la que se requiere para dirigir la Patria y llevar el timón del Gobierno” (Mentor Nicaragüense, 1841 a, 3). La educación, desde esta perspectiva, debía considerar y respetar, lo que los conservadores aceptaban como el orden natural de la sociedad: “Al alcance del rudo y del que piensa, del labrador y del sabio está el conocer, que no todos los hombres han nacido para dedicarse a un mismo oficio, arte, o profesión ya industrial ya científica: y que el Pueblo, por esta razón y no por su estado político, ni por la condición de su nacimiento, se divide en dos clases: una de los que han de servir a la sociedad con sus brazos y otra con sus talentos” (Mentor Nicaragüense, 1841 b, 1).
El proyecto de reforma constitucional impulsada por Sandoval no logró establecer las bases de la “unidad armónica” de intereses que de la Rocha identificaba como el fundamento de un orden social duradero. Más que articular las bases de un consenso social, la reforma constitucional sirvió, simplemente, como una fórmula legal para formalizar el poder de las “clases propietarias” -especialmente las de Granada-, sobre el resto del país. En este sentido, el proyecto de reforma, como señalaría más tarde Sebastián Salinas, en 1849, se limitaba a sustituir la constitución liberal “con otra de restricciones y dictaduras” (Salinas, 1849, en Cuadra Downing, 1960 -61, 59).
El proyecto constitucional intentó establecer un nuevo balance entre el poder central y los poderes regionales del país mediante dos medidas contradictorias: la creación “de cuatro comandancias departamentales, entre las que debían distribuirse las armas del Estado en forma equitativa” (Kinloch, 1999, 108); y la designación del presidente como “el Jefe de la administración del Estado” y “el Comandante en Jefe de sus fuerzas” (Proyecto Cn., 1848, en Esgueva, 1994, 363).
La formación de cuatro comandancias departamentales era un reconocimiento a la fragmentación espacial del poder nacional. La designación del presidente como comandante en jefe de las fuerzas armadas suponía un intento por subordinar el poder militar a las autoridades civiles.
Como era de esperarse, la reforma constitucional de Sandoval encontró fuerte resistencia en los militares quienes, bajo el mando de José Trinidad Muñoz, deseaban mantener su autonomía con relación al poder civil. De igual manera, los liberales y el sector más progresivo de los conservadores, que se oponían a las restricciones propuestas a la ciudadanía, protestaron el proyecto de reforma (Kinloch, 1999, 109).
Durante su mandato, Sandoval logró articular una lúcida visión de la condición política y material de Nicaragua y, en especial, del atraso cultural del país. En 1845, con ocasión del aniversario de la separación de Nicaragua de la Federación Centroamericana, señaló: “Hasta hoy van transcurridos siete años desde nuestra emancipación política de la extinguida Federación Centroamericana: día grande: día memorable en que se proclamó la independencia de Nicaragua, reconquistando su soberanía y haciéndola aparecer en todo su brillo y esplendor. Un acontecimiento de esta naturaleza, no pudo menos que ser recibido con entusiasmo por un pueblo que veía cifrada en él su ventura social, haciéndose dueño absoluto de sus derechos sagrados y de un poder inmenso para labrar su felicidad y engrandecimiento. Sin embargo, no basta adquirir, es preciso conservar. Nosotros no hemos llenado esta última condición. Córrase la vista por nuestra historia y encontraremos, no un Gobierno general que nos ponga a salvo de tantos peligros que nos amagan por todas partes, sino desgracias, guerra, muertes, devastaciones, discordias, y una tremenda incertidumbre sentada sobre las tristes ruinas de la federación pasada” (Sandoval, 1845 b, en Vega Bolaños, 1944, 96).
En iguales términos se expresó con motivo de la celebración del 15 de septiembre de ese mismo año: “Uno de los errores más funestos a la especie humana es el de confundir los derechos con los vicios. Si así fuera, vendrían por tierra las instituciones más justas y benéficas, sólo porque la malicia de los hombres abusase de ellas”. Y agregaba: “Nosotros lejos de estos perniciosos absurdos atribuimos las desgracias que han sucedido a la independencia, a la jeneral ignorancia en que dejaron a los Pueblos los conquistadores, a las divisiones de castas que formaron y preocupaciones que engendraron en los ánimos de los conquistados, y a la reacción irregular de un pueblo que se levanta del polvo de la esclavitud sin la ilustración y las costumbres necesarias para su progreso” (Sandoval, 1845 c, en Vega Bolaños, 1944, 101).
A pesar de su lucidez, Sandoval también representaba la contradicción no resuelta entre la razón política y la fe religiosa, que formaba parte del marco cultural nicaragüense durante este período. Esto se revela en el discurso que pronunció el 30 de abril de 1847, en otra celebración del aniversario de la separación de Nicaragua de la Federación Centroamericana. En él señaló la necesidad de combinar los valores religiosos del pueblo nicaragüense con el espíritu de la Ilustración. Su propuesta, sin embargo, era estrictamente retórica, ya que no admitía que la coexistencia de una visión moderna e ilustrada de la política con la fe religiosa, sólo podía lograrse mediante una clara demarcación de los ámbitos de la fe y de la razón, lo que inevitablemente conllevaría a la separación de la Iglesia y el Estado. Señalaba:
Seis años ha que sin interrupción se celebra el aniversario de este día memorable 30 de abril de 1838, decretado por el Legislador de 1841 … Pero señores, si mi pecho se llena de un noble orgullo al considerar que pertenezco a un pueblo libre y soberano, siento el más vivo dolor al tender la vista a los aciagos acontecimientos, ocurridos después de nuestra emancipación de la tiranía Federal. Sí, forzoso es decirlo, no hemos sabido aprovechar el paso majestuoso dado el 30 de Abril. Aun no hemos podido constituir un Poder nacional que nos dé paz y estabilidad en el interior, fuerza y respetabilidad en el exterior, por las obstinadas maquinaciones de los interesados en la restauración del vicioso réjimen federo-central; y para corroborar más mi aserción: allí se ven estampados los furores de la anarquía: allí los tristes resultados de la guerra civil y fratricida que nos despedaza aun. Por todas partes se oyen los alaridos de miseria que nos rodea y por do quiera se escuchan el llanto de la viuda, los jemidos del anciano padre, los lamentos de la madre, y los quejidos del huérfano, a quienes la revolución privara de los respectivos objetos de sus afectos; y aun de su consuelo y amparo; y en fin, donde quiera se encuentran, la venganza, la división y el espíritu de partido ejerciendo su maléfica influencia. Tan trájicas escenas no fueron, no el blanco del acto augusto que hoy recordamos.
Necesario es pues buscar el orijen de tantos males. Proclamamos la libertad; pero no hemos podido gozar los inmensos bienes que ella proporciona cuando está cimentada en bases sólidas y permanentes, esto es: en la relijión y la ilustración del pueblo.
Demás es entretenemos en demostrar que estas son las fuentes de prosperidad y grandeza de los imperios, de las naciones, de las repúblicas y de los Estados. La historia a cada paso nos aclara esta verdad, y la experiencia nos la confirma. La civilización hace apreciar a los pueblos sus verdaderos intereses, y esto los obliga a adquirirse su bien estar y a huir siempre de las monstruosidades del despotismo, de los horrores de la anarquía, y de los males formidables de la guerra. La relijión del crucificado que felizmente profesa el pueblo nicaragüense, dulcifica las costumbres, sirve de freno a los funcionarios, sanciona la igualdad, garantiza el patriotismo, establece la unión entre los asociados, y por medio de ella nos hace grandes y fuertes; y en una palabra, la relijión cristiana, como dice un célebre publicista “que parece sólo hacer la felicidad de la otra vida, hace también la de ésta.
Ilustrémonos pues, para conocer nuestros derechos, nuestros deberes, y nuestros intereses: seamos relijiosos para ser libres, poseer las virtudes de un verdadero ciudadano, hacer bien a nuestros semejantes, y vivir unidos (Sandoval 1847, en Vega Bolaños, 1944, 105-106).
Sandoval terminó su mandato de supremo director del Estado el 12 de mayo de 1847, siendo sustituido por José Guerrero, un político de reconocida trayectoria anti-militarista y de orientación bipartidista (Díaz, 1996, 39). Guerrero, “aunque enrolado en el partido de los granadinos, pertenecía en el fondo a los leoneses” (Gámez, 1889 1975, 34).
En el discurso de la inauguración de su mandato, ofreció una vivida caracterización de los riesgos y desafíos que enfrentaba el país en la búsqueda del orden: “Nicaragüenses: vuestros espontáneos sufrajios y la espresión unisona de la Asamblea Legislativa, me han inmerecidamente elevado al solio del Estado con el fin santo de dirijiros por el sendero de la libertad legal al objeto común de vuestra prosperidad; pero este sendero es una sola línea: ¡por una parte se deja ver la montaña desmesurada del despotismo, y por la otra el abismo inmenso de la anarquía! Por consiguiente, necesitamos de mucho tino para marchar rectamente sobre él, salvando siempre, ya el estrellarnos contra la enorme roca de la arbitrariedad; ya el precipitamos en el barastro del desorden” (Guerrero, 1847 a, en Vega Bolaños, 1944, 131).
La candidatura de Guerrero fue vista por Granada como una esperanza para neutralizar el poder de las fuerzas armadas que comandaba el leonés Trinidad Muñoz. Ante la sorpresa de los granadinos, Guerrero mantuvo a Muñoz en su posición. Esta decisión ha sido considerada por algunos historiadores como deshonesta (Chamorro Zelaya, 1966, 130). Para este tiempo, sin embargo, ni Guerrero ni ningún otro político tenía la fuerza o la autoridad necesaria para oponerse al poder militar que, ante la pobre legitimidad de los poderes civiles, se había consolidado como el principal mecanismo para la articulación del orden.
En el discurso pronunciado con motivo de la instalación de la Asamblea Constituyente, Guerrero destacó el papel de La Providencia en el desarrollo de las naciones y expresó su visión de este desarrollo como un proceso regido por “leyes inmutables”. Además acentuó la inclinación de los ilustrados nicaragüenses a expresar su admiración por “las luces” de la razón, al mismo tiempo que aceptaban y reproducían su visión providencialista de la historia:
Presente por el mandato inescusable de la ley el acto glorioso de vuestra augusta instalación en este Santuario de Sabiduría, cuando acaban de resonar vuestros votos sagrados de lealtad al Pueblo ante el Dios de las Naciones, me siento tan anonadado, que apenas puedo pronunciarlos pensamientos, que la meditación me ha inspirado para someterlos a vuestra erudición en el momento solemne en que vais a emprender la grandiosa obra de la reorganización del país que la Providencia nos ha señalado.
Muy corta es la vida de un hombre para que cada uno pudiera reunir en si mismo todo el caudal de conocimientos prácticos, que son indispensables para perfeccionar su juicio y dirijir con acierto sus operaciones en la sociedad; mas para suplir esta impotencia del individuo transitorio, la especie permanente es fiel depositaría de los sucesos que marcan la senda segura al espíritu humano, para su marcha progresiva a la posible prosperidad, todo lo que nadie pueda haber visto con sus ojos se lee en la historia, que es la experiencia del mundo y la razón de los siglos.
Mientras no consultamos a ese oráculo infalible, nos admiramos de lo más común, nos desalentamos, nos arredramos, y nos perdemos.
¿Qué han sido en su infancia las potencias más grandes de la Tierra? Catervas de niños débiles e imbéciles extraviados a cada paso y precipitadas en abismos. ¿Qué fueron en su origen, Cartago en el Africa, Grecia y Roma en Europa?: Vos lo sabéis y sin remontamos a la antigüedad. ¿Qué acaba de suceder en Francia y España? Mejor será callarlo; Bástenos decir, que sus últimas constituciones, datan, la de la primera en el año de 1830 y la de la segunda en el de 1837.
¡Cuán ajenos están de conocerla perfectivilidad del jénero humano los jenios que desesperados fallan la imposibilidad de que se organize nuestro Estado, que sólo cuenta veinte y un años de existencia política!
Admirable sería, que en esta infantil edad tuviera el vigor de una nación que está en su juventud como Norte-América, y la cordura de otra que está en su virilidad como Inglaterra.
¿Dónde está la leí especial que dictara el Lejislador del universo, para exeptuar a Nicaragua de la general que sigue en su marcha gradual toda la naturaleza? Tampoco debemos suponer que ha proscrito a nuestra patria para que no pueda inscribirse un día en el catálogo de los pueblos grandes y felices.
Si ella es débil e imbécil por las leyes inmutables que rijen al jénero humano, también hai causas accidentales que concurren a su malestar.
Las degradantes habitudes de tres siglos de servidumbre, de ignorancia y de vicios consiguientes, deben oponer naturalmente un obstáculo incesante a la libertad, a la propagación de las luces, y de las virtudes necesarias para establecer el sistema democrático (Guerrero, 1847 b, en Vega Bolaños, 1944, 132-4).
La desconfianza que Guerrero despertó entre los granadinos, al mantener a Muñoz como jefe de las fuerzas armadas, se intensificó cuando el mandatario trasladó la capital de Managua a León, argumentando la necesidad de contar con mejores facilidades de comunicación con Nacaome. Esta ciudad hondureña funcionaba como la sede de la Dieta de los Estados de Centroamérica, establecida el 6 de julio de 1847 como un nuevo intento unionista para enfrentar las agresiones e intervenciones extranjeras. Guerrero no apoyó la propuesta de reforma constitucional impulsada por su antecesor José León Sandoval que, como se ha visto, trataba de subordinar el poder de los militares.
La propuesta constitucional fue derrotada durante una tumultuosa reunión celebrada el 14 de julio de 1848, cuando Muñoz movilizó a una turba de partidarios para amenazar a los miembros de la Asamblea Constituyente. La amenaza no se materializó, pero, como señala Jorge Eduardo Arellano, sirvió para dejar al país “bajo el predominio del sable” (Arellano, 1997 a, 66). En su presentación a la Asamblea, en 1849, Sebastián Salinas iba a referirse al fracaso de la propuesta como un “suceso providencial con que el Omnipotente ha querido hacernos comprender, que él solamente lo tiene todo en su poderosa mano, que sabe lo que es, y lo que respecto del hombre todavía no existe, que preside todos los tiempos, y previene todos los consejos” (Salinas, 1849, CuadraDowning, 1960 – 1961, 56).
En estas condiciones, las tensiones de clase se intensificaron y se manifestaron de manera más abierta y dramática en una lucha violenta entre “Timbucos” y “Calandracas”, dos calificativos que servían para identificar las principales clases sociales del país. El mote “timbucos” hacía referencia a quienes “tenían la panza llena, que gozaban de comodidades, que eran ‘oligarcas’ o ‘aristócratas’ como se les nombraba en la época de la independencia”. La palabra calandraca, por otra parte, era derivación “del vocablo ‘calandroja’ que significaba ‘persona ridicula y despreciable ’” (Chamorro Zelaya, 1966, 131). Las tensiones entre estos dos clases sociales llegaron a ser tan fuertes que, “en los arrabales de León y de Granada, el que se presentaba con levita o con camisa aplanchada siquiera, corría riesgo de ser apedreado o insultado” (Gámez, 1889 1975, 525).
Durante la administración de Guerrero se hizo evidente la debilidad del Estado para hacer valer sus derechos y para proteger la integridad de su territorio. En 1848 los ingleses desalojaron a las nicaragüenses de San Juan del Norte rebautizando el puerto con el nombre de Greytown. Tropas de Nicaragua, bajo el mando del general Trinidad Muñoz, retomaron el puerto. Los ingleses recapturaron la ciudad y obligaron al gobierno de Nicaragua a pedir disculpas por haber ofendido al gobierno de Inglaterra (Ibid., 537).
Los británicos habían restablecido su control sobre la costa Este nicaragüense, aprovechando el colapso del régimen colonial español y la invalidez del tratado de Versalles de 1783. La presencia británica en Nicaragua se institucionalizó en 1844, con la formación de un Protectorado Británico en la Costa de Mosquitos, que prácticamente redujo a la mitad el espacio territorial controlado por el Estado nicaragüense (González Pérez, 78-80). Poco tiempo después, en 1847, arribáronlos primeros misioneros moravos para iniciar un programa de evangelización que llegó a convertirse en uno de los principales pilares culturales de la identidad “costeña”; una identidad que, además, se construyó en contraposición con la identidad del Pacífico (Jenkins Molieri 1996, 100-104).
Norberto Ramírez sustituyó a Guerrero en el poder y tomó posesión de su cargo en abril de 1849 . El nuevo director supremo intentó poner fin a las violentas confrontaciones entre timbucos y calandracas, decretando una amnistía y disolviendo la Asamblea Constituyente para dar por terminado el debate constitucional. El conflicto político, sin embargo, se intensificó en Granada, hizo su aparición en León y se extendió hacia Rivas.
Durante este convulsionado período histórico, el bandolerismo entró en contacto con las fuerzas populares de Granada y Rivas, adquiriendo un potencial revolucionario. A pesar de esto, el trasfondo social del bandolerismo no era reconocido por la élite gobernante. Así se desprende de las palabras pronunciadas por Ramírez en 1849 : “¿Qué quieren esos grupos de hombres que siguiendo las pasiones abominables de algunos monstruos van de pueblo en pueblo cometiendo los mayores desórdenes? ¿Cuál es su programa? ¿Desean acaso que las autoridades primarias desciendan de su asiento? Ojalá el honor y la ley lo permitieran; sería yo el primero en entregarles un destino que no presenta el más pequeño aliciente a la ambición. ¿Desean esos hombres amotinados el progreso y la felicidad de la nación? Mas los medios que han adoptado son los más opuestos a ese fin, y las personas que los acaudillan son las más oscuras, y al mismo tiempo las más feroces del Estado. ¿Desean venganzas, mortandad y sangre? En ese caso yo seré el primero en contener a estas fieras; seré el primero en exterminarlas o en ser víctima de su furor” (Ramírez, 1849 a, en Vega Bolaños, 1944, 156).
Ante la crítica situación del país, las élites de León y Granada combinaron su fuerza militar y organizaron un ejército que, bajo el mando del leonés Trinidad Muñoz y del granadino Fruto Chamorro, logró derrotar al líder rebelde Bernabé Somoza para poner fin al bandolerismo social de la época. La colaboración militar entre las cúpulas de León y Granada expresó nuevamente el trasfondo clasista de este conflicto político. Este esfuerzo militar conjunto, sin embargo, no logró traducirse en una colaboración política orientada a articular una base común de intereses y obligaciones que sirviera de marco para la construcción de un orden social en el ámbito nacional.
Edgard Zúñiga describe la entrada triunfante de Trinidad Muñoz a León el día 13 de agosto de 1849 y la ceremonia que se realizó para celebrar la derrota de Bernabé Somoza: “En la Iglesia Catedral, el 2 de septiembre, se cantó misa por la mañana con la asistencia de los funcionarios del estado y miembros del Ejército. Después salió una procesión precedida por una gran cruz de plata de la que pendía el pabellón nacional. Después seguía una banda militar y el Santísimo Sacramento llevado en manos del obispo Viteri bajo un palio de terciopelo púrpura. En la procesión iban algunas imágenes como la de San Benito la cual era ya muy popular. Cuando la procesión hubo entrado en la Catedral se cantó un solemne Te Deum y el obispo dio la bendición con el Santísimo. Esa fue ‘La procesión de la Paz’” (Zúñiga, 1996, 323).
Durante la administración de Ramírez, Nicaragua recibió la visita del diplomático estadounidense Jorge Squier, quien llegó al país con el objetivo de explorar la posible construcción de un canal interoceánico a través del territorio nicaragüense. La llegada de Squier era una manifestación del desarrollo del poder transnacional de los EE.UU. que, a partir de este momento, se convertiría en la principal fúerza condicionadora del desarrollo histórico de Nicaragua.
La conducta de las autoridades del gobierno de Nicaragua con ocasión de la visita de Squier puso de nuevo en evidencia las profundas debilidades político-culturales de las élites y, más concretamente, la ausencia en el país de una capacidad política reflexiva para superar el Providencialismo y el pensamiento pragmático resignado, que empezaba a consolidarse dentro de la cultura política del país.
En los discursos públicos ofrecidos por las autoridades nacionales para recibir al diplomático estadounidense, Nicaragua aparece representada -por los propios nicaragüenses- como una entidad carente de la capacidad para alcanzar por sí misma los atributos de un verdadero Estado Nacional. En este sentido, la superación de la herencia colonial no era percibida como un reto a la capacidad de reflexión y acción de las élites nacionales, sino como el posible producto de “la Providencia” y del poder de los EE.UU..
“Confiamos en el Todopoderoso,” señalaba el Memorial firmado por José de la Cruz García, Simón Roque y Francisco Luis Antón, representantes de la Municipalidad del Pueblo de Subtiaba, “que la bandera estadounidense habrá de ser pronto el escudo protector de Nicaragua en la tierra y en el mar” (1849, citado en Squier, 1860 1970, 218). El obispo de León, Jorge Viteri y Ungo, expresó a Squier sentimientos similares: “Sólo necesitamos una infusión de gente como la de su país para hacer de esta tierra un Edén de belleza y el jardín del mundo” (Viteri y Ungo, 1849, en Squier, 1860 1970, 187).
El Providencialismo y el sentimiento de impotencia y resignación que dominaba a las élites nicaragüenses fueron expresados por el propio director supremo de Nicaragua en la ceremonia de presentación de credenciales de Squier: “Hace mucho tiempo”, dijo Norberto Ramírez, “Nicaragua sentía necesidad de abrigarse bajo el esclarecido pabellón de Norte América; pero no había llegado aún la hora en que el árbitro de las Naciones debía levantarnos a tan alto grado de dicha y prosperidad” (Ramírez, 1849 b, en Squier, 1860 1970, 193).
En los discursos anteriores se detecta un fenómeno importante: el desplazamiento de la visión providencialista de la historia a la percepción que empiezan a desarrollar los nicaragüenses sobre el poder de los EE.UU.. Squier es recibido como el representante de un poder externo que, como Dios, tiene la capacidad de construir o destruir la felicidad de las naciones. Ante el poder de los EE.UU., como ante el poder de Dios, los nicaragüenses reaccionan con esperanza y humildad.
Así pues, Nicaragua, a través de las palabras de sus líderes, invitaba a los EE.UU. a intervenir en sus asuntos domésticos. Esta invitación y la pobreza político-cultural de las élites quedaron documentadas en las memorias de Squier, que algunos piensan que pudieron haber sido leídas por William Walker (Gámez, 1889 1975, 603).
La pobreza cultural de las élites nicaragüenses formaba parte de la pobreza cultural del país y aparece descrita en la carta que Squier recibió de “uno de los ciudadanos más ilustrados y patrióticos de León”:
Los llamados hombres cultos (en Nicaragua) son…junto con la parte más ignorante de la población, un producto natural del ambiente y de sus propios impulsos, y por tanto veleidosos. Con tan magra educación llegan al poder capacitados solo para hacer daño en vez de desempeñar aquellas funciones que son el lógico producto de la cultura, del raciocinio. Lo que pudiéramos llamar los efectos morales de la educación, todo aquello que contribuye a formar el carácter del hombre y a moldearlo dentro de un troquel de justicia, todo eso, digo, es lo que falta en el sistema, o mejor dicho en el no sistema, no sólo de Nicaragua sino también de todos los demás estados hispanoamericanos. En Nicaragua, por tanto, con la falta de maestros, métodos, libros, aparatos de laboratorio, y de casi todos los elementos de enseñanza, no existe lo que propiamente pueda llamarse educación. Y esto no es porque el pueblo carezca de capacidades latentes ni de disposición para aprender, ni quiero decir tampoco que falten por completo hombres verdaderamente cultos y bien educados. Por el contrario, hay muchos que han tenido la oportunidad de educarse con profesores particulares, o que se han formado en el extranjero; pero estos se pierden en la masa de ignorancia y el pesado ambiente que los oprime (En Squier, 1860 1970, 310).
El mismo Squier tenía una pobre impresión de las capacidades de los nicaragüenses. Para él, la Constitución y las leyes de Nicaragua revelaban “un vasto conocimiento de los derechos y deberes del Gobierno”. Pero agregaba: “sólo se requiere que sea fielmente aplicada para que de ello resulte una sólida organización política. Si esto no se hace así, la causa del fracaso habría que buscarla en otra parte; en la naturaleza de sus habitantes” (Ibid., 521).
La pobre valoración sobre los nicaragüenses, expresada por Squier, era compartida por el obispo Viteri y Ungo, quien en una carta privada, dirigida al padre Agustín Vijil en Granada, escribía: “Aquí no creo que habrá nada de cuidado, porque aunque sobran quienes quieran robar allí y acá, la Providencia no dio alas a los alacranes y por ésto no nos dañan cuanto pudieran. En general este es pueblo dócil, aunque inmoral e indolente porque los mandatarios y los licenciado y los propietarios de miedo les han dejado hacer todo lo que quieren, y no hay justicia, ni se castiga el crimen. Sólo el temor religioso obra en las masas; en los rábulas y revoltosos solo las balas los aterran” (De Viteri y Ungo, 1852, en Vijil, 1967, 72).
Como resultado de la visita de Squier, el magnate Comelius Vanderbilt obtuvo una concesión para explotar una ruta transoceánica a través del Río San Juan. Squier, además, firmó un proyecto de tratado que comprometía a los EE.UU. a defender la soberanía de Nicaragua (Kinloch, 1999, 208). Para este tiempo, la apertura de una ruta canalera se había convertido en un imperativo para facilitar las comunicaciones y el transporte entre el Este y el Oeste estadounidense.
Las ventajas naturales del istmo centroamericano para establecer esta ruta impulsaron a los EE.UU. a negociar y firmar, en 1850, el tratado Clayton-Bulwer. Mediante este tratado, Inglaterra y los EE.UU. acordaron que “ninguno de los gobiernos contratantes adquiriría jamás, o mantendría para sí, ningún poder exclusivo sobre el canal marítimo que se construyese a través del istmo que une ambas Américas, ni erigiría nunca ni tendría fortificación que le dominasen o que se hallasen situadas en sus cercanías, ni ocuparía en tiempo alguno, ni fortificaría, ni colonizaría, ni se arrogaría o ejercería dominio alguno sobre Nicaragua, Costa Rica, la Costa de Mosquitos o parte alguna de Centro América…” (Gámez, 1975, 541).
La debilidad del Estado nicaragüense se manifestó cuando su gobierno no fue invitado a participar en las negociaciones que culminaron con la firma del Clayton-Bulwer. La resignación del gobierno nacional, ante los cambios que se desarrollaban en su contexto internacional, se expresó en el mensaje del supremo director Norberto Ramírez a la Asamblea Legislativa el 25 de marzo de 1850 : “Hay noticia oficial de que en Washington se ha concluido ya el arreglo de la cuestión sobre Mosquitos entre el gabinete de los EE.UU. y el Agente diplomático de la Gran Bretaña…” (Gámez, 1975, 545-6).
Para contrarrestar su debilidad dentro del cambiante contexto internacional centroamericano, los gobiernos de Honduras, Nicaragua y El Salvador impulsaron en 1851 la creación de un nuevo gobierno federado. Este intento de gobierno, que se conoció como la “Representación Nacional de Centroamérica”, empezó a funcionar desde Chinandega y León. Ni los EE.UU. ni Gran Bretaña reconocieron esta entidad. Al año siguiente, la “Representación Nacional” adoptó el nombre de “República de Centroamérica”. El proyecto no prosperó. (Kames, 1982, 147-149).
Mientras tanto, en mayo de 1851, el director supremo del Estado, Norberto Ramírez, traspasó el poder al liberal granadino Laureano Pineda, un activo proponente de la fusión del Liberalismo y del Conservatismo (Díaz Lacayo, 1996, 43). En su discurso inaugural, Pineda señaló: “Grave obligación habéis contraído la de auxiliarme en la ardua cuanto importante empresa de elevar al punto culminante de verdadero progreso y felicidad a la patria, como lo hacen las demás naciones del globo, a este lugar que protegió la Providencia, que designó la naturaleza y que señaló la mano de la sabiduría, para hacer el vehículo de la riqueza, el depósito de la ciencia, y de la civilización … Este es el programa que os presento; estos los sentimientos que abriga mi corazón, y estos los votos a que he contraído el juramento que acabo de prestar ante el Dios de verdad, ante vosotros y ante el pueblo que me escucha. Quiera el cielo darme acierto, e iluminar vuestros pasos y los míos” (Pineda, 1851, 76-7).
Pineda argumentaba que el orden social nicaragüense debía forjarse con la fuerza de la razón y fundamentarse en una estructura de valores compartidos. Así lo expresó en su manifiesto de mayo de 1851, dirigido a los jefes y oficiales del ejército: “Vuestra misión será cumplida cuando, en el territorio del Estado, no exista más que la paz por una libertad regulada por la razón y los principios” (Pineda, 1851 a, en Cuadra Downing, 1960 – 1961, 69).
La institucionalización de una libertad regulada “por la razón y los principios” era, según el mandatario, el medio para poner fin a la confrontación de los intereses y las pasiones generados por el desorden y la guerra en Nicaragua: “Para reclamar los derechos, hay reglas establecidas, y la imprenta es el medio que está en manos de todos para expresar el pensamiento. Sirva ella entre nosotros para damos medios para indicar al gobierno las reformas posibles, y no sea el arma de penados que fuera de nuestras tierras da una idea triste del grado de civilización y progreso. No pretendo un imposible, no intento que la fe política de todos sea una; tributo el más profundo respeto a la diferencia de opiniones políticas que no afecten el orden bajo cuya sombra descuellan hermosas las instituciones liberales, y sin el cual la libertad misma se convierte en la más pesada esclavitud, porque es una verdad reconocida que los principios se discuten y las pasiones se seleccionan” (Ibid., 69).
La consolidación del orden social, al que aspiraba Pineda, enfrentaba dos grandes desafíos: el traslado de la capital de León a Managua, “para equilibrar la balanza política entre Oriente y Occidente”, y la destitución del general Trinidad Muñoz “para anular así el militarismo que se entronizaba en el país” (ver Urtecho, 1936). Pineda procedió a efectuar el traslado de la capital, lo que provocó la reacción de los militares. Poco después, fue depuesto y expulsado del país.
En un manifiesto, dirigido a los nicaragüenses desde la ciudad hondurena de Nacaome, Pineda acusó a Muñoz de resistir la subordinación de la fuerza militar al poder civil: “Cuando…el Gobierno criado para los pueblos y sus individuos se esforzaba en curar las dolorosas heridas que han dejado las revueltas políticas desde su independencia, ya en la proscripción, como en el ostrasismo injusto, y en hacer una fusión completa de los partidos que ha criado esclusivismo, y ha querido mantener el General Muñoz para dominar al Gobierno al Estado; y en la época en que eran llamados los nicaragüenses de todas las opiniones a ocupar sus hogares y servir a su patria: entonces precisamente es cuando el jenio funesto que domina en Nicaragua desde 1845 Muñoz, se arroja descarado sobre lo más sagrado de un pueblo libre; ataca su Constitución, viola sus leyes, ultra a la primera autoridad, la espulsa y no contento con tantos crímenes se pronuncia contra el Poder Legislativo, y desconoce en el la voluntad espontánea del pueblo para sustituir a esa voluntad soberana la suya criminal y tiránica” (Pineda, 185 Ib, en Vega Bolaños, 1944, 164).
En reacción a la situación creada por la expulsión de Pineda, la Asamblea Legislativa, dominada por los conservadores granadinos, nombró a José de Montenegro, en sustitución del depuesto Pineda, y a Fruto Chamorro como jefe del ejército de un gobierno paralelo, que se instaló en Granada. Montenegro solicitó la autorización de la Asamblea para obtener el apoyo de los gobiernos de Centro América y para la contratación de mercenarios norteamericanos para combatir a Muñoz. (Gámez, 1889 1975, 570-1). Aunque esta solicitud fue denegada por la Asamblea, la solicitud de Montenegro ilustra los altos niveles de polarización dentro de los que operaba la sociedad nicaragüense.
Montenegro se vio obligado por razones de salud a renunciar a su cargo, siendo sustituido por el senador José de Jesús Alfaro. Mientras tanto, Laureano Pineda, quien había abandonado el país a raíz de su derrocamiento, obtuvo el apoyo del gobierno de Honduras, logró ponerse al frente de las fuerzas granadinas, sitió a las fuerzas de Muñoz y ocupó la ciudad de León.
Después de su victoria, Pineda trasladó de nuevo la capital a Managua. Señala Urtecho: “Volvió Pineda a asumir el Poder Supremo, y una amnistía general con excepción de Muñoz, a quien se extrañó del país, restableció las cosas a su curso normal” (ver Urtecho, 1936).
Pineda se dirigió a los nicaragüenses en términos que revelaban su visión providencialista del poder y de la historia. Antes de ser derrocado, había expresado su intención de institucionalizar la paz mediante “una libertad regulada por la razón y los principios”. Ahora, a su regreso al poder, atribuyó su restitución en la presidencia a la voluntad de Dios y rogaba a éste por “la consolidación de la paz y la conservación de los principios”:
Hoy os anuncio un suceso grande. La paz de los pueblos, el imperio de la constitución y de las leyes ha vuelto al Estado. A vuestra voz uniforme ha caído el tirano, y el que orgulloso desafiaba vuestra lealtad el 4 de Agosto, el que ebrio de ambición pensó esparcir la muerte por todas partes después de haber ultrajado los poderes de la sociedad, ese mismo temblando de vuestro decidido denuedo se ha entregado a discreción. El traidor José Trinidad Muñoz ha sucumbido el día 11 del corriente ante las fuerzas del Gobierno Constitucional … Jefes, Oficiales y tropa de ambos ejércitos: Habéis llenado cumplidamente vuestros deberes: Nicaragua os contempla reconocido, y la gratitud pública es el título más eminente con que pueden condecorarse los soldados ciudadanos … ministros del Altar: El Dios de los ejércitos escuchó desde su trono de gloria vuestros ruegos, y una mirada de su justicia infinita conturbó y anonadó a los tiranos. Rogadle de nuevo por la consolidación de la paz y la conservación de los principios. Conciudadanos: Damos gracias al Ser Supremo por tanta felicidad, y reconoced lo realizado lo que os anuncié en 23 de Junio y os repetí en 16 de Agosto, que “Muchas veces los sucesos calculados para destruir la sociedad, sirven para solidarla (Pineda, 1851 c, en Vega Bolaños, 1944, 171-172).
En su contestación al mensaje pronunciado por Pineda en la instalación de la Asamblea Legislativa el 13 de mayo de 1852, uno de sus representantes tomó la palabra para celebrar la paz alcanzada y señalar el papel de la Providencia en el restablecimiento del orden: “Y he aquí para decirlo de paso, una prueba inequívoca de que obrando los Pueblos del Estado por inspiración propia, ellos caminan, con medios más o menos unísonos, más o menos adecuados, caminan todos a un mismo fin, preconizan una sola idea, una sola palabra, y esa palabra es la ley, el reinado de la ley contra las demasías de la arbitrariedad, la esclavitud de los principios contra el desenfreno de la licencia. Esa palabra mágica es la que puso todos los pueblos, todos los sentimientos y opiniones en tomo del Gobierno, la que al favor de la Divina Providencia improvisó recursos de toda especie, y la que por fin de todo, puso en evidente demostración la verdad otra vez enunciada de que la tiranía doméstica es incapaz de domar a un pueblo verdaderamente libre”.
En este mismo discurso, el representante de la Asamblea articuló una valiosa caracterización de la disyuntiva que enfrentaban los gobiernos nicaragüenses de la época para codificar normas y principios legales capaces de institucionalizar el orden y regular el conflicto social. Señalaba: “Ya es tiempo de operar entre nosotros la gran reforma de la legislación en general; ya es tiempo de emprender la codificación nicaragüense: obra grandiosa, estupenda pudiéramos quizá decir, si no viéramos que otros países no más adelantados que el nuestro la han emprendido con próspero suceso”. Y agregaba:
¿Cómo pueden ser acomodables a nosotros los cuerpos informes que nos legaron las pasadas edades, escritos varios de ellos más allá de 400 años, producto de otra civilización, de otras costumbres, de otras instituciones? ¿Cómo pueden regir, decía, nuestras actuales relaciones esas leyes heterogéneas dictadas por el absolutismo de la edad media? En hora buena que ciertos principios generales rijan del mismo modo en todos los tiempos como bajo toda especie de Gobierno: pero es indudable que los principios fundamentales en que reposa un nuevo sistema influyen esencialmente en la índole y naturaleza de la legislación civil, la cual hasta cierto punto viene hacer por tal motivo la expresión germina del sistema político de un país y el fruto de su actual civilización. ¿Cómo pues, lo repetimos, como haremos para armonizar las leyes, del antiguo sistema colonial, en que se palpan tantas distinciones y privilegios, con las instituciones actuales que proclaman principios opuestos? Fuera de eso, la misma inmensidad de leyes, muchas de ellas derogadas entre sí, su falta de método, la multiplicidad de Comentaristas, que en pocos puntos andan acordes, todo esto forma un laberinto de que no todas veces logra salir felizmente un facultativo en la materia: ¿Y que podrá hacer un Juez lego, un pueblo sencillo? (Contestación del presidente de la Asamblea, 1851, en Vega Bolaños, 1944, 180-182).
Las contradicciones entre el orden social heredado de La Colonia y el proyecto de construcción de un Estado Nacional identificadas en la cita anterior eran reales y evidentes. Para resolver estas contradicciones, era necesario contar con un pensamiento político con la capacidad de elucidar los problemas de la sociedad nicaragüense e impulsar la concertación de los intereses y las aspiraciones de sus principales sectores sociales. La articulación de este pensamiento, sin embargo, requería trascender el Providencialismo y el pragmatismo-resignado, dominantes en la cultura política de las élites del país.
Una excepción a las actitudes pragmática-resignadas con que las élites gobernantes enfrentaban los retos de la historia se expresó en el pensamiento y la acción política del español José de Marcoleta, quien en 1852 funcionaba como el representante de Nicaragua ante el gobierno de los EE.UU.. En ese año, Inglaterra y los EE.UU. -con la venia de Costa Rica-, celebraron el Tratado Webster-Crampton-, que entre otras cosas, formalizaba la creación de una Reserva Mosquita en la Costa Caribe nicaragüense, establecía como límites divisorios entre Costa Rica y Nicaragua, “todo el río San Juan y la ribera del Gran Lago… dando a Costa Rica el derecho de libre navegación en todo el lago y todo el río, en común con Nicaragua” (Pasos Argüello, 1982, 188).
Marcoleta instó al gobierno nicaragüense a rechazar este tratado. El director de Estado, Laureano Pineda, respondió con energía y solicitó al Congreso nicaragüense su rechazo. Las hábiles negociaciones y maniobras de Marcoleta lograron que la prensa y algunos miembros del Congreso estadounidense expresaran su oposición al tratado por considerarlo injusto y desproporcionadamente favorable a Inglaterra. Como resultado de los esfuerzos de Marcoleta, el tratado fue rechazado por el congreso estadounidense (Pasos Argüello, 1982, 183-208).
En el mismo año de 1852, San Juan del Norte -rebautizado por los ingleses con el nombre de Greytown-, se declaró independiente. Dos años más tarde, un barco de guerra de los EE.UU. bombardeó la ciudad, como protesta por lo que los EE.UU. consideraban agresiones y violaciones al tratado Clayton Bulwer (Folkman, 1993, 73-83). Este tratado -a pesar de que formalmente equiparó los derechos de Inglaterra y los EE.UU. en Centroamérica- marcó el inicio del predominio estadounidense en la región.
LA CRISTALIZACIÓN DEL PENSAMIENTO CONSERVADOR
Pineda fue sustituido por Fruto Chamorro, quien asumió el poder el 1 de abril de 1853, después de derrotar al candidato liberal Francisco Castellón. El 25 de julio de ese mismo año, murió el obispo Viteri y Ungo. Edgard Zúñiga señala que el padre Don José Hilario Herdocia quedó como “Vicario Capitular, ‘Sede Vacante’”, hasta su muerte en 1857 . El 30 de noviembre de 1854 fue nombrado obispo el guatemalteco Bernardo Piñol y Aycinena, pero no asumió el cargo sino hasta 1860 (Zúñiga, 1996, 337).
La elección de Fruto Chamorro como director supremo del Estado constituye un evento importante en el desarrollo político. Además de impulsar una nueva reforma constitucional, Chamorro logró articular las bases de un pensamiento político conservador en el que se cristalizaba el pragmatismo-resignado que dominaba la cultura política del país. Los elementos básicos de este pensamiento, así como los medios que él estaba dispuesto a utilizar para operacionalizarlo, fueron expuestos por el líder granadino en su discurso de toma de posesión del 1 de abril de 1853 .
En esa ocasión, Chamorro acentuó lo que consideraba su primer deber: “La conservación del orden, como que éste es el objeto primordial en las sociedades, para conseguir por su medio la felicidad y prosperidad de los asociados”. Para alcanzar sus objetivos, prometió seguir “la sabia regla del derecho que prescribe prevenir los males antes que remediarlos”. Y en una demostración de escaso tacto político, pero de gran claridad de propósito, señaló: “Me consideraré como un padre de familia amoroso y rígido que por gusto y obligación procura en todo el bien de sus hijos, y sólo por necesidad y con el corazón oprimido, levanta el azote para castigar al que da motivo”.
En ese mismo discurso, reconoció carecer de un programa político para la transformación de la realidad: “Con respecto a las facultades discrecionarias que la constitución me confiere, yo no os presentaré un programa detallado de la conducta que me propongo seguir, porque a lo que entiendo, en los Estados nacientes como el nuestro, sujetos a mil vicisitudes, no se pueden fijar con anterioridad reglas o a pugnar con la opinión pública y los intereses del Estado; y si es dable fijarlas, no están a mi alcance aquellas que invariablemente puedan seguirse; mas, hablando en términos generales, me cabe aseguraros que será siempre mi guía en los casos ocurrentes, el bien del Estado tal como yo lo entienda, o me lo hagan entender las personas de instrucción o capacidades, de cualquier fe política, que quieran auxiliarme con sus luces” (Chamorro, 1853 a, en Esgueva, 1995, 381 y 382).
En su Proclama del mismo 1 de abril de 1853, el mandatario amplió su interpretación del papel del Estado, de la función del gobierno y de la naturaleza del orden social. El “favor de la Divina Providencia”, más que la capacidad política reflexiva de los gobiernos parecía ser, en la visión de Chamorro, el principal determinante del destino de las naciones; “Si mis capacidades correspondieran a mis deseos, no vacilaría en asegurar que mi administración satisfacerla vuestras nobles esperanzas, porque nadie con más ardor que yo, puede anhelar la felicidad de esta Patria, en cuyo servicio he consumido gustoso mis años, y perdido mis goces. Pero la más interesante de las ciencias, la ciencia de regir las sociedades, es justamente la más difícil de todas, por cuanto en su aplicación carece de reglas fijas, y por eso escasean los hombres de mando, y son tan raros los que tienen la dicha de labrar la felicidad de los pueblos. Ojala pudiera yo lisonjearme de poseer este don precioso: con el llenaría mis votos; mas ya que no me es dado aspirar a tanto, confio en que la sensatez no desdeñará ilustrarme con sus consejos, para que, al favor de la Divina Providencia, podamos ver consumado el gran pensamiento de solidar la paz y progreso del Estado sobre la base de la igualdad y libertad en que reposa el sistema republicano” (Chamorro, 1853 b, en Chamorro Zelaya, 1966, 373-4).
El fundamento religioso de la visión pragmática-resignada de la historia expresada por Fruto Chamorro se hizo más explícito en la exhortación que el mandatario hizo a las autoridades de la Iglesia Católica: “Ilustre Pastor de Nicaragua, Venerable Clero: vosotros que sois el custodio de las verdades evangélicas, a que se debe la emancipación de la inteligencia humana, y la proclamación de los principios de libertad e igualdad políticas que gobiernan el mundo moderno, dignaos aunar vuestros esfuerzos a los del Gobierno, para que pueda verse al Estado caminar inalterablemente por la vía del progreso, bajo los auspicios de la religión y de las leyes” (Chamorro, 1853 c, en Pérez, 1865 1875, 374).
En su discurso de apertura de la Asamblea Constituyente instalada el 22 de enero de 1854, para reformar la Constitución de 183 8, reafirmó su visión providencialista y pragmática-resignada del orden social y de la historia. Señaló:
La carta constitutiva de 1838 es una carta de transición y circunstancias; ella se emitió cuando la demagogia, enseñoreada del mando y de la fuerza, llenara de pavor a los hombres probos, que asustados de ese predominio buscaron su salvación en el ensanche excesivo de las garantías individuales y en las extremas cortapisas del poder público…. Si se busca… que Nicaragua marche con paso firme y seguro al destino que le designa la Providencia, es indispensable andar muy discreto y mesurado en la concesión de garantías individuales, pues no debe olvidarse que la imprudente profusión de ellas es una de las imperfecciones más notables y perjudiciales de la Carta que habéis venido a reformar. Otorgúese en buena hora al verdadero ciudadano; pero cuídese mucho de no prostituir y profanar tan hermoso título y tan noble cualidad prodigándolo inconsiderablemente, sin miramientos al mérito, a la virtud y a la propiedad. La igualdad social no consiste en hacer a todos ciudadanos, y en conceder a todos los mismos derechos, preeminencias e inmunidades. Darlas mismas garantías al malvado que al hombre de bien, al holgazán y turbulento, que al laborioso y pacífico, es romper aquella igualdad, es crear elementos de anarquía.
Dentro de la visión pragmática-resignada de Chamorro, el cambio social tenía que ser gradual y cauteloso. Así lo exigía la heterogeneidad “racial” de la sociedad nicaragüense:
La heterogeneidad de la raza de que se compone la población del Estado, es un punto que merece llamar también vuestra alta mirada, porque la absoluta igualdad que entre una y otra se ha querido establecer refluye en perjuicio de la bienandanza social. La raza indígena, más atrasada en todo que la otra, posee exclusivamente hábitos, preocupaciones y usos tan envejecidos, que solo el tiempo y la civilización pueden ir modificando: desterrarlos de golpe pudiera ser origen de disturbios, choques y contiendas y por lo mismo la prudencia aconseja que para el régimen de los indígenas haya instituciones excepcionales adecuadas a sus costumbres y carácter. Se necesitan también instituciones especiales para las poblaciones que se forman en las fronteras y en los puertos, pues compuestas en su mayor parte de extranjeros de distintas naciones, no es posible gobernarlas con las mismas reglas que se gobiernan los nicaragüenses…. Si en la vida de los pueblos hay sucesos que por su magnitud e importancia hacen fijar la vista hacia el cielo, ninguno, augusta asamblea, es tan digno de fijarla entre nosotros como vuestra aparición y la grande obra que se os ha confiado. Por lo primero, la gratitud nos impele a tributar las debidas gracias al que tiene en sus manos los destinos del individuo y del ciudadano, es decir, de la familia y de la sociedad; para lo segundo, necesitáis del acierto y, por lo mismo, debemos ocurrir a la fuente de la sabiduría y de todo bien, para que, despidiendo sobre vosotros, honorables representantes del pueblo, un rayo de su divina luz, podáis, con tan eficaz auxilio, emitir una carta cual la reclama Nicaragua para ser grande, próspero y dichoso. Vamos pues, a hacer lo uno y lo otro al templo donde se venera al Dios Omnipotente por quien mandan las potestades y los legisladores decretan sabias y justas leyes (Chamorro, 1854 a, en Alvarez Lejarza, 1958, 106-112)
Además de su profundo contenido religioso, la interpretación del orden articulada por el supremo director estaba enraizada en una visión romántica y nostálgica de la experiencia colonial. Fruto Chamorro, señala el intelectual y político conservador Carlos Cuadra Pasos, había reflexionado “hondamente” sobre la naturaleza del desorden social en el que Nicaragua se había sumido después de la independencia, para concluir que la causa de este desorden no era otra cosa que “la ausencia de la autoridad por el descoyuntamiento de sus orígenes legítimos” (Cuadra Pasos, 1977, 115).
El mismo autor profundiza en la visión del orden y del desorden social que orientaba la acción política de Fruto Chamorro. La base de la “tranquilidad” imperante durante La Colonia, apunta, era “una autoridad pública indiscutida, porque descansaba en un principio de legitimidad tenido por axiomático”. La legitimidad era “una fuente de autoridad, impalpable e indefinible, que produce la conformidad natural de los que obedecen con respecto al que manda”. Y puntualiza su explicación: “La legitimidad para las colonias hispanoamericanas emanaba del Rey. El Rey era para los nicaragüenses un ser lejano e invisible, de cuya existencia tenían conciencia, y en cuyo poder incontrastable fincaban su fe, por razón tradicional que nacía de la imposición de la conquista, y otras operaciones que lo exhibían grandemente poderoso, para infundir respeto al través de sus delegados y agentes” (Ibid., 112-113).
La visión del orden social, articulada por Chamorro, también ha sido analizada -y celebrada- por Anselmo H. Rivas, quien señala que “mucho llamó la atención el discurso inaugural del señor Chamorro, documento enteramente nuevo en su género”. Y añade: “Sin pompas oratorias, sin falaces promesas, como un hombre que conocía fundamentalmente las causas de nuestras revoluciones … ese discurso revela al hombre de acerado temple, que tiene perfecto conocimiento del delicado cargo y los altos deberes que asume” (Rivas, 1967, 11).
Chamorro intentó recuperar el principio de la legitimidad que a su juicio había servido de fundamento al orden colonial, para adecuarlo a la realidad nicaragüense de mediados del siglo XIX. Para ello, afirma Cuadra Pasos, procedió “al desarrollo de un plan razonable” que incluía la organización de Nicaragua como una república independiente y la elaboración de una nueva Constitución para impulsar la reorganización del Estado (Cuadra Pasos, 1977, 132). Una vez establecida la nueva ley y la nueva institucionalidad del país, el orden debía emanar, al igual que durante La Colonia, “de la conformidad natural de los que obedecen con respecto al que manda” (Ibid., 113). Señalaba Chamorro: “Necesitamos… robustecer el principio de autoridad, tan abatido y despreciado entre nosotros. Esto se conseguiría dando al poder mayor expansión, mayor fuerza y consistencia; y rodeándolo de cierta pompa y majestad que infundan respeto, y le atraigan los miramientos que le son debidos, para que no se le ultraje y vilipendie impunemente. Es también necesario prolongar el período de Jefe de la nación con dos años apenas puede imponerse de los negocios, trazar su política y cuando más iniciar algunos trabajos, que a su salida quedan por lo regular abandonados; de modo que en Nicaragua el mandatario finaliza su misión, cuando cabalmente se halla en capacidad de ejercerla con algún provecho” (Chamorro, 1854 a, en Alvarez Lejarza, 1958, 108).
El pensamiento político de Fruto Chamorro guarda alguna semejanza con el pensamiento de Francisco de la Rocha. Ambos atribuían el desorden social, en que se sumió Centroamérica después de la independencia, al idealismo liberal. Durante la post-independencia, señalaba de la Rocha en su lenguaje elitista, “faltó el escudo tutelar de las leyes; faltó el influjo de las buenas costumbres; faltó el instinto de los antiguos hábitos; transtomáronse todas las tendencias sociales, armados unos pueblos contra otros, y subiendo desde el fondo a la superficie todo el cieno de la sociedad, se apellidó soberano al pueblo, para convertirle en verdugo de sus propios hermanos; y cuando tanto alarde se hacía de libertad sin límites y de igualdad absoluta, gemía esclava la Patria bajo el yugo más insoportable: La tiranía de las facciones, con Asambleas por cómplices, y por instrumento la muchedumbre” (de la Rocha, 1847, 25).
De la Rocha y Chamorro también coincidían en señalar la necesidad de ajustar las leyes y los modelos de sociedad a la realidad nicaragüense. “Las constituciones y las leyes”, había señalado el primero en palabras similares a las utilizadas por el segundo, “deben tener por base, si han de sobrevivir a las pasiones, los hábitos, los usos, las costumbres y la tendencia natural de los respectivos pueblos que han de regir” (Ibid., 26).
Existen, sin embargo, importantes diferencias entre sus posiciones especialmente en lo que concierne a la naturaleza y fundamentación del orden social. Para Chamorro, la creación del orden no dependía de una capacidad política reflexiva para establecer, como lo proponía de la Rocha, “el nivel y concierto” de los intereses y aspiraciones de los diferentes sectores de la sociedad nicaragüense. Para el supremo director el orden social dependía, esencialmente, de la obediencia de los gobernados y de la capacidad de los gobiernos para imponer la ley.
En otras palabras, la fundamentación del orden propuesto por Fruto Chamorro no era la legitimidad emanada de un consenso social en permanente rearticulación y ampliación, sino el respeto absoluto e incuestionable a la ley y a las tradiciones. El único cambio social legítimo era el que resultaba de un desarrollo cauteloso y gradualista. Así pues, proponía dejar que “el tiempo y la civilización” se encargaran de promover el desarrollo del país” (Chamorro, 1854 a, en Alvarez Lejarza, 1958, 109). El “tiempo” y la “civilización,” en este contexto, eran vistas como factores ajenos a la voluntad de los nicaragüenses, como fuerzas supra-políticas que determinaban los límites de lo posible. La función política del Estado, desde esta misma perspectiva, era, fundamentalmente, la de garantizarla reproducción del orden.
El pensamiento político no era visto por Chamorro como una fuerza capaz de trascender la realidad existente, sino simplemente como un instrumento para legitimar el orden establecido. Para él y los conservadores de su época, “la Constitución de Nicaragua ya estaba escrita en sus costumbres, en sus hábitos, en sus necesidades, en la mayor o menor ilustración de sus habitantes, en la heterogeneidad de estos mismos, en las distancias de sus poblaciones, y en otras mil circunstancias que son fáciles de consultar”. Dentro del marco de esta realidad, los legisladores nicaragüenses tenían que formular “las leyes que convienen a nuestro Estado, porque ya pasó el tiempo de los ensayos” (Registro Oficial, en Chamorro Zelaya, 1966, 114).
El rechazo al pensamiento, como fuerza constitutiva de la historia, fue expresado nuevamente por José María Estrada durante la ceremonia de instalación de la Asamblea Constituyente que se organizó para redactar la nueva constitución conservadora: “Hoy día, el país curado ya por solemnes desengaños adquiridos en la escuela del dolor, ha comprendido que no se trasplantan de uno a otro pueblo las instituciones políticas, como no se trasplantan las peculiaridades que les sirven de fundamento; y cansado ya de remolcar entre dos extremidades igualmente funestas, anhela un gobierno en armonía con la situación … Esto hace abrigar la esperanza de que los actuales esfuerzos darán por resultado un Gobierno de aplicación y no de abstracción… de experiencias y no de teorías sin patria” (Estrada, 1854, en Alvarez Lejarza, 1958, 112-115).
Con la llegada de Fruto Chamorro al poder, se cristalizó un Conservatismo pragmático-resignado y anti-intelectual que no era capaz de trascender los límites de la realidad inmediata para enfrentar la transformación del Estado Conquistador: “Nada de libros, nada de modelos”, clamaban las voces del Conservatismo de la época (Registro Oficial, en Chamorro Zelaya, 1966, 114). Lo que importaba, clamaban estas voces, era el respeto al orden, y la garantía de su reproducción.
En su decreto del 25 de febrero de 1854, la Asamblea Constituyente cambió el nombre de director de Estado por el de presidente, y el de Estado de Nicaragua por el de República (Decreto, 1854, en Esgueva 1994, 387-8). Estos cambios fueron incluidos en el proyecto de constitución que sancionó la Asamblea Constituyente el día 30 de abril de 1854 . Don Fruto fue electo presidente de Nicaragua por esta misma Asamblea para el período comprendido entre el 1 de marzo 1854 y el 1 de marzo de 1859 .
El proyecto constitucional extendió el período de gobierno a cuatro años y prohibió la reelección sucesiva. Y, más importante aún, expresaba la visión conservadora del orden social nicaragüense articulada por Fruto Chamorro y sus partidarios. Así, restringía la ciudadanía de acuerdo a los términos establecidos en su artículo 12: “Son ciudadanos los nicaragüenses varones de buena conducta y mayores de veintiún años o de dieciocho que tengan algún grado científico o fueran casados, poseyendo además una propiedad de cien a trescientos pesos según determine la ley o una industria, profesión u oficio que al año produzca lo equivalente”.
Además, el proyecto de Constitución establecía los siguientes requisitos para ser presidente: “ser natural y vecino de la República – del estado seglar- tener treinta años cumplidos, estar en ejercicio de los derechos de ciudadano al tiempo de la elección sin haberlos perdidos en los últimos cinco años; y poseer un capital de cuatro mil “pesos libres”. Un mínimo de dos mil “pesos libres” fue establecido como requisito para aspirar al cargo de senador. En cuanto a la religión, el artículo 6 estableció lo siguiente: “El Gobierno protege el culto de la religión Católica, Apostólica, Romana que profesan los nicaragüenses” (Proyecto de Constitución Política, 1854, Esgueva, 1994, 388-411).
El proyecto constitucional conservador fue rechazado por los liberales. De acuerdo al recuento de Francisco Ortega Arancibia, Rosalío Cortés expresó los sentimientos de este partido al argumentar que, “llamar, como llamaba al Gobierno dicho proyecto, republicano, popular, representativo, era puramente nominal” (Cortés, 1854, 164). Las restricciones a la ciudadanía y a la participación política basada en la propiedad, señalaba Rosalío Cortés, equivocadamente asumían que ésta era una virtud que garantizaba el respeto por el orden: “La propiedad, como todos los elementos de que el hombre puede disponer, le sirven de medio para sus fines buenos o malos; por tanto, afirmar con los sostenedores del proyecto constitucional que el hombre que tiene propiedad es amigo del orden es convertir el medio en fin. El orden es un bien, el desorden es un mal; de consiguiente, afirmar que todo hombre que tiene propiedad, por el solo hecho de tenerla, es amigo del bien, del orden, es colocarse en la precisión de admitir la consecuencia de que el hombre que no tiene propiedad, por el hecho de no tenerla, es amigo del desorden; si esta consecuencia es falsa, es igualmente falsa la primera” (Cortés, 1854, 166).
MÁXIMO JEREZ: LA CONTRAPARTE LIBERAL
Carlos Cuadra Pasos ha señalado que si Fruto Chamorro fue el principal exponente del pensamiento político conservador del siglo XIX, Máximo Jerez debe ser considerado como su contraparte liberal. Ambos “son las iniciales de los partidos políticos en Nicaragua”. Estos dos líderes, agrega, “plantearon sobre el pizarrón de nuestro destino, las grandes cifras del problema de la organización de la República . .” (Cuadra Pasos, 1977, 131; ver además, Salvatierra, 1950, 45-49).
El argumento de Cuadra Pasos debe ser matizado. Si bien es cierto que Chamorro encamó el Conservatismo nicaragüense de su época, también lo es que no logró articular un pensamiento político capaz de trascender el apego instintivo de los conservadores al orden heredado de La Colonia. Jerez también encamó el Liberalismo de su tiempo, pero no logró superar su superficialidad filosófica y doctrinaria. En este sentido, las “cifras” planteadas por estos personajes en “el pizarrón” del “destino” nicaragüense fueron marcas carentes de sustentación teórica.
El pensamiento de Máximo Jerez fue un pensamiento normativo y voluntarista, carente de sistematización y profundidad. Según su contemporáneo, el periodista Enrique Guzmán Selva, Jerez ni siquiera tenía “el hábito de escribir”. Su producción teórico-doctrinaria se limitaba a “uno que otro opúsculo político, por lo regular folletos justificativos de su conducta en el parlamento o en el campo de batalla…” (Guzmán, 1879, 115).
La revisión bibliográfica, que de su obra hizo Jorge Eduardo Arellano, confirma la aseveración de Guzmán y revela la escasísima producción teórica del líder liberal: “Jerez no fue un escritor. Al parecer, nunca dispuso del tiempo necesario para redactar una obra de largo aliento sobre las materias que dominaba” (Arellano, 1991 a, 45). Del análisis de Arellano pueden identificarse los tres principios básicos que orientaron su conducta política: una aceptación aerifica y doctrinaria de algunas ideas básicas positivistas; una postura anticlerical; y una orientación centroamericanista.
Su positivismo quedó registrado en su Discurso sobre la independencia, pronunciado el 15 de septiembre de 1878 : “La sociología demuestra que también los arreglos humanos están sujetos a las leyes necesarias, y que es preciso que así lo sean para que puedan formar en el conjunto armónico de todas las que rigen el Universo” (Jerez, 1878, en Arellano, 1991 a, 47). Su anticlericalismo quedó plasmado en el programa de la “ revolución de 1869 ” en donde propugnaba por “los principios liberales, en materia religiosa, en tanto sean aceptados por las convicciones generales del país”. En ese mismo programa, dejó asentada su posición ante lo que él consideraba como la necesidad de promover una “tendencia eficaz y resuelta hacia el restablecimiento de la unión centroamericana” (Jerez, 1869 a, en Arellano, 1991 a, 49). En su carta dirigida al presidente Pedro Joaquín Chamorro, en 1875, dejó nuevamente registrada su vocación centroamericanista (Jerez, 1875, 77-78).
Las limitaciones de Jerez eran compartidas por los lideres y “apóstoles” del Liberalismo nicaragüense del siglo XIX. Asi lo confirma Eranco Cerutti: “Poco hicieron los liberales de aquellas generaciones con el fin de tramandar sus doctrinas, e inclusive poco se preocuparon por divulgarlas y darlas a conocer fuera de un muy restringido grupo elitista, en el seno del cual aquellas mismas modestas tentativas fueron tomando paulatinamente el carácter de acaloradas disputas acerca de lo secundario y anecdótico, en vez de alcanzar dignidad y trascendencia. Casi siempre, y hasta en los escritores más significativos, la polémica personalista substituyó la discusión doctrinaria, y la posición meramente partidarista reemplazó el sereno debate de altura”. Y agrega: “Caracterizados por aquella fe algo ingenua en los derechos humanos, los grandes ideales de la revolución de 1789 y la teoría de la evolución que fue típica en los hombres de su siglo, los liberales nicaragüense del siglo XIX llevan a la lucha política un concervo de virtudes y defectos, intuiciones brillantes y pesadas limitaciones filosóficas, posturas utópicas e insobornable honestidad personal, por lo cual, si bien no logran triunfar en lo pragmático, cumplen, por lo menos parcialmente, con una función educativa y ética de cuya exigencia ya se habían percatado algunos de los hombres más ilustrados del país, tanto conservadores como liberales. Y sin embargo … su pensamiento no es profundo ni original, y carece sobre todo, sea la que fuere su calidad, de la necesaria proyección” (Cerutti, 1989, 14 y 20).
Ni Chamorro ni Jerez articularon un pensamiento político capaz de ampliar el marco de limitaciones y posibilidades históricas dentro de las que operaba Nicaragua en el siglo XIX Chamorro organizó su visión política y su función gubernamental dentro del marco que imponían las limitaciones estructurales y culturales de la sociedad. Jerez ignoró las limitaciones estructurales heredadas de la experiencia colonial y organizó su conducta política dentro de una visión normativa e idealista del poder y de la historia.
La tendencia de los conservadores a aceptar el orden social y cultural del país como una condición natural y la inclinación de los liberales a adoptar posiciones normativas, divorciadas de la realidad, contribuyeron a la institucionalización del pensamiento pragmático- resignado, que se alimentaba del Providencialismo. El mismo Jerez, con todo y su Liberalismo anti-clerical, compartía el “universo epistémico” providencialista de los conservadores. Así se desprende de su correspondencia privada y de sus discursos públicos.
En la carta que envió a su esposa Paula, con fecha 11 de noviembre de 1869, apuntaba: “Abrazo estrechamente a mi cuñadita y mi Juanita de Dios y mía, y demás familia. No tengas ningún cuidado por mí: Dios me protege evidentemente, quizá por las buenas intenciones que él mismo me da” (Jerez, 1869 b, en Rizo, 2001, 66). En otra carta, dirigida a su esposa con fecha 20 de noviembre de 1876, escribió: “Me he alegrado muchísimo de saber de la buena salud de ustedes hasta el 9 del actual; y espero en la Providencia que así se conserven. También celebro que no hayan sufrido daño en la hacienda por el huracán, sin dejar de sentir las pérdidas de otras personas, probablemente amigos nuestros” (Jerez, 1876, en Rizo, 2001, 77).
Más tarde, en el discurso que pronunció en Tegucigalpa el 15 de septiembre de 1878, volvió a utilizar un lenguaje providencialista para explicar la independencia de Centroamérica: “Jamás el hombre se ha mostrado tan grande, como en los días solemnes, para siempre memorables, tal como nuestro 15 de septiembre, en que todo un continente se levanta como un sólo hombre del abyecto coloniaje, y proclama en alta voz, con voz de trueno, los derechos que nadie ha debido arrebatarle, porque son preciosos dones con que le ha enriquecido la alta Providencia… La América al hacerse independiente, cumple su eterno destino: deja atrás la perturbación y sigue triunfante describiendo la hermosa órbita que le ha trazado la Providencia” (Jerez, 1878, en Salvatierra, 1950, 271-2).
Sin la capacidad teórica y filosófica para articular un consenso de intereses y obligaciones a nivel nacional, los liberales y los conservadores de esta época se mantuvieron en un estado de confrontación permanente. Las tensiones y contradicciones entre los principios políticos, que defendían estos dos grupos -la libertad liberal; y la legalidad conservadora-, degeneraron muy pronto en una nueva guerra.
Con fecha 21 de noviembre de 1853, Fruto Chamorro se dirigió “a los pueblos del Estado” para comunicarles el descubrimiento de un supuesto complot liberal para derrocar a su gobierno: “La Providencia, que vela siempre por el destino de las sociedades, ha querido que se revelase tan nefando crimen para que pudiera impedirse su ejecución”. En este mensaje, recordó al pueblo que, en su inauguración como supremo director había prometido dedicarse a la preservación del orden y que para ello había ofrecido seguir “la sabia regla del derecho que prescribe prevenir los males antes que remediarlos”. Chamorro continuó señalando los detalles del supuesto complot liberal, la existencia de pruebas de este complot “en el archivo secreto del gobierno”, y los nombres de los principales involucrados, entre los que aparecían Máximo Jerez, Francisco Castellón y otros líderes liberales (Chamorro, 1853 c, en Pérez, 1865 1975, 350-1).
Mateo Mayorga, ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de Violeta Barrios de Chamorro, utilizó la misma racionalidad y casi las mismas
palabras del mandatario para justificar la conducta del gobierno. En su carta del 25 de noviembre de 1853, repitió los detalles del supuesto complot liberal para luego señalar: “Con esta indagación no era posible soportar que los trastomadores del reposo público realizasen su injustificable maquinación, sin hacerse responsable de los funestos resultados que de ella nacerían y S.E. el Sr. General Director Supremo, que abriga la convicción más íntima de que es una exigencia social mirar antes que ninguna otra cosa por la conservación del orden y mantenimiento de la paz: que cree ser esto su primordial deber; y que para llenarlo es indispensable destruir en su principio las causas de la intranquilidad, siguiendo el benéfico axioma de que es más conveniente prevenir el mal que remediarle..(Mayorga, 1853, en Pérez, 1865 1975, 348-350).
En su carta del 23 de noviembre de 1853, Máximo Jerez negó públicamente los cargos que el gobierno había lanzado en su contra y desafió a Chamorro a mostrar las evidencias que supuestamente apoyaban sus acusaciones. En esa misma comunicación, Jerez solicitaba: “que se hagan venir a nuestros calumniadores a sostener en careo público sus dichos …” (Jerez, 1853, en Pérez, 1865 1975, 355).
Con fecha 28 de noviembre de 1853, el gobierno emitió un acuerdo firmado por Fruto Chamorro expulsando a los cabecillas del denunciado complot. En ese mismo acuerdo, el gobierno rechazó la solicitud de Jerez para enfrentar cara a cara a sus acusadores: “No es posible acceder a esta solicitud”, señalaba el acuerdo gubernativo, “porque el careo indicado, al paso que no sería de un resultado tal que pudiese destruir todas las convicciones morales que sobre el particular arroja el dicho proceso y asisten al Gobierno, podría refluir en perjuicio de los declarantes y denunciantes, en virtud de que según informes que se tienen de personas fidedignas, se había formado en León una Logia cuyo principal instituto era castigar con penas muy severas a los que se supiese que habían denunciado lo que en ella se tratase, ligándose los comprometidos bajo un torpe juramento a dar muerte, de la manera que puedan, a los que de ellos revelasen el secreto, lo cual redundaría también en daño de la misma sociedad, cuyo bienestar tanto se busca..(Chamorro, 1853 e, en Pérez, 1865 1975, 345-7). Los acusados -con la excepción de Jerez -a quien se ordenó reubicarse en Acoyapa- fueron condenados a salir del país, aunque este general solicitó compartir el exilio con sus compañeros de infortunio. Jerónimo Pérez apunta: “Por fin el 3 de diciembre salieron todos escoltados para la frontera norte hasta la línea divisoria de Honduras, llevando cada uno cierta suma de dinero que mandó darles el gobierno” (Pérez, 1865 1975, 11).
Los liberales expulsados se organizaron militarmente para derrocar al gobierno conservador. El 5 de mayo de 1854, pocos días después que la Asamblea Legislativa sancionó la nueva Constitución conservadora, Máximo Jerez arribó a El Realejo acompañado de 24 hombres (Gámez, 1975, 722). En poco tiempo, los liberales establecieron un Gobierno Provisorio en la ciudad de León, presidido por Francisco Castellón. Una vez más, Nicaragua quedó dividida bajo dos gobiernos: uno “Democrático” en León, y otro “Legitimista” en Granada. Los democráticos adoptaron una divisa roja y los legitimistas se identificaron con una divisa blanca.
El 25 de mayo de 1854 Máximo Jerez atacó Granada iniciándose así el sitio de la ciudad-bastión del Conservatismo nicaragüense. El sitio duró ocho meses y medio (Gámez, 1975, 596).
La inflexibilidad de las posiciones políticas adoptadas por democráticos y legitimistas durante esta fase del conflicto nicaragüense se expresó con claridad en las proclamas de guerra emitidas por ambos bandos. En su proclama difundida en Chinandega, el 8 de mayo de 1854, Jerez señalaba:
La administración ha llevado sus miras hasta el extremo de pretender que el Estado se subyugue a un nuevo sistema político contrario en un todo a los principios democráticos que profesa la generalidad de Nicaragua, cuyo atentado, si llegara a tener efecto, sería amenazante a la libertad de los Estados vecinos que han adoptado las mismas instituciones que el pueblo nicaragüense: estando reconocido por el derecho público que el Gobernante que traspasa las reglas que se le han prescrito para el desempeño de sus funciones, por el mismo hecho pierde la autoridad legítima y se convierte en usurpador y tirano, a quien nadie debe acatar ni obedecer, sino antes bien arrancarle del poder para restituirlo al pueblo, oponiendo la fuerza, a la fuerza como único medio dictado por la ley natural, autorizado por el programa que ha establecido el Ejército, cuyo mando obtengo, y para conocimiento de todos los pueblos del Estado, he tenido a bien declarar lo presente : El objeto principal del Ejército a mi mando, es arrancar de manos del señor Chamorro y sus agentes conocidos, el poder público que ha usurpado, y restituir al pueblo nicaragüense sus derechos ultrajados, como el verdadero Soberano que debe usar de ellos de la manera más libre y conveniente, contando para llevar a cabo esta empresa con la cooperación que están prontos a dar todos los buenos nicaragüenses … Los que directa o indirectamente auxilien al tirano del estado, serán considerados como traidores a la Patria, y tratados conforme a las reglas de guerra (Jerez, 1854, en Esgueva, 1995, 405).
Fruto Chamorro denunciaba a los que consideraba como los eternos enemigos del Conservatismo: los federalistas liberales morazanistas: “Nicaragüense: confío en vuestro buen sentido para esperar que no seréis alucinados esta vez. Comprended que esta facción es hija de la titulada Coquimba, que siempre ha mantenido en inquietud a todo Centro América. Su triunfo agotaría vuestros capitales, y os llevaría a estrellaros en los muros de Guatemala y Costa Rica. Conciudadanos: no vais a defender mi persona ni la causa de pocos: defenderéis vuestras leyes, vuestras propiedades y familias, que es la causa de la patria. A esta causa he sacrificado todos mis goces, y por ella morirá con gusto vuestro compatriota y amigo” (Chamorro, 1854 b, en Pérez, 1865 1975, 362).
En otra de sus proclamas, Chamorro estableció los términos ideológicos del conflicto: “La causa que hoy sostiene el Gobierno es la causa del orden contra la anarquía, la de los principios contra la demagogia y las doctrinas exageradas de libertinaje; es la causa de la honradez y de la propiedad contra el comunismo y la licencia; y es en fin la causa de la sociedad, la de la patria contra unos hijos ingratos que la destrozan, manteniéndola en una guerra fratricida que amenaza hundir la República en un lago de sangre y dejarla reducida a cenizas” (Chamorro, 1854 c, enPérez, 1865 1975, 364).
La intransigencia de los partidos en pugna hizo fracasar los múltiples intentos de negociación impulsados por los gobiernos centroamericanos para lograr la pacificación del país. Las rígidas posiciones adoptadas por legitimistas y democráticos empujaron al gobierno de Guatemala a solicitar al vice-cónsul británico en Nicaragua, Tomás Manning, la intervención de su país en la guerra civil nicaragüense. Una carta del representante del gobierno de Guatemala, P. de Aycinena, señalaba algunas de las posibles repercusiones internacionales de ese conflicto: “El Gobierno de Guatemala considera digna de atención la situación actual de Nicaragua, especialmente por las graves cuestiones que median con la Inglaterra por la Costa de Mosquitos; con los EE.UU. por los pasos que han comenzado a darse e intenciones que se manifiestan para lo sucesivo, y con Costa Rica por el asunto del Guanacaste. ¿Será dable atender a negocios tan delicados en medio de un conflicto que pone en desacuerdo los espíritus y anula el poder de las autoridades?”.
En esa misma carta, el ministro guatemalteco proponía identificar los puntos de coincidencia entre democráticos y legitimistas para conciliar las posiciones en conflicto: “Por una parte hay que atender a la legitimidad y a la conveniencia de que la autoridad se conserve y sea respetada; y por otra llama la atención el ver a la cabeza de los pronunciados algunas personas notables por sus servicios y destinos públicos que han ocupado en diferentes épocas, lo cual indica que sus miras no pueden ser perniciosas al bien público, y que solo una extremidad los ha conducido a procedimiento de hecho de un éxito dudoso” (de Aycinena, 1854, en Pérez, 1865 1975, 369).
El gobierno de El Salvador también intercedió para solucionar el conflicto nicaragüense. El 22 de marzo de 1854, el pbro. Manuel Alcaine fue recibido por el gobierno legitimista para escuchar los propósitos de su misión. El padre Alcaine en su discurso puso de manifiesto la cosmovisión religiosa imperante en esta época. Haciendo referencia a la paz, señaló:
Grande es por cierto el objeto de la comisión que el Supremo Gobierno de El Salvador confió a mis débiles fuerzas. En su feliz desarrollo veo yo la dicha completa, no de una nación sola, sino de todo el género humano. Con razón, señor, se apellida un don del cielo y entre los dones todos el más sobresaliente. Con él inauguraron los ángeles la época de nuestra regeneración venturosa; con él saludó el Divino Maestro por la primera vez a sus apóstoles, luego de resucitado; y esta fue la herencia que les dejó cuando vencedor de la muerte y del príncipe de las Tinieblas subió a regir sentado a la diestra de su Padre los destinos de todos y cada uno de los mortales; con él premia desde allí a los pueblos y Naciones, que saben respetar y temer la santidad de su nombre. Por eso la paz puede compararse con toda propiedad a un árbol frondoso bajo cuya sombra benéfica duerme tranquilo el ciudadano; y la agricultura y el comercio y las artes, y las letras, y la honradez, y la virtud y el bienestar de las familias crecen con admiración. El pueblo que la posea podrá decir con su verdad: vivo ya en la antesala del cielo.
Por el contrario, señor, cuando Dios por sus justos juicios, que debemos venerar, retira de un pueblo el beneficio de la paz, y por los mismos juicios la sustituya su formidable contrario; ¡que contraste! La confusión entonces, el desorden, el odio, la venganza, la rabia, el furor, el incendio, la desesperación, la muerte, la… apartemos la vista del horrendo cuadro que hace estremecer, y firmémosla otra vez sobre el encanto de la paz (Alcaine, 1854, en Vijil, 1967, 99).
Las respuestas del gobierno legitimista a los esfuerzos de pacificación realizados por el gobierno británico y por los gobiernos de Centroamérica fueron articuladas dentro de una racionalidad dogmática y legalista. En contestación a una carta enviada por el representante británico sugiriendo la necesidad de que las autoridades legitimistas entraran en negociaciones con el representante de las fuerzas democráticas, el ministro de Relaciones Exteriores señalaba: “El reconocimiento del señor Hermenegildo Zepeda, representante del gobierno Democrático en su carácter indicado, necesariamente envuelve el de la misión de quien lo envía; y U. convendrá que tal reconocimiento perjudica los fueros de la legitimidad y atenta contra ese respeto y conservación de la autoridad que quiere su gobierno se mantengan incólumes, como elementos sin los cuales las sociedades no pueden caminar bien” (Castillo, 1854 a, en Pérez, 1865 1975, 371).
Iguales razones ofreció el ministro nicaragüense al representante de El Salvador: “Comenzar por reconocer la misión del señor Zepeda, es comenzar por la abdicación del Gobierno Legítimo. No puede suponerse un comisionado sin un comitente, un agente de gobierno sin un Gobierno; y como no puede considerarse la existencia de un Gobierno que no tenga por apoyo la razón y la ley, resulta que el reconocer al llamado Gobierno Provisorio es poner la legitimidad de parte suya: ¿Y puede acaso haber en un solo cuerpo político dos gobiernos a la vez? Es inconcebible que haya derechos opuestos: la existencia de un Gobierno Legítimo excluye la de otro” (Castillo, 1854 b, en Pérez, 1865 1975, 374-5).
Ante los fracasos de las mediaciones diplomáticas, Guatemala impulsó la idea de una intervención armada para poner fin a la guerra en Nicaragua. Con fecha 28 de agosto de 1854, el gobierno guatemalteco instó al gobierno salvadoreño a colaborar en esta empresa. “De otro modo”, señalaba el gobierno de Guatemala, “la guerra civil se prolongará en Nicaragua, que acaso vendrá a caer después, ya casi aniquilada, en poder de una nación extraña” (Gobierno de Guatemala, 1854, en Pérez, 1865 1975, 64-65).
En estas circunstancias regresó a Nicaragua el general Trinidad Muñoz -que había salido del país en 1851 -, para ponerse al frente de las fuerzas armadas democráticas. José María Estrada, en quien Fruto Chamorro había depositado la dirección del gobierno legitimista para ponerse al frente de las tropas de este gobierno, asumió la jefatura del Estado después que Chamorro falleció el 12 de marzo de 1854 . Ponciano Corral asumió la dirección de las fuerzas armadas legitimistas. También en el otro gobierno hubo cambio. Francisco Castellón, el director supremo del Estado, falleció en octubre de 1854, siendo reemplazado por Nazario Escoto (Vega Bolaños, 1944, 194).
La precaria situación de los democráticos se expresó en la actitud de Estrada frente a su nombramiento. El 8 de abril de 1854, día en que los cristianos celebraban la resurrección de Jesucristo, Estrada solicitó a la asamblea legislativa legitimista que nombrara a otro diputado como presidente de la república: “Mi carácter no me llama al puesto que altamente ocupo: me parece que ya se ha echado ver más de lo preciso. Yo puedo servir en segundo, y serviré con gusto en cualquier puesto subalterno en que se me coloque, pues todo puesto es para mi honroso cuando en cualquiera de ellos puedo servir a mi patria. Permitidme pues, señores encareceros de nuevo mi subrogación. Por lo demás, ruego al cielo quiera iluminar vuestro patriotismo para que con pulso certero curéis las hondas heridas de la patria…” (Estrada, 1854 a, en Vega Bolaños, 1944, 203).
Ese mismo día, Nicasio del Castillo, en representación de la Asamblea, se dirigió a Estrada para solicitarle que se mantuviera en su puesto: “En medio de la crisis espantosa que está sufriendo el país, su salvación es ante todo, la conservación de la sociedad es el primer deber del Gobierno… Muy aventurado sería, y hasta poco delicado en mí que he formado parte de la administración, decir que todos sus actos han sido los más adecuados a las circunstancias; pero injusticia sería no reconocer en ellos, como en los de vuestro ilustre antecesor, la rectitud de intención y la sanidad en las miras. Puede ser que la cabeza no haya andado afortunada, pero se ve que está limpio el corazón”.
Para concluir su discurso, del Castillo expresó su fe en la buena fortuna que “la Providencia” podía deparar al país: “Será tal vez una coincidencia casual la reunión de la Augusta Asamblea Constituyente el mismo día en que el orbe Católico recuerda la resurrección del linaje humano. ¿Y por qué esta coincidencia no puede ser también un augurio feliz de la que debe tener el pueblo nicaragüense? ¿Por qué no puede ser el preludio de que nuestra sociedad va a reposar y caminar a su ventura con la carta Constitutiva de 30 de Abril? Son impenetrables los misterios de la Providencia; no intento sondearlos, pero veo ese pequeño incidente enlazando nuestro porvenir. ¡Quiera el Cielo que así sea!; y para asegurarle, vamos al Templo del Señor a darle gracias porque en medio de la borrasca deshecha que ha venido atravesando el país, aparecen organizados sus Poderes supremos, que simbolizan la existencia de la República: vamos a implorar del padre de las luces el acierto para llenar nuestra misión con provecho de la patria” (del Castillo, 1854, en Vega Bolaños, 1944, 205-206).
Durante la guerra civil nicaragüense aparecieron extranjeros combatiendo al lado de ambos bandos. Jerónimo Pérez menciona a un inglés, Doctor Sigur, que colaboraba con los democráticos con el pomposo rango de comandante en jefe de las fuerzas navales. Sigur recorría la costa de Chontales en una goleta “haciendo incursiones en los puntos o haciendas vecinas en que tomó presos a varios individuos que andaban huyendo de la guerra”. En el ejército legitimista apareció la figura del estadounidense Henrique Dross que ostentaba el también extravagante rango de teniente coronel de artillería. También menciona al estadounidense Eusebio Coll, un “extranjero, afiliado a la causa legitimista” (Pérez, 1865 1975, 50-57; Gámez, 1975, 756).
Para romper el balance de fuerza que mantenían los dos ejércitos en pugna, el Gobierno Democrático contrató los servicios del filibustero estadounidense Byron Cole quien se comprometió a organizar una fuerza de trescientos hombres armados. A cambio de sus servicios, los soldados recibirían un sueldo y “un cierto número de acres al terminarla campaña” (Walker, 1860 1993, 29).
Byron Cole traspasó a William Walker, filibustero de Tennessee, una versión revisada del contrato firmado con los democráticos. En ésta, el Gobierno Democrático de Nicaragua ofreció al filibustero una “concesión de colonización”. Esta figura legal le permitía a Walker evitar problemas con la Ley de Neutralidad de los EE.UU. que prohibía la organización de acciones armadas desde territorio americano contra otros Estados. Más aún, el nuevo contrato se ajustaba a las verdaderas ambiciones de Walker que no aspiraba a servir como comandante de una fuerza mercenaria en Nicaragua, sino a apoderarse del país.
A mediados del siglo XIX, el fenómeno del filibusterismo, del que Walker era una expresión, había llegado a convertirse en una “institución nacional” en los EE.UU. y, más concretamente, en uno de los mecanismos de expansión del poder transnacional de ese país. Como señala William O. Scroggs, las aventuras filibusteras “no eran simples accidentes, sino hechos históricos vitales, sintomáticos del espíritu americano de la época” (Scroggs, 1916, 6-8).
“El espíritu de la época”, señalado por Scroggs, lo expresó con claridad otro filibustero, H.L. Kinney, en su manifiesto de julio de 1854 . Kinney, operando de manera simultánea con Walker, había intentado colonizar el territorio de San Juan del Norte después de haber decretado la independencia de ese puerto el día 6 de septiembre de 1854 (Gámez, 1889 1975, 605). Señalaba Kinney: “Reclamamos el derecho de establecer en medio de los bosques desiertos de Nicaragua, en nuestra propiedad adquirida legalmente, ‘la Escuela y la Iglesia’, para vivir allá como conviene a ciudadanos quietos, industriosos y legales habitadores; para impulsar la agricultura, establecer el comercio, y cultivar las artes que embellecen la vida. Al proceder así no violo ley alguna ni divina ni humana. Y si en la plenitud de los tiempos ocurriesen cambios políticos; si en donde ahora reina la anarquía, se llegase a establecer un Gobierno responsable, permanente y de respeto; si las guerra desgraciadas que ahora desoían la tierra, cediesen el lugar a trabajos pacíficos; y si el Estado se levanta de nuevo, purificando por su experiencia, y preparado para el lugar que le tiene destinado el Dios de las Naciones, entonces podremos oir el fallo pronunciado sobre nuestra empresa” (Kinney, 1854, en Pérez, 1865 1975, 389-390).
El discurso de Kinney, así como las racionalizaciones articuladas por los líderes políticos e intelectuales estadounidenses para justificar el expansionismo territorial de su país incluyeron dogmas metafísicos que racionalizaban el expansionismo de los EE.UU. como parte de un “plan divino”; leyes pseudocientíficas que intentaban explicar este expansionismo como un proceso natural e inevitable; y, finalmente, argumentos y justificaciones morales basadas en la idea del “deber social” de los estadounidenses para extender su civilización en todo el mundo (ver Weinberg, 1963; también, Merk, 1966). Detrás de estas racionalizaciones operaban casi siempre intereses políticos y económicos concretos. Thomas Jefferson, por ejemplo, veía el expansionismo territorial como un medio para impulsar el desarrollo económico de los EE.UU. y como una forma de contrarrestar las tensiones sociales asociadas con este desarrollo (Slotkin, 1985, 70).
Es importante resaltar que las referencias religiosas en el discurso y las justificaciones expansionistas de los estadounidenses forman parte del pragmatismo-optimista, que ha formado parte de la cultura de los EE.UU.. En este país, las expresiones providencialistas no expresaban una actitud fatalista o paralizante. Todo lo contrario: la visión de un Dios, que regula y ordena la historia, fue utilizada para apoyar el activismo y la energía transformadora que hizo posible la consolidación de esa sociedad y el desarrollo de su poder transnacional.
Las racionalizaciones utilizadas por los estadounidenses para justificar la ampliación de su poder a mediados del siglo XIX, llegaron a sintetizarse y expresarse más claramente en el mito de la frontera. Este mito, explica Richard Slotkin, estableció una asociación entre la idea del progreso material y moral de los colonizadores europeos que se establecieron enNorte América y el desplazamiento físico que éstos tuvieron que realizar para separarse del orden social imperante en Europa. Desde esta perspectiva, la ampliación de la frontera llegó a ser vista como parte consustancial del desarrollo histórico de los EE.UU.. Si Europa representaba el viejo orden, que había que superar, la frontera representaba el obstáculo que los colonizadores tenían que vencer para expandir y establecer una nueva civilización. La frontera no era simplemente una realidad geográfica sino también un desafío moral, por cuanto establecía la demarcación que separaba lo que los estadounidenses definían como el progreso y la barbarie.
El mito de la frontera contribuyó al desarrollo de una visión étnica y racial de las contradicciones generadas por el progreso económico de los EE.UU. por cuanto facilitó la cristalización de la idea de la savage war, por encima de la idea del class conflict. Así pues, la contradicción fundamental en el proceso de desarrollo norteamericano llegó a ser percibida y conceptualizada como el producto de las diferencias y tensiones entre una población blanca, cristiana y europea, y cualquier otro grupo social con características étnicas, raciales, religiosas e históricas diferentes (Slotkin, 1963, 33-47).
La visión del poder y de la historia que impregnó el proceso formativo de los EE.UU., creó las condiciones apropiadas para el surgimiento de la ideología del “Destino Manifiesto”. De acuerdo a ésta, Dios había impuesto sobre los EE.UU. la tarea de extender su influencia sobre las “naciones salvajes, esclavizadas e ignorantes” de la tierra, para transformar, como lo expresó Samuel Cooper en 1780, “a una gran porción del mundo en asiento del conocimiento y la libertad” (Cooper, 1780, en Weinberg, 1935, 18-19).
La condición anárquica en que se encontraba sumida Nicaragua a mediados del siglo XIX, la auto-impuesta misión civilizadora de los EE.UU. y la creciente importancia de la ruta interoceánica hicieron prácticamente inevitable la aparición del filibusterismo en Nicaragua. Scroggs señala que si Walker no hubiera intentado apoderarse de Nicaragua, otros lo hubieran hecho (Scroggs, 1916, 8-6).
Inspirado en el espíritu y la racionalidad expansionista de los EE.UU., Walker-al igual que Kinney en San Juan del Norte- asumió que la condición de anarquía de Nicaragua le otorgaba el derecho y la responsabilidad de “regenerar” este país. Para él, su misión era transformar las estructuras sociales, políticas, económicas y culturales para establecer en Nicaragua el imperio de su raza. Señalaba Walker: “Lo que llaman torpemente “filibusterismo” no nace de la violencia de las pasiones o de desenfrenada codicia; es el fruto de los instintos seguros e inequívocos que obran de acuerdo con el derecho tan antiguo como el mundo. Los que hablan de establecer relaciones duraderas entre la raza americana pura, como existe en Méjico i la América Central, sin el empleo de la fuerza, no son más que visionarios. La historia del mundo no ofrece el hecho utopista de una raza inferior cediendo mansa i tranquilamente a la influencia preponderante de un pueblo superior. Doquiera que se encuentren frente a frente la barbarie i la civilización, o dos formas diferentes de civilización, el resultado debe ser la guerra. Por consiguiente, la lucha entre los nuevos i los antiguos elementos en la sociedad nicaragüense, no era pasajera ni casual, sino natural e inevitable. La guerra de Nicaragua era el efecto claro i distinto del choque entre dos razas que pueblan el Norte i el Centro del Continente” (Walker, 1860 1993, 264).
Nicaragua aparecía ante los ojos de Walker-y de la mayoría de los estadounidenses- como una realidad natural sin relevancia social; y, el nicaragüense, como un ser “ignorante, ingobernable, revolucionario, sin energías para grandes vicios o para grandes virtudes” (Roche, 1891, 53). Esta percepción de Nicaragua y de los nicaragüenses, desafortunadamente -como se mostrará más adelante-, no era muy diferente de la percepción que las élites tenían de su propio pueblo.
Las élites del país también percibían a los EE.UU. como una sociedad superior destinada a imponer su civilización alrededor del mundo. En este sentido, Walker era percibido por muchos nicaragüenses como el portador de la vitalidad y el ingenio “americano”, así como el posible redentor de una sociedad que se percibía a sí misma como incapaz de lograr la estabilidad social y el progreso.
Desde su arribo a Nicaragua, con los 27 soldados que lo acompañaban, el filibustero logró identificar las debilidades culturales del país que intentaba “regenerar”. El estadounidense observó que su presencia no sólo no provocaba el rechazo de la población sino que era aceptada con entusiasmo. En sus memorias, Walker señala cómo al entrar a la ciudad de Chinandega “las campanas repicaron en señal de bienvenida”. Y agrega: “i en todas las pequeñas poblaciones que encontraron en el camino recibieron señales de simpatía i hospitalidad… * (Walker, 1860 1993, 37).
La recepción, que recibió Walker, fue anticipada por Carlos Etienne Brasseur de Bourbourg en 1854 : “Ni Texas, ni California presentaron jamás una situación tan deplorable, ni vieron cometer tantos excesos a pleno día como se ve en Nicaragua, y la gente honrada del país, a pesar de su antipatía natural y también los extranjeros los menos amigos de los hombres del norte, verían una invasión a la López López de Santana en Texas como una acción benéfica” (Brasseur de Bourbourg, 1854, 54).
En su primera acción militar, las tropas de Walker fueron derrotadas por las fuerzas nicaragüenses, que defendían la ciudad de Rivas. Después de esta batalla, los legitimistas recurrieron a la religión y a los prejuicios existentes contra el protestantismo para movilizar al pueblo contra las tropas filibusteras. En la comunicación dirigida a los sacerdotes nicaragüenses, el ministro de Gobernación legitimista, Mateo Mayorga, señalaba:
La comparsa de rebelados contra las leyes y la autoridad legítima de Nicaragua ha llamado a su auxilio a extranjeros codiciosos ofreciéndoles por recompensa las tierras de la Patria. Parte de ellos, mandada por el conocido usurpador de ajenos territorios, el Coronel Walker, llegaron al Realejo, y asociados de una partida de facciosos, vinieron a invadir el Departamento Meridional y se internaron en él; pero la Divina Providencia, ostentando la decidida protección que dispensa a la noble y justa causa que ha sostenido y sostiene el Gobierno legítimo y escogiendo por instrumento de su justicia a los valientes que empuñaban las armas en Rivas para defender los fueros de la República, dispuso que diesen a los sacrilegos invasores una lección terrible escarmentándolos gloriosamente en las orillas de la misma ciudad. Dios salvó a su pueblo de ser presa de una gente impía que traía el pensamiento de destruir la Religión Santa del Crucificado que heredamos de nuestros padres, y plantar en su lugar otro culto abominable… No se ocultará a U. que si dicha gente (los filibusteros estadounidenses) llegara a posesionarse de Nicaragua, este perderá su soberanía y libertad; y se perderá una cosa más cara todavía: nuestra santa y divina religión. Los nuevos dominadores profanarán el Sancta Santorum, y convertirán nuestros templos de adoración en orgías inmundas, en sitios destinados a la embriaguez y a la disolución; y en lugar de la sublime y bienhechora doctrina del Salvador del género humano, diseminarán otra contraria, condenada y reprobada por la Iglesia nuestra madre.
El ministro de Gobernación, además, solicitaba a los religiosos que “amonestaran” a los católicos nicaragüenses “la obligación que tienen de obedecer y respetar a los Poderes legalmente constituidos, de lidiar valerosamente por los derechos de la nación y de morir, si fuese necesario, por Dios y por la Patria…” (Mayorga, 1854, 2).
Las contestaciones a la petición de Mayorga revelan el espíritu religioso y pragmático-resignado dentro del que operaba políticamente la sociedad nicaragüense. El cura y vicario de Granada, Agustín Vijil, respondió a la circular señalando: “Aunque yo no poseo los altos conocimientos políticos del señor ministro, no dejo de conocer la triste situación de Nicaragua, y este conocimiento llena mi alma de la mayor amargura; pero me consuelo al considerar que si Dios quiere protejemos, no faltará un David que derribe al soberbio filisteo y dé la libertad al pueblo de Dios; como por el contrario, si estuviese ordenado en los decretos de su eterna justicia que Nicaragua pase a una dominación extraña, como lo hizo repetidas veces con su amado Israel en castigo de sus culpas no tenemos más que conformamos con sus soberanas disposiciones, ni otro recurso que el de Israel cautivo llorando amargamente a los márgenes de los ríos solitarios de Babilonia” (Vijil, 1854 a, 3).
El cura de la Villa de Acoyapa también respondió a Mayorga, señalando: “Sirvase V.S. informar a S.E. que ayer ha comenzado mi predicación evangélica sobre obediencia, sobre patriotismo, sobre tueros patrios y sobre la defensa de la adorable religión, concluyendo mi primera tarea con las palabras del Rei salmista: “Juzgará a las naciones; las llenará de ruinas, y hará rodar por el suelo las cabezas de muchos” (Boletín Oficial, 1854 a, 3-4).
Después de su derrota en Rivas, Walker lanzó un ataque contra las fuerzas legitimistas acantonadas en Granada el día 12 de octubre de 1854 . En menos de dos días, el bastión político y militar del Conservatismo granadino fue capturado por Walker con una facilidad que hace incomprensible la incapacidad de los ejércitos democráticos y legitimistas para romper el balance de fuerzas en el que se habían mantenido durante más de ocho meses. Señala Walker: “En realidad las fuerzas enemigas en la ciudad eran insignificantes, i el encuentro entre ellas i los democráticos no merece el nombre de acción…” (Walker, 1860 1993, 81).
La toma de Granada, relata Pérez, se celebró en León “con todas las muestras de regocijo público” (Pérez, 1865 1975, 136). Gámez, corrobora la aserción de Pérez al señalar que la toma de Granada “fue celebrada en León con loco entusiasmo” (Gámez, 1889 1975, 612).
En la propia Granada, la victoria del filibustero se celebró el día catorce de octubre con una misa dominical oficiada por el padre Agustín Vijil. En su sermón, el sacerdote reveló, nuevamente, la actitud pragmática-resignada que inundaba el espíritu de un importante sector de la sociedad nicaragüenses, la esperanza que en éste despertaba la intervención de los EE.UU. en el desarrollo político nacional y, finalmente, el peso del Providencialismo en la cultura del país:
Por lo que hace a la situación actual espero que ella cambie favorablemente mediante la armonía entre los nicaragüenses. Ya sabéis que por las disposiciones dictadas por el General Walker, hombre ilustrado y de talento, se prometieron garantí as a la persona, al hogar y al trabajo, procurando llegar a una inteligencia satisfactoria entre los partidos. Si el General Walker se anima en tan laudables propósitos, sostiene su criterio entre los hombres que comanda, haciéndolo aceptable a nuestros hermanos legitimistas y a nuestros hermanos leoneses, como una necesidad de los tiempos, habrá alcanzado la verdadera victoria, no la de sorprender una plaza y capturarla, sino la de un mérito superior a nuestras mejores esperanzas, y se hará acreedor a nuestro reconocimiento. Sería el enviado de la Providencia para curar heridas y reconciliar la familia nicaragüense que otros dividieron, porque ser el instrumento de la paz, lograr el fin de hostilidades tan crueles, es merecer el aprecio de esta tierra afligida por la peor de las desgracias: la guerra civil. Y entonces, cuando brille un nuevo sol, no sobre campos de muerte sino sobre tierras cultivadas, ni sobre ciudades en disputa sino en el mejor acuerdo, sosteniendo relaciones provechosas, el comercio extendido en la República, y el libre tránsito sin trabas, entonces podremos decir del Gral. Walker que se presentó a nuestras playas en son de guerra, pero que al llegar a nosotros movido de mejores impulsos, sintió la necesidad de cumplir nobles aspiraciones como elemento de civilización ante el caso de la guerra, trocándose de modo providencial en defensor de la tranquilidad, mediador en la disputa de los partidos, como iris de concordia, ángel tutelar de la paz y estrella del norte de las aspiraciones de un pueblo atribulado (Vijil, 1854 b, en Vijil, 1967, 121).
Meses más tarde, Vijil sirvió de embajador de Walker ante el gobierno de los EE.UU..
El caudillo filibustero señala en sus memorias que, después de la toma de Granada, las “autoridades municipales” de la ciudad le ofrecieron la presidencia de la República. Alega que él declinó la oferta y que prefirió ofrecer sus servicios como comandante general a cargo de “la conservación del orden en el Estado” (Walker, 1860 1993, 84). Fabio Camevalini, el traductor de las memorias de Walker, lo desmiente (Carnevalini, 1993, 84). Alejandro Bolaños Geyer, sin embargo, en la cronografía que acompaña la reedición de La Guerra en Nicaragua de Walker, transcribe un acta donde se muestra que efectivamente el filibustero recibió un ofrecimiento para convertirse en director provisorio por el término de un mes, “mientras se convocaba a elecciones” (Bolaños Geyer, 1993, 276-278. También Vijil, 1967, 125-126). Alejandro Hurtado Chamorro y Sofonías Salvatierra confirman que tanto los legitimistas como los democráticos le ofrecieron a Walker la dirección suprema del Estado (Hurtado Chamorro, 1965, 62; Salvatierra, 1950, 86-7).
Las actitudes colaboracionistas de los grupos que apoyaban a Walker coexistieron con importantes expresiones y demostraciones de rechazo al filibusterismo estadounidense. Jorge Eduardo Arellano identifica a Mateo Mayorga -ministro de Relaciones Exteriores del gobierno legitimista en 1854 -, a Ponciano Corral, comandante general del ejército legitimista, al capitán Dámaso Rivera, al prefecto de Masaya, Pedro Joaquín Chamorro, a Juan Iribarren, a Carmen Díaz y al español José de Marcoleta, como los principales exponentes del “patriotismo nicaragüense frente al expansionismo filibustero” (Arellano, 1989, 89).
Una de las más emotivas y heroicas expresiones del espíritu de resistencia nicaragüense, la constituye el manifiesto lanzado por el prefecto y subdelegado de hacienda del Departamento Oriental, Pedro Joaquín Chamorro, quien, desde Masaya, hizo un llamado a sus compatriotas para que rechazaran la intervención filibustera. Con esta acción sabía que ponía en peligro la vida de sus familiares residentes en Granada. La firmeza de Chamorro, señala Anselmo H. Rivas, “formaba contraste con las vacilaciones del Gabinete y del Mando en Jefe; y sus manifestaciones eran calificadas de ‘imprudencia temeraria” (Rivas, 1967, 49). Así se expresó Chamorro: “Si para lograr tan noble objeto la derrota de las fuerzas filibusteras fuese necesario derramar la sangre de mi familia y amigos que allí existen, sangre adorada para mí, en buena hora, si ella sirve para regar el árbol de la independencia. Marchad, pues, que el triunfo será vuestro; más si la suerte nos fuese adversa, bajemos a la tumba sin llevar un remordimiento. Dejemos la ignominia a los traidores, a esos hijos ingratos, a los egoístas y a los Estados vecinos por su criminal indiferencia. Ellos pensarán como yo, y conocerán su error cuando sean esclavos: y entonces ¿de qué les servirá?” (Chamorro, 1854, 28).
Como comandante general y representante del victorioso gobierno democrático, Walker celebró un tratado de paz con Ponciano Corral, el jefe militar de las derrotadas tuerzas legitimistas. Este tratado sirvió de base para el establecimiento de un Gobierno Provisorio liderado por Patricio Rivas e integrado por importantes figuras democráticas y legitimistas. El nuevo gobierno debía funcionar por un período de catorce meses, a menos que el presidente en consejo pleno de ministros resolviera “convocar para elecciones antes de este término, para su renovación” (Walker y Corral, 1854, en Esgueva, 1995, 422-425).
El acuerdo entre Walker y Corral fue rechazado por el depuesto presidente legitimista, José María Estrada (Estrada, 1854, en Vega Bolaños, 1944, 209-210). Un grupo de jefes y oficiales del ejército legitimista, a cuya cabeza estaba el general Femando Chamorro, también denunciaron el acuerdo Walker-Corral y acordaron: “No reconocer más Gobierno que el Legítimo de la República, representado en la persona del Diputado presidente don José María Estrada, por ser nulo el tratado de 23 de Octubre de 1854, y por consiguiente el Gobierno de don Patricio Rivas, emanación suya” (Chamorro et al., 1856, en Vega Bolaños, 1944, 212; también, Arellano, año 2000).
El tratado de paz firmado por Walker y Corral hizo posible la naturalización de los soldados americanos y aseguró el cumplimiento de los compromisos del Estado para con las tropas extranjeras. El tratado, además, suprimió las divisas que utilizaban los ejércitos en conflicto y estableció una divisa única de color azul que llevaba impresa la leyenda: “Nicaragua Independiente” (Walker, 1860 1993, 88).
El 30 de octubre de 1854 se inauguró el gobierno del presidente Rivas, en el que Walker figuraba como comandante general, Ponciano Corral como ministro de la Guerra y ministro general, Máximo Jerez como ministro de Relaciones Exteriores, Fermín Ferrer como ministro de Crédito Público, y el americano Parker H. French como ministro de Hacienda (Gámez, 1889 1975, 616). Jerónimo Pérez señala que el propio vicario general del Obispado, don José Hilario Herdocia, dirigió a Walker una nota de felicitación que éste respondió con las siguientes palabras: “Me es muy satisfactorio oir que la autoridad de la Iglesia apoyará al Gobierno existente”. Las autoridades eclesiásticas de Granada apoyaron materialmente al gobierno de Rivas con un préstamo de “novecientas sesenta y tres onzas de plata fina en pasta” realizado a través del cura y vicario de la ciudad de Granada, Agustín Vijil (Pérez, 1865 1975, 180).
Inmediatamente después de inaugurado el nuevo gobierno se dio de baja a todos los soldados nicaragüenses que la solicitaron. Más de mil quinientos soldados fueron retirados del ejército quedando los estadounidenses en control de las fuerzas armadas del país. Walker señalaba en sus memorias que todas las fuerzas políticas de Nicaragua “confiaban en ellos para la conservación de la paz i el orden…” (Walker, 1860 1993, 93).
El jefe filibustero logró consolidar su poder casi inmediatamente. Consiguió neutralizar la influencia de Ponciano Corral, el principal jefe militar legitimista, que fungía como ministro de Guerra y ministro general del Gobierno Provisional. Este fue acusado por Walker de traición, por solicitar apoyo al gobierno de Honduras para expulsar a las tropas filibusteras. Fue juzgado por una corte marcial compuesta por estadounidenses y condenado a muerte. Su ejecución se cumplió el 8 de noviembre de 1854 . El padre Agustín Vijil lo asistió en el patíbulo. Relata Jerónimo Pérez: “Se sentó, y una columna de rifleros estadounidenses mandada por el Cnel. Gilman le hizo una descarga que puso fin a su existencia. La población toda lloraba públicamente, ocurriendo unos a cortar parte de los cabellos y otros a empapar sus pañuelos con la sangre de aquel, ídolo siempre del pueblo” (Pérez, 1865 1975, 152. También, Montúfar, año 2000, 120).
Walker dirigió luego sus acciones contra la Compañía de Tránsito que, controlada por el magnate estadounidense Cornelius Vanderbilt, manejaba la ruta interoceánica del Río San Juan. Para Walker, el control de esta vía era de crucial importancia: “El predominio del tránsito”, señalaba en sus memorias, “equivale para los americanos al predominio de Nicaragua; pues que, no el río, como muchos creen, sino el Lago, es el que sirve de llave para la ocupación de todo el Estado…” (Walker, 1860 1993, 107).
También logró que el gobierno de Rivas cancelara la concesión que Nicaragua había hecho a la Compañía de Tránsito y que ésta fuese transferida a sus aliados Edmundo Randolph y asociados. Rivas firmó esta transferencia, a pesar de que él mismo la consideraba como “una venta de Nicaragua” (Pérez, 1865 1975, 201).
La cancelación de la concesión del gobierno nicaragüense a la compañía de Vanderbilt iba a ser el mayor de los errores cometidos en Nicaragua por el filibustero. Vanderbilt se convirtió en un enemigo acérrimo de Walker y en una de las principales fuentes de apoyo a los ejércitos centroamericanos que eventualmente lograron la expulsión del aventurero estadounidense.
Pero Walker contaba con el apoyo de importantes figuras políticas de los Estados del Sur de los EE.UU., que esperaban que su empresa lograra la anexión de nuevos territorios a la causa esclavista. El gobierno de Franklin Pierce (1852 – 1856) trataba de “desactivar, en vez de enfrentar el problema de la esclavitud como un tema político” y, por lo tanto, mantenía una posición errática y contradictoria con relación a Walker (Milkis y Nelson, 1994, 139).
Inicialmente, Washington no reconoció al gobierno de Rivas, argumentando que no contaba con “motivos suficientes” para establecer relaciones diplomáticas, “con las personas que… pretenden ejercer el poder político en el Estado de Nicaragua” (Pérez, 1865 1975, 190). El día 14 de mayo, sin embargo, Agustín Vijil sería reconocido oficialmente por Washington como representante del gobierno de Nicaragua. Este acontecimiento, dice Walker, “Sirvió para fortalecer la influencia americana en Nicaragua; i mientras hacía ver lejanas las probabilidades de invasión por parte del Salvador, vino a añadir una razón para decidir al Gobierno a hacer un llamamiento a la voluntad popular; i también el aumento que acababa de verificarse en las tropas americanas, dió más fuerza a los partidarios de la elección (Walker, 1860 1993, 143).
El reconocimiento oficial de Vijil generó fuertes protestas por parte de Francia, Brasil, España y otros países de América Latina. La prensa estadounidense también reaccionó contra tal decisión, señalando la naturaleza anómala del gobierno que éste representaba. Las protestas terminaron obligando a la administración de Pierce a retirar su reconocimiento al representante nicaragüense (Gámez, 1889 1975, 649).
Mientras tanto, y siguiendo lo establecido en el tratado de paz firmado por los partidos legitimista y democrático, el gobierno de Rivas convocó a elecciones para supremo director. Los triunfadores en ellas fueron Máximo Jerez, Mariano 8 al azar y Patricio Rivas, figuras que por su relevancia nacional no eran del agrado de Walker (Arellano, 1997 a, 103). En una demostración de su poder-y de la insólita debilidad de las élites nicaragüenses-, Walker consiguió anular estas elecciones y programar otras en las que él mismo participó como candidato.
Ante esta realidad Patricio Rivas intentó poner freno a las ambiciones de Walker, ordenándole abandonar el país. Este ignoró la orden de Rivas, quien desprovisto del poder y de la autoridad necesarias para enfrentar al filibustero, huyó del país acompañado de Máximo Jerez. El 14 de junio de 1856, dos días después de su salida de Nicaragua, Rivas y Jerez reconocieron que era “indudable” para el gobierno nicaragüense que Walker abrigaba “tendencias contra los intereses de Nicaragua y aun de todo Centro América” (Rivas y Jerez, 1856, en Esgueva, 1995, 430). Es decir, hasta un año después de la llegada del filibustero a Nicaragua, los ahora expatriados democráticos reconocieron lo que el mundo entero sabía: Que su propósito era apoderarse de Nicaragua y de Centroamérica. Lo sabía Costa Rica, que le había declarado la guerra tres meses y medio atrás, el día 1 de marzo de 1856; y lo repetían los periódicos estadounidenses que apoyaban la campaña filibustera en Nicaragua. Uno de ellos, el día 15 de diciembre de 1854, ya señalaba: “Los EE.UU. tienen solamente que dejar que las cosas sigan su curso natural” en Nicaragua para “recibir todas las ventas que esperamos de la extensión de nuestra influencia sobre Centro y Sur América. Permitiendo al ‘Washington Nicaragüense,’ como se le llama, a Walker seguirla vena de su genio en asuntos militares y diplomáticos, tendremos la labor de propaganda y de anexión acomodada para nosotros sin esfuerzo de nuestra parte” (Frank Leslie’s Illustrated Newspaper, 1854, 3).
Walker logró superar en tan sólo ocho días la crisis provocada por la salida de Rivas, nombrando un nuevo Gobierno Provisional presidido por Fermín Ferrer. El cuarto domingo del mes de junio (y los dos días siguientes) se celebró la elección del presidente de la república en las que Walker resultó ganador. Esta elección, además de constituir una aberración política por la participación del filibustero, fue violatoria de la constitución del país que no establecía el sistema de elecciones directas. La elección se celebró únicamente en los territorios controlados por Walker.
La mejor prueba de la irregularidad del ejercicio electoral, que lo transformó en el presidente constitucional de Nicaragua, (Gámez, 1889 1975, 658) lo constituyen las propias memorias del filibustero. La Guerra en Nicaragua se caracteriza por la minuciosa información que utiliza para describir su ingreso en la política nicaragüense, las batallas en las que participó, los personajes con que interactuó, y otros muchos detalles. Por esto resulta sorprendente – y sospechosa- la rápida mención que las memorias de Walker hacen a la elección del filibustero, así como la ausencia en éstas de datos y evidencias que, de existir, hubiesen sido registradas por el filibustero para dejar claro ante la historia su popularidad entre el pueblo nicaragüense (Walker, 1860 1993, 148-9).
La ceremonia de la inauguración del gobierno de Walker estuvo llena de pompa y religiosidad. Así se desprende de la descripción de este evento, publicada por El Nicaragüense, el diario bilingüe por él creado: En la plaza de Granada se erigió una plataforma con capacidad para veinte personas. Un desfile precedió la toma de posesión. En él participaban “una compañía de soldados, la banda de música, la bandera de la República, el séquito del Presidente, ministros de los EE.UU. y Nicaragua y sus séquitos, Cónsules extranjeros, autoridades municipales, Comité del Estado Mayor, otros oficiales sin comisión, tropas y ciudadanos de dos en dos”. Continúa la narración de El Nicaragüense: “El presidente Ferrer, seguido del Gral. Walker, del obispo, el Coronel Wheeler, algunos oficiales generales, con sus séquitos, ascendieron a la plataforma y se sentaron en medio del más profundo silencio por un momento. Durante este intervalo se abrió la Biblia, colocaron el crucifijo y sobre el suelo colocaron un cojín, que pronto recibiría las rodillas de Walker”.
El acto de inauguración, sigue diciendo este reportaje, continuó con la celebración del Te Deum en la catedral de la ciudad: “El presidente Walker se sentó frente al altar. A su derecha don Fermín Ferrer, y a su izquierda el Gral. Pineda. Apenas se había dejado de oir el ruido de las pisadas cuando se vio avanzar un sacerdote con un incensario de plata y moviendo este frente al presidente lo incensó y lo bendijo. Se cantó Gloria in excelsis Deo, por el obispo acompañado de un coro nativo de voces melodiosas, dando las solemnes notas un sentimiento de majestad profúnda que llenaba los corazones de los congregados allí de temor y admiración” (El Nicaragüense, 1856, en Vijil, 1967, 175).
Walker organizó un gabinete compuesto de ministros nicaragüenses y subsecretarios estadounidenses. La presencia de nacionales en su gobierno demostró que el poder del filibustero estaba basado en el apoyo -tanto tácito como abierto- de que gozaba entre un importante segmento de la sociedad del país.
Como presidente de Nicaragua, empezó a actuar de manera rápida y agresiva sobre todo en lo concerniente a la colonización del país. Dice en sus memorias:
La política de Walker, relativamente a la introducción de la raza blanca en Nicaragua, fue, como era natural, semejante a la de Rivas. Pero la administración Rivas era, por su propia naturaleza, transitoria. Se ocupó de aumentar el elemento americano sin examinar el puesto que los nuevos habitantes deberían ocupar en la antigua sociedad. Rivas i su gabinete, comprendían que la sociedad nicaragüense había menester de reorganización; pero no comprendían el modo como debía llevarse a cabo ese hecho, ni hubieran adoptado los medios necesarios para llegar al fin, aun cuando se les hubiesen indicado. Por consecuencia, cuando se hizo necesaria la reorganización, no sólo del Estado sino también de la familia i del trabajo, no había que titubear sobre la necesidad de un personal administrativo diferente del de Rivas. No solamente era necesario modificar la forma secundaria del cristal, sino que también debía cambiarse radicalmente su hechura primitiva, para lo cual era indispensable poner en juego una nueva fuerza. Puede ser que se pensase demasiado pronto en la reorganización de Nicaragua; pero los que hayan leído las páginas anteriores, pueden juzgar si los americanos eran empujados o no por la fuerza de los acontecimientos. Más pronto o más tarde el choque entre la antigua i la nueva forma de la sociedad debía verificarse inevitablemente (Walker, 1860 1993, 161).
Para facilitar sus planes, el gobierno de Walker emitió un decreto oficializando el uso del inglés. Una de sus cláusulas establecía que “todo documento de interés público tendría el mismo valor ya sea que estuviese escrito en Inglés o en Español.” (Ibid., 162). El mismo Walker reconoce que este decreto “tendía a hacer que la propiedad de las tierras del Estado cayese en las manos de los que hablaban el idioma Inglés…” (Ibid., 163).
Otro de los decretos emitidos por este gobierno legalizó la confiscación de las propiedades de aquellos declarados “enemigos del Estado”. Otro más, estableció la obligación de registrar todos los títulos de propiedad con el objetivo de establecer las concesiones hechas por el Estado. “Todos estos decretos”, señala Walker, “tendían a un mismo fin general, el de colocar una gran parte del territorio del país en manos de la raza blanca…” (Ibid.).
Para Walker el decreto más importante de su gobierno fue el que se emitió el 22 de septiembre legalizando la esclavitud. Este decreto constituía la base sobre la que “descansaba toda la política del Gobierno…” (Ibid.). Y comenta sobre este asunto: “La introducción de la esclavitud negra en Nicaragua proporcionaría un refuerzo de trabajo constante i seguro para el cultivo de los productos tropicales. Con el negro esclavo como compañero, el hombre de raza blanca se volvería fijo en el suelo, i ambos acabarían con el poder de la raza mixta que es la peste de este país. El indios puro entraría pronto en la nueva organización social; pues no tiene propensiones al poder político, i solo pide protección para el fruto de su industria. El indios de Nicaragua, por su fidelidad i docilidad, lo mismo que por su disposición al trabajo, se acerca mucho al negro de los EE.UU.; i pronto adoptaría las costumbres i hábitos de éste. En realidad la conducta del indios para con la raza dominante, es más sumisa de la del negro de América hacia su amo” (Ibid., 166-7).
El racismo de Walker no debió resultar ofensivo para muchos miembros de las élites nicaragüenses que compartían la visión del filibustero con relación a la condición humana del indios, del negro y hasta del mestizo. Aún en la actualidad, algunos miembros de este sector social lamentan su fracaso en Nicaragua, sin sentirse ofendidos por la visión y las políticas racistas del filibustero. Alejandro Hurtado Chamorro, por ejemplo, señala que de haber logrado Walker la anexión de Centroamérica a los EE.UU., los habitantes de la región hubieran podido “participar de la grandeza americana” (Hurtado Chamorro, 1965, 198).
El grave asunto de la esclavitud es tratado como un tema de importancia secundaria en el análisis de este autor: “Hasta qué punto hubiera influenciado tal sistema la esclavitud nuestras instituciones y tradiciones originales, es difícil conjeturar”. Y agrega: “Lo acertado, sin embargo, es presumir, que un sistema ya proscrito por la civilización occidental, no hubiera podido subsistir por largo tiempo, sobre todo después del triunfo del bando abolicionista en los EE.UU., y que se hubiera extinguido por sí mismo como sucedió en el Mar Caribe y el Brasil” (Ibid., 195). Es decir que, para Hurtado Chamorro, “el paso de la historia” -esa fuerza indefinida que en el pensamiento conservador articulado por Fruto Chamorro determinaba la rapidez y la dirección del cambio social-, y no la voluntad política de los nicaragüenses, hubiera arreglado el problema de la esclavitud en Nicaragua.
Las acciones del gobierno de Walker y las presiones de los gobiernos centroamericanos forzaron a los líderes nicaragüenses a suscribir el Pacto Providencial del 12 de septiembre de 1856, firmado por “los señores Canónigo don Apolonio Orozco y Dr. Don Máximo Jerez, por una parte, y los señores don Femando Guzmán y General don Tomás Martínez, por otra”. Este pacto estableció las bases para la unificación de las fuerzas militares y políticas del país contra el filibustero (Pacto Providencial, 1856, en Esgueva, 1995, 443-445).
La lentitud con que operaron las élites nicaragüenses, hasta el momento de la firma de este pacto, muestra nuevamente la incapacidad de éstas para identificar sus intereses comunes frente a los humillantes propósitos de los aventureros estadounidenses. Jerónimo Pérez señala que los bandos litigantes tenían más miedo a sus contrincantes domésticos que a los extranjeros (Pérez, 1865 1975, 178). Gámez anota que “leoneses y granadinos, que se odiaban a muerte y que desconfiaban mutuamente unos de otros, habrían preferido poner sus destinos eternamente en manos de un elemento ajeno a sus rivalidades, si éste se hubiera mostrado imparcial y conciliador”. Y comenta a continuación que las rivalidades entre los bandos eran tan fuertes que los democráticos no se podían separar de Walker por temor a que éste se aliara con los legitimistas (Gámez, 1889 1975, 619 y 620). Pérez expresa lo mismo cuando señala que las dificultades, que impedían la cooperación entre legitimistas y democráticos, “no eran solo de principios u opiniones políticas: eran también de desconfianzas profundas, de temores fundados, y también de caprichos”. Y agrega: “Los legitimistas temían ponerse a las órdenes de los democráticos, porque creían que los lanzarían a la muerte y que acabarían con los restos de sus propiedades con inequitativas contribuciones. Los democráticos temían lo mismo y, además, las venganzas particulares de aquellos” (Pérez, 1865 1975, 259).
Aún después de firmado el Pacto Providencial, que estableció la unión de las fuerzas nicaragüenses, los bandos democráticos y legitimistas continuaron calculando sus posibilidades de alcanzar el poder después de la salida del filibustero. “Los partidos”, señala Pérez, “fijaban un ojo en Walker y otro en sí mismos, de suerte que no desarrollaban su poder contra el enemigo común” (Ibid., 312). Gámez apunta que “ambos bandos pensando que Walker no podría resistir mucho tiempo, se preparaban y procuraban estar fuertes para, el día en que desaparecieran los filibusteros, disputarse nuevamente el poder” (Gámez, 1889 1975, 660).
A las divisiones entre los nicaragüenses se agregaba la ausencia de un sentido de propósito común entre las fuerzas centroamericanas. Guatemaltecos, salvadoreños y hondureños desconfiaban los unos de los otros. Estas tensiones eran manipuladas por los bandos nicaragüenses: “El gobierno mismo por sus simpatías por unos y antipatías por otros, y trabajando siempre por asegurar su posición para después de la guerra, fomentaba más tan malas desaveniencias” (Pérez, 1865 1975, 283).
Gámez corrobora el señalamiento que hace Pérez: “Chapines y Guanacos se plegaron, los unos a los legitimistas, los otros a los democráticos, manteniendo vivo el fuego de la discordia. Había cuatro Generales en jefe, celosos los unos de los otros, y la unidad de acción tan necesaria en aquellas circunstancias era imposible de alcanzarse” (Gámez, 1889 1975, 661).
El 14 de septiembre tuvo lugar la batalla de San Jacinto en la que los filibusteros sufrieron una contundente derrota. El 18 de ese mismo mes se inició la ofensiva de los Ejércitos Aliados centroamericanos que obligó a Walker a retirarse a Granada, desde donde intentó infructuosamente rechazar el ataque de los centroamericanos. Asediado por los Ejércitos Aliados, se retiró a Rivas, no sin antes incendiar la ciudad de Granada.
En Rivas, el filibustero recibió el tiro de gracia de parte de Comelius Vanderbilt quien organizó una expedición que lo despojó de los vapores que utilizaba para reabastecerse. Derrotado, firmó un convenio de rendición con el capitán Charles H. Davis, comandante de la corbeta estadounidense St. Mary el día 10 de mayo de 1857 . Poco antes, los granadinos habían celebrado la Semana Santa. El Boletín Oficial describe esta celebración: “Las familias concurrían a los templos del Señor con un espíritu verdaderamente religioso para pedirle de todo corazón, mediante la portentosa obra de la orden de la redención del mundo, la salvación de esta Patria infortunada. Esperamos que el Dios de las misericordias se habrá compadecido de su pueblo y nos parece oir estas palabras que salen de sus divinos labios dirigidos a los males que afligen a Nicaragua: Retiraos de este lugar: no atormentes por más tiempo a mis hijos: sus súplicas han llegado a mi trono y he suspendido el brazo de la justicia que contra ellos había levantado” (Boletín Oficial/Granada, 1857, enZúñiga, 1996, 355).
Las divisiones entre las tropas centroamericanas y, sobre todo, las divisiones entre los propios nicaragüenses, como señala Pérez, explican que las fuerzas centroamericanas, con un número de soldados dos o tres veces mayor que las filibusteras, no hubiesen podido aplastar a Walker (Pérez, 1865 1975, 302). De acuerdo a Frederic Rosengarten Jr., el ejército del “predestinado de los ojos grises” llegó a contar con unos 5, 000 hombres. El mismo autor estima que un total de 17, 800 soldados centroamericanos lucharon contra los filibusteros (Rosengarten, 1997, 286-290).
Mientras los ejércitos centroamericanos luchaban contra las fuerzas de Walker, los EE.UU. e Inglaterra continuaban sus negociaciones para delimitar sus áreas de influencia en Centroamérica.
En octubre de 1856, los dos países negociaron el tratado Dallas Clarendon, en un esfuerzo por definir más claramente las implicaciones del Tratado Clayton-Bulwer de 1850 . El Dallas Clarendon, entre otras cosas, ponía fin al protectorado británico en la Costa Caribe nicaragüense, reconocía la soberanía de Nicaragua en esta región, otorgaba a Río San Juan la categoría de “puerto libre” para fines comerciales, y establecía la creación de una Reserva Mí skita con un sistema de autogobierno. Aunque este tratado no se ratificó, una buena parte de su contenido reapareció y fue aprobado más tarde, en el tratado de Managua de 1860 .
EL ESTADO CONQUISTADOR Y EL PENSAMIENTO POLÍTICO NICARAGÜENSE: 1821 – 1857
El desmoronamiento del poder de la corona española en América eliminó el principio de autoridad sobre el que se construyeron y desarrollaron las relaciones sociales coloniales durante más de trescientos años. El desorden social, que caracterizó los primeros años de vida independiente de los países de la región, fue precisamente la expresión del vacío de autoridad creado por el derrumbe del poder colonial.
Los territorios nacionales, legalmente constituidos como soberanos, eran espacios social y físicamente fragmentados. Las limitadas redes comerciales, administrativas y de comunicación, que servían de sustento a las estructuras de poder colonial, eran insuficientes para facilitar una integración nacional real, congruente con la condición legal de soberanía adquirida por los países independientes de la región. Al mismo tiempo, el aparato estatal, heredado de La Colonia, no contaba con la capacidad de regulación necesaria para crear estructuras de orden social y comunidades nacionales.
El Estado conquistador es el concepto que se utiliza para hacer referencia a la estructura de dominación patrimonialista heredada por los países independientes de América Latina. Como anteriormente se señaló, las características estructurales de este tipo de Estado son: su baja capacidad de regulación social, la fragmentación social y territorial de su base espacial, su dependencia externa, y su autonomía con relación a la sociedad.
La incongruencia entre la base territorial de los nuevos Estados y su capacidad de regulación social iba a marcar el desarrollo político-institucional de los países latinoamericanos y a establecer una diferencia fundamental entre éste y el proceso de formación del Estado en Europa. Mientras que la constitución socio-territorial del Estado europeo estuvo determinada por la expansión de las redes de relaciones sociales que desbordaron los espacios territoriales medievales y por el desarrollo de la capacidad de regulación social del Estado absolutista, la constitución territorial del Estado latinoamericano no guardó relación ni con el desarrollo de un tejido de relaciones sociales espacialmente contenidas ni con el desarrollo de una capacidad estatal para promover, integrar y regular estas relaciones.
La definición de la base territorial del Estado conquistador heredado de La Colonia estuvo determinada por la aplicación de una norma jurídica: el uti possidetis juris. De acuerdo a Antonio Bustamante y Sirven, el uti possidetis juris consistió básicamente en “considerar como límites de las Repúblicas hispano-americanas los que tenían para la Corona de España sus divisiones administrativas en Virreinatos, Intendencias o Audiencias” (Bustamante y Sirven, 1941, 3-4). Este principio, de acuerdo a Guillermo Morón, es “una especie de derecho de posesión heredado. Es decir, antes de la constitución de cada nuevo Estado había existido un territorio legítimamente ocupado; ese territorio lo hereda, también legítimamente, el nuevo Estado” (Morón, 1975, 33-4; ver Torres Rivas, 1983).
La aplicación del uti possidetis juris institucionalizó la incongruencia entre la débil capacidad de regulación social del Estado conquistador y la extensión de su base territorial después de la independencia; y contribuyó a consolidar la orientación y lógica territorial de este tipo de Estado. Así pues, el poder del Estado conquistador no dependió de su legitimidad social, sino de un derecho territorial formalmente adquirido.
El Estado conquistador encontró una de sus expresiones más dramáticas en el caso nicaragüense. En Nicaragua, señala Miguel González Saravia en su Bosquejo político, estadístico de Nicaragua formado en el año de 1823, la administración pública era defectuosa, pues no guardaba relación ni con la extensión del territorio ni con las contribuciones y mala división política. Las rentas municipales eran “miserables en toda la provincia; solo existían en León, Granada y Nicaragua”. La población apenas ascendía a 174, 213 personas (González Saravia, 1823, 59-67).
Jerónimo Pérez también destaca las debilidades administrativas del aparato estatal nicaragüense. En el 1827, el gabinete del jefe del Estado, Manuel Antonio de la Cerda, estaba compuesto por el propio jefe y por “unos pocos escribientes”. Los asuntos de Estado más importantes los resolvía el mismo Cerda con el apoyo de su hija (Pérez, 1865 1975, 491).
La precariedad administrativa del Estado aparece confirmada en un reportaje de Mentor Nicaragüense publicado en Granada bajo la dirección de Fruto Chamorro. En 1841, este periódico explicaba el significado del vocablo “policía”, que en esta época se utilizaba para hacer referencia al “buen orden que se observa y guarda en las ciudades y repúblicas cumpliéndose las leyes u ordenanzas establecidas para su mejor gobierno”. El Mentor Nicaragüense señalaba: “Este ramo de la administración pública no existe en realidad entre nosotros: parece un fantasma que solo tiene nombre, pero que nadie describe, ni conoce sus propiedades. Nuestras leyes repiten su nombre; mas no le han definido: no han fijado los límites de su extensión: no han puntualizado los deberes de los magistrados encargados de dicho ramo: no han trazado el orden de sus procedimientos, ni señalado la autoridad a que deba ocurrirse si se halla abuso en ellos…” (El Mentor Nicaragüense, 1841 c, 2).
De igual forma, las limitaciones financieras del naciente Estado conspiraban contra sus tareas organizativas más básicas. Así se desprende de las memorias de George Squier: “El trabajo de congregar a los miembros de la Asamblea que se compone de una Cámara de Diputados y una de Senadores, no es fácil. Managua no ofrece grandes atracciones. El sueldo de los legisladores es de apenas dólar y medio por día, y es tal la precaria condición de la Tesorería Nacional, que ni el pago de esa suma es siempre seguro… En consecuencia, suélese anunciar de antemano, a fin de garantizar el quorum necesario, que la Tesorería cuenta con la cantidad suficiente para cubrir los sueldos de los congresistas. Pero ni aun eso basta, y son ya varias veces que la falta de quorum ha paralizado las labores del Poder Legislativo” (Squier, 1860 1970, 313).
Las debilidades del Estado se manifestaron con especial claridad en su reducida capacidad de penetración territorial. A mediados del siglo XIX, señala Jaime Incer Barquero, “Juigalpa y Acoyapa, flanqueadas en su horizonte por las montañas de Amerrisque, estaban ubicadas en el límite oriental de la Nicaragua hispánica…” (Incer Barquero, 1978, xix). Jerónimo Pérez también destacó la limitada capacidad de penetración territorial del Estado nicaragüense durante este período. Señala cómo el mineral de La Libertad, ubicado a poca distancia de Juigalpa y Acoyapa, había sido bautizado con este nombre por un individuo de nombre Conrado, que invitaba a sus amigos a evadir el alcance de la ley diciéndoles: “Vámonos al mineral; allí hay libertad de jugar, de beber y de todo” (Pérez, 1865 1975, 219).
Miguel Angel Herrera ofrece otra ilustración de la debilidad regulatoria del Estado de Nicaragua, a mediados del siglo XIX, cuando muestra cómo la Compañía Accesoria del Tránsito (CAT) contaba con un alto nivel de autonomía con relación al poder del Estado. Más aún, las comunidades ligadas a la CAT se amparaban bajo el poder de ésta cuando querían escapar al control del Estado (ver Herrera Cuarezma, 1999).
La limitada capacidad de regulación social del Estado se manifestó con especial claridad en su incapacidad para extender su ámbito de acción sobre la Costa Caribe del país. Como se señaló antes, la Costa Caribe se mantuvo bajo el control de los ingleses durante toda la primera mitad del siglo XIX.
Desde una perspectiva político-cultural, Nicaragua tampoco constituía una comunidad nacional sustentada en memorias y aspiraciones colectivas. El concepto de patria que predominaba durante este período tenía una connotación local. Una muestra de lo afirmado puede verse en el periódico granadino Id Defensor del Orden, que en 1854 exhortaba a la población de la ciudad a defender su “patria” y a deponer sus posiciones partidarias para luchar contra los leoneses: “Y no debe tanto sorprendernos el ver ahí cifrado el encono de los eternos enemigos del progreso granadino, cuanto el que haya Granadinos infames que coadyuden a la destrucción de su patria por desfogar una mezquina pasión de partido”. Y agregaba: “Vergüenza eterna al Granadino que abandone su patria en el momento supremo. Maldición eterna al Granadino que coopere a la destrucción de esta patria querida…” (El Defensor del Orden, 1854, 1).
Así pues, no es una exageración señalar que, durante la primera mitad del siglo XIX, Nicaragua constituía más un territorio natural que un espacio político nacional. Su condición legal de país soberano era un atributo estrictamente formal ya que el Estado no contaba ni con la capacidad para integrar y regular las relaciones sociales que operaban dentro de su base espacial, ni con la fuerza para proteger su territorio.
A las deficiencias y limitaciones regulativas y administrativas del aparato estatal, heredado de La Colonia, se agregaron en 1856 la destrucción causada por la Guerra Nacional, la lamentable situación de los partidos políticos de la época y la ilegitimidad del marco político-legal creado por la intervención filibustera. Así, al finalizar la guerra contra Walker, el Estado nicaragüense -desde una perspectiva político-institucional-prácticamente había desaparecido. Circulaban en el país toda clase de monedas y la situación de las comunicaciones era lamentable (Lanuza, 1983, 23). El simple cobro de un salario de maestro de pueblo obligaba a los interesados a recorrer largas distancias para llegar a las oficinas de una de las cuatro cabeceras departamentales del país. Francisco Ortega Arancibia señala que esta experiencia era similar a la de viajar a un “país ajeno” (Ortega Arancibia, 1911 1975, 397). El comercio nacional, señalaba el ministro de fomento, Jesús de la Rocha, se hallaba “reducido a un lastimoso estado de nulidad e inercia”. La agricultura, agregaba este ministro, sufría “el mayor abatimiento” (de la Rocha, 1859, 41).
Las debilidades del Estado de Nicaragua fueron aprovechadas por Costa Rica para afianzar su control sobre el territorio del Guanacaste y Nicoya, en abril de 1858, después de fracasar en su intento por apoderarse del Río San Juan (Sibaja y Zelaya, 1974). Inglaterra también aprovechó la debilidad de Nicaragua para consolidar su control de la Costa Caribe nicaragüense.
La debilidad político-institucional de Nicaragua durante la primera mitad del siglo XIX no debe atribuirse simplemente a los obstáculos objetivo-estructurales que Nicaragua enfrentó en sus primeras décadas de vida independiente sino también a las deficiencias culturales del país y, más concretamente, a la ausencia de un pensamiento político capaz de identificar estos obstáculos y de articular las visiones colectivas y las estrategias de desarrollo necesarios para superarlos.
Nicaragua enfrentó la crisis social generada por la independencia con una cultura política pre-modema, dominada por la cosmovisión religiosa providencialista impuesta por la Iglesia Católica en las regiones del país, que habían sido sometidas al control del poder colonial de España. Las élites conservadoras granadinas -principales exponentes de esta visión- explicaban la historia de las naciones como un proceso supra-político determinado por Dios. Así lo expresaba el periódico granadino Boletín Oficial en 1854 : “La Providencia en sus inescrutables designios puso fuera del alcance humano la suerte futura de las naciones y de los individuos, la hora fatal de su aniquilamiento y destrucción . . .” (Boletín Oficial, 1854 b, 266-267).
Condicionada por el Providencialismo religioso promovido por la Iglesia Católica, la práctica política de las élites conservadoras, durante el período bajo estudio, se orientó dentro de una perspectiva cultural pragmática-resignada. El pragmatismo-resignado nicaragüense -a diferencia del pragmatismo optimista estadounidense- aceptaba la realidad existente como el marco que establece los límites de lo políticamente posible.
Las élites liberales adoptaron posiciones progresistas y hasta revolucionarias. El Liberalismo nicaragüense de este período, sin embargo, fue voluntarista y superficial, fundamentado en la aceptación de ciertos principios básicos -la libertad, por ejemplo- y no en un pensamiento político capaz de elucidar el sentido de la libertad para un país como Nicaragua. Así, los proyectos políticos liberales, por su superficialidad teórica e inautenticidad histórica, terminaron siendo aplastados por una realidad que se mantuvo pre-teorizada y, por lo tanto, independiente de la voluntad de los nicaragüenses.
Los conservadores pregonaban su fe en un Dios que lo decide todo. Los liberales, aunque se declararon anti-clericales e ilustrados, no lograron trascender el “universo epistémico” religioso premoderno dentro del que operaba la sociedad nicaragüense. Así lo confirmaría más adelante otro liberal, Sofonías Salvatierra, al señalar que los liberales de este período “no atacaron la religión”, es decir, no elaboraron una crítica sería a la teología católica dominante: “No creemos, desapasionadamente hablando y entendiendo, que se podrá citar una sola disposición de los fiebres, así llamados entonces los liberales, contra las leyes de la Iglesia, las leyes cristianas, fundamentales y eternas. Respecto de prácticas accidentales y movibles y en virtud de necesidades públicas, si lo hicieron… Entre nosotros no ha habido nunca guerra por motivos religiosos” (Salvatierra, 1950, 7).
El Providencialismo -la creencia en un mundo que está determinado por fuerzas sobrenaturales- alimentó la capacidad de los liberales nicaragüenses de este período para transitar entre el voluntarismo romántico y el pragmatismo-resignado. De ellos se puede decir lo que más tarde se dijo de Enrique Guzmán Selva, otro liberal, que terminó convirtiéndose al Conservatismo resignado de su época: “Semejante al arco iris, revisten todos los tonos, palidecen y luego se pierden en la obscuridad del horizonte con el eco agonizante del kirieleysón de la tradición vencida y gemebunda” (Diario Nicaragüense, 1907, 4).
La cultura política pragmática-resignada, que dominó el desarrollo histórico estudiado, contrastaba con la cultura política moderna que generó el Estado Nacional europeo. A partir del siglo XVI, las élites europeas empezaron a minusvalorar los valores religiosos y la tradición como fuerzas supra-políticas, sostén de los consensos sociales, que hacen posible la vida en comunidad, para privilegiar el papel de los intereses y las aspiraciones sociales como elementos condicionadores de la acción humana. Dentro de esta nueva visión, el pensamiento político se convirtió en el motor articulador de estos consensos y en una fuerza constitutiva de la historia (Wolin, 1960, 239).
La articulación de consensos nacionales de intereses y aspiraciones fue promovida también en los países de mayor desarrollo político de América Latina. En Argentina, por ejemplo, la construcción del Estado estuvo fuertemente condicionado por la capacidad de sus élites, en especial de las de Buenos Aires, para desarrollar y legitimar una estructura de intereses que en un momento de su desarrollo llegó a constituirse en la base social de la nación argentina. La gestación de esta estructura de intereses tuvo lugar entre la independencia de este país en 1810 y la derrota de la Confederación Argentina -una coalición de intereses locales- a manos del ejército de Buenos Aires en 1861. Las cinco décadas que transcurrieron entre estos dos momentos históricos estuvieron -al igual que en Nicaragua-marcadas por la guerra y la fragmentación social. Pero la “anarquía” argentina terminó en la creación de un orden, que logró institucionalizarse, mientras que la “anarquía” nicaragüense terminó en la virtual conquista del Estado por parte del filibustero William Walker.
La fuerza jugó un papel definitivo en la construcción del orden impulsado por las élites de Buenos Aires. No obstante, el pensamiento político también jugó un papel importante en la identificación y creación del común denominador de intereses sobre los que se organizaron las múltiples alianzas que hicieron posible la institucionalización del Estado argentino a partir de 1861 (Oszlak, 1990).
De igual manera puede señalarse que la fuerza jugó un papel central en la construcción del Estado en Costa Rica. El dictador Braulio Carrillo, en representación de la élite cafetalera asentada en San José logró neutralizar militarmente el poder de las élites de Heredia, Cartago y Alajuela entre 1838 y 1843, para luego impulsar la creación de un orden social en el ámbito nacional. La institucionalización de este orden social, sin embargo, requirió de la articulación de una estructura de intereses y aspiraciones sociales lo suficientemente amplia como para facilitar la inclusión de las diversas élites del país. De esta manera, entre 1843 y 1870, se constituyó “una clase dominante conformada principalmente por tres facciones estrechamente vinculadas entre sí: la fracción agro-exportadora -compuesta por propietarios de grandes fincas de café, dueños de beneficios y exportadores de grano-, la mercantil-importadora y la bancaria” (Rovira Mas, 1982, 21). La articulación de esta estructura de intereses facilitó más tarde la inclusión política gradual de las masas.
Las élites nicaragüenses, en cambio, fueron incapaces de trascender sus intereses inmediatos y sus identidades locales para articular intereses de clase a un nivel nacional (ver García, 1991). L1 pensamiento político no logró elucidar y, mucho menos, superar la lógica espacial del conflicto social que se organizó alrededor de los polos de tensión Granada- León. Peor aún, la débil capacidad político-reflexiva de las élites hizo posible que las identidades espaciales -el localismo-, terminasen absorbiendo las identidades sociales que se expresaban en los calificativos pre-teóricos de “timbucos” y “calandracas”, así como en las posiciones políticas liberales y conservadoras asociadas a éstos.
En otras palabras, la ausencia de una capacidad política reflexiva capaz de elucidar los puntos de coincidencia entre los intereses y las aspiraciones de los principales sectores sociales de Nicaragua facilitó la “localización” de las identidades políticas del país, es decir, la espacialización de los frágiles principios liberales y conservadores utilizados para expresar estas identidades. De esta manera, el Liberalismo terminó convirtiéndose en una identidad espacial-local leonesa, y el Conservatismo se transformó en una identidad espacial – local granadina. Ortega Arancibia hace referencia a este fenómeno al señalar que “los timbucos, que eran los conservadores, tenían su foco en Granada y los calandracas, que eran los liberales, en León”. Y agrega: “Ya los apodos de los partidos no sintetizaban los principios políticos que sustentaban en tiempo del imperio: ahora estaban bastardeados y habían degenerado en sentimientos de localismo” (Ortega, Arancibia, 1911 1975, 136).
La espacialización del conflicto contribuyó a la dogmatización del Liberalismo y del Conservatismo porque las identidades espaciales generadas por la lógica que orientaba el conflicto entre granadinos y leoneses, eran por definición excluyentes de los intereses del “otro”. De esta manera, los sectores liberales se aferraron dogmáticamente a sus principios doctrinarios de libertad e igualdad, mientras que los conservadores enfrentaron a sus adversarios aferrándose a otro dogma: el del orden legal.
El lenguaje utilizado por los dos partidos, para expresar sus posiciones políticas y para criticar las de sus adversarios, muestra los enormes grados de fragmentación y polarización alcanzados por la sociedad nicaragüense en este tiempo. El periódico Las Avispas de Granada demuestra lo afirmado, cuando atacaba a los democráticos leoneses de esta manera: “Así que, en boca de ellos la ‘democracia’ quiere decir Gobierno de chusma, Gobierno de léperos, Gobierno de ladrones, incendiarios y asesinos, que reclaman la igualdad y la libertad para eludir el castigo que las leyes les imponen por sus crímenes; la igualdad para repartirse de los bienes que no han trabajado, y que creen les pertenece por razón de comunismo; la igualdad para colocarse en los mejores destinos y hacer cuanto les dé la gana, sin que nadie pueda estorbárselo; la igualdad, en fin, para gozar de los mismos derechos civiles y políticos que tiene el ciudadano y que le corresponde por sus buenos antecedentes y arreglada conducta” (Las Avispas, 1854, 1-2).
Condicionados por la visión pre-modema del orden social y de la historia que sirvió de marco ideológico a la lucha política nicaragüense, las élites liberales -que enarbolaban el principio de la libertad y la igualdad-, se resignaron a colaborar con Walker, representante de la negación de la libertad y la igualdad de los nicaragüenses. Las conservadoras, a su vez, se mantuvieron aferradas a la idea del orden como un estado social fundamentado en el respeto absoluto a la ley. El orden -entendido como “tranquilidad”-era considerado como el bien supremo de la sociedad y como el fin último de la política y de la función de gobierno. Así lo expresaba en 1854, el periódico conservador El’Eco Popular, publicado en Granada:
Al pueblo poco le importa que gobierne éste o aquel, con tal de que goce de seguridad y reposo para entregarse a sus tareas industriales. No es el ejercicio de un derecho político, útil únicamente a los aspirantes para su provecho personal, lo que puede procurar el sustento y labrar la felicidad de las familias. Ejercido con libertad el derecho electoral y afianzada la seguridad individual para consagrarse al oficio o profesión que el Gobierno franquee por medio de institutos de ilustración acomodados a nuestras peculiares circunstancias, es cuanto puede desear el pueblo para su progreso y ventura. El trabajo, decía un filósofo antiguo, constituye la Moral práctica del pueblo. El pueblo no es político ni publicista para mantenerse en la esfera de las abstracciones constitucionales, discutiendo si hai o no infracción de leí en la expulsión violenta de media docena de Conspiradores permanentes contra todo orden de cosas. Cada uno de los hombres del pueblo se dice a si mismo: a mí no me tocan, yo gozo de seguridad y confianza, el fruto de mi trabajo lo consagro al sustento de mi familia y a procurarme comodidades: y así van diciendo sucesivamente el comerciante, el agricultor, el sacerdote, el literato: yo me consagro a mi profesión y tengo libertad para especular en lo que quiera: todo el mundo está en paz (El Eco Popular, 1854, 3).
El precio de la incapacidad política de las cúpulas de poder fue la anarquía y la captura del frágil Estado por parte de William Walker. El paso de este filibustero por Nicaragua reveló de manera dramática la debilidad cultural de los nicaragüenses, en especial de sus élites. Ignorantes de las tendencias mundiales del momento y de la naturaleza e implicaciones del expansionismo territorial estadounidense, los grupos dominantes abrieron las puertas del país a una fuerza que estuvo a punto de poner fin a la idea de una Nicaragua soberana e independiente.
El pensamiento político nicaragüense tampoco logró penetrar y tener sentido de la naturaleza del conflicto étnico que empujaba a las poblaciones indígenas del país a enfrentar la violencia del Estado. Este conflicto fue caracterizado por las élites como una expresión de la lucha entre la “civilización” y la “barbarie”. Años más tarde, esta percepción superficial y prejuiciada iba a sobrevivir y a manifestarse en la narración histórica de historiadores como José Dolores Gámez.
En Matagalpa, señala este autor, para hacer referencia a una de las más fuertes expresiones del conflicto étnico de esta época, los indígenas “hacían sus acostumbradas guerra de castas, y pueblos enteros caían al filo de sus machetes, sembrando por do quiera el espanto y la desolación” (Gámez, 1889 1975, 524).
El atraso del pensamiento político también se expresó en las visiones del papel social de la mujer. Hasta las posiciones de los hombres públicos más progresistas del país denotaban los profundos prejuicios que marcaban las relaciones desiguales de género durante este período. Un ejemplo puede encontrarse en estas palabras de Sebastián Salinas, ministro de estado durante el gobierno de José Guerrero: “Si se dispone que una parte de los productos de los fondos respectivos la referencia es al presupuesto de la república, la cuarta, la octava, la décima, o cualquiera que ella fuese, se invirtiera precisamente en la dicha instrucción, se lograría establecerla de alguna manera, y que esa bella porción del género humano destinada por la naturaleza para alagarlos sentidos, pudiesen también recrear el entendimiento” (Salinas, 1849, 61).
Además de “alagar los sentidos”, la mujer estaba destinada – de acuerdo al pensamiento dominante de este período, a servir de apoyo y consuelo a los hombres. Así también lo señalaba un artículo publicado por el Boletín Oficial (de León) en 1857 : “La esposa está destinada a hacer que reine en el seno de la familia aquella felicidad y alegría del corazón a que nada se puede comparar. Resignada a no tener otra suerte ni otro porvenir más que el de su esposo, si éste llega a ser pobre, parte con él su pobreza; si le persigue, su misma inocencia le ayuda a soportar los males; si cae enfermo, le prodiga sus afectuosos desvelos y siente más que él sus dolores. Cuando el esposo no trae a su casa más que un desaliento profundo y un amargo desengaño, al ver frustrados sus conatos, o al reconocerse víctima de la intriga o de la injusticia, entonces viene la esposa con sus dulces palabras y ternura angelical a difundir la paz en su corazón. Aconseja a su esposo y nunca lo reconviene: el respeto y la prudencia, tanto como el cariño, la prescriben esta conducta para con él. En su misma abnegación está su triunfo, y por lo mismo, olvidándose de sí misma, solo vive para su esposo, y si es necesario, sabe morir con él” (Boletín Oficial/ León, 1857, 243-4).
CAPÍTULO 6. LA CONSTITUCIÓN DEL ORDEN EN NICARAGUA Y LA INSTITUCIONALIZACIÓN DEL PODER INTERNACIONAL DE LOS EE.UU.: 1857 – 1979
LOS TREINTA AÑOS CONSERVADORES
Ni la humillación nacional, que significó la conquista del poder del Estado por parte de Walker ni la guerra anti-filibustera cambiaron sustancialmente la cultura y la práctica política de las élites nicaragüenses. José Dolores Gámez apunta que las rivalidades entre conservadores legitimistas y liberales democráticos volvieron a surgir después de la expulsión de Walker. Terminada la Guerra Nacional, señala este historiador, “los partidos del 54 quedaron frente a frente, bien armados, provistos de municiones y recursos y listos a despedazarse”. Para mediados de junio, añade, “todos se preparaban para recomenzar la lucha fratricida…” (Gámez, 1889 1975, 690.693).
Jorge Eduardo Arellano afirma que, tras la victoria de los centroamericanos frente a Walker, surgió en Nicaragua “un principal centro de poder, sólido y durable, ubicado en Granada que, consecuentemente, produciría una relativa consolidación del Estado en la segunda mitad del siglo”. Arellano también hace notar la frágil identidad político-territorial nicaragüense después de la Guerra Nacional, al hacer referencia a la carta que seis líderes legitimistas enviaron al general José María Cañas, jefe de las fuerzas armadas costarricenses, solicitándole aceptar la anexión a Costa Rica de los Departamento Oriental y del Departamento del Mediodía. Estos territorios “comprendían parte del actual Departamento de Managua, la mitad de su lago y los actuales departamentos de Rivas, Masaya, Carazo, Granada, Boaco y Chontales” (Arellano, 1997 a, 120.125).
Bradford E. Burns comenta que la Guerra Nacional logró desarrollar un sentimiento nacionalista que unificó a los “patriarcas” o élites nicaragüenses. Pero este sentimiento no trascendió a las masas que se mantuvieron leales a sus comunidades locales sin haber internalizado un sentido de identificación con la idea de Nicaragua como un Estado Nacional (Burns, 1991, 160-237).
La pobreza cultural e intelectual de las élites nicaragüenses se revela en el hecho de que los líderes nacionales ni siquiera se detuvieron a reflexionar y registrar su análisis sobre las causas y consecuencias de la Guerra Nacional. En cambio, Walker aprovechó su estadía en los EE.UU., después del fracaso de su empresa filibustera en Nicaragua, para escribir sus memorias. Hasta el día de hoy, el recuento más completo de este dramático período de la historia nicaragüense, escrito desde la perspectiva de los actores del drama filibustero, es el que ofrecen las memorias del invasor15.
La actitud antirreflexiva de las élites nicaragüenses se reveló en el mensaje pronunciado el 8 de noviembre de 1857 por Gregorio Juárez y Rosado Cortés ante la Asamblea Constituyente, formada al finalizar la Guerra Nacional. Ambos habían sido encargados del poder ejecutivo mientras Jerez y Martínez atendían los asuntos militares en el conflicto fronterizo surgido con Costa Rica, después de la guerra. Aprovechando la debilidad de Nicaragua, el vecino país del sur intentó adueñarse del Río San Juan.
En su discurso, Juárez y Cortés señalaron que, para superar la crisis del país, los nicaragüenses debían “olvidar” los hechos y las circunstancias que hicieron posible la captura del Estado por parte de Walker. Es decir, en lugar de invitar a sus compatriotas a reflexionar y debatir sobre las causas de la Guerra Nacional, los mandatarios recomendaban mantener, en la antesala del análisis y del conocimiento, las causas de la crisis del Estado y de la sociedad nicaragüense: “La historia de los tres años que acabamos de atravezar, debería para siempre sepultarse en el olvido, con todas nuestras locuras, torpezas y desvarios, si ella no envolviese la gloriosa campaña nacional que dió a los Ejércitos Aliados de todos los Estados de Centro América, la ocasión más propia, para hacer que el lustre de sus armas reflejase esplendente por todos los ángulos de la tierra… Consérvese sólo, de esos tres años, tanto honor, tanta generosidad en lo que ha cabido su parte a Nicaragua; bórrese todo lo demás, cuyo nombre y clasificación ignoramos; y procedamos a hablar de la época presente, que data del 24 de junio del corriente año” (Juárez y Cortés, en 1857 a, Vega Bolaños, 1944, 230).
Así pues, la reorganización político-institucional, inmediatamente posterior a la Guerra Nacional, dejó prácticamente intactas las debilidades culturales de las principales agrupaciones políticas del país. Los partidos democrático y legitimista adoptaron los nombres de Partido Liberal y Partido Conservador respectivamente, sin lograr modernizar su pensamiento político y sin trascender sus identidades espaciales y sus posiciones políticas excluyentes. Años más tarde, Enrique Guzmán Selva catalogó a estos partidos como “pequeñas pandillas’, que no tenían otro común denominador “que su ciega adhesión aun caudillejo cualquiera o mezquinos intereses de campanario” (Guzmán, 1878 a, 11).
A pesar de la pobreza cultural de las organizaciones políticas nicaragüenses durante este período, la crítica situación del país y las presiones de los países centroamericanos, que pesaban sobre Nicaragua, forzaron a los principales líderes a buscar una fórmula para consolidar la paz y el orden social. En la solicitud que Máximo Jerez hizo a su partido, para asumir la dictadura del país junto con el conservador Tomás Martínez, el líder liberal expresaba el sentimiento de urgencia con que algunos percibían la situación nacional: “Hoy vemos tomar a las cosas un semblante que amenaza la entera desaparición de Nicaragua” (Jerez, 1857, en Esgueva, 1995, 457-458).
En efecto, la enemistad entre los partidos políticos y la critica situación heredada de la Guerra Nacional habían abierto la posibilidad de una división física de Nicaragua en dos partes, organizadas alrededor de León y Granada. Gregorio Juárez y Rosalío Cortés lo confirmaron en el mensaje citado. Después de terminada la Guerra Nacional, señalaban, los “ánimos” se inclinaban a “separar cada partido de su antagonista, a dividir el Estado en dos partes, y que cada parte dispusiera de su suerte como mejor le conviniera, aunque una de ellas se agregase a otro Estado” (Juárez y Cortés, 1857 a, 231).
En estas circunstancias, la actuación de Máximo Jerez y Tomás Martínez para organizar un Gobierno Provisional Nacional bipartidista fue determinante y evitó el desmoronamiento político-territorial del país. En el discurso pronunciado el mismo 8 de noviembre de 1857 por José Antonio Mejía, presidente de la Asamblea Constituyente, se estableció el objetivo que perseguían los partidos políticos: “Este día, más que ningún otro, es un día de verdadero regocijo público para Nicaragua, porque después de haber atravezado por tantas desgracias y calamidades se ve libre del inminente riesgo que corriera de haber perdido su existencia política y con ella sus derechos, adquiridos y sellados con la sangre de sus hijos; y porque ve reunirse en Congreso constituyente a personas que, animadas de los mejores sentimientos a favor de las buenas ideas y de un orden de cosas progresivo y eminentemente conservador, vienen dispuestas a formar un compacto una sola voluntad y una sola inteligencia para darle una constitución verdaderamente adecuada a sus necesidades, y leyes sabias y paternales que enjuguen tantas lágrimas, curen tantas heridas, satisfagan tantas exigencias públicas…”.
En la conclusión de su discurso, Mejía reveló la cosmovisión religiosa dentro de la que operaba el pensamiento y la práctica política de las élites después de finalizada la Guerra Nacional: “Alegrémonos pues, démonos un abrazo fraternal y la más cordial enhorabuena por el aparecimiento de este día tan deseado por sus buenos hijos y de tantas esperanzas para un dichoso porvenir; pero ante todo, cumplamos con el deber que nos impone el sentimiento religioso de dar gracias al Eterno por habernos querido salvar en medio de tantos peligros y calamidades, y de pedirle el acierto en nuestros trabajos para corresponder dignamente a esos buenos deseos y bien fundadas esperanzas. Dirijámenos, pues, al templo consagrado por la religión al culto del Dios verdadero, a tributarle nuestro respeto, nuestra veneración y nuestro agradecimiento, y a pedirle sus divinas inspiraciones para poder llenar debidamente nuestra misión” (Mejía, 1857, en Vega Bol años, 1944, 228-229).
Gregorio Juárez y Rosalío Cortés también reafirmaron su visión providencialista, cuando hablaron ante la Asamblea Constituyente. Nótese que sus alusiones religiosas no son simplemente ceremoniales. En su extensión y sus detalles, reflejan un pensamiento constituido: “La Divina Providencia que por medios preparados y dispuestos con su propia mano, os ha reunido en este augusto recinto, no os abandonará; antes bien, os estrechará en su pecho como se le ve abrigar al recién nacido en su estado de inocencia. No permita Dios que déis un solo paso extraviado que la obligue a retiraros su protección. Nosotros estamos seguros de que vuestros corazones están llenos de amor y caridad fraternales, y que vuestras determinaciones abundaran en sabiduría” (Juárez y Cortés, 1857 a, 230).
La Asamblea Constituyente redactó y proclamó la Constitución de 1858, que contenía los términos del llamado Pacto Oligárquico para la organización política y económica del Estado. Los discursos pronunciados durante la clausura de la Asamblea Constituyente y la entrega de la nueva Carta Magna al presidente Tomás Martínez revelaron, nuevamente, la cosmovisión religiosa y providencialista, que dominaba el pensamiento político de las élites nicaragüenses. En la última sesión de esta Asamblea, Hemenegildo Zepeda, haciendo uso de la retórica grandilocuente de la época, se dirigió al presidente Martínez para señalarle que la acción política y la función de gobierno dependían de la voluntad del cielo: “Si la constitución es buena, necesita para hacer el bien, de una voluntad decidida y perseverante, de la concurrencia de otras muchas voluntades también enérgicas y constantes, de un tacto fino y delicado, de una inteligencia perspicaz, en una palabra, de hacerla amable, de rodearla de prestigio y todos estos elementos, toda esta fuerza depende de vuestra capacidad y están en vuestras manos. No: dispensad mi equivocación, vos nada podéis, todo depende de aquel que tiene contado hasta el último cabello de nuestras cabezas: del que puso por dique indestructible al mar una arena movediza: del que por expiación de las maldades del género humano ofreció en holocausto a su propio hijo: de este Ser misericordioso, poderoso y sabio por esencia, es de quien depende todo bien y todo acierto. El es el que puede remover nuestros errores: a él debemos ocurrir” (Zepeda, 1858, 7-8).
Félix de la Llama señaló que la nueva Constitución representaba “la voluntad del pueblo soberano por excelencia … y es la voluntad de Dios pues por ella reinan los Reyes, y los legisladores decretan causas justas” (de la Llama, 1858, 4-5).
La Constitución de 1858 creó la base sobre la que se sostuvo la República Conservadora de los Treinta Años Conservadores hasta su colapso en 1893 . Este régimen constituye un caso excepcional en la historia de Nicaragua por el relativamente alto grado de estabilidad alcanzado en el país en este período.
La conquista del orden, conseguida en los Treinta Años Conservadores, fue “exhibida” como un triunfo político nacional en el pabellón de Nicaragua durante la Exposición Universal de París en 1889 . En la capital francesa, entre muestras de cacao, maderas, materiales colorantes, minerales, aves disecadas y un plano en relieve del entonces proyectado canal interoceánico, Nicaragua mostró un cuadro con los retratos de siete de los presidentes de ese período de relativa paz política nacional.
En un artículo de prensa de la época se hacía referencia a este cuadro en los siguientes términos: “Queremos llamar la atención hacia el hermoso cuadro que se halla formado con los siete retratos de los siete últimos Presidentes, sucedidos constitucionalmente en el poder después de haber cumplido normalmente el período señalado por la ley… La transmisión regular y pacífica del Poder E ecutivo de este país es única en la historia de los pueblos americanos: la gran República de los EE.UU. ha tenido dos Presidentes que fueron asesinados en el curso de este período; los demás países de aquel Continente han sufrido numerosas revoluciones políticas, mientras que Nicaragua desde 35 años a esta parte goza de la mayor tranquilidad y de una prosperidad creciente, pudiendo hoy presentar al mundo entero la galería de sus Presidentes que han ejercido la alta magistratura sin alteración alguna y sucediéndose regularmente en el libre ejercicio de su institución” (Ministerio de Fomento y Obras Públicas, 1890, 333).
El régimen de los Treinta Años Conservadores puede dividirse en dos etapas: la que empieza con Tomás Martínez en 1857 y que termina con Pedro Joaquín Chamorro en 1879; y la que se inicia con Joaquín Zavala en el mismo año de 1879 y termina con el colapso del gobierno de Roberto Sacasa en 1893 . Los gobiernos de la primera etapa -Tomás Martínez (1857 – 1867), Femando Guzmán (1867 – 1871), Vicente Cuadra (1871 – 1875), Pedro Joaquín Chamorro (1875 – 1879)- funcionaron dentro del marco del pensamiento político conservador enunciado por Fruto Chamorro antes de la Guerra Nacional. Todos ellos operaron abiertamente dentro de una perspectiva política providencialista sustentada en las enseñanzas de la Iglesia Católica.
La segunda etapa corresponde a la fase de “liberalización” de este pensamiento e incluye los gobiernos de Joaquín Zavala (1878 – 1883), Adán Cárdenas (1883 – 1887), Evaristo Carazo (1887 – 1889) y Roberto Sacasa (1889 – 1893) (Arellano 1997, 170). La “liberalización” del pensamiento y la práctica política conservadora, durante la segunda mitad de los Treinta Años Conservadores, no transformó substantivamente la visión de la historia y del orden social de las élites gobernantes. Los cambios que éstas promovieron en la estructura económica y en el modelo de relaciones entre Iglesia y Estado fueron una respuesta pragmática a la nueva realidad creada por el cultivo cafetalero y sus demandas.
En el plano económico, los gobiernos de este segundo período intensificaron el “ánimo privatizador” con terribles consecuencias para los campesinos y las poblaciones indígenas, que fueron despojadas de sus tierras. En el plano político-institucional, los gobiernos cuestionaron los intereses de la Iglesia Católica pero no así su doctrina. En otras palabras, los gobiernos conservadores de la segunda mitad de los Treinta Años Conservadores no desarrollaron una posición filosófica frente al pensamiento de la Iglesia Católica; simplemente articularon un modelo de relaciones entre Iglesia y Estado congruente con el modelo de desarrollo económico que los gobiernos conservadores “liberalizados” estaban empeñados en promover. Así pues, los gobiernos conservadores de este segundo período se enfrentaron al poder eclesial, pero no así a la cosmovisión providencialista, la que continuó funcionando como el condicionante principal del pensamiento y de la cultura política nicaragüense. Como se verá más adelante, hasta los gobernantes, que declaraban tener diferencias con las doctrinas de la Iglesia Católica, optaron por ajustar sus actuaciones y discurso a la cultura y los valores religiosos dominantes.
LA PRIMERA ETAPA DE LOS TREINTA AÑOS CONSERVADORES
El régimen de los Treinta Años Conservadores se organizó en concordancia con el estilo tradicional “patemalista-autoritario” del poder promovido y reproducido por las élites conservadoras granadinas. Este estilo se expresaba en tres normas de conducta básicas: “sujeción al orden establecido, obediencia a la jerarquía eclesiástica o seglar, y respeto a la propiedad privada” (Alvarez Montalván, año 2000, 122).
La legitimidad de estas normas se alimentaba del Providencialismo religioso dominante en la cultura política. El providenciansmo, como una visión del poder y de la historia, se expresó en el discurso pronunciado por Gregorio Juárez y Rosalío Cortés con motivo de la inauguración del primer mandato presidencial de Tomás Martínez en 1857 : “Recibid el poder que os entregamos purificado por la muy Augusta Asamblea Constituyente en decreto de 9 del actual”. Y agregaban: “No olvidéis un solo día de los de vuestra administración, que los Reyes y los magistrados Supremos de las Repúblicas, no sólo son mandatarios de los pueblos, sino también sacerdotes del Altísimo, en cuyo nombre mandan y confeccionan las leyes …” (Juárez y Cortés, 1857 b, 236).
En su discurso, Martínez señaló: “La generalidad de mi elección, desconocida en los anales de Nicaragua, me es altamente satisfactoria, no porque hace relación a mí sino porque augura a mi patria un porvenir venturoso prometiendo la paz interior, pues la paz para los pueblos es el bien por excelencia, es un presente de la Divinidad. Tal satisfacción sólo la turba el estado de guerra en que nos hayamos con la República de Costa Rica; guerra injusta y traidora que nos ha promovido su Gobierno por pretextos fútiles; pero en realidad, porque nos cree débiles y desunidos, y por tanto en situación de arrancamos lo que nos pertenece por derechos imprescindibles… Señores Diputados: Vosotros tenéis que ocuparos de reformar nuestras instituciones que no satisfacen las necesidades ni convienen con los intereses de la República. La Divina Providencia os ilumine …” (Martínez, 1857, en Vega Bolaños, 239).
La visión pre-modema del poder y de la historia, enunciada por Martínez, Juárez y Cortés, iba a ser reforzada por las posiciones doctrinales adoptadas por el Vaticano durante este período. En 1858, el Papa Pío IX decretó la guerra contra la modernidad con la publicación del Sylabus. Pío IX, además, instalaría en 1869 el Concilio Vaticano I que estableció la doctrina de la infalibilidad papal (Tanner, 1990; 2001).
La dramática situación material del país contribuyó a intensificar el atraso cultural que se alimentaba de la lucha de la Iglesia Católica contra el Liberalismo, la democracia y el libre uso de la razón. Así presentó Martínez la situación del país en su discurso inaugural: “Campos blanqueados con las cenizas de los muertos en tantas batallas, grandes poblaciones en ruinas que por mucho tiempo recordarán los horrores del filibusterismo, la agricultura y el comercio paralizados a consecuencia de la invasión costarricense, el tesoro público agotado, la propiedad particular destruida, y cerrados todos los establecimientos de enseñanza, es el cuadro, por lo cierto bien triste, que presenta Nicaragua; y en ese estado es cuando me toca encargarme de rejir sus destinos” (Martínez, 1857, en Vega Bol años, 1944, 240).
El objetivo central que se propusieron los gobiernos del primer período de los Treinta Años Conservadores fue poner freno al “desborde social” que, de acuerdo al pensamiento político de las élites granadinas, había sido causado por la aplicación de la doctrina liberal durante el período de la post-independencia. Para contener este “desborde”, el pensamiento conservador propuso y estableció una rígida estratificación social, que se tradujo en una distribución profundamente desigual de obligaciones y derechos. Esta estratificación fue codificada y legalizada en la Constitución de 1858, que estableció requisitos de riqueza y propiedad para alcanzar el status de la ciudadanía, así como para optar a los principales cargos dentro de la estructura del Estado (Cn. de 1858, Esgueva, 1994, 419-443).
El orden social conservador encontró su principal sustento ideológico en la cosmovisión religiosa providencialista articulada y reproducida por la Iglesia Católica, institución que funcionó como el principal aparato de legitimación de los gobiernos conservadores de la primera parte de los Treinta Años Conservadores. La Iglesia Católica cumplió su función ideológica mediante la instrumentalización del proceso de socialización primario en las escuelas, los templos y dentro de la familia. En las masas marginadas, el Providencialismo se tradujo en conductas fatalistas y en la reorientación de sus demandas y necesidades sociales a Dios, a la Virgen y a los santos. En las clases dominantes, funcionó como una justificación “cristiana” de las estructuras de poder existente.
El Providencialismo se manifestó nuevamente en los discursos pronunciados por las autoridades del país con motivo de la celebración del 15 de septiembre del 1858 . En esa ocasión, Tomás Martínez atribuyó la independencia de Centroamérica a los designios de la Providencia: “La Providencia allá en la eternidad de sus altos consejos, marcó en el tiempo el día venturoso en que debiera el Reino de Guatemala segregarse de la Metrópoli española, proclamándose Estado soberano e independiente: ese día memorable fue el 15 de Septiembre de 1821… Bendíganos pues, la mano de la Providencia que en sus determinaciones indeclinables quiso otorgamos la existencia política que poseemos y hagamos un esfuerzo por corresponder a tan preciosa dádiva, enalteciendo la Patria con el desarrollo de las virtudes cívicas y morales” (Martínez, 1858, 4).
Rosalío Cortés, ministro de Gobernación, Guerra y Marina, ofreció una interpretación similar a la de Martínez: “La marcha progresiva de la humanidad es el resultado de grandes revoluciones que han producido el cambio y tilde de un sistema político, o que han lanzado el espíritu humano en una nueva carrera de desarrollo. Una de estas revoluciones es el establecimiento de las Repúblicas Americanas. Hecho admirable preparado lentamente y de lejos por la Providencia, que quiso cumplir la realización de una verdad: la proclamación de la soberanía popular” (Cortés, 1858, 4-5).
En esa misma ocasión, Jesús de la Rocha, ministro de Fomento, Instrucción y Crédito Público, confirmó la cosmovisión religiosa, dominante en el pensamiento político de las élites nicaragüenses, cuando se refirió a la Constitución de 1858 como un “talismán de felicidad”, como un amuleto para la buena suerte: “La Providencia Divina que vela por el destino de las naciones, empujándelas sin cesar en la vía del progreso humanitario, señaló en la prolongación de los siglos el día venturoso del nacimiento político de la América Central”. Y agregó: “Démos pues, gracias a la Divinidad por habernos concedido el bien inestimable de la Independencia… Quiera el Ser Supremo que la Carta de 1858 sea el talismán de la felicidad de Nicaragua y que el aniversario de su jura nos cause tanto alborozo como el de nuestra independencia” (de la Rocha, 1858, 5-6).
De igual manera, los discursos pronunciados por el ministro de Hacienda, Eduardo Castillo, y por el tesorero general, Juan Lezcano, atribuían a la Providencia la “conversión política” de Nicaragua y el valor que Tomás Martínez había demostrado durante la Guerra Nacional (Castillo 1858, 6-7; Lezcano, 1858, 8). Pero fue el presbítero José Antonio Lezcano y Ortega quien, durante las mismas ceremonias de celebración de la independencia de Centro América, articuló con más emoción esa visión providencialista de la cultura política de las élites: “Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, Supremo Legislador del Universo: a Vos que asentásteis los sólidos fundamentos de la creación, que arrojásteis al espacio esos polvos brillantes que forman la majestuosa condecoración del Cielo: a vos que hicisteis al hombre con tus propias manos inspirándole el espíritu de vida para darle el cetro de la creación, a vos Señor, que presidís los destinos de las naciones y de los imperios, toca bendecir en este día glorioso al pueblo nicaragüense, para que sea próspero y feliz, religioso, patriota y sumiso: bendecid Padre amoroso, y no permitáis que por más tiempo abuse de su libertad” (José Antonio Lezcano y Ortega, 1858, 7).
El poder de la Iglesia Católica quedó confirmado con la celebración del Concordato firmado por el gobierno de Martínez y el Vaticano en 1861 y ratificado por ambos en 1862. Mediante este acuerdo, el Estado asumió la responsabilidad de proteger y sostener a la Iglesia. A cambio de este apoyo, ésta aceptó, como propia, la tarea de legitimar el orden establecido.
Los términos de la relación de mutua conveniencia entre la Iglesia y el Estado, aprobados en el Concordato, son los siguientes: La religión católica es la del Estado; la enseñanza será religiosa y conforme a la doctrina de la Iglesia; los obispos tendrán el derecho de censura; el gobierno sostendrá económicamente a la Iglesia (el obispo, el Cabildo eclesiástico, el Seminario, los gastos de culto y de los templos, etc.); los párrocos recibirán primicias por derechos de estola hasta que el gobierno decida mantenerlos; el gobierno podrá presentar candidatos para el obispado; el presidente podrá nombrar seis prebendas capitulares; los párrocos serán nombrados por el mismo presidente; después de los oficios divinos, en todas las iglesias de Nicaragua se dirá la siguiente oración: ‘Dios salve a la República. Dios salve al Presidente, la Suprema Autoridad’; Su santidad concederá excepciones y gracias a los ejércitos de la República (Arellano, 1997 a, 183).
La estructura del orden social y las limitaciones a la ciudadanía establecidas por la Constitución de 1858 no representaron una pérdida real de la capacidad democrática y de participación política de la sociedad. Después de todo, la democracia sólo era una ficción legal antes de los Treinta Años Conservadores. Pero ahora, en el régimen conservador, la exclusión social que limitaba la participación política de las masas fue legalizada.
La codificación del orden social impulsada por los gobiernos de esta primera parte era congruente con su visión conservadora de la ley como un instrumento de control social, diseñado para legitimar las estructuras de poder existente. En este sentido, la obediencia absoluta a las leyes del Estado era considerada por el partido gobernante como la fuente del orden social – generalmente conceptualizado por los intelectuales del Conservatismo como “tranquilidad” (Casanova Fuertes, 1995 b). La naturaleza del orden, es decir, los principios que lo rigen, no era una preocupación del Conservatismo de los Treinta Años Conservadores, siempre y cuando éste contribuyera a preservar la distribución oligárquica del poder reproducido por este régimen. Pedro Joaquín Chamorro Alfaro expresó esta visión pragmática del poder en la carta que dirigió a Juan J. Ruiz en 1862:“NocreaUd. que yo soy tan apegado a los principios que despreciara la paz si la pudiera establecer, quebrantándolos. Yo quiero la paz y el orden con los principios o sin ellos” (Chamorro, 1862, 196).
La “tranquilidad”, alcanzada por el régimen conservador, fue siempre precaria y parcial. Durante los primeros años de este período, la amenaza de Walker se mantuvo latente. En julio de 1860 llegó aNicaragua la noticia del arribo del filibustero a las islas de la Bahía frente a las costas de Honduras. En esa ocasión, Femando Chamorro, quien funcionaba como senador encargado del poder ejecutivo, lanzó un manifiesto que, además de mostrar su valor, revela los valores religiosos que dominaban la cultura de los nicaragüenses. Decía Chamorro en su mensaje: “El enemigo de nuestro reposo, William Walker con su partida de forajidos, amenaza hoy a nuestra vecina y hermana la República de Honduras. El peligro es también nuestro. La cuestión es centroamericana. Aún están humeantes las ruinas que su mano destructora sembró por donde quiera: ellos nos recuerdan de continuo lo que debemos esperar de esa horda de caníbales. La religión de nuestros padres, nuestros patrios hogares, nuestras caras familias, la tierra misma que pisamos, todo, nos será arrebatado, si logra apoderarse del país esa gente sin corazón que profesa como principio la destrucción de nuestra raza… Clero de la República: la religión santa de que sois ministros, está amenazada cumplid vuestra misión evangélica. Propietarios, ciudadanos todos: conocéis la gravedad del peligro; el Gobierno descansa en la seguridad de que cada uno de vosotros está pronto a cumplir los deberes que la patria le impone. Soldados del ejército: los miserables bandidos a quienes hicistéis morder el polvo en San Jacinto, en Masaya, Granada y Rivas, osan de nuevo desafiar vuestra bravura: preparaos; en cualquier punto de Centroamérica que aparezcan es también a nosotros a quienes retan …” (Chamorro Alfaro, 1860, en Arellano, año 2000, 107-108).
El 6 de agosto, Walker desembarcó en Trujillo, Honduras. El 3 de septiembre el filibustero y sus tropas fúeron sorprendidos y capturados por fuerzas hondureñas y marinos ingleses. Ese mismo mes, fue fusilado el 14 o 15 de septiembre de 1860 (Bolaños Geyer, 1993, 314).
El desarrollo histórico nicaragüense durante este período estuvo fundamentalmente condicionado por las transformaciones que sufrió el sistema internacional dentro del que operaba el país y, muy especialmente, por el desarrollo del poder transnacional de los EE.UU.. Una de las principales expresiones de este desarrollo fue la firma del tratado de Managua (o Zeledón-Wyke), que marcó el inicio del predominio estadounidense en la Costa Caribe de Nicaragua.
El tratado de Managua formalizó la creación de una Reserva Mískita que operó bajo un sistema de autogobierno indígena dentro del marco de la soberanía nicaragüense. El tratado, además, formalizó la condición de “puerto libre” para Río San Juan y comprometió al gobierno nicaragüense a pagar cinco mil dólares anuales por un período de diez años a las autoridades miskitas.
Pero el reconocimiento otorgado por este tratado a la soberanía de Nicaragua sobre la Costa Caribe fue nominal, ya que no se tradujo en una ampliación real de la capacidad de regulación social y penetración territorial del Estado de Nicaragua. En un lenguaje, que refleja la manera en que las élites percibían a las poblaciones de la Costa Caribe del país, Ortega Arancibia destaca la debilidad del Estado ante el poder inglés: “En vano el Gobierno de Nicaragua pretendió reglamentar la atracción del hule, los cortes de madera y ejercer otros actos de soberanía en el territorio nicaragüense de la reserva y establecer un empleado que velase por la regularidad y orden en la conducta de los nicaragüenses puros y moscos nicaragüenses, porque el jefe de esas tribus, obedeciendo a sugestiones de súbditos ingleses hijos de Jamaica, lo resistía y el cónsul británico lo cubría con el pabellón de su poderosa reina” (Ortega Arancibia, 1911 1975, 411, Énfasis añadido).
El gobierno de Nicaragua intentó contrarrestar el poder inglés y extender-al menos indirectamente- el ámbito de acción del Estado, mediante su apoyo a las inversiones estadounidenses en la Costa Caribe. Esta estrategia, sin embargo, facilitó la expansión y consolidación de una “economía de enclave”, que rápidamente llegó a convertirse en otro obstáculo al desarrollo de la capacidad de regulación social del Estado. En definitiva, durante los Treinta Años Conservadores, el ámbito de acción estatal se mantuvo restringido a la región Este del país (González Pérez, 146-155; Velázquez Pereira, 1992, 103-117).
En el ámbito doméstico, la precariedad del orden social del régimen conservador también era evidente. La paz entre liberales y conservadores no estaba fundamentada en una visión del desarrollo nacional compartida por ambos partidos, sino más bien, en la repartición del poder burocrático estatal.
El “pacto oligárquico” otorgó a las élites leonesas y granadinas el control de los ingresos aduaneros y de los principales poderes del Estado. Los liberales lograron obtener un importante nivel de representación en el poder legislativo. Los conservadores obtuvieron el control del poder ejecutivo y del poder legislativo (Velázquez Pereira, 1992, 83-84). Más aún, el pacto oligárquico dividió el poderjudicial en dos secciones: una funcionó en León y la otra operó en Granada.
El pacto, además, introdujo el sistema de prefecturas (jefes de distrito) y subprefecturas organizadas y coordinadas de acuerdo a la lógica locali sta tradicional. Velázquez explica este arreglo: “Encada una de las ciudades de los grupos oligárquicos se establecieron estos cargos (prefecturas) y a la vez se crearon subprefecturas en las ciudades periféricas a cada una de ellas, que pasaban a depender directamente de las prefecturas centrales de León y Granada. Jurídicamente, las prefecturas eran instituciones intermedias entre el poder ejecutivo y los consejos municipales, pero, en la práctica, las prefecturas acumulaban una serie de funciones políticas, militares, administrativas, fiscales, y de policía que las convertían en verdaderos centros locales de poder”. Para apoyar su aseveración, Velázquez cita a Pablo Levy, quien, en sus Notas Geográficas y Económicas sobre la República de Nicaragua, señala que el Prefecto era “virtualmente un pequeño presidente de su departamento” (Ibid., 76).
La lógica localista utilizada para distribuir el poder del Estado entre liberales y conservadores contribuyó a perpetuar la fragmentación de la sociedad. En este sentido, la cooperación entre liberales y conservadores después de la Guerra Nacional no logró traducirse en un consenso integrador de los intereses y las aspiraciones de los diferentes sectores sociales del país. Los esfuerzos realizados para articular un orden social nacional no pasaron de ser reorganizaciones partidarias estructuradas alrededor de personalidades e intereses particulares e inmediatos.
Los esfuerzos iniciados por liberales y conservadores poco antes de terminar el primer período presidencial de Martínez se orientaron a promover la “fusión” de los dos partidos principales. Estos esfuerzos, sin embargo, carecían de una visión y de una estrategia común para el desarrollo del Estado y de la sociedad.
El primero de estos esfuerzos produjo una alianza tan ilógica como precaria entre “lo principal del bando conservador”, que apoyaba la candidatura de José Joaquín Cuadra -por tanto, opositor a la reelección de Martínez-, y “una minoría liberal”, encabezada por Máximo Jerez (Pérez, 1975, 651). Esta alianza tuvo su principal base de apoyo en Granada. “Su poder real”, señala Jerónimo Pérez, “consistía en el dinero y en la decisión a gastarlo, pues generalmente el comercio, los ricos, los hacendados estaban por Cuadra”. Y, agrega: “La clase media y las masas estaban por Martínez (Ibid., 649).
Un segundo proyecto “fusionista” se organizó alrededor de Tomás Martínez y tuvo su principal base de apoyo en León y contó con la adhesión del clero, los intelectuales, los militares y los extranjeros (Ibid.)16. El programa de este proyecto -intelectualmente liderado por Rosalío Cortés-, comenta Ortega Arancibia, intentaba combinar las ideas de la libertad, el orden y el progreso “en todas sus manifestaciones legítimas” y proponía armonizar los principios básicos del Liberalismo y del Conservatismo nicaragüense dentro de un programa de gobierno nacional. Este programa-”no escrito”- estaba integrado por una serie de medidas y disposiciones administrativas y por un conjunto de principios políticos indefinidos, entre los que se mencionaba tímidamente la necesidad de promover la libertad religiosa en el país: “Equidad en los impuestos, para no gravar a los pueblos en más de lo que pudieran dar, subordinando a este principio económico-político el frugal presupuesto de los empleados; justicia distributiva en los nombramientos, sin miramiento a localidad ni color político, prestando atención preferente al pago de créditos procedentes de servicios, a la instrucción pública y la deuda de sangre; empleo de medios filosófico-políticos en la dirección de los asuntos de Gobierno, gastando muy poco el elemento autoridad, para llevar suavemente a los gobernados a la obediencia republicana; respeto, en fin, a la propiedad y a la libertad del individuo conforme a la ley y a los sentimientos religiosos de la nación, dejando libre la creencia del individuo, observando reciprocidad en el tratamiento comedido entre los empleados del culto y los de la administración política” (Ortega Arancibia, 1911 1975, 399).
Tomás Martínez fue reelecto en 1863 para ejercer el poder hasta el 1867. Máximo Jerez, contrario a la continuación de Martínez en el poder, se levantó en armas con el apoyo de los gobiernos liberales de El Salvador y Honduras. La causa que enarboló el líder liberal para justificar su rebelión fue el “centroamericanismo”, una causa que, según él mismo, contaba con el apoyo de la Providencia. Así lo afirma en el mensaje que envió a sus soldados desde Choluteca: “Soldados del Ejército Expedicionario: Vamos a recomenzar la lucha de los libres contra los hijos bastardos de Centro América, en el suelo nicaragüense en que ya váis a ocupar; lo primero que allí encontraréis, es el abrazo fraternal de los amigos de la gran causa Centroamericana que os llamaran hermanos…”. Y concluía señalando: “Soldados: ni un momento ha venido a inquietarme la idea de un revés; sois valientes y subordinados; nos protege la Providencia; y nos guía la luminosa estrella de El Salvador y Honduras” (Jerez, 1863, en Pérez, 1975, 653).
La rebelión de Jerez formaba parte de la turbulenta política centroamericana, y más concretamente del eterno proyecto de creación de una república federada. Con este propósito, los presidentes liberales de El Salvador y Honduras -Gerardo barrios y Victoriano Castellanos, respectivamente- intentaron, junto con Jerez, desplazar del poder a los gobiernos conservadores de Rafael Carrera en Guatemala y de Tomás Martínez en Nicaragua.
El 29 de abril de 1863, Jerez y sus aliados fueron derrotados en la localidad de San Felipe por las fuerzas militares comandadas por Martínez. El historiador conservador, contemporáneo y partidario de Martínez, Jerónimo Pérez, atribuyó el triunfo del gobierno a los designios de Dios. Haciendo referencia a los frustrados planes de Jerez, reflexiona: “Así es como la Providencia confunde a los hombres, trastorna sus planes y mata sus designios para probarnos que Ella sola es la que regula las sociedades y guía la marcha del Universo” (Pérez, 1975, 653).
El 1 de marzo de 1867, Martínez traspasó la presidencia de la República a Femando Guzmán. El 20 de septiembre de ese mismo año, el nicaragüense Manuel Ulloa y Calvo asumió las responsabilidades del obispado de León, cuando el obispo Pinol y Aycinena fue trasladado a Guatemala (Zúñiga, 1996, 383).
En su último discurso como presidente, Martínez reafirmó la visión teocéntrica de la historia, que seguía dominando la cultura política de las élites:
No soy yo quien puedo ni debo atribuirme ese período de calma que ha atravesado la República, y a cuyo favor ha habido el progreso material y moral, que sólo puede valuarse comparando a Nicaragua de 1857 con Nicaragua de la época presente. Yo reconozco, en primer lugar, la acción de la Providencia, de quien no he sido más que un instrumento, y quien, conociendo a fondo la sanidad de mis intenciones, quiso favorecerme y favorecer a los pueblos que fueron confiados a mi debilidad; y en segundo, reconozco también la cooperación de los eminentes Prelados de la Iglesia; del virtuoso Clero en general; de muchos hombres ilustrados que me ayudaron con sus luces; de otros tantos jefes y soldados distinguidos, que son y serán siempre las columnas de la tranquilidad; de muchos propietarios que me ofrecían sus propiedades para toda eventualidad; y en fin, del mismo pueblo sencillo e inocente, que ha mostrado el mayor celo por el orden, porque vio con sus propios ojos, que sólo en medio de la paz siembra sus sementeras y recoge las abundantes cosechas, que hacen la dicha y felicidad de su vida (Martínez, 1867, en Pérez, 1975, 726).
Femando Guzmán expresó en su discurso inaugural la necesidad de “amalgamar” los intereses partidarios y localistas ofreciéndose para servir como “vínculo” de unión entre los partidos. El nuevo presidente reducía el conflicto a un problema de “intolerancia política” y minimizaba la necesidad de articular un consenso nacional que integrara los intereses y las aspiraciones de los diferentes sectores de la sociedad: “Quiero ser sobre todo un mandatario civil, dispuesto siempre a amalgamar, evitando el choque de encontrados intereses: quiero ser el vínculo de unión de los partidos opuestos, de las miserables rivalidades de localismo, de las pasiones exageradas que el espíritu terco de partido coloca sobre los verdaderos intereses públicos: quiero ahogar si es posible, con una conducta francamente conciliadora, la causa principal de nuestros infortunios, el origen de nuestros males, esa negra intolerancia política que envenena el aire de la patria y declara enemigo irreconciliable al hermano disidente. Si como hombre privado puedo tener mis simpatías por cualquiera de los bandos políticos del país, como hombre público no reconozco colores de partido: no hay para mí más que nicaragüenses hermanos; y en toda circunstancia durante mi administración estará siempre el más digno antes que el más adicto” (Guzmán, 1867, en Pérez, 1975, 846).
El voluntarismo de Guzmán y su limitada comprensión de las raíces del conflicto social de este país quedaron confirmadas en su visión minimalista y pragmática del papel económico del Estado; en su reafirmación de la idea del orden, como tranquilidad; y en su interpretación formalista de la ley, como el garante de ésta:
Sé que me dirijo a un pueblo educado en la escuela de la desgracia, pero siempre dispuesto al trabajo y a los sacrificios, y capaz por lo mismo de mejorar en mucho su condición actual. No quiero, sin embargo, halagar el orgullo nacional presentando una situación brillante, un presente exento de embarazos, ni quiero deslumbraros con vanas y pomposas promesas que casi nunca pasan de ser un prospecto de fantásticos ofrecimientos. En mi concepto, el progreso de la Nación, debe ser su propia obra: el Gobierno no puede ni debe ser más que uno de tantos elementos, si se quiere, de los más poderosos: cuando el Estado, traspasando ciertos límites, lleva su influencia al comercio, a la agricultura, a la industria, a todos los ramos en fin que forman los elementos de la cultura de un país, se hace proteccionista y centralizado; aparenta guiar cuando no hace más que remolcar pesadamente a la Nación, créalos odiosos monopolios, y su funesta injerencia acaba por estancar las fuentes de la riqueza. Creo que lo que principalmente necesita la República es asegurar sobre bases sólidas su propia tranquilidad; este resultado, a mi entender, solo puede conseguirse en el imperio absoluto de la constitución y las leyes, y yo me propongo sujetarme a ellas de la manera más estricta (Ibid., 846).
Una vez en el poder, Guzmán intentó neutralizar la poderosa influencia de Martínez, a pesar de que éste había jugado un papel decisivo en su candidatura. El ex presidente reaccionó estableciendo una alianza con Jerez para derrocarlo. Tomás Martínez, Máximo Jerez, Francisco Baca y Buenaventura Selva subscribieron el programa de la “ revolución de 1869 ”, fundamentado en una visión política netamente liberal e incongruente con el supuesto Conservatismo de Martínez. Las prioridades nacionales, en él identificadas, eran las siguientes: “Especial atención a la enseñanza primaria, costeada por el Gobierno”; “la enseñanza libre, y consiguiente abolición de los efectos legales de los grados académicos”; “supresión de los monopolios”; “fomento de la industria, especialmente por el libre cambio, y por la constante mejora de las vías de comunicación”; “Americanismo, o sea, solidaridad con el continente Americano, en orden al sostenimiento y progreso de la libertad republicana”; “tendencia eficaz y resuelta hacia el restablecimiento de la unión centroamericana”; franquicias liberales para atraer la inmigración”; “promoción de los principios liberales reconocidos en materia religiosa, en tanto que sean aceptados por las convicciones generales del país”; “abolición de la pena de muerte”; “juicio por jurados”; y finalmente, “la elección directa”.
Los rebeldes concluyeron su comunicado señalando: “Como para realizar estas ideas, se necesita destruir el actual orden de cosas y establecer un Gobierno excepcional por algún tiempo, lo ejercerá el infrascrito Jerez desde el principio de la revolución, con facultades omnímodas, por el tiempo que él juzgue necesario para asegurar la continuación de la práctica del anterior programa, bajo una orden constitucional” (Martínez, Jerez, Baca, Selva, 1869, 68-69).
El pensamiento liberal de los dirigentes de la “ revolución de 1869 ” se manifestó más claramente en la definición del concepto de “revolución social” articulada en la proclama firmada por A. Urcullo y F. Luna:
¿Qué es una revolución social? Una revolución es la transformación de las sociedades; un esfuerzo que se hace por cambiar de modo de ser, es la concentración de las voluntades individuales de un pueblo, movidas por un deseo vehemente, por una misma necesidad; es en los jóvenes el frenesí producido en su naturaleza de fuego por la asfixia social, la monotonía, la agonía del espíritu. La revolución es la grande obra de cada siglo, cuya magnitud está en razón directa de la perfección que adquiere la humanidad, de las novaciones que sufre. Pero no confundamos la marcha progresiva con la retrógrada, no equivoquemos lo que perfecciona con lo que desmejora. Hacer progresar una sociedad es transformarla procurándola lo que le falta, es hacerla caminar a lo desconocido, a lo nuevo; es hacerla valiente para que pueda despojarse de las preocupaciones y de la ignorancia; es hacerla sufrida y generosa para que soporte la vicisitud de hoy por la felicidad de otro día; es, en fin, alentarla con el estímulo para que no desmaye en el camino y pueda cumplir su destino (Urcullo y Luna, 1869, 86).
El pensamiento liberal de la proclama anterior es utópico y voluntarista. En él se asume que la voluntad humana es la fuerza determinante del rumbo de la historia. En este sentido, el concepto de “revolución social”, articulado por estos liberales, no tiene un valor explicativo ni ayuda a establecer el marco de limitaciones y posibilidades históricas dentro de las que Nicaragua tenía que promover su desarrollo social; es simplemente, la expresión de un deseo por alcanzar una condición social no teorizada.
El pensamiento voluntarista y estrictamente normativo de los liberales se enfrentó, a lo largo de los Treinta Años Conservadores, al pensamiento político pragmático-resignado de los conservadores. Mientras estos últimos se aferraban a la realidad existente y al modelo social de la Nicaragua colonial, los primeros proclamaban: “no se puede ser conservador, aquí en Nicaragua donde no hay nada que conservar” (Jerez, 1869 c, 70).
El ejército rebelde liderado por Jerez y Martínez fue derrotado por las tropas del gobierno comandadas por el propio presidente Guzmán. Mediante la intervención del ministro de los EE.UU. en Nicaragua, las partes en conflicto firmaron un convenio de paz en Pueblo Nuevo. Debido a este acontecimiento, el pueblo fue rebautizado y llamado “La Paz Centro” (Pérez, 1975, 744).
Este triunfo militar marcó el final de la carrera política de Martínez y el inicio de un período de “tranquilidad” organizado dentro de la visión conservadora -pragmática-resignada- del orden social que Guzmán había enunciado en su discurso inaugural. El presidente terminó su período de gobierno dejando como legado el récord resumido por Hildebrando H. Castellón, citado por Jorge Eduardo Arellano en su Historia Básica de Nicaragua. Durante la administración de Femando Guzmán, señala Castellón, “se sistematizó la enseñanza pública, se estableció el servicio de diligencias entre las poblaciones centrales, se atendieron cuidadosamente las vías de comunicación interior, se reglamentó el correo, se mejoró el edificio del Palacio Nacional, se reconstruyó el muelle de Granada y el servicio de vapores en el Gran Lago y en el Río San Juan” (Castellón, en Arellano, 1997 a, 174).
El gobierno de Guzmán, además, organizó comisiones departamentales para explorar el tema de la inmigración, considerada en esta época como un componente necesario para la promoción del desarrollo. Los reportes producidos por estas comisiones, constituyen una importante fuente de información sobre el medio cultural de este período y, muy especialmente, sobre la auto imagen de los nicaragüenses.
El informe de la comisión departamental de León señalaba: “La inmigración ha de venir probablemente a moralizamos, causando una verdadera revolución en nuestro modo de ser, por la cual, nuestra indolencia se cambie en actividad I en la debida apreciación del tiempo; la perversidad, en la adopción de sanos principios; la insubordinación, en hábitos de obediencia, I el desprestigio de la lei, en hacer de ella la divinidad que todos adoramos” (Comisión del Departamento de León, 1868, 26).
La pobre autovaloración de los nicaragüenses se expresaba con mayor intensidad en los informes referidos a las poblaciones indígenas del país. El de la comisión de León señalaba que la inmigración era “un medio eficaz, auxiliado de misiones apostólicas” para atraer a los Misquitos “al goce de la civilización”. De esta manera, señalaban los comisionados, éstos dejarán de ser “el oprobio de nuestra especie en Nicaragua” (Ibid., 29).
Es importante señalar que en el debate sobre la inmigración aparecieron algunas voces, revalorando las capacidades reales y potenciales del nicaragüense. Uno de los comisionados señalaba que la solución al atraso debía buscarse dentro de las mismas estructuras y prácticas sociales del país: “A mí me parece que Nicaragua con la población que tiene podría alcanzar un grado de riqueza I prosperidad cuatro o más veces más alta que el que goza” (J.R.P., 1868, 41). Para esto, señalaba el comisionado, se necesita “ennoblecer el trabajo”. Esto implicaba: “proporcionar al trabajador una pensión de que no se avergüence en presencia de las preocupaciones populares, llamadas opinión, I creo que se le proporcionaría procurando que el trabajo sea más productivo de lo que hoi lo es”. El ennoblecimiento del trabajo, agregaba este funcionario, no puede darse “en un país donde la miseria, la suciedad, las enfermedades, la lástima de los más dichosos propietarios son la recompensa del trabajo, el producto de un oficio”. Y agregaba: “La buena recompensa aviva la ambición, I esta aguijonea la inteligencia I la enerjía” (Ibid., 42).
Las voces que revaloraban al nicaragüense, sin embargo, no eran representativas de la opinión de las élites del país porque éstas se inclinaban por el “mejoramiento” social a través de la inmigración europea. Esta era también la opinión de Pablo Levy, el autor de Notas Geográficas y Económicas sobre la República de Nicaragua – elaborado a petición del gobierno de Guzmán. Nótese cómo Levy se dirige a las élites nacionales como si éstas no formaran parte de una sociedad nicaragüense integrada por negros, mestizo e indios. Dice:
Vuestra única salvación es provocar a todo trance una inmigración blanca a Nicaragua. Si ocuparais un rincón aislado en medio de un vasto continente, seriáis libres de dejaros absorber por la raza india, aun sin educarla, y desde luego, volveros con ella al estado primitivo… Pero no tenéis el derecho de hacerlo: la situación geográfica del territorio que le ha cabido en repartimiento, os impone verdaderas obligaciones internacionales. Vuestro honor os obliga a aprovecharlos recursos de vuestro suelo; no tenéis el derecho de dejarlos improductivos en detrimento de lo demás del género humano, y vuestro amor propio exige que tengáis un rango tan decente como sea posible entre las naciones civilizadas. La presencia del elemento negro y mulato se opone a que levantéis el elemento indios, así como hicieron en el Paraguay, a la altura de una clase dominadora; vuestro deber estricto, pues, es provocar lo más pronto posible una inmigración europea a este país, y sobre todo, teniendo bien presente, que, en medio de la corriente vertiginosa de progreso que arrastra a este siglo, no podéis adoptar medidas ‘lentas’ (Levy, 1873 1976, 194).
La recomendación del ingeniero francés estaba basada en su diagnóstico de “la situación antropológica de Nicaragua”, que éste consideraba como “mala” por las siguientes razones: “1o. Porque la población de Nicaragua es esencialmente mestiza, y que los mestizo son siempre seres inferiores, física y moralmente, a las razas puras que los han producido; 2o Porque los mestizo actuales se sobrecruzan entre sí, y van, por consecuencia, interiorizándose todos los días más y más; y, 3o, Porque siendo regla general que, en el contacto de razas diferentes, las menos numerosas acaban siempre por absorberse en la más numerosa, los indios están llamados a dominar el país, si la composición actual de la población no viene a modificarse por la introducción de un número mayor de blancos o de negros, y que los indios no están, en este momento, a la altura de este rol, comparándolos a los demás pueblos civilizados, y en el estado actual de las relaciones internacionales” (Ibid., 193).
¿Hasta qué punto coincidían las apreciaciones de Levy con las de las élites del país? El historiador Jerónimo Pérez criticó algunos de sus datos y apreciaciones, pero no objetó las opiniones prejuiciadas y racistas ofrecidas por el autor francés con relación a la humanidad del nicaragüense (Pérez, 1872, 518-527).
Tampoco se registran objeciones de parte de los intelectuales nicaragüenses, colaboradores en la obra de Levy y reconocidos por éste en su libro: “Creo de mi deber, antes de terminar, pagar aquí un legítimo tributo de especial gratitud al Sr. D. Enrique Guzmán Selva, que se ha impuesto el penoso encargo de revisar mi traducción, y lo ha hecho con tanta paciencia como ilustración. No puedo dejar tampoco de manifestar mi agradecimiento a los Sres. D. Faustino Arellano, Emilio Benard y Macario Alvarez: el concurso amistoso e inteligente, y el apoyo moral y constante que no han dejado un momento de prestarme esos cuatro caballeros, honran no solamente a su patriotismo, sino también a esta obra y mucho más a su autor” (Levy, 1873 1976, xxiii).
La pobre auto-valoración de los nicaragüenses, reflejada en los reportes de las comisiones departamentales organizadas por el gobierno de Guzmán y en el silencio de los intelectuales antes mencionados, frente a las ofensivas apreciaciones raciales y étnicas de Levy, se manifestó también en las cartas y artículos publicados en la prensa nacional, que abordaban el tema de la inmigración. En la carta publicada en El Porvenir de Nicaragua en junio de 1868, J. Rosa Pérez recomendaba la “introducción de chinos” para promover la agricultura. Nótese los profundos prejuicios, que plagaban la cultura del país: “Lo que nos conviene es hacer lo que hacen los agricultores de California, del Perú, de la Martinica, de Cuba, y de otros países de circunstancias semejantes a las del nuestro. Lo que ellos hacen es introducir Chinos. Esta gente no trae pretensiones de superioridad de raza, ni ambiciones de predominio: es débil, constante e inteligente en el trabajo. Se conforma con un módico salario y su manutención acostumbrada en su país, que es arroz, costaría poco en éste” (Pérez, 1868, 1).
Un lector de El Porvenir de Nicaragua se refirió a las sugerencias de J. Rosa Pérez y las criticó señalando los peligros que, a su juicio, representaba la fusión de lo que él consideraba eran dos “razas” inferiores: “En cuanto a la introducción de chinos, es para mí lo que en un tiempo fue para el Redactor de la Gaceta de Managua: ‘ horripilante’… Por de pronto tendríamos en esa su obediencia servir, en esa su abyección… en ese hábito del esclavo que ha formado su segunda naturaleza, un ejemplo fatal para nuestro pueblo que empieza a nacer a la libertad y que sin ninguna educación a propósito, con hábitos contraídos y transmitidos todavía por el antiguo sistema colonial, no podría contrastar jamás su influencia. Más lejos tendríamos otro mal mayor: el cruzamiento de razas que nos daría el producto más mezquino visto bajo su doble aspecto material y moral, que ambos puntos merecen aun más serias consideraciones. Nuestra raza tan subalterna, necesita de una mezcla superior, que no es en la de chinos que debemos encontrarla. ¿Qué sería nuestro porvenir teniendo en perspectiva una y más generaciones indo-chinas?” (El Porvenir de Nicaragua, 1868, 2).
El debate público sobre el tema de la inmigración trajo a colación el monopolio religioso que ejercía la Iglesia Católica. La operacionalización de una política inmigratoria efectiva requería del establecimiento de la libertad de culto, principio que no tenía cabida dentro del modelo de relaciones entre Iglesia y Estado vigente durante este período.
Por otra parte, señala Ligia Madrigal Mendieta, la imagen positiva del inmigrante como fuerza modemizadora estaba en contradicción con la percepción negativa que prevalecía en el país, sobre las ideas y los valores protestantes de muchos de los extranjeros que Nicaragua estaba interesada en atraer. Esta contradicción iba a aumentar, en la medida en que los esfuerzos por modernizar la economía nicaragüense afectaran los intereses políticos y económicos de la Iglesia Católica (Madrigal Mendieta, 1999, 184-196).
En 1871 Femando Guzmán traspasó el poder ejecutivo al nuevo presidente electo Vicente Cuadra. Tanto el perfil político como la personalidad del elegido eran claramente incongruentes con las dimensiones del reto histórico que enfrentaba el país. El mismo Cuadra reconoció esta contradicción cuando intentó renunciar al cargo de presidente, después de resultar electo en 1870 . En su carta de renuncia al congreso, señalaba:
Mi conciencia; mi honor; el amor a mi país, me imponen el deber de renunciar a la Presidencia; y a vosotros, vuestro honor, vuestra conciencia, y la misión que habéis recibido de procurar el bien de la Nación, os lo imponen también para admitirme mi renuncia, a fin de que el pueblo escoja otra persona que con sus luchas y con el conocimiento práctico de los negocios públicos, sepa encaminarlo por las vías de prosperidad y engrandecimiento. Y no se piense que es efecto de una falsa modestia el juicio que emito sobre mi ineptitud, ni tampoco se atribuya a un sentimiento de mezquino egoísmo mi negativa a servir a la Presidencia. Nada de esto señores: vosotros habéis estado al corriente de cual ha sido mi vida, y cuales los negocios en que me he ejercitado. Soy enteramente ajeno a la política: no conozco la ciencia de gobernar… Bien es verdad que abundaría como abundo, en intenciones de procurar el bien de mi país; pero las intenciones solas no bastan; se necesita algo más de que yo carezco.
Fuera de lo dicho; debéis tomar en cuenta mi constitución débil y enfermiza. Por los documentos que os acompaño, vendréis en conocimiento que padezco enfermedades que me impiden en ciertas épocas cualquier ejercicio activo y sobre todo las ocupaciones mentales (Cuadra, 1871 a, 26).
Cuadra presentó los testimonios de cuatro médicos, que fueron invitados a responder a un formulario redactado por el propio presidente electo. En el formulario les solicitó abordar lo siguiente: “Digan si soy de constitución débil y enfermiza; y si padezco crónicamente de la penosa enfermedad que comunmente denominan “de nervios”; “Si esa enfermedad por ciertas ocasiones y lances afecta gravemente el espíritu y carácter natural, y entorpece las facultades, impidiendo dedicarse a ejercicios activos y a ocupaciones mentales”; “Si les consta, que sin duda a consecuencia de dicha enfermedad, he perdido casi completamente la digestión que tengo que auxiliar con medicinas, y no agitándome en ocupaciones continuas”; y finalmente, “Si mi constitución y enfermedades me impedirán dedicarme con la precisa y debida asiduidad a las graves y complicadas ocupaciones de la Presidencia” (Ibid., 27).
Los cuatro médicos consultados reconocieron que padecía de “los nervios”. No hubo consenso con relación a los problemas digestivos del presidente electo y tampoco con relación a su alegada incapacidad para ejercer la presidencia. Con base a este dictamen, el congreso decidió rechazar su renuncia.
Para justificar su decisión, los congresistas señalaron que las mismas razones, presentadas por Cuadra en su carta de renuncia, habían sido dadas a conocer por éste a los electores de distrito que lo habían favorecido con su voto. En su dictamen, también señalaron que la aceptación de la renuncia podría llevar al país a una nueva guerra: “El Congreso contraería una responsabilidad enorme si desoyendo el voto unánime de los pueblos admitiese esta renuncia. Semejante medida nos llevaría a una nueva lucha de partidos que reviviendo las pasiones, quizás nos condujese a la anarquía” (Salinas, Zavala, Vaca, 1871, 29).
Obligado por las circunstancias, Cuadra asumió la presidencia. En la inauguración de su gobierno, volvió a resaltar sus debilidades personales: “He venido a este lugar preocupado y conmovido, como lo notaréis en mi semblante y en mi voz”. Y añadió: “No es para mí la ocasión oportuna de manifestar mis opiniones, mis sentimientos y deseos en la marcha administrativa del Estado… pronto lo haré en un mensaje dirigido a la Nación” (Cuadra, 1871 b, 33).
En su mensaje inaugural, dijo contar con el apoyo del pueblo, del ejército, de “la parte ilustrada de los ciudadanos, y de las “Naciones hermanas y amigas”. Y para dejar claramente sentada su sensación de impotencia, así como su fe en la Providencia, señaló: “Y espero en fin, la excelsa protección del árbitro Supremo de las sociedades, que acaso quiera armonizar y regenerar la nuestra tomando por instrumento, como lo ha hecho otras veces, a uno de sus más débiles miembros” (Ibid., 33).
Como había prometido en su discurso inaugural, Cuadra publicó un “manifiesto a los pueblos”, días después de asumir sus funciones como gobernante. Contrario a lo prometido, no articuló una visión política ni presentó un programa de gobierno para su presidencia. Después de reiterar nuevamente sus debilidades, señaló: “No debéis esperar… que os presente un programa completo de mi conducta administrativa así porque no tengo la capacidad suficiente para entrar de lleno en una obra semejante, como porque en una República de las condiciones de la nuestra, no se pueden a mi juicio fijar reglas indeclinables en algunos ramos de la Administración” (Cuadra, 1871 c, 37).
Con relación a la Iglesia, el nuevo presidente manifestó: “La Constitución impone al Gobierno el sagrado deber de proteger el culto de la religión Católica Apostólica y Romana que es la de la República. Yo procuraré que ese deber se cumpla de la manera más estricta… La autoridad eclesiástica ejercerá libremente sus atribuciones; pero jamás permitiré que se atente impunemente a las prerrogativas de la potestad civil, ni a los derechos de la República” (Ibid.).
En su “juicio” sobre los presidentes de los Treinta Años Conservadores, el historiador José Dolores Gámez señala que Cuadra “respetó los progresos políticos alcanzados por las administraciones anteriores y dedicó su principal esfuerzo a la formación de la Hacienda Pública…” (Gámez, 1899, 23). Arturo J. Cruz destaca el orden y la “extremada” austeridad financiera que prevaleció durante su gobierno. Esta actitud, señala, citando una entrevista con Franco Cerutti, llevó a Cuadra a ordenar a los funcionarios públicos a utilizar los sobres usados como papel de escritura (Cruz, 1996, 167).
No cabe duda que el orden de Guzmán y la austeridad de Cuadra fueron virtudes que aparecen como excepcionales en el poco virtuoso panorama político de la Nicaragua del siglo XIX Pero las cualidades de Cuadra no eran las más importantes ni las más adecuadas para enfrentar el reto que representaba la superación del Estado conquistador y la construcción de un consenso nacional para el desarrollo del Estado. Algunas de las dimensiones de este formidable reto fueron registradas por Levy quien, en Las Notas Geográficas y Económicas sobre la República de Nicaragua, presenta a Nicaragua como un país consumido por “rivalidades de campanario”; un país en donde hacían falta “los talentos positivos”; un país, “en donde se cree haber hecho todo lo necesario sobre un asunto, cuando se ha decretado una medida adecuada”; un país, en fin, en donde “el Gobierno no tiene siquiera una biblioteca, y conoce las noticias del mundo civilizado solo por los periódicos del istmo” (Levy, 1873 1976, 287, 240, 280).
Las apreciaciones de Levy aparecían confirmadas por El Porvenir de Nicaragua en 1874: “Apenas si se oye en los aires el ruido que produce su pueblo el de Nicaragua muerto, sin industria, sin comercio, sin navegación, sin vida; apenas si se percibe en el mapa del mundo como un punto del Centro de la América, en donde trescientos mil habitantes, se creen una Nación: pobre Nicaragua! Con pena, con sentimiento, con dolor, con lástima, pero es preciso decirlo: no se oye en los aires el cántico de vuestro pueblo, no se ve en la tierra el producto de vuestra industria, no se descubren en los mares los signos que indiquen por donde os halláis situada, y sin embargo, en vuestro seno, pigmeos miserables se pretenden gigantes. Pobre tribu que os pretendéis Nación, alzad los ojos y mirad al resto del mundo. Hombres microscópicos, deponed vuestros odios y ya que sois pequeños, no seáis siquiera miserables” (El Porvenir de Nicaragua, 1874, 2).
El libro de Levy, dedicado al presidente Guzmán, “que promovió esta obra”, y al presidente Cuadra, “que facilitó su ejecución” (Levy, 1873 1976), hace un señalamiento que ilustra las limitaciones del pragmatismo-resignado dominante en la cultura de las élites nicaragüenses y que resalta el contradictorio impacto de las virtudes del orden y la austeridad que orientaron la gestión gubernamental de estos mandatarios: “Nicaragua no ha tenido hasta ahora hombres de capacidad formal en materia de hacienda pública. Los ministros de este ramo, sacados de la vida privada por los Presidentes, y simples comerciantes en su mayor parte, no han encontrado nada mejor que aplicar al manejo de los fondos públicos los principios de la economía doméstica, buscando el equilibrio entre los ingresos y los gastos, no en un aumento de impuestos por temor de la impopularidad, sino en una disminución de gastos, que reducían a todo trance. A pesar de aquel extraño método, el equilibrio ha sido obtenido varias veces; sería permanente, si no fuesen las perturbaciones interiores. Sin embargo, la situación general de la hacienda es poco próspera, y es la demostración evidente de este principio económico; que un Estado es próspero solo en proporción a sus gastos; entendiendo que se trata de gastos en objetos de utilidad pública” (Ibid., 296).
La visión “doméstica” de la función de gobierno a la que hace referencia Levy, se tradujo en una percepción gerencial de la política. Desde esta perspectiva, gobernar era administrar ordenadamente los recursos del Estado, impulsando cambios graduales que no pusieran en peligro las estructuras de poder existentes.
En el ámbito centroamericano, mientras tanto, el Liberalismo ganaba terreno. La llegada al poder de Justo Rufino Barrios en Guatemala, en 1873, y la presencia de gobiernos liberales en Honduras y El Salvador establecieron una correlación regional de fuerzas que era desfavorable a los gobiernos conservadores nicaragüenses. barrios era el más preclaro exponente del Liberalismo normativo, idealista y superficial centroamericano de la época. La posición política del gobernante guatemalteco no estaba basada en un sistema de ideas sino en el “sentido común” (García Laguardia, 1977, 40). En 1876, promovió, sin éxito, la creación de un Estado Federado para la defensa de Centroamérica y para el manejo de las relaciones internacionales. Llegó a convertirse en el caudillo más poderoso de la región hasta su muerte en 1885.
Dentro de este contexto, se fundó en Granada la Escuela de Señoritas, obra de la educadora católica Elena Arellano. Esta mujer iba a simbolizar muchas de las grandes contradicciones de la época. Por un lado, la necesidad de desarrollar la capacidad de la sociedad nicaragüense para asumir el control de su historia. Por otro, la resistencia del catolicismo tradicional a cualquier cosa que afectara la visión teocéntrica del mundo, difundida y reproducida por la Iglesia Católica.
Elena Arellano entendió el valor de la educación como una fuerza constitutiva de la realidad social. Su apreciación de la educación es más significativa si se considera que dedicó sus esfuerzos a la educación de la mujer. Su catolicismo, además, estuvo marcado por su intensa actividad social y por su entrega a la causa de los pobres, lo que la separa del catolicismo oportunista que aceptaba la pobreza como una condición natural o, bien, ordenada por Dios. Jorge Eduardo Arellano señala: “Ella, en el ejercicio permanente de su caridad, concibió esta virtud teologal no sólo en su dimensión heroica sino de manera moderna: como promoción humana” (Arellano, 1991 b, 85).
Elena Arellano, sin embargo, también es representativa del catolicismo pre-moderno y providencialista que, en personas con menos conciencia y sensibilidad social, funcionaba como una conveniente forma de legitimar las estructuras de poder existente o, en el caso de los pobres, como una justificación y consuelo frente a la miseria. El mismo Jorge Eduardo Arellano identifica los elementos de esta faceta de su personalidad, cuando habla de su “providencialismo excesivo”, su “candorosa creencia en el terrible fuego del Infierno, su “concepción de Dios como castigador implacable” y, finalmente su “ingenuidad cuasi-fetichista” (Arellano, 1991 b, 82).
La tensión histórica -catolicismo providencialista y modernidad-, que Elena Arellano encamaba, se hizo más evidente con el cierre de la Escuela de Señoritas fundada por esta educadora y la apertura en 1882 del Colegio de Señoritas de Granada, “regido por profesoras norteamericanas y protestantes” (Arellano, 1991 b, 16). De esta tensión surgió más adelante otra mujer: Josefa Toledo de Aguerrí, alumna de Elena Arellano y pionera del feminismo moderno en Nicaragua.
Pedro J. Chamorro Alfaro, resultó el ganador de los comicios celebrados en Nicaragua en 1874. El nuevo presidente simbolizó el elitismo, el paternalismo y el pragmatismo-resignado dominante en la visión conservadora del orden social, de la política, y de la función del gobierno. En su mensaje de toma de posesión, puso de manifiesto estos rasgos de la cultura política de la primera parte de los Treinta Años Conservadores: “No bastan las más sanas intenciones, la voluntad más decidida ni el más acendrado patriotismo, si se carece de cierto tacto especial que se constituye el don de mando, tan indispensable para un buen gobierno, como difícil de encontrarse en la generalidad de los ciudadanos. El progreso depende, más que de la voluntad del Mandatario, de las condiciones de paz en que se encuentra la nación y de los elementos que a su sombra hayan podido acumularse. Por eso, mis conatos se dirigirán especialmente a tener todos los medios que conduzcan a consolidar el orden, estableciendo una positiva tranquilidad pública y a aumentar el Tesoro Nacional, que es base indispensable para todo mejoramiento” (Chamorro, 1875, en Casanova Fuertes, 1995, 5).
En los comentarios de José Dolores Gámez sobre los presidentes de los Treinta Años Conservadores, el gobierno de Violeta Barrios de Chamorro es caracterizado como “una administración de Partido, pero honrada y progresista”. Y agrega: “Con Chamorro se construyeron las primeras líneas telegráficas, se estableció y sistemó su servicio; se fundaron escuelas de telegrafía, se decretó la instrucción gratuita y obligatoria; se permitió el ejercicio de cualquier arte o profesión en día festivo; se inició en Corinto el trabajo del ferrocarril nacional; se practicó el estudio y limpia del Río San Juan; se acuñó moneda fraccionaria de un centavo para las pequeñas transacciones; se mandó estudiar a Cuba el cultivo de la caña de azúcar y se contrataron maestros para que vinieran a enseñar la fabricación de cigarros habanos y la manufactura de sombreros de Jijijapa” (Gámez, 1899 a, 23).
Chamorro, al igual que los otros gobernantes conservadores de la primera etapa de los Treinta Años Conservadores, orientó sus esfuerzos a crear un orden social fundamentado en el respeto incondicional a la autoridad y al poder constituido. El cambio social, desde la perspectiva conservadora del presidente, debía enmarcarse dentro de los límites establecidos por las estructuras de poder existente.
Enrique Guzmán caracterizó vivamente la visión política conservadora del orden social: “El orden de los conservadores es una especie de divinidad sombría i recelosa, cuya olímpica serenidad pueden turbar un rasgo de pluma, una palabra más alta que otra en la tribuna, o un grito en la plaza pública. Para los hombres ‘pensadores’ la idea de ‘armonizar la libertad i el orden’ no es absurda, porque a juicio de ellos, el orden es la inmutabilidad, es la parada sempiterna en el mismo lugar, es la existencia sin aliento, sin cambios de ningún jenero, es la sociedad representada bajo la figura de un dios Término” (Guzmán, 1878 1977, 342-3).
La visión política paternalista, pragmática, y resignada de Chamorro se expresó con mayor claridad en su análisis de las varias candidaturas conservadoras que se barajaron para sustituirlo en el poder. Joaquín Zavala, su socio empresarial, había obtenido el apoyo de “La Montaña”, una agrupación política de orientación liberal que tenía como principal objetivo derrotar al Conservatismo tradicional representado por Chamorro.
Este, que había expresado su apoyo a las posibles candidaturas de Vicente Cuadra y de Pedro Valladares, se refirió a la candidatura de Zavala en la carta que envió al Dr. Rosalío Cortés en diciembre de 1877: “Respecto del Gral. Zavala, tiene para mí el inconveniente de ser mi socio y tanto por un sentimiento de delicadeza como por mis particulares intereses, que con su separación sufrirían, no podría contribuir a generalizar los trabajos por su candidatura, si bien tampoco le haría oposición, convencido como estoy de sus relevantes cualidades para el Gobierno”.
En esa misma carta, expresó su opinión sobre el catolicismo de Zavala y reveló su propia apreciación de la relación entre política y religión en Nicaragua: “A este propósito, pésame no estar de acuerdo con Ud. en que Zavala tenga el inconveniente de no ser muy católico. El tiene sus ideas avanzadas como las tenemos muchos conservadores que, sin embargo, somos católicos, y aun cuando pudiera en ellas haber alguna exageración, bien sabido es que un hombre prudente como es él, sabe en el poder atemperarse a las circunstancias y a la condición de los pueblos, palpando allí lo irrealizable que son en la práctica muchas brillantes teorías” (Chamorro, 1877, 416).
En su carta, el líder conservador se autodefine como un católico con “ideas avanzadas”, pero además, como un político pragmático. En este sentido, la descripción que hace de Cuadra, como un político “prudente”, debe leerse como una auto descripción personal y como una manifestación del pensamiento conservador que él representaba. La capacidad para “atemperarse a las circunstancias” y la descalificación de cualquier pensamiento, que intentase trascender los límites de la realidad, eran las características principales del pensamiento conservador representado por Chamorro.
Antes de que se realizaran las elecciones, Joaquín Zavala, en su Manifiesto de Pital, renunció a la candidatura presidencial argumentando que sus vínculos económicos y personales con el presidente Chamorro le impedían aceptarla (Zavala, 1878, 29). En estas circunstancias, después que las posibles candidaturas de Cuadra y Valladares despertaron reacciones desfavorables dentro del partido, Chamorro hizo público su apoyo a la candidatura de Emilio Benard. En su evaluación de los méritos de Bemard, se expresa nuevamente su elitismo paternalista, así como su visión pragmática-resignada de la función de gobierno: “Es indudable que Zavala fue aceptado generalmente, no obstante de ser bien conocido su carácter nada almibarado, porque los pueblos aspiran al progreso y a la paz que pueden considerarse asegurados cuando el país está regido por una mano enérgica y bien intencionada. Benard es el que más se le parece por su intelijencía y carácter, por sus ideas avanzadas y por su dedicación asidua al cumplimiento de sus deberes. El guardará, como aquel y sabrá emplear provechosamente el Tesoro Nacional, garantizará los intereses del Partido, porque en el fondo profesa todos los principios que forman su credo político, es buen esposo y excelente padre de familia, sus costumbres y moralidad son dignas de imitación y jamás transige con los actos inmorales y desautorizados, los cuales combate franca y enérgicamente. Estas circunstancias le valdrían la más cruda oposición de parte de los demagogos y de esos círculos relajados, cuyo ensanche cortará con mano firme; pero los hombres de orden, los que propenden por la regularidad en todo tendrán en él un importante colaborador” (Chamorro, 1878 a, 422).
Bemard rechazó su postulación como candidato presidencial argumentando que no poseía el capital necesario que señalaba la constitución para optar al puesto de presidente de la república. Su razonamiento ayuda a comprender la ética política conservadora y la visión estratificada del orden social y de los derechos políticos imperantes en este periodo: “La responsabilidad del funcionario debe ser efectiva por medio de un capital limpio. La ley no puede exigir una garantía nominal, porque esto no tendrá objeto. Convengo en que ningún Congreso intervendrá en la formación de inventario de los bienes de un presidente electo, porque descansará en la palabra del hombre que ha sido honrado con la Presidencia, y esa palabra se entiende que es dada desde el momento en que acepta, juzgándose así mismo con todas las aptitudes legales. Ahora bien, teniendo yo conocimiento pleno de que carezco del capital requerido, no se me puede exigir con justicia que ahogue la voz de mi conciencia y que exponga mi honra a merecidos golpes” (Renard, 1878, 30).
El inflexible orden social conservador no iba a ser capaz de absorber y regular las tensiones y contradicciones surgidas como parte del tímido proceso de desarrollo económico impulsado por los gobiernos conservadores de la primera etapa de los Treinta Años Conservadores. Estas tensiones y contradicciones iban a manifestarse con mayor claridad e intensidad en las presiones de los productores cafetaleros que demandaban la modernización económica del país.
El café fue el producto de exportación que facilitó la inserción de Nicaragua en el mercado mundial. La producción cafetalera había recibido sus primeros impulsos estatales durante el gobierno de José Sandoval (1845 – 1847). Tomás Martínez, el primer mandatario de los Treinta Años Conservadores, retomó la iniciativa de Sandoval y promovió las primeras haciendas cafetaleras al sur de Managua. Los sucesores de Martínez continuaron prestando su apoyo a este cultivo mediante “una política de primas, concesiones de tierra, divulgación de datos técnicos y económicos que se publicaban por entonces en la Gaceta Oficial (Wheelock, 1980, 14).
La actividad cafetalera produjo el nacimiento de un nuevo sector social que en poco tiempo desarrolló la capacidad para competir con el poder de los grupos económicos tradicionales del Conservatismo nicaragüense. El nuevo sector social estaba compuesto de latifundistas, pequeños y medianos productores, comerciantes, funcionarios, profesionales, intelectuales e inmigrantes que aprovecharon las oportunidades que ofrecía el mercado mundial a la producción cafetalera (Ibid., 17;Barahona, 1989, 18).
Algunos cafetaleros provenían de las mismas familias conservadoras tradicionales o eran apoyados económicamente por éstas. Pero las aspiraciones y necesidades del nuevo sector social, no eran congruentes con la visión del poder y del Estado, que había guiado la gestión de los gobiernos de la primera mitad de los Treinta Años Conservadores. El sistema de financiamiento “a título personal”, que controlaba la élite conservadora granadina, era insuficiente para satisfacer las necesidades de capital que demandaba la producción de café (Lanuza, 1983, 75-84). Además, la relación entre la Iglesia y el Estado, sobre la que se sostenía el poder de la élite tradicional conservadora, era un impedimento al desarrollo de los intereses de la “aristocracia cafetalera”.
La misma ubicación geográfica del sector cafetalero generó tensiones y contradicciones entre este sector y la oligarquía conservadora (Madriz, 1904 b, en Juárez, 1995, 107). Wheelock explica esta situación: “Tanto por factores socioeconómicos: concentración demográfica en las zonas del litoral Pacifico, ubicación de los poderes centrales, red de comunicaciones e infraestructura, comercio interior, etc., como por factores de orden natural: clima, altura apropiada, riqueza del suelo, etc., hubo de iniciarse el cultivo del café en las sierras centrales de la costa del Pacífico, y desarrollarse a lo largo de sus estribaciones hasta formar la red de plantaciones que vitalizó y afirmó -ya para finales de siglo-la hegemonía económica y política de la región central…” (Wheelock, 1980, 14).
Dentro de la región cafetalera, Managua surgió como un nuevo eje de poder económico y como la base espacial que sostuvo el desarrollo de una nueva identidad social que pronto llegó a trascender el localismo organizado alrededor de León y Granada. El “managüismo”, más tarde, se tradujo en un “arquetipo” y llegó a contener sus propios “modismos, sus exclamaciones, sus decires, su manera de ver y sentir las cosas, su indumentaria, sus usos y costumbres” (Aburto, 1989, 24-25).
La promoción del cultivo cafetalero en Nicaragua se llevó a cabo dentro de la visión pragmática-resignada del orden social y de la historia propia del Conservatismo nicaragüense. En otras palabras, los gobiernos de los Treinta Años Conservadores intentaron promover la modernización económica del país sin alterar las estructuras del orden social. Para comprender mejor esta estrategia, es necesario ubicar el caso nicaragüense dentro del contexto latinoamericano.
Bulmer Thomas ha identificado los tres principales modelos de desarrollo utilizados por los países de América Latina para lograr su integración en el mercado mundial durante el siglo XIX. El primero es el “aditivo”. En él, la economía de exportación se agrega a la estructura económica tradicional que se mantiene invariable. Este autor ofrece el ejemplo de la introducción del banano en Honduras para ilustrar las implicaciones de este modelo. La tierra utilizada durante la fase inicial de la explotación bananera en este país era tierra incultivada; el capital invertido era extranjero; y una buena parte de la mano de obra contratada provenía del Mar Caribe y de El Salvador.
El segundo modelo es el “destructivo” y su aplicación implica realizar una transferencia de recursos de una parte de la economía tradicional a la nueva economía exportadora. En muchos casos, la implementación de este modelo provocó altos costos sociales ya que una buena parte de la mano de obra desplazada no pudo reubicarse dentro del sector exportador que se intentaba construir. Bulmer Thomas ofrece el ejemplo de la producción de café para la exportación en Puerto Rico, que afectó la producción agrícola orientada al consumo doméstico con efectos negativos para la mano de obra empleada en este sector.
El tercer modelo es el “transformativo”, en el que la nueva economía exportadora se nutre de una transferencia de recursos provenientes de la economía existente o, bien, de recursos no utilizados. A diferencia de lo que sucede con el modelo destructivo, el balance general de la economía nacional -después de realizada la transferencia de recursos hacia el sector exportador- es favorable y termina generando un impacto positivo en el mercado de trabajo nacional. Para ilustrar este modelo, Bulmer Thomas ofrece el ejemplo de la producción de carne y cereales en Argentina antes de la Primera Guerra Mundial.
En términos de requerimientos técnicos y de gestión política y administrativa, el modelo aditivo y el destructivo son los más fáciles de impulsar. El modelo transformativo requiere de una gestión gubernamental relativamente compleja para efectuar la transferencia y distribución ordenada y adecuada de los beneficios, las oportunidades y los costos del desarrollo económico exportador. Más aún, el modelo transformativo requiere de una capacidad política para reorganizar y legitimar el nuevo balance de intereses y de poder que resultan de su aplicación (Bulmer Thomas, 1998, 65-114).
El desarrollo económico nicaragüense y, en especial, el impulso de los gobiernos de los Treinta Años Conservadores conservadores a la producción cafetalera, se organizaron dentro de una mezcla de los modelos aditivos y destructivos enunciados por Bulmer Thomas. Ambos modelos eran compatibles con la limitada capacidad de regulación social del Estado, así como con la visión pragmática-resignada del papel del Estado, predominante durante este período.
La producción cafetalera se benefició de las leyes contra la “vagancia,” emitidas por los gobiernos conservadores para formalizar el trabajo cuasi forzado, así como del pago de las deudas en trabajo que creaban condiciones de dependencia permanente entre campesinos y terratenientes. Mediante este sistema, los dueños de la tierra adelantaban a los campesinos el pago equivalente a un determinado número de días de trabajo y lo registraban como deuda en el llamado “libro de operarios”. El cumplimiento de esta obligación caía bajo la responsabilidad de los “jueces de agricultura”, que gozaban de amplios poderes para asegurar la disponibilidad de mano de obra barata para los trabajos agrícolas (Delgado, 1988, 230-231). En el artículo 7 de la ley del 8 de febrero de 1862 ya se aprecia la condición de dependencia y subordinación que esta ley imponía sobre los trabajadores del campo: “El juez de agricultura saldrá precisamente los días siguientes a los festivos, y los más que crea conveniente, a rondar hasta las 10 de la mañana; y a los operarios que encuentre ebrios los asegurará, y cuando estén en aptitud los hará cumplir sus compromisos o les proporcionará trabajo si no lo tuviesen. Lo mismo hará con aquellos que él sepa que son jornaleros aunque no estén ebrios; lo pondrá en conocimiento de un alcalde para que averigüe de que vive, y resultando sin ocupación y sin medios de que subsistir, le proporcionará trabajo y le obligará a él” (Ibid., 231).
La producción cafetalera también se benefició del impulso que otorgaron los gobiernos de la primera fase de los años conservadores a la construcción y desarrollo de vías y medios de comunicación. Este impulso se hizo más evidente durante la administración de Pedro Joaquín Chamorro Alfaro (Escobar, 1935, 168).
A pesar de su apoyo a la producción del café, los gobiernos del período aquí tratado, no fueron capaces de facilitar la inclusión gradual de los cafetaleros al proceso de decisiones estatales, que se mantuvo controlado por un reducido grupo de familias conservadoras. Los cafetaleros tampoco fueron capaces de articular sus demandas y necesidades dentro de un pensamiento y un discurso político coherente.
La pobreza cultural de las élites nicaragüenses fue señalada por el periodista Pedro Ortiz en el Porvenir de Nicaragua. “Entre nosotros”, señalaba en el 1874, “no hay verdadera divergencia de principios políticos sino que las diferencias versan sobre cuestiones de más o menos, sobre intereses de círculo o pretensiones personales, nada más común y corriente que esos cambios repentinos de casacas, que hacen aparecer a los enemigos de ayer como íntimos amigos, y a los amigos como enemigos irreconciliables” (Ortiz, 1874, 1).
Las debilidades señaladas por Ortiz eran manifestaciones de la pobreza cultural general en que operaba la sociedad. Esta pobreza se expresaba con claridad en el escolasticismo y en el Providencialismo superticioso, que dominaba la enseñanza universitaria en Nicaragua y que se expresó en el discurso pronunciado por Francisco Gutiérrez, al optar al grado de bachiller en artes “por suficiencia” en la Universidad de León:
Señores.
El objeto de la filosofía es más basto que el de cualquiera otra ciencia. Ella no se circunscribe a las limitadas investigaciones de un ser, de una cosa o una idea: ella es el basto receptáculo de todos los seres, de todas las cosas y de todas las ideas. La Filosofía señores no es una ciencia es el conjunto de todas las ciencias.
Vedla sino elevarse al Trono de Jehová y al través de sus resplandores, examinar sus atributos, contemplar estupefacta su Omnipotencia, Eterna Justicia, Sabiduría infinita, y en fin su suma perfección.
Vedla acá en la tierra analizando al más noble de los seres terrestres, investigar las facultades del soplo de vida que le anima, sus ideas, su inteligencia y libertad, sus cualidades morales y su relación con el cuerpo que las contiene.
Vedla en fin en el mundo corpóreo estudiar la naturaleza y sus leyes, examinar los elementos, elevarse a las regiones de los astros, investigar su orden admirable y sus movimientos, saber porqué el sol como soberano existe en el solio del Universo, porqué la tierra como planeta secundario jira a su alrededor, y porqué ese hermoso astro de la noche tributa sus obsequios a la tierra.
Estas son las tres grandes escuelas de la filosofía, Dios, el hombre y el mundo corpóreo, cuyas fuentes se dividen en dos grandes ramales que abrazan todo lo existente y lo posible (Gutiérrez, 1867, 263).
En el deprimido ambiente cultural y ante el desorden acumulado por el país desde la independencia, no resulta sorprendente que no sólo los políticos, sino también la política -como pensamiento y acción social organizada-, careciese de legitimidad. Así lo confirmaba La Verdadera Unión en 1862: “Dicho está en los sagrados libros: Nada hay nuevo bajo el sol; por lo que, no nos atrevemos a ofrecer al público originalidades que parecerían plagios, y menos tratándose de la política que es el grande océano de las sociedades, y el sepulcro en donde han desaparecido y desaparecen diariamente las instituciones más bien compaginadas, y las opiniones de los ciudadanos y estadistas más esclarecidos. Baste decir: que siendo la política, como un suntuoso edificio, construido a expensas de las conveniencias humanas, no siempre conforme con los augustos preceptos de la justicia, sus fundamentos son sumamente deleznables y su existencia tan precaria y transitoria, como esos hermosos celajes que se disipan al caprichoso empuje de los vientos” (La Verdadera Unión, 1862, en Pallais, 1982, 377).
La visión de la política como una práctica “deleznable” fue confirmada por el periódico La Libertad en el 1867: “La confianza que se pone en la fuerza es la que engendra las faltas en que es frecuente ver incurrir a los gobiernos, y a los partidos, a quienes se puede aplicar casi siempre la palabra de Pascal: -no pudiendo hacer que lo justo sea fuerte han hecho que lo fuerte sea justo-. De aquí las adoraciones fanáticas al buen suceso; de aquí los incesantes sacrificios de la verdad en los altares de la conveniencia; de aquí, en fin, la perpetua ruina en que la política vive con la lógica” (La Libertad, 1867, en Pallais, 1882, 475).
LA SEGUNDA ETAPA DE LOS TREINTA AÑOS CONSERVADORES
El desarrollo del poder de la “aristocracia cafetalera” facilitó el surgimiento de un sector conservador “progresista” que, a partir de la administración de Joaquín Zavala (1879 – 1883), impulsó la “liberalización” del pensamiento político conservador (ver Alvarez Lejarza, 1964). Apoyado por los liberales y por el sector más moderno del Conservatismo, la administración de Zavala -considerado como “el más liberal de los conservadores” (Belli Cortés, 1998, 109)- introdujo importantes modificaciones en la orientación del Estado.
La “liberalización” del pensamiento y de la práctica política conservadora se expresó más claramente en la gradual y moderada separación entre los ámbitos de la Iglesia Católica y del Estado promovidos tanto por Zavala como por sus sucesores. La posición de estos gobernantes respondía, fundamentalmente, a la necesidad de adaptar las relaciones Iglesia-Estado a la modernización económica del país. Esta adaptación fue estrictamente política e institucional y no afectó al poder ideológico de la Iglesia Católica ni, sustancialmente, a la cultura providencialista religiosa que servía de sustento al orden social y a la distribución del poder en Nicaragua.
El pragmatismo del nuevo presidente ante el poder de la Iglesia se hizo evidente en su discurso inaugural: “Comprendo bien que el fin inmediato y particular de todo Gobierno civil es procurar la felicidad temporal de los pueblos; pero en cumplimiento del precepto constitucional, y en homenaje a nuestras creencias religiosas, pondré especial cuidado en mantenerla armonía y buenas relaciones que desde mucho tiempo existen entre el Estado y la Iglesia, conservando siempre ilesas las prerrogativas de la República” (Zavala, 1879, 59).
En este mismo discurso Zavala evitó articular su filosofía política, señalando que no ofrecía “promesas” o “el brillo de grandes programas”. Mucha administración y poca política fue la oferta presidencial: “La vida y acción de mi Gobierno se consagrarán en gran parte a la mejora administrativa. En este importantísimo campo no puedo temer luchas ni divisiones de ninguna naturaleza. ¿Quién habrá que fuese siquiera indiferente a la prosperidad de nuestra hacienda?”. Así pues, “austeridad”, “probidad” y un buen “manejo de los caudales públicos” fue la oferta de Zavala al pueblo nicaragüense (Ibid., 58).
La reputación de “conservador liberalizado” de Zavala resultó preocupante para muchas de las principales figuras políticas del país. Así quedó demostrado en el discurso del presidente del Congreso, José Argüello Arce, durante la ceremonia de inauguración del nuevo presidente. Después de felicitar a Zavala y de apoyar los propósitos expresados por el mandatario, Argüello Arce señaló: “No dudo, señor Presidente, que todos estos patrióticos deseos podréis realizarlos, si a más de vuestros esfuerzos, encomendáis a la protección del cielo el acierto de vuestros pasos, que la celestial Providencia os dará las más felices inspiraciones para mandar, para gobernar, para hacer el bien en todo sentido, remandando el orden con la libertad, y corresponder satisfactoriamente a la confianza con que los pueblos os han encargado de la dirección de sus altos destinos” (Argüello Arce, 1879, 65).
En esa misma ceremonia Gregorio Juárez expresó que muchos se preguntaban cuál iba a ser la actuación del presidente. En respuesta a esta interrogante él mismo apuntó: “Lo único que pudiera contestarse, es: que los hombres somos instrumentos de la Providencia; cuando el instrumento es un látigo, es para azotar: si una espiga o un arado, para la agricultura y la abundancia: si una palanca, es para la industria: si un libro, para la ciencia y la literatura etc. El señor presidente Zavala es un instrumento escogido por Dios, júzguele quien quiera, que por lo que a mí me toca, ya está juzgado” (Juárez, 1879, 72).
Zavala fue portador de una visión pragmática de la educación, congruente con las necesidades del desarrollo económico del país. Esta visión iba a generar serias tensiones entre el Estado y la Iglesia Católica. En su mensaje al congreso, en enero de 1881, Zavala señaló:
La instrucción pública, acreedora a perseverantes esfuerzos, desde que ella es otro de los elementos constitutivos del bienestar de los pueblos, ha merecido también la atención del Gobierno, en tanto cuanto se lo han permitido sus escasas facultades. Ha aumentado las escuelas primarias de ambos sexos, y ha pedido para dotarlas convenientemente, los libros de textos que se han juzgado necesarios. Ha mantenido en los principales Colegios de León y Granada un número considerable de alumnos instruyéndose para servir el preceptorado en las escuelas de sus respectivos departamentos, y ha dispensado su protección a varios establecimientos de iniciativa particular. Pero mucho falta aun, señores Representantes, para satisfacer en este importantísimo ramo las necesidades y aspiraciones del país.
Para generalizar y sistemar las enseñanzas primaria y secundaria, apartándolas de la senda viciada que han seguido, es necesario sustituir con el aprendizaje de ramos científicos y de utilidad práctica, la enseñanza puramente literaria que ha seguido hasta aquí la base de la educación en Nicaragua.
El Gobierno, obedeciendo estas consideraciones, se ha interesado por el establecimiento en la ciudad de León de un Instituto de enseñanza primaria, secundaria y complementaria, y al efecto, mediante arreglos con una respetable Junta de Padres de familia, ha hecho reedificar para local el convento de San Francisco, dando además la cantidad de $12.000 por la compra de textos, material científico y otros gastos preparatorios.
La Junta ha hecho venir Profesores extranjeros, y el Instituto de Occidenteestá en víspera de abrirse con satisfacción del Gobierno, del vecindario de León y del país en general (Zavala, 1881).
La apertura del Instituto de Occidente, destacada por el presidente en su mensaje, desembocó en un incidente público que puso de manifiesto las tensiones existentes entre la cosmovisión religiosa, promovida y reproducida por la Iglesia, y el Conservatismo “liberalizado” de Zavala. Para este tiempo, el obispo Manuel Ulloa y Larios había sido nombrado sucesor de Ulloa y Calvo, quien había fallecido en 1879.
Antes de Zavala, el gobierno de Pedro Joaquín Chamorro Alfaro había contratado los servicios de tres profesores españoles de orientación progresista. Uno de ellos, José Leonard, fue nombrado director del Instituto de Occidente. Las ideas de estos docentes entraron en choque con el pensamiento de la Iglesia Católica desde el mismo momento en que Leonard pronunció su primer discurso como director, el día de la inauguración del instituto.
Leonard señaló que la función del instituto -y de la enseñanza en general- era “emancipar la inteligencia de sus alumnos de preocupaciones y de errores, dando rienda suelta a la razón para que investigaran filosóficamente la verdad”. Para Leonard, “el fundamento de la educación sería el libre pensamiento y la libertad de conciencia, con la que se debía hacer guerra abierta a las preocupaciones y sistemas que obligan a la razón a aceptar como verdad aquello que no alcanza” (Belli Cortés, 1998, 115; Cerutti, 1984, 209-244).
Ante el discurso de Leonard, las autoridades eclesiásticas presentes en la inauguración abandonaron el recinto del instituto. Inmediatamente después, la Iglesia Católica desató una campaña abierta contra el director del centro de estudios y no cesó hasta que fue destituido de su cargo (Belli Cortés, 1998, 116).
Las tensiones y contradicciones generadas por la relación entre la Iglesia y el Conservatismo liberalizado de este periodo se revelaron nuevamente en el enfrentamiento que se dio entre los jesuitas y el gobierno de Zavala. Franco Cerutti señala que este conflicto tuvo un trasfondo fundamentalmente ideológico. Otras razones – como las presiones del presidente guatemalteco Justo Rufino Barrios para que Nicaragua expulsara a los jesuitas y el involucramiento de éstos en la rebelión de los indígenas de Matagalpa en 1881 también pudieron haber contribuido a deteriorar las relaciones entre los religiosos y el gobierno (Cerutti, 1984, 383-404).
Durante el período bajo estudio, los jesuitas representaban y defendían la posición de la Iglesia contra el Liberalismo, el progreso y la democracia. El gobierno de Zavala, en cambio, se orientaba hacia la liberalización de la economía, la educación y la separación entre Iglesia y Estado.
Para Cerutti, la “liberalización”, impulsada por Zavala y por el resto de los gobiernos conservadores de este período, fue simplemente la expresión de una “moda” política propia de esta época (Ibid., 401). La palabra “moda”, sin embargo, no capta la complejidad del fenómeno político cultural, que dio lugar a la liberalización del Conservatismo, y oscurece la naturaleza de las tensiones entre Iglesia y Estado -especialmente en lo concerniente al enfrentamiento entre los jesuitas y el gobierno Zavala- que el mismo Cerutti logra elucidar en el resto de su trabajo.
Los gobiernos liberalizados de esta segunda mitad del Conservatismo adoptaron una posición anti-clerical, ya que el poder político y económico de la Iglesia Católica era incongruente con las aspiraciones modernizantes de los sectores sociales cafetaleros. En este sentido, la posición de estos gobiernos a favor de la separación entre Iglesia y Estado y su apoyo a la enseñanza laica y a otras medidas de orientación liberal se articularon dentro de una racionalidad estrictamente instrumental y utilitaria. El Conservatismo liberalizado, visto así, careció de una racionalidad sustantiva, de una fundamentación filosófica con la capacidad para cuestionar los dogmas y la doctrina de la Iglesia especialmente en lo concerniente al Providencialismo que, como visión del poder y de la historia, era incongruente con la idea de la modernidad y del progreso.
El mismo Rubén Darío fue víctima del peso de la cosmovisión religiosa dominante en la cultura de las élites de su tiempo. A los quince años de edad, fue invitado por el gobierno de Zavala a leer un poema durante el acto de iniciación de las labores de la Asamblea Legislativa en 1882. Darío estaba tratando de obtener una beca del gobierno para estudiar en Europa. El gobierno de Zavala, antes favorable a este proyecto, cambió de opinión cuando escuchó las palabras del “poeta niño”, declamando su poema El Libro, que, en una de sus partes, dice:
¡El libro! ¡Celeste lumbre,/ de la humanidad amparo!/ ¡Radioso, divino faro/ que guía a la muchedumbre…! /El libro… ¡Elevada cumbre/ de la verdad! Mas ¡qué digo! / El libro que yo bendigo/ con entusiasmo profundo/ tiene ante la faz del mundo/ un implacable enemigo./ ¿ Sabéis quién es? Allá está…/ su trono se bambolea, / porque el soplo de la Idea/ su trono derribará./ ¿Sabéis quién es? ¡Vedle allá/ sobre el altar Vaticano!/ ¡Contempladle…! Genio insano, / apaga todo destello/ con una estola en el cuello/ y el Syllabus en la mano (Darío, 1882).
De acuerdo a Edelberto Torres, Zavala, después de escuchar a Darío, decidió cancelar el proyecto de beca para Europa: “Hijo mío -le dice-, si así escribes ahora contra la religión de tus padres y de tu patria, ¿qué será si te vas a Europa a aprender cosas peores?” (Torres, 1982, 41).
La naturaleza estrictamente pragmática de la crítica del Conservatismo “liberalizado” contra la Iglesia Católica se expresó en el razonamiento utilizado por el gobierno de Zavala para expulsar a los jesuitas. Estos fueron acusados de instigar la rebelión de los indígenas de las cañadas de Matagalpa, quienes protestaban contra la privatización de sus tierras y contra el trabajo forzado que debían realizar en la construcción de las obras de progreso -edificios, caminos, carreteras y en el tendido del telégrafo-impulsadas por el gobierno (Téllez, 1999, 235). Conocida como la Guerra de las Comunidades, esta rebelión se extendió hasta León y El Sauce antes de ser aplastada por el ejército (Wheelock, 1988, 113).
En un informe rendido por Zavala ante el Congreso, el mandatario señaló que la actitud rebelde de los indígenas había “alterado el orden público”. Además señaló que cuando el ejército aplastó el primer alzamiento indígena en marzo de 1881, el gobierno pensó que el país había recuperado “su anterior estado de quietud y bienestar”. Pero, “desgraciadamente”, puntualizó Zavala, “no sucedió así”. Y agregó: “A principios del mes de Agosto, los indígenas de Matagalpa vuelven a rebelarse cometiendo los crímenes más atroces, cuya sola relación os causaría indecible horror, y un mes después se alza también en el Departamento de León el estandarte de la anarquía. Ya sabéis, Honorables Representantes, como este injustificable movimiento revolucionario fue inmediatamente sofocado y como la segunda rebelión de los indios de Matagalpa, que ha exigido una ruda campaña, puede darse también por terminada. Sabéis como en todas partes las armas del Gobierno escarmentaron severamente a los rebeldes, cual ha sido el noble comportamiento de nuestros militares, dando en toda ocasión pruebas de su disciplina, su valor y de su moralidad…” (Zavala, 1882, en Cerutti, 1984, 595-601).
La expulsión de los religiosos, apunta Enrique Belli Cortés, provocó grandes reacciones y protestas de parte de la población, en tanto que “nadie protestó ni se quejó por la masacre perpetrada por el ejército contra los indios de Matagalpa” (Belli Cortés, 1998, 121)17 (En algunos casos, las protestas por la expulsión de los jesuítas desembocaron en la formación de organizaciones para la defensa del catolicismo.
Así, en 1883, se formó la Sociedad Católica de la República de Nicaragua. El reglamento general de esta sociedad señalaba: “Cobraremos bajo la influencia de una necesidad social, y obedeceremos una disposición de la Providencia, que presentando el remedio a proporción que surgen los males, hoy que en todo el mundo se declara una guerra tremenda al catolicismo, atacando de preferencia las comunidades religiosas que son sus defensores natos, suscita asociaciones de fieles que por todas partes se levantan, y se reunen al pie de la Cruz empuñando las armas de la verdad” (Sociedad Católica, 1883, 1).
En realidad, las rebeliones indígenas eran presentadas por la prensa como actos criminales, que atentaban contra el orden y el progreso de la sociedad. Las ejecuciones de indios por parte del Estado, durante la rebelión de Matagalpa, fueron anunciadas por el periódico El Porvenir bajo el título: “Lucha de la civilización con la barbarie” (Ortega Arancibia, 1911 1975, 501). “La barbarie”, era una referencia a la Nicaragua indígena, la no-europea. Así lo confirmó Anselmo H. Rivas, cuando celebró el progreso alcanzado por la ciudad de Managua a finales del siglo XIX: “Al zaz zaz de las lanzaderas de los telares, únicos ruidos que en el día turbaban el silencio de aquel triste villorrio, ha sucedido el pitar de innumerables máquinas de vapor; a los primitivos bongos de pescadores que surcaban su lago, los soberbios barcos venidos de los astilleros europeos o norteamericanos; en fin, a la miseria, la riqueza y casi la opulencia; al silencio sepulcral, el ruido alegre del progreso, y a la barbarie nativa, la cultura de la moderna civilización” (Rivas, 1967, 2).
Joaquín Zavala traspasó la presidencia a Adán Cárdenas, de quien Gámez hace la siguiente reseña: “A pesar de la agitación constante en que lo mantuvo su falta de tacto político, el presidente Cárdenas continuó activamente el trabajo del ferrocarril hasta dejarlo casi terminado; aumentó las líneas telegráficas; prestó decidido apoyo a la enseñanza pública en sus diferentes grados; introdujo profesores extranjeros para los colegios de intermediaria de ambos sexos; fundó la escuela de artes, el taller de fundición y la finca modelo y demostró con estos hechos sus sanos propósitos y sus buenas intenciones” (Gámez, 1899 a, 23).
En su discurso de inauguración, Cárdenas reafirmó la posición cautelosa y “atemperada”, adoptada por Zavala con relación a la Iglesia Católica: “Cualesquiera que sean mis opiniones sobre la conveniencia política de una Iglesia oficial, reconozco y acataré el principio constitucional que asegura la protección del Estado al culto de lareligión Católica Apostólica y Romana”. Y agregó:
Y es ésta la oportunidad de declarar, no para satisfacer los fingidos escrúpulos de personas que desgraciadamente han abusado del sentimiento religioso del país, sirviéndose de los prestigios de la religión como arena de partido, sino para llevar la tranquilidad a la conciencia de los sinceros católicos que han creído de buena fe amenazada por mi elevación al Poder la religión de nuestros mayores: que lejos de combatirla, pretendiendo arrancar a los nicaragüenses sus antiguas creencias, pienso como un insigne filósofo, que si existiese un pueblo que tuviera la desgracia de no profesar religión alguna, sus gobernantes deberían enseñarle a tributar culto a la Divinidad.
Yo no olvidaré, por tanto, que he sido llamado a gobernar un pueblo católico, así como no podré olvidar que el estado social de ese pueblo exige de sus Gobiernos que no pongan trabas a su cultura y civilización.
Seré, pues, solícito en guardar la mejor armonía con el digno Jefe de la Iglesia Nacional y me empeñaré de buena fe en conciliar la protección debida al culto católico, con las prerrogativas del Estado y con el goce de las garantías individuales que nuestra Ley Fundamental asegura a los nicaragüenses (Cárdenas, 1883, 49-50).
El poder de la Iglesia Católica sobre la cultura política nicaragüense se manifestó en el discurso pronunciado por el presidente del Congreso, Roberto Sacasa, en contestación al discurso de Cárdenas:
“Cualquiera persona de buena fe, al informarse de la parte de vuestro discurso, referente al acatamiento que debéis al precepto constitucional que asegura la protección del Estado al culto católico, se sentirá llena de confianza, reconociendo que han sido infundados sus temores respecto a las ideas y tendencias que os atribuían en materias filosóficas. Es por tanto muy legítima vuestra esperanza de que en la mayoría de los opositores a vuestra candidatura, por la cuestión religiosa, prevalecerán, sobre las preocupaciones, las inspiraciones de patriotismo, y la decidirán a no hacer a vuestro Gobierno una oposición que no esté justificada por el desarrollo de vuestra política. Tomando en cuenta también las reverentes virtudes y el reconocido patriotismo del Ilustre Prelado Diocesano, no es de dudarse que cumplirá sus altos deberes apostólicos y de ciudadano, contribuyendo eficazmente a que se mantenga inalterable la feliz armonía establecida entre el Poder Civil y el Eclesiástico, y a que se disipen los errores de espíritus preocupados” (Juan Bautista Sacasa, 1883, 69).
Por su parte, el representante de la Iglesia Católica señaló:
Su Señoría Ilustrísima y Reverendísima me ha encargado con especial encarecimiento presente a VE. sus sinceras congratulaciones por vuestra exaltación a la silla del Ejecutivo; y manifestaros la confianza que siente, de que las altas dotes de que habéis dado prueba en varias ocasiones como hombre público y privado, servirán para dar a Nicaragua, progreso y prosperidad en el seno de la paz: esa paz bendita que trajo a los hombres y predicó durante su vida el Divino Redentor del Mundo.
La buena armonía entre la Iglesia y el Estado, es uno de los medios principales de conservar esa paz; y su Señoría Ilustrísima y Reverendísima desean que VE. y los Nicaragüenses todos sepan, que por su parte hará cuanto pueda, para conservarla y acrecentarla, persuadido de que encontrará por la de VE. igual disposición, que será no sólo el Patrono de la Iglesia, sino también el defensor de la religión y del Culto Divino.
Nuestra querida patria que comienza a desarrollar las grandes dotes naturales que Dios le brindara con mano pródiga, nos pide también que hagamos los mayores esfuerzos por su prosperidad; y siendo el más útil y grato para ella la concordia de todos, todos sacrifiquemos ante sus aras nuestras pasiones para que sea siempre próspera y feliz, y de esa suerte la Divina Providencia derramará desde lo alto de los cielos sus abundantes bendiciones (Comisión del Ilustrísimo Sr. obispo Diocesano y del Venerable Cabildo Eclesiástico, 1883, 72).
Cárdenas, que había sido ministro de Educación en el gobierno de Zavala, reiteró en su discurso inaugural la visión utilitarista de la educación y del conocimiento que promovía el Conservatismo liberalizado. Señaló Cárdenas:
Serán objeto preferido de mis cuidados la instrucción y educación del pueblo, dando a este ramo todo el ensanche compatible con los recursos y haciendo en el sistema actual las reformas exigidas por los adelantos modernos. Si para todo el pueblo que desea hacerse un lugar entre las naciones civilizadas la instrucción de las masas es de suma trascendencia, para nosotros es cuestión de ser o no ser. Fuera de que ella es la base de todo adelanto social, el lugar que ocupamos en nuestro Continente que por su posición en el Globo, y sus especiales condiciones topográficas está llamado a ser, en época no muy lejana, el punto en donde se dará cita una numerosa inmigración cosmopolita, nos obliga a elevar cuanto antes, por medio de la enseñanza, la condición social de nuestras masas, si no queremos exponerlas al destino inevitable de las razas incultas, al contacto de las civilizadas.
Y al hablar de la instrucción del pueblo, no debo referirme solamente a la primaria, sino también a la secundaria y superior, pues del cuidado de que ésta, despojada de estudios estériles, sin ningún valor práctico, forme hombres de verdadera competencia en los ramos a que se dedican, dependen en gran parte el triunfo de la verdad sobre los errores y las preocupaciones, la iluminación del criterio nacional, el afianzamiento de las conquistas benéficas de la ciencia y la mejor dirección de las fuerzas sociales (Cárdenas, 1883, 49).
Igualmente utilitarista y pragmática -orientada a ajustar las instituciones a la realidad y no a una visión capaz de trascender la realidad- fue la propuesta de Cárdenas para impulsar una reforma política, que adaptara las instituciones del país a la realidad generada por el desarrollo económico. En su último discurso al congreso señaló: “Al concluir, permitidme nuevamente recomendaros la reforma de la Constitución y de la ley electoral. Importa sobremanera que la Constitución se coloque a la altura de los adelantos alcanzados y de las necesidades que se experimentan al fin de que sea más conforme al sistema que nos rige” (Cárdenas, 1886, en Salvatierra, 1950, 277).
Durante el gobierno de Cárdenas, las tensiones entre la Iglesia y las tendencias modernizantes del país continuaron manifestándose. En 1885 el Papa León XIII publicó su Encíclica Sobre la Constitución Cristiana de la Sociedad Civil. Este documento fue un ataque frontal contra el pensamiento democrático que la Iglesia condenaba como contrario a la ley natural y a la ley divina. En él, el Vaticano argumentaba: “Que el origen de la autoridad pública hay que ponerlo en Dios, no en la multitud; que el derecho de rebelión es contrario a la razón misma; que no es lícito a los particulares, como tampoco a los Estados, prescindir de sus deberes religiosos o mirar con igualdad unos y otros cultos, aunque contrarios; que no debe reputarse como uno de los derechos de los ciudadanos, ni como cosa merecedora de favor y amparo, la libertad desenfrenada de pensar y de publicar sus pensamientos” (León XIII, 1885, 19).
La encíclica de León XIII fue introducida y presentada oficialmente en Nicaragua por el obispo Francisco Ulloa y Larios con las siguientes palabras: “Un documento de tamaña importancia no podía menos de llenar de júbilo nuestro corazón de obispo católico, pues con él nos ofrece su Santidad un medio seguro e irrecusable de infundir en vuestras almas un conocimiento claro sobre verdades tan trascendentales, y de poner a vuestro alcance las victoriosas armas de la luz para que defendáis vuestra fe, cuando la veáis atacada en nombre de lo que se llama libertad de conciencia, de cultos, de pensamiento, de imprenta y de asociación, o invocando la teoría peligrosa y tantas veces funesta del derecho de rebelión” (Ulloa y Larios, 1886, 1).
Además de enfrentar la posición reaccionaria de la Iglesia, el gobierno de Cárdenas tuvo que enfrentar las ambiciones regionales del caudillo liberal Justo Rufino Barrios, quien en 1883, había propuesto un nuevo proyecto federal. Este proyecto fracasó, pero barrios insistió y, en 1885, se declaró comandante militar de Centroamérica. Costa Rica, Nicaragua y El Salvador lo enfrentaron y lo derrotaron en el poblado salvadoreño de Chalchuapa, muriendo en esta batalla. Por lo menos tres intentos más, para la creación de una federación centroamericana – 1887, 1889 y 1892 – se impulsaron y fracasaron durante la última fase de los Treinta Años Conservadores (Lames, 1882, 164-172).
Dentro de un contexto marcado por la inestabilidad regional y por la lucha contra la modernización impulsada por la Iglesia Católica, Cárdenas traspasó el poder a Evaristo Carazo. Enrique Belli Cortés ofrece el siguiente retrato de este mandatario: “El Coronel Evaristo Carazo era originario de Rivas, aunque algunos dicen que procedía de Costa Rica. Durante la guerra contra Walker tuvo una actuación muy distinguida y relevante. Conquistó el grado de Coronel efectivo en el Ejército Nacional. Era un pequeño burgués acomodado que se dedicaba al negocio de compra y venta de caballos y muías que exportaba a Costa Rica. No pertenecía a la oligarquía financiera de oriente ni a la casa gobernadora, aunque hacía negocios con ellos” (Belli Cortés, 1998, 134). Carazo falleció en 1889, antes de completar su mandato.
Durante la ceremonia de inauguración del gobierno de Carazo, Adán Cárdenas reiteró su visión conservadora pragmática del poder y lamentó que durante su mandato “la política” hubiese obstaculizado su “labor administrativa”: “Al trasmitiros el Poder, la República se halla en paz, después de conflictos y asechanzas que la obligaron a estar constantemente en guardia para mantener incólumes su soberanía y sus instituciones… Esas causas perturbadoras que constituyen la mayor resistencia al desarrollo de las fuerzas vitales de la Nación, me impidieron realizar en la medida de mi deseo, mi programa de Gobierno, que encerraba el pensamiento de que las atenciones de la política, cediesen en cuanto fuera posible, el campo a la labor administrativa” (Cárdenas, 1887, 71).
Evaristo Carazo pronunció su primer discurso como mandatario, sin hacer una sola referencia religiosa, y se limitó a señalar las posibles dificultades que enfrentaría como presidente: “Ardua y delicada es la tarea de gobernar, y mayor lo es aun en países en que, como en el nuestro, son escasos los hombres entendidos en Administración; por lo que juzgo indispensable observar como máxima de buen gobierno, apelar al concurso de todos los que, con inteligencia, honradez de intenciones y generosidad de miras, puedan llevar su contingente a la obra de nuestro común bienestar”.
En ese mismo discurso, Carazo propuso efectuar una reforma constitucional orientada a adaptar las instituciones y los procesos políticos del país a la realidad creada por el desarrollo social y económico: “Daríamos un notable ejemplo de prudencia y sabiduría, introduciendo en nuestras leyes fundamentales todo cuanto la necesidad y nuestros adelantos reclaman, sin desasimos de lo bueno que tengan, según lo haya enseñado la experiencia” (Carazo, 1887, 72).
Le correspondió a Jesús Hernández Somoza articular las bases de la reforma propuesta por Carazo. En la justificación de su proyecto, señaló la necesidad de resolver políticamente las tensiones generadas por el desarrollo económico del país.
Para Hernández Somoza, una Constitución política debía ser, “ante todo y sobre todo, una solemne escritura pública de transacción, en la cual, cada uno de los asociados deponga algo de sus naturales intereses, tendencias y sentimientos, en provecho de la armonía común”. Y agregaba: “Así pues, los adictos a las creencias de sus padres en lo político, social y religioso transigirán, serán tolerantes, con los exaltados que desearán transplantar a su país la adelantada civilización y prosperidad de otras naciones, y éstos con aquellos, adoptando por lo general el justo medio” (Hernández Somoza, 1888, en Cuadra Downing, 1960 – 1961, 160).
La búsqueda del “justo medio”, aquí propuesta, expresaba la necesidad que experimentaban los reformistas nicaragüenses de poner fin al “espíritu de secta” que dominaba la política del país. La propuesta constitucional intentaba alcanzar este objetivo mediante tres reformas fundamentales: la ampliación de la ciudadanía, la reformulación de las relaciones entre la Iglesia Católica y el Estado y la unificación y estandarización de la administración judicial.
Modificaba el artículo 8 de la Constitución de 1858, y el nuevo quedaba asi: “Son ciudadanos: los nicaragüenses mayores de veintiún años o de dieciocho que tengan algún grado científico o sean padres de familia, siendo de buena conducta y teniendo una propiedad que no baje de cien pesos o una industria o profesión que al año produzca lo equivalente”. En la propuesta de Hernández Somoza, el requisito de propiedad se eliminaba para los mayores de veinte años que supieran leer y escribir y para los de dieciocho que tuvieran un grado científico. De esta manera, serían ciudadanos “los nicaragüenses mayores de veinte años que sepan leer y escribir; o sean padres de familia, de buena conducta y dueños de una propiedad raíz que no baje de cien pesos; y los de 18 que tengan un grado científico” (Ibid., 162).
El texto de la posible reforma constitucional intentó, además, contribuir a la secularización del Estado y de la sociedad nicaragüense. Para esto, propuso la modificación del artículo 6 de la Constitución de 1858 que declaraba tajantemente: “La religión de la República es la Católica, Apostólica, Romana: El Gobierno protege su culto”. Por su parte, la propuesta de reforma, presentada por Hernández Somoza, mantenía el catolicismo como la religión oficial de la República pero establecía la libertad de culto “con tal que no turbe la paz pública, ni ofenda la sana moral”. También pedía la supresión del inciso 11 del artículo 41 y de los incisos 19 y 20 de la constitución de 1858, que establecía las obligaciones contraídas por el Estado en el Concordato firmado con el Vaticano (Ibid.).
Finalmente, sugería la creación de un poder judicial nacional para poner fin al doble Tribunal Supremo de Justicia establecido por el “pacto oligárquico” en reconocimiento a los poderes de León y Granada. La partición del poder judicial era vista por Hernández Somoza como “una rémora” que retardaba la administración de la justicia y que contribuía a reproducir el antagonismo entre “los dos Altos Cuerpos Judiciales” (Ibid., 161).
En su segundo mensaje al Congreso, Carazo volvió a insistir en la reforma del régimen para neutralizar los peligros que se derivaban de las exclusiones políticas que establecía la Constitución de 1858 . Su propuesta era progresista, pero limitada por su visión reactiva y pragmática de la política y de la función del gobierno: “Los pueblos más sabios nos enseñan con su ejemplo, que para conservar lozanas las instituciones, salvo lo esencial que ellas encierran, es necesario reverlas de tiempo en tiempo, a medida del progreso, que van alcanzando, lo que no solo no ofrece ningún peligro, sino que estimula su adelanto. Nosotros no podemos ser una excepción, la estabilidad inconmovible de nuestras leyes fundamentales pudiera perjudicamos tanto como el extremo opuesto de la inestabilidad anárquica” (Carazo, 1889, en Salvatierra, 1950, 278).
La propuesta de Carazo y el proyecto de Hernández Somoza nunca se llevaron a la práctica. De todas maneras, el gobierno de Carazo y los demás gobiernos de la segunda mitad de los Treinta Años Conservadores trataron de adecuar las instituciones y las leyes del país a la nueva realidad, generada por el desarrollo social y económico de Nicaragua. Esto se expresó más claramente en la redefinición de las relaciones entre la Iglesia y el Estado que estos gobiernos impulsaron para responder a las necesidades e intereses del sector cafetalero.
La contradicción entre los intereses de la Iglesia y de los productores de café se manifestó abiertamente en 1887 cuando, por disposición del Congreso de la República, se dispuso la privatización de las tierras eclesiásticas y la revisión de las tarifas aplicadas para el cálculo de las primicias recibidas por la Iglesia. El tema de las primicias y el de las tierras eclesiales eran de fundamental importancia para el desarrollo de la economía cafetalera. La Iglesia Católica poseía muchas de las mejores tierras cultivables y, además, las primicias constituían un impuesto sobre la producción que no se traducía en beneficios para la élite cafetalera.
A través del obispo de León, Francisco Ulloa y Larios, la Iglesia Católica rechazó cualquier revisión del principio y del cálculo de las primicias alegando que, “siendo de precepto divino la ofrenda de los primeros frutos de la tierra, que es lo que constituye la primicia, cuyo establecimiento está en consonancia con la ley natural, ha sido sancionado por ley escrita y tiende por base la religión Católica” (Ulloa y Larios, 1887, 4)18.
En su lucha contra las políticas secularizantes del gobierno, la Iglesia no vaciló en manipular la fe religiosa de los nicaragüenses. El siguiente párrafo de la carta pastoral del obispo Ulloa y Laníos muestra algunos de los argumentos utilizados por las autoridades eclesiales para defender sus intereses. Estos argumentos revelan, además, la cosmovisión religiosa de la sociedad nicaragüense: “Sería laudable escogierais lo mejor de vuestros bienes, no sólo porque no podéis dudar que es de precepto divino ofrecer a Dios el mejor y más sazonado fruto de los que la naturaleza produce; sino porque la ley que ha reglamentado el pago de primicias es nula y de ningún valor por ser contra el Derecho Divino y Eclesiástico y no resguarda vuestras conciencias: recordad lo que sucedió a los hermanos Abel y Caín: el primero recibía el ciento por uno de su ofrenda porque ofrecía a Dios lo mejor de sus ovejas; mientas que su hermano Caín arrancaba con duro trabajo un pequeño rendimiento de la agricultura, porque reservaba los mejores frutos para sí. Y así, los que siguen al primero obtienen la misma recompensa; y el mismo castigo, los que imitan al segundo: si no lo quieres creer haced el experimento y esperad el resultado” (Ibid., 9).
Como parte de su carta pastoral, el obispo Ulloa y Larios publicó un comunicado dirigido, “a los Curas párrocos y demás fieles de nuestra Diócesis”, en la que se amenazaba con la excomunión a los que “usurpaban” y “retenían” en su poder las primicias disputadas. Al final de su comunicado, el obispo llamaba la atención de los curas párrocos y confesores “para no dar la absolución, sin haberse antes hecho la debida restitución de estos bienes a los que desgraciadamente hayan contraído tan grave responsabilidad apoderándose de estos bienes sagrados destinados al culto y beneficio de nuestra misma Sociedad Católica” (Ibid., 15-16).
La amenaza de excomunión también fue utilizada por la Iglesia Católica para impedir la privatización de las tierras eclesiales: “Ordenamos y mandamos que ninguno de nuestros Curas párrocos inter
venga de modo alguno en la enagenación de dichos bienes eclesiásticos, ni se atreva a comprarlos ninguno de nuestros feligreses católicos, no solo porque es nula y de ningún valor tal enagenación; si no porque compradores y vendedores de cualquier otro que directa o indirectamente cooperare a esta clase de contratos incurren en excomunión mayor…” (Ibid., 3).
El poder político de la Iglesia Católica y su capacidad para instrumentalizar las creencias religiosas se alimentaban del Providencialismo. El contenido de esta doctrina le permitía a la Iglesia -sus sacerdotes y obispos- presentarse ante la población como una institución intermediadora entre las necesidades de la humanidad y los designios de Dios. El Providencialismo y la visión de la Iglesia, como el mecanismo de comunicación entre el cielo y la tierra, fueron destacados por el obispo Ulloa y Larios en 1884, cuando el cólera morbo asiático diezmaba las poblaciones de varios países europeos (Ulloa y Larios, 1884).
Haciendo referencia a una carta del Papa León XIII, en la que el Vaticano señalaba que el cólera era el producto de “las iras del cielo”, y la guerra, el hambre y la peste, “los ministros vengadores” de “la justicia ofendida” de Dios, el obispo Ulloa y Larios señaló que el Papa y la Iglesia estaban dispuestos a interceder ante la Divinidad:
Ellos los pensamientos expresados por el Papa en su carta revelan bien claramente toda la importancia que para Su Santidad tiene el mal, y que para remediarlo cree indispensable invocar el auxilio divino, previa la justificación de la vida y mejora de las costumbres públicas. Se conduele por los estragos que la epidemia está causando en varias partes; pero viendo en ellos el dedo de Dios que nos señala la necesidad de estirpar la raíz de nuestros males, no pone su esperanza en los remedios de la tierra, sino en las misericordias del cielo.
Y con razón, amados nuestros, nada de cuanto ocurre en los pueblos ocurre sin especial permiso de Dios, que dispone de todos los acontecimientos con arreglo a sus santísimos fines. Si, como está escrito, no se mueve la hoja del árbol, ni cae un cabello de nuestra cabeza sin que Dios lo disponga ¿Cuánto menos han de tener lugar sin especial disposición divina los acontecimientos que se refieren a la humana sociedad?
Desgraciadamente no todos los hombres aceptan de buena voluntad esta eminente dirección divina; pero no por eso deja de existir: la demuestra la recta razón; la humanidad entera la presiente y reconoce; en todo el mundo se la nombra con la misma palabra: PROVIDENCIA. Por eso la humanidad la invoca en todo lugar y a toda hora, sin que sienta necesidad, ni se vea en peligro alguno que crea extraño a la acción de Dios … Si, pues, todos los acontecimientos están en las manos de Dios; si nada ocurre en la sociedad sin especial permiso de Aquel que convoca todos los tiempos bajo su eterna mirada, y coordina las mismas agitaciones de los pueblos con arreglo a sus eternos designios, y permite los peligros que con frecuencia se condensan sobre nuestra frente, bien para castigar nuestras infidelidades, bien para probar nuestra sumisión a sus santos decretos, bien para llamar nuestra atención a los bienes eternos, recordándonos que son caducos e insubsistentes los de la tierra, claro es que el cólera no se ha presentado en los pueblos sino obedeciendo a los designios de Dios, que como suyos no pueden menos de ser justísimos y ordenados a un justísimo fin, y que el modo más eficaz y seguro de conjurar el peligro es volver los ojos a Dios, pidiéndole que levante el brazo de su justicia y obre en misericordia con nosotros (Ulloa y Larios, 1884)
En resumen: El pensamiento político de las élites conservadoras que gobernaron Nicaragua durante los Treinta Años Conservadores fue un pensamiento elitista y fundamentalmente anti-democrático que expresaba la profunda desconfianza de los grupos dominantes con relación a las capacidades cívicas de los nicaragüenses. Los peligros asociados con este pensamiento, fueron señalados por algunos críticos del régimen. En marzo de 1867, el periódico La Libertad planteaba: “El dique será eternamente la inundación. La vieja política cree lo contrario, pero las ruinas que señalan las huellas de su paso están allí para manifestar su error. Ni una sola de sus construcciones ha dejado de venirse por tierra, más tarde o más temprano, y no pocas, en este siglo de transición, han aplastado a sus propios artífices” (La Libertad, 1867, 474).
Efectivamente, el dique social levantado por los gobiernos conservadores de los Treinta Años Conservadores empezó a derrumbarse con la elección de Roberto Sacasa-un miembro distinguido del Partido Conservador, a pesar de su origen leonés- en agosto de 1889 . Juan Bautista Sacasa fue designado presidente para completar el período presidencial de Evaristo Carazo, fallecido el 31 de julio de ese mismo año.
Comentando el procedimiento de la época para identificar al primer designado que debía reponer a un presidente electo, El Sentimiento Católico, interpretó el nombramiento de Juan Bautista Sacasa como el resultado de la intervención de la Providencia:
Conforme a lo que la Constitución Política del país prescribe, tan luego se supo el fallecimiento de aquel honrado mandatario Evaristo Carazo se procedió a la apertura del pliego que contenía el nombre del primer designado a la presidencia. Ese nombre hasta entonces oculto bajo aquella misteriosa cubierta, he ahí que llegado el solemne momento, se revela a los ojos de todos y todos lo saludan con un grito de aplausos. La Nación, momentos antes llena de ansiedad entre el temor y la esperanza, se entrega desde entonces a los más vivos transportes de patriótico jubilo; y del uno al otro confín de nuestra tierra, se deja oir la unánime aclamación al nuevo jefe. La mirada del vulgo de los que presencian ese grande acontecimiento, no ve en el otra cosa que el feliz resultado de una feliz casualidad; pero el elevado criterio de la Historia no ve ahora ni verá después, otra cosa que la secreta mano de la Providencia que respetando por completo la libertad humana, arregla, combina y dispone sabiamente los sucesos en el tiempo y en el espacio conforme a sus grandiosos e inescrutables designios (El Sentimiento Católico, 1889, 184).
Este periódico, además, celebró el pensamiento religioso y político del nuevo presidente con estas palabras: “Grato ha sido para el Ilustrísimo Señor obispo Diocesano, grato tanto para la comisión de altos Dignatarios de la Iglesia de Nicaragua, que presenciaron la solemne toma de posesión del Doctor Juan Bautista Sacasa, el oír de sus propios labios y con la espontaneidad que le caracteriza, los bellos sentimientos religiosos que ha manifestado con ocasión del elevado puesto cuya responsabilidad ha asumido. Reconoce con franqueza que lo enaltece, que su llamamiento al poder es providencial, que el principio de la sabiduría es el temor del Señor y promete obedecer a Dios antes que a los hombres” (Ibid., 185).
La designación de Juan Bautista Sacasa fue recibida con satisfacción por liberales y conservadores. Este entusiasmo estaba basado en las siempre latentes aspiraciones localistas de los dos partidos, que veían en el nuevo mandatario la oportunidad de consolidar y ampliar sus posiciones de poder. Juan Bautista Sacasa fue incapaz de contrarrestar estas divisiones y terminó más bien contribuyendo a su intensificación. En su primer comunicado a la nación, señaló: “Por el lamentable fallecimiento de nuestro digno presidente General don Evaristo Carazo y en cumplimiento de lo dispuesto en nuestra Carta Fundamental, he sido encargado del Gobierno de la Nación. Bien comprendo que no poseo los dotes indispensables para desempeñar con el acierto debido tan alto destino; pero me anima la confianza de que los hombres de ilustración, honradez y patriotismo me prestarán su valioso contingente. Durante el corto tiempo en que voy a ejercer el Mando Supremo, observaré con particular esmero una política esencialmente nacional, inspirándome, no en los intereses y consejos de determinado círculo, sino atendiendo a la voz de la Nación…Siendo la religión un elemento necesario para la conservación del orden social puedo aseguraros con verdadera satisfacción que procuraré mantener la armonía y buena inteligencia que dichosamente existen entre la Iglesia y el Estado” (Juan Bautista Sacasa, 1889, 2).
La actuación de Juan Bautista Sacasa durante la primera parte de su gobierno fue percibida por los conservadores como marcadamente proliberal. La presencia de un número importante de leoneses en el gabinete de gobierno y la decisión del presidente de concentrar los recursos militares del país en la ciudad de León despertaron la desconfianza de los granadinos (Belli Cortés, 1998, 145).
La inquietud de los granadinos aumentó cuando Juan Bautista Sacasa decidió competir en los comicios electorales de 1891. En un clima de violencia y bajo denuncias de fraude, ganó las elecciones.
Al asumir la presidencia, Juan Bautista Sacasa pronunció un discurso políticamente vago e inocuo. En éste, el mandatario reafirmó su disposición a observar “los deberes” del Estado para con la Iglesia Católica: “Mi programa de gobierno os es ya conocido. Conservar el orden en el interior, promoviendo al mismo tiempo todas las mejoras y adelantos que demanda el natural desarrollo de los pueblos; cultivar con esmero las buenas relaciones que nos unen a las naciones amigas y particularmente a los demás Estados de Centro América; contribuir por los medios pacíficos que aconseja la civilización a realizar la unidad nacional, para que los miembros disgregados de la familia centroamericana aparezcan como una sola entidad en el rol de las naciones: he aquí algunos de mis principales propósitos. Pero, ante todo, no debiendo olvidar que la religión es el elemento necesario de la conservación y perfeccionamiento de los pueblos, seguirá siendo uno de mis especiales cuidados la puntual observancia de los deberes que a este respecto impone la Constitución al Jefe de una Nación Católica” (Juan Bautista Sacasa, 1891, 2).
Roberto Sacasa, al igual que Carazo, propuso una reforma constitucional para ampliar los niveles de participación política en el país. Dirigiéndose al Congreso en 1893, señaló: “Os recomiendo… la revisión de nuestra Carta Fundamental y de muchas de nuestras leyes, que contienen disposiciones antirrepublicanas, por cuya reforma ha venido clamando el país desde hace muchos años” (Juan Bautista Sacasa, 1893, en Salvatierra, 1950, 279).
El segundo período presidencial de Juan Bautista Sacasa estuvo marcado por la ineficiencia y la corrupción administrativa que terminaron minando el apoyo popular tenido en su primer período de gobierno. Dentro de este contexto de insatisfacción generalizada, un grupo de líderes conservadores, opositores a Juan Bautista Sacasa, se aliaron con los liberales cafetaleros de Managua, liderados por José Santos Zelaya, para derrocarlo. El 31 de mayo de 1893, el presidente se vio obligado a pactar con las fuerzas rebeldes y a entregar el poder a un “ministerio provisional”, liderado por Salvador Machado, que gobernaría el país mientras se convocaba a una Asamblea Constituyente” (Arellano, 1997 a, 196-97).
Así evaluaba el editorialista de El Diarito la gestión de Juan Bautista Sacasa, después de su renuncia:
Por más de tres años soportó Nicaragua un Gobierno que parecía imposible llegara a establecerse en este país que se gozaba en llamar la Suiza Centroamericana. Sucesivamente fueron suprimidas todas las garantías, todos los derechos. El desgobierno penetró en todos los ramos de la Administración Pública. La corrupción alcanzó un grado superior al de los gobiernos más inmorales, ineptos y corrompidos que hubo a raíz de la independencia, en la época más lúgubre de nuestra historia. El malestar se hizo sentir en todas las capas sociales. La agricultura y el comercio languidecían. El crédito del Estado se había extinguido por completo. La bancarrota era un hecho en el gobierno y la miseria amenazaba invadir muchos hogares. Ahogada la voz de la prensa, proscrito gran número de ciudadanos, corrompidos los débiles y miserables, retraídos los egoístas y aterrorizados los incorruptibles por el poder omnímodo e irresponsable de las gavillas que asolaban el país, parecía perdida toda esperanza de redención… Pero el exceso del mal, produjo el bien. La nación estaba como inmensa mina cargada de materias inflamables. Se lanzó una chispa y se produjo terrible explosión en la Barranca, el Limón y Coy otepe. Las legiones del usurpador fueron deshechas, él tembló en su escondrijo y capituló en Sabana Grande. Se organizó un Gobierno provisional que durará mientras se reúne una Asamblea Constituyente, el usurpador se fue, sus partidarios se alcanforaron, algunos de sus cómplices han sido llamados a rendir cuentas, los libertadores han vuelto a sus hogares y la nación sigue tranquila su vida de otros tiempos … (El Diarito, 1893, 2).
Retirado de la política y del poder, Roberto Sacasa redactó una extensa defensa de su gestión como gobernante. En ella señalaba el difícil estado financiero en que había recibido el gobierno después de la muerte de Carazo, detallaba las obras de progreso impulsadas durante su gestión y acusaba a la clase política nicaragüense por haber provocado la crisis, que había desembocado en su separación del gobierno: “Por el desequilibrio operado en el orden y la paz me fue imposible completar mi ideal político, asociando a las tareas gubernativas a los representantes de los diversos círculos, y lograr de esta suerte, con el concurso patriótico de sus luces, el acrecentamiento de la fraternidad nicaragüense. Pero entre nosotros se cumplió el pensamiento de aquel celebre canciller francés: ‘Lo que nos pierde en la raza latina es, dijo, la falta de espera y la impaciencia’” (Sacasa, 1895, 170).
En su defensa, además, Juan Bautista Sacasa lanzó un llamado a los historiadores para que juzgaran su gestión con justicia y objetividad: “Bien comprendo que es difícil contener a la pasión política, con el freno de la lógica. Sin embargo, se me hace indispensable recordar a los hombres de bien, de corazón sano y de clara inteligencia, algunos hechos de mi administración, para que se la aprecie desde el punto verdadero de la justicia; porque es bien sabido que de los acontecimientos de la vida de las naciones, no se puede juzgar prescindiendo de las circunstancias que los produjeron, inspiraron e impusieron. De ahí que el historiador, antes que todo, debe trasladarse a la época respectiva, y estudiar los hechos, los propósitos, las ideas, los intereses y las pasiones del momento, penetrándose en una palabra, de las circunstancias excepcionales de la transición o de la crisis a que se refieran, para que pueda dar un fallo justiciero; porque juzgar con el mismo criterio de la normalidad, a una transición, sería sustituir la Historia por el libelo” (Ibid., 151).
EL ESTADO CONQUISTADOR Y EL PENSAMIENTO POLÍTICO NICARAGÜENSE: 1857 – 1893
El pragmatismo ofrece una visión de lo deseable como una condición determinada por una realidad exterior -casi siempre la realidad del poder- que se presenta como el punto de referencia fundamental para la acción humana. En este sentido, el pragmatismo es anti-fundacional: rechaza la idea de los valores y de la filosofía, como guías normativas para ordenar la conducta humana.
A partir de esta definición, se pueden distinguir dos actitudes políticas pragmáticas diferentes: una actitud optimista -como la que caracteriza al pragmatismo clásico estadounidense-, y una actitud pragmática-resignada -como la que caracterizó el pensamiento y la acción política de las élites nicaragüenses durante los Treinta Años Conservadores.
A diferencia del pragmatismo optimista estadounidense, orientado constantemente a la expansión de los límites de la realidad posible, el pensamiento pragmático-resignado de los Treinta Años Conservadores percibía la realidad generada y reproducida por la estructura de poder, como el determinante de lo políticamente posible y deseable. Desde esta perspectiva, los gobiernos conservadores, entre 1857 y 1893, aceptaron el cambio social, siempre y cuanto éste fuese “atemperado” a las estructuras sociales, vertícalistas y profundamente desiguales, que ellos dominaban y representaban. Más aún, estos gobiernos aceptaban el cambio social, únicamente cuando éste era percibido como necesario para mantener los elementos fundamentales del orden y la “tranquilidad” oligárquica.
Dentro de la actitud pragmática-resignada conservadora imperante en los Treinta Años Conservadores, cabe distinguir entre la política de los gobiernos de la primera y de la segunda mitad de este período. Esta diferencia no fue filosófica sino eminentemente operativa. Tanto los gobiernos de la primera fase del régimen conservador, como los gobiernos “liberalizados” de la segunda mitad, entendieron la función gubernamental como la capacidad para acompasar las instituciones políticas y las normas de la sociedad a los cambios ocurridos en la realidad objetiva del país. El mismo modelo de desarrollo económico, impulsado por estos gobiernos, fue un modelo reactivo cuyas características fundamentales estaban determinadas por los requerimientos más prácticos e inmediatos de la economía del país, fuertemente condicionada por el mercado internacional.
Igualmente reactiva fue la posición de los gobiernos de la segunda mitad de los Treinta Años Conservadores frente a la Iglesia Católica. Ellos se rebelaron contra el poder político y económico de la Iglesia cuando el ejercicio de este poder entró en franca contradicción con los requerimientos de la estructura productiva del país.
También reactivas y “atemperadas a las circunstancias” fueron las tímidas propuestas de reformas al sistema político propuestas -sin éxito- por sus gobernantes. La de Evaristo Carazo intentaba adaptar el sistema político al desarrollo social generado por la producción cafetalera: “Si en los Treinta Años Conservadores que esas leyes tienen de existencia, hemos podido demostrar nuestra aptitud para el Gobierno propio, amoldado a nuestras circunstancias, éstas, variables por naturaleza, se han modificado al mismo tiempo, considerablemente, indicándonos la necesidad imperiosa de la reforma y los peligros a que nos exponemos de no acometerla” (Carazo, 1889, 278. Énfasis añadido).
Ni las políticas económicas de los gobiernos liberalizados de los Treinta Años Conservadores, ni sus cambios ante el poder de la Iglesia, ni sus propuestas de reforma política fueron el producto de visiones capaces de trascender el marco de la realidad dentro de la que operaba el país. En este sentido, la “liberalización” conservadora no tuvo como sustento un pensamiento político con la capacidad o, al menos, con la ambición de condicionar el desarrollo histórico de la sociedad más allá de los imperativos impuestos por la realidad del momento.
El pensamiento político pragmático y resignado de este Conservatismo tuvo como contraparte el pensamiento voluntarista de los liberales que, sufriendo el desprestigio y el desgaste político, causado por su alianza con Walker, se acomodaron a la nueva realidad del poder surgido de la GuerraNacional. Las tensiones entre liberales y conservadores, sin embargo, permanecieron latentes y continuaron dominando el desarrollo político del país durante todo este tiempo. Estas tensiones no llegaron a desembocar en la articulación de una visión nacional capaz de integrar el desarrollo de los intereses y las aspiraciones de ambos grupos. El divorcio entre liberales y conservadores lo destacó El País en 1887:
Sin tomar en cuenta la buena o mala fe con que hayan procedido los partidos y los hombres en el curso de nuestra vida nacional, vamos a exponer sumariamente los caracteres que distinguen a dos escuelas que hoy se dividen el campo de la democracia:
La una está constituida por los políticos doctrinarios, que hacen consistir la ciencia del buen gobierno en la exacta aplicación de doctrinas del derecho, más o menos fascinadoras, en la realización de teorías fundadas en hipótesis ideales, que carecen de comprobación y no consultan ni las circunstancias ni los tiempos.
A la otra pertenecen aquellos que, sin abandonar jamás el principio del derecho y de la libertad humana hacen derivar las leyes y su aplicación de las necesidades públicas, sin ir más allá de lo que conviene al estado social de los pueblos y tomando en consideración los elementos de que disponen y las circunstancias que les rodean.
Los primeros quieren que las leyes sirvan de norma a las costumbres; se imaginan que los pueblos, en su natural tendencia hacia el progreso, pueden fácilmente amoldarse a los sistemas impuestos, aunque sea violenta la transición que encierre la reforma; y admiten que una mano vigorosa se encargue, si es necesario, de conducirlos por la nueva senda.
Pero esta senda desconocida está llena de peligros y el término de la jornada puede ser el despotismo y la anarquía. Los segundos piensan, por el contrario, que en materia política las costumbres deben servir de punto de partida para dictar las leyes y ejecutarlas, de modo que sean en cierto modo la declaración de derechos pre-existentes y envuelvan sólo cuanto exige la civilización contemporánea. (El País, 1887, 1).
Enrique Guzmán también destacó la pobreza del Partido Liberal y del Partido Conservador, cuando señaló que, en el pasado, las identidades políticas democráticas y legitimistas habían logrado aglutinar y dar forma a los intereses y aspiraciones que durante las primeras décadas del desarrollo político nicaragüense se expresaban en “denominaciones bárbaras”, tales como: “cachurecos y coludos, chapiollos y zapelcos, mechudos y desnudos, timbucos y calandracas”. En otras palabras, los conceptos democrático y legitimista habían sido capaces de sintetizar la estructura de clases de la sociedad nicaragüense.
Los conceptos conservador y liberal, por el contrario, no habían logrado condensar y organizar los intereses y las aspiraciones de la sociedad. En su escrito, Guzmán identifica las múltiples fracciones del dividido Conservatismo: el Cacho o gemirnos, liderados por Pedro Joaquín Chamorro; el Partido Progresista, “la gran herejía conservadora”, según el mismo autor, estaba liderado por Joaquín Zavala, a quien también presenta como “el Lutero de esta reforma”; y, finalmente, el Partido Iglesiero que se disputaba con el Cacho la “auténtica” representación de las tradición conservadora en Nicaragua. Pero, a su vez, el progresivismo estaba dividido en numerosas “sectas”: “zavalistas”, “independientes”, “navistas”, “lacayunos”, “olancho”, “los pelones”, y los “caracistas”.
Los democráticos, señala Guzmán, no estaban divididos, sino esencialmente, debilitados: “el Liberalismo no se ha dividido y si hoy se ve tan chirriquitito es porque ha sufrido mermas considerables a causa de los millares de tránsfugas o conversos que han ido a engrosar las filas de las facciones conservadoras, particularmente del progresismo^ (Guzmán, 1888, 222-233).
Así pues, los liberales mantuvieron su visión voluntarista de la historia mientras que los conservadores continuaron reproduciendo la pragmática-resignada de la realidad social. Más aún, el Providencialismo continuó funcionando como el marco cultural donde los liberales proclamaban su adhesión a la democracia y al Liberalismo. Una ilustración de esta contradictoria actitud política y cultural se expresa en el discurso pronunciado por el licenciado Juan E. de la Rocha, alcalde de León, durante la celebración de la independencia el 15 de septiembre de 1865. De la Rocha habla de Rousseau y Washington como “enviados” de Dios. Rousseau, en particular, es presentado como un Moisés bíblico quien, armado de un libro, “efectúa la libertad de su patria”:
Reservado estaba al siglo XVII tan fecundo en movimientos intelectuales presentar el desarrollo de la libertad que cual divino meteoro deslumbró al entendimiento y fue acogida en el corazón. Allá en el antiguo mundo un libro conducido por su autor que bajo de las montañas a París, encarnó la idea (de) igualdad, soberanía, pueblo, hombres: a su vista los sabios se limpiaban los ojos dudosos de lo que leían: los Monarcas vieron pulverizarse el pedestal de su mando y las masas saludaron el cumplimiento de la fraternidad evangélica; acá en el nuevo mundo una colonia adivina su misión, forcejea el lazo que la une a su metrópoli, de su seno brota un hombre, arcángel de la libertad, y encamación bella de la democracia que cual enviado de Dios, efectúa la libertad de su patria y dice a su antigua metrópoli: “somos tus iguales serás recibida como hermana, como señora olvidadlo.
He aquí, Señores, que la política de doce siglos que se creía diamantizada e invulnerable a todo acero, un libro y un colono la arrancaron la máscara y, despojándola de las corazas del fanatismo y del abuso, presentó un cuerpo desvivido y atacable porque carecía su existencia de verdad y de justicia, haciendo bajar del cielo lo que sólo los asociados pueden dar ¡¡¡el poder!!! -Rousseau y Washington dos hijos del pueblo fueron armados por Dios, el uno de un libro, el otro de una espada y mandados a volver al pueblo lo que era del pueblo: La igualdad social y el poder (de la Rocha, 1865, 26-27).
Dentro del deprimido ambiente político-cultural de los Treinta Años Conservadores, se desarrollaron nuevas “formas de sociabilidad”, dentro de las que surgieron importantes brotes de modernización intelectual (ver Ayerdis, 2003). Franco Cerutti los señala: “Es este un período de renovados empujes e inesperada brillantez. Alrededor de una media docena de periódicos dirigidos por los representantes más prestigiosos de la cultura nicaragüense – Anselmo H. Rivas, Modesto barrios, José Dolores Gámez, Fabio Camevalini, Jesús Hernández Somoza, etc.- se junta la flor y nata de la intelectualidad del país, entregada a la tarea nada fácil de ‘desprovincializar’ el medio. Los grandes tópicos de la política europea, así como la aparición de las obras maestras de las literaturas foráneas, los adelantos de las ciencias, los descubrimientos y sucesos del día sirven a los editorialistas para despejar el horizonte nicaragüense de las nieblas en que se ha mantenido envuelto por tantos años. Por entregas semanales aparecen las novelas más significativas de allende la mar, los discursos de los grandes tribunos, los poemarios de los autores a la moda; se traduce, se polemiza, se descubre un mundo nuevo” (Cerutti, 1991, 72).
Los ejemplos de “brillantez”, a los que hace referencia Cerutti, fueron reales pero no lograron generar un movimiento cultural amplio. Hasta la misma enseñanza universitaria se mantuvo intelectualmente dominada por el espíritu pre-moderno que sirvió de fundamento a su inicio en Nicaragua. Así lo confirma Carlos Tünnermann Bernheim: “Pese a que la Universidad de León se instaló sólo cinco años antes de la declaración de la Independencia de Centroamérica (1821), lo cierto es que el espíritu colonial que presidió su fundación prevaleció en su quehacer durante las primeras siete décadas de su existencia. De esta manera, y al igual que lo ocurrido con otras universidades de la América Hispana, siguió siendo ‘colonial fuera de La Colonia’” (Tünnermann, 1993, 26).
Hay que señalar, sin embargo, las importantes contribuciones de los gobiernos de los Treinta Años Conservadores a la formación de un sentido de identidad nacional fundamentado en el conocimiento de la realidad económica, social, política y geográfica. Se destaca dentro de éstas, el apoyo del gobierno de Tomás Martínez en 1858 a la elaboración del primer mapa oficial de Nicaragua. Como señala Orient Bolívar Juárez, este mapa representa la primera expresión visual del territorio nacional nicaragüense como una entidad nacional independiente (Juárez, 1995 a, 35).
Tomás Martínez, además, apoyó el trabajo historiográfico de Jerónimo Pérez. Debe anotarse, también, el apoyo del gobierno de Femando Guzmán a la elaboración de las Notas Geográficas y Económicas sobre la República de Nicaragua de Pablo Levy, el apoyo del gobierno de Joaquín Zavala a la elaboración de la historia nacional de Tomás Ayón, y el apoyo del gobierno de Evaristo Carazo a la elaboración de la historia de Nicaragua de José Dolores Gámez. Igualmente importantes, por su contribución al desarrollo de una identidad nacional, frieron los avances en el desarrollo de las comunicaciones y en el campo de la educación logrados por los gobiernos de este período (Herrera, 1992 – 1993).
No obstante, las contribuciones de los gobiernos conservadores al conocimiento de la realidad nicaragüense no lograron traducirse en una nueva forma de pensar la realidad y, mucho menos, en una forma moderna de concebir la política y el poder.
La modernidad denota una visión de la realidad que otorga a la humanidad el derecho, la capacidad y la obligación de actuar políticamente en función de valores y aspiraciones, que expresan lo que la realidad puede y debe llegar a ser y no simplemente, en función de lo que la realidad es. El Liberalismo de Rousseau -un ejemplo concreto de la visión moderna del mundo y de la historia- tuvo como objetivo impulsar la articulación de un “contrato social”, desafiante de las estructuras de poder existentes antes de la Revolución Francesa, así como de los valores legitimadores de esas estructuras. Lo mismo puede decirse de Hobbes y de su visión moderna-conservadora, o de Loche, de Marx, del pensamiento ambientalista, del pensamiento feminista o de cualquier otro tipo de pensamiento critico, es decir, de cualquier pensamiento que expresa “la capacidad para apropiamos de la multidimensionalidad de la realidad y su consiguiente transformación en prácticas congruentes con la opción de futuro que se haya elegido” (Zemelman, et al., 1994, 30).
“Elegir” un futuro es asumir la responsabilidad de crear historia más allá de los límites impuestos por la realidad del momento. En Nicaragua, el pensamiento político conservador, durante el período de los Treinta Años Conservadores, impulsó una práctica política que se adaptó a la realidad, sin trascenderla. Esta actitud y práctica denotaban una percepción del poder y de la historia como una condición y un proceso determinado por fuerzas supra-políticas, que operaban más allá de la voluntad y de la capacidad de los nicaragüenses.
La visión política pre-modema conservadora se hizo explícita en el discurso providencialista de los gobernantes de la primera mitad de los Treinta Años Conservadores para quienes Dios era el regulador de todos y cada uno de los eventos y circunstancias históricas, que formaban parte del desarrollo de la humanidad. El discurso de los gobernantes de la segunda mitad de este período adquirió un tono menos religioso pero no rompió con los fundamentos de la doctrina providencialista.
Los principios de esta doctrina continuaron operando como las premisas no postuladas de la visión del poder y de la historia, que orientó la función de los gobiernos conservadores “liberalizados”. Esta visión se expresó en las referencias de los gobernantes al “progreso” y a la “civilización”, como fuerzas que los nicaragüenses no generan o controlan.
El discurso de inauguración de Adán Cárdenas ofrece un ejemplo representativo de la visión del “progreso”, como una condición que “llega” a Nicaragua desde afuera: “Vendados por hereditarias preocupaciones y comprometidas todas nuestras energías en los conflictos de la política militante, ora persiguiendo en la perfección absoluta de las instituciones el bienestar apetecido, imposible de alcanzar por un pueblo mal preparado para sacar una ventaja de su práctica, ora encerrados en quietismo medroso, luchando siempre contra el personalismo autoritario, o contra la hidra de la anarquía, nos olvidábamos de que teníamos la civilización a nuestras puertas y de que bastaba querer para asimilamos, en pocos años de régimen normal y de trabajo paciente, las conquistas alcanzadas por las sociedades cultas al través de muchos siglos de lucha y de esfuerzo persistente”.
Luego de hacer referencia a “la civilización” como una fuerza externa, Cárdenas prosigue su discurso y hace un reconocimiento a la labor de los gobernantes de la primera mitad de los Treinta Años Conservadores y habla despectivamente de la “política abstracta” y del pensamiento teórico que, precisamente, contribuyó al desarrollo de las “sociedades cultas” a las que antes hizo referencia con admiración: “Y así hubiéramos continuado agotando nuestras débiles fuerzas, si no hubieran aparecido en nuestra escena gubernamental algunos hombres de Estado, cuyos nombres ocupan honroso lugar en las páginas de nuestra historia, quienes más prácticos que sabios, y más atentos a las necesidades positivas de una sociedad rezagada en el camino de la civilización, que a las discusiones sobre política abstracta, y teniendo un concepto más claro de aquellas necesidades, y más fe en nuestras aptitudes para el progreso que los políticos de la vieja escuela, hicieron prevalecer sus avanzadas miras y lanzaron resueltamente hacia rombo nuevo la nave del Estado” (Cárdenas, 1883, 46. Énfasis añadido).
Ni Cárdenas ni los otros gobernantes conservadores “liberalizados” fueron capaces de generar un pensamiento crítico fundamentado en una lógica transformadora, un pensamiento con la capacidad de superar el pragmatismo-resignado imperante. Hacerlo significaba enfrentarse a la doctrina providencialista de la Iglesia Católica y sus efectos culturales.
En resumen: los gobiernos de los Treinta Años Conservadores funcionaron en concordancia con la visión pragmática y resignada del poder y de la historia, propia del pensamiento conservador centroamericano desde la independencia. En este sentido, los gobiernos conservadores nicaragüenses entre 1857 y 1893, aceptaron la realidad existente como el marco que definía los límites de lo políticamente posible; favorecieron un proceso de cambio social gradual condicionado por las influencias externas que operaban sobre el país y modulado por los requerimientos de las estructuras de poder que ellos representaban; mantuvieron su desconfianza con relación a la participación política de las masas; asignaron al Estado una participación mínima en la actividad productiva del país; desarrollaron una apreciación fundamentalmente negativa de la política como práctica transformadora; desconfiaron del papel de la teoría y del pensamiento como fuerzas condicionantes de la historia; y operaron, dentro de una cosmovisión dominada por la doctrina providencialista de la Iglesia Católica.
El pensamiento de los gobiernos de los Treinta Años Conservadores sirvió para desarrollar -no para transformarlas características básicas del Estado Conquistador: el modelo de Estado heredado de La Colonia. Este desarrollo incluyó: la introducción del agua por cañería en León y Granada; la introducción del telégrafo en 1876 y del teléfono en 1879; la construcción del ferrocarril, que se inició en 1878 y llegó a extenderse 90 millas en 1890; el impulso a la navegación en el Lago de Managua; y el impulso a la educación y la cultura (Arellano, 1997 a, 145-154).
Estos importantes adelantos no formaron parte de una visión y de una estrategia de desarrollo nacional orientadas a transformar y superar la estructura oligárquica de poder en que funcionaba la sociedad. Más aún, muchos de los adelantos materiales alcanzados por esta sociedad fueron provocados por fuerzas que operaban en su contexto internacional.
La construcción del ferrocarril, por ejemplo, fue el resultado de una decisión prácticamente determinada por la oferta tecnológica y financiera internacional, en un momento en que el costo de mantenimiento de las vías de transporte existentes en el país hacía de la opción tecnológica ferrocarrilera, una opción casi inevitable (Ortega Arancibia, 1911 1975, 485).
Antes que se hicieran evidentes sus ventajas concretas e inmediatas, los gobiernos conservadores rechazaron este medio de comunicación por considerarlo superfino. J.D. Rodríguez señala cómo Vicente Cuadra “se negó de plano … a favorecer su realización, alegando… que transcurrirían no menos de cincuenta años, antes que Nicaragua tuviese necesidad de esa obra”. Cuadra alegaba que, de construirse el ferrocarril, esta obra “no pasaría de ser un hijo dispendioso, que Nicaragua no podía ni debía gastar” (Rodríguez, 1970, 52). Es importante señalar que los caminos, considerados por Cuadra como suficientes para el país, eran los antiguos “caminos reales usados desde tiempos de La Colonia” (Juárez, 1997, 13).
Sofonías Salvatierra identifica otros argumentos utilizados en contra de la construcción del ferrocarril: este medio de transporte era “un lujo que Nicaragua no podía soportar”; la empresa privada debía asumir la responsabilidad de este proyecto “porque los Gobiernos eran incapaces para ser empresarios”; el gobierno era muy pobre para enfrentar el costo de esta empresa; el ferrocarril sólo favorecería a los ricos; “el movimiento comercial del país no bastaba para su mantenimiento…” (Salvatierra, 1979, en Arellano, 1997 a, 108).
La incapacidad de las élites conservadoras, para visualizar las ventajas del ferrocarril, explica que Nicaragua iniciara su construcción en 1878, por lo menos, dos décadas después de Argentina, Brasil y Chile (Riguzzi, 1996, en Kuntz). Los 130 Kms. de vía férrea, construidos por los gobiernos conservadores, creció lentísimamente hasta alcanzar un máximo de 378 Kms. en 1940, antes de la desaparición del ferrocarril en 1994 (Juárez, 1997, 96). Esta lentitud contrasta dramáticamente con la velocidad del desarrollo ferroviario en los EE.UU.. Las 30, 000 millas de vía férrea, existentes en el territorio estadounidense en 1860, se elevaron a 93, 000 en 1880. Al finalizar los Treinta Años Conservadores conservadores, los EE.UU. ya contaban con 167, 000 millas de ferrocarril (Faulkner, 1939, 403-4).
Al final de los gobiernos de los Treinta Años Conservadores, la persistencia del Estado conquistador se manifestaba de muchas maneras: en la desintegración social de la base territorial del país; en el predominio de un sentido de poder dominado por la presencia física de los jefes políticos locales; en la precariedad de la administración pública; en la débil presencia material y simbólica del aparato estatal; y en la autonomía del Estado con relación a una sociedad desprovista de derechos ciudadanos. Este panorama político, cultural e institucional, difícilmente puede reconciliarse con la idea de un Estado Nacional consolidado o en proceso de gestación.
Uno de los principales registros históricos de la persistencia del Estado conquistador y de la debilidad administrativa, política e institucional del Estado nicaragüense durante los Treinta Años Conservadores lo constituyen las memorias de gobernación. En la de 1885 el ministro de este ramo señalaba las dificultades enfrentadas por las autoridades locales para aplicar la ley que exigía a los administradores municipales saber leer y escribir. Esta disposición legal había “puesto en dificultades algunos pueblos de la República en los departamentos de Nueva Segovia, Matagalpa y Chontales, que no tienen el número suficiente de ciudadanos que posean esta cualidad” (Ministerio de Gobernación, 1885, 10).
Los informes de gobernación destacan, además, la ausencia de edificios públicos que pudiesen simbolizar la presencia del Estado. La falta de cuarteles, cárceles y mercados es constantemente mencionada en estos reportes. En el informe del jefe político de Granada se señalaba: “No omitiré, ya que se llega la ocasión, de insinuar la idea al señor ministro que es necesaria la construcción de un edificio en esta ciudad adecuado para que sirva de local a todas las oficinas públicas y que tenga un departamento propio para cárceles, pues las que hay actualmente, además de no prestar ninguna seguridad y ser antihigiénicas, debido a defectos de construcción y otras circunstancias específicas, no tienen las divisiones que los establecimientos penitenciarios o de corrección deben tener para la separación de los sexos y enmienda de los infractores, lo que da por resultado, que en vez de corregirse los delincuentes, que es el objeto de la Ley Penal, se desmoralizan más, por ser la cárcel así, un foco de corrupción” (Ministerio de la Gobernación, 1899, 43-4).
La debilidad del Estado durante los Treinta Años Conservadores se aprecia aún más dramáticamente en la fragilidad de la soberanía nacional y en la incapacidad del país para defender su integridad territorial. Una de las expresiones más palpables de esta debilidad lo constituye el tratado de Managua, subscrito por Nicaragua con el gobierno británico en 1860 . Este tratado limitó la capacidad de regulación del Estado nicaragüense, especialmente en lo que concierne a la actividad económica de la Costa Caribe, al mismo tiempo que le impuso la obligación de contribuir a los gastos de administración de los gobiernos mosquitos leales a Inglaterra (Ortega Arancibia, 1911 1975, 411).
Otros casos de agresión contra la soberanía nacional que muestran la precariedad del Estado durante los Treinta Años Conservadores fueron el caso Montezuma que obligó al gobierno de Nicaragua a pedir disculpas al gobierno español en 1877 por un altercado entre las autoridades nicaragüenses y la tripulación de una nave española en noviembre de 1876; el caso Allard en el que Nicaragua se vio obligada a pagar una indemnización al Capitán William Allard, comandante de una nave francesa que había sido capturada en 1874 por las autoridades nicaragüenses que sospechaban que ésta transportaba un cargamento ilegal de armas; y el caso de Eisenstuk, una reclamación internacional presentada por el gobierno de Alemania contra Nicaragua, provocada por un altercado personal en el que el cónsul alemán resultó herido por el nicaragüense Francisco Leal.
Amenazado por la presencia de un buque de guerra alemán en Corinto, el gobierno de Nicaragua tuvo que pagar una indemnización de treinta y seis mil pesos, y presentar saludos a la bandera alemana (Ortega Arancibia, 1911 1975, 491-493). Al anunciar el arreglo con Alemania, el presidente Chamorro señaló: “Ha terminado la cuestión Alemana sometiéndose el Gobierno al ultimátum, sin haber observado otra condición que una en que se imponía al Gobierno hiriendo de muerte al Supremo Poder Judicial. Este queda ileso en medio de la desgracia de la patria; y aunque con este paso se han ahorrado calamidades incalculables al país, yo estoy de duelo como Magistrado de la Nación y como nicaragüense. Ojalá que esta dura prueba por que atraviesa haga más cuerdos a nuestros hombres en su conducta general, y principalmente en sus relaciones con los extranjeros” (Chamorro, 1878 b, 1).
Finalmente, la persistencia del Estado conquistador durante este período se reflejó claramente en la consolidación y legalización de la brecha que separaba al Estado de la sociedad nicaragüense. Los gobiernos de los Treinta Años Conservadores codificaron y formalizaron el modelo de Estado elitista y excluyente heredado de La Colonia. Sobre este modelo se organizó un proceso de desarrollo económico, que reforzó la exclusión y la marginalidad social de las masas y, además, bloqueó la participación efectiva de la nueva clase social asociada con el cultivo cafetalero.
El modelo de relaciones entre Estado y sociedad imperante durante este período, también reprodujo la exclusión social de la mujer. Hasta el pensamiento de los miembros más progresistas de las élites nicaragüenses aceptaban esta discriminación y la legitimaban con su discurso paternalista: Félix Quiñones señalaba la necesidad de educar a la mujer al mismo tiempo que se refería a ella como un elemento de apoyo al trabajo del hombre. Así se expresó en el discurso que pronunció con motivo de la celebración del día de la independencia el 15 de septiembre de 1881: “Eduquemos a la mujer, ese ángel desterrado del cielo para compartir nuestros males y enjugar nuestras lágrimas. Ella con su triple carácter de madre, de esposa y de hija, está llamada a regenerar las sociedades. Dádme un pueblo culto y allí se dedicará preferente cuidado a la educación de la mujer. Dádme un pueblo atrasado, fanático y revoltoso, y allí la educación de la mujer estará abandonada” (Quiñones, 1881, en Cuadra Downing, 1960 – 1961, 138).
El tema de la educación de la mujer también fue abordado por Evaristo A. Soublette en 1878 . La mujer, señalaba, debía tener acceso a la educación primaria para mejor cumplir su papel de “humilde sirviente en verdadera providencia”. Y agregaba: “Y si la instrucción primaria es tan indispensable al hombre, cualquiera que sea su condición y cualquiera que sea la profesión u oficio a que se consagra, ¿qué diremos de la mujer, de ese ángel custodio concedido por Dios al hombre en su infinita bondad para velar sobre él con solícito cuidado desde la cuna hasta el sepulcro y cuya felicidad, en su vida de amor y sacrificio, no es más que un refiejo de la nuestra?” (Soublette, 1878, 1).
EL GOBIERNO LIBERAL DE ZELAYA
Mediante el Pacto de Sabana Grande del 31 de mayo de 1893, el último presidente del régimen conservador de los Treinta Años Conservadores, Roberto Sacasa, se vio obligado a entregar el poder a un “ministerio provisional” bi-partidista liderado por Salvador Machado. Este gobierno tuvo una vida muy corta ya que las viejas rivalidades y desconfianzas entre liberales y conservadores resurgieron casi inmediatamente después de su instalación (Belli, 1998, 157-178).
El 11 de julio de 1893, los militares leoneses se rebelaron contra el gobierno provisional, nombrando una junta de gobierno “nominal” integrada por conservadores y liberales, presidida por José Santos Zelaya. Esta fue convertida más tarde en una Junta Revolucionaria bajo el liderazgo de Zelaya.
En Managua, mientras tanto, Machado fue sustituido por el ex-presidente Joaquín Zavala. De esta manera, la guerra civil se definió claramente como una lucha entre conservadores y liberales. Las tropas del gobierno presidido por Zavala se enfrentaron en Mateare a los rebeldes liberales, comandados por Zelaya y, posteriormente, en La Cuesta, en los alrededores de Managua.
La “Batalla de la Cuesta”, en los días 25 y 26 de julio, puso fin al gobierno de Zavala, que traspasó el poder a una Junta de Gobierno liderada por Zelaya, después de firmar el tratado de paz del día 30 de julio de 1893 . Este tratado señalaba: “Habrá paz y amistad entre los partidos beligerantes, olvido recíproco de sus disenciones y garantías amplias e incondicionales para todos”. El tratado, además, convocaba a la organización de una asamblea constituyente que debía redactar “una nueva Constitución Política de la República y una nueva Ley Electoral” (Tratado de Paz, 1893, en Esgueva, 1994, 453- 455). Mientras se redactaba la nueva constitución, el país quedó regido por la Constitución de 1858 (Ibid., 456).
La alianza libero-conservador, que puso fin al régimen de los Treinta Años Conservadores, no estaba fundamentada en un consenso político, filosófico o programático sino, simplemente, en una crítica a la gestión administrativa del gobierno Juan Bautista Sacasa. La proclama lanzada por Zelaya y el general conservador Agatón Solórzano el 30 de abril de 1893 señalaba: “Cansado el país de soportar el oprobio de la administración Juan Bautista Sacasa, se ha levantado para restablecer la moralidad política y poner límite al derroche escandaloso de los caudales públicos…” (Zelaya y Solórzano, 1893, en Belli Cortés, 1998, 167).
De igual manera, la proclama de los líderes conservadores Joaquín Zavala y Eduardo Montiel apuntaba que la revolución era “la explosión natural e irresistible del sentimiento nacional, harto ya de peculado y de escándalos” (Zavala y Montiel, 1893, 195-6). Zelaya y Agustín Avilez se dirigieron a sus tropas, después de la firma del Pacto de Sabana Grande, señalando: “Hoy está compuesto el gobierno por personas que dan plena seguridad de que en Nicaragua será satisfactoria la marcha administrativa…” (Zelaya y Avilez en Belli Cortés, 1998, 181).
La caótica situación del país y el violento resurgimiento de las tensiones localistas llevaron al periodista Carlos Selva a expresar el pesimismo que compartían muchos nicaragüenses: “Paz sólida, duradera, que descanse sobre bases inconmovibles es una ilusión. Lo que llamamos paz, no es otra cosa, generalmente, que una tregua, más o menos larga, cuando hay encontrados intereses, grandes ambiciones o profundas rivalidades. Sólo se llega a la verdadera paz cuando las guerras son justas y se terminan reconociendo y satisfaciendo esa justicia. Aquí no hay eso y la paz que ajustemos antes o después de combatir, será tan efímera como la de Sabana Grande, como la de Pueblo Nuevo en 1869, como la de León en 1856, como todas las que han puesto término a las luchas armadas entre granadinos y leoneses” (Selva, 1893, 2).
El pesimismo de Selva se expresó también en su visión de los partidos políticos de la época: “Mucho se habla entre nosotros de principios políticos, de partidos que van a regenerar la sociedad con reformas políticas y administrativas que el país desea y necesita para alcanzar el grado de prosperidad a que está llamado. Es inútil decir que la mayor parte de esos vociferadores no pasan de ser charlatanes políticos que no conocen los principios de que hablan, que poco les importan aunque los conozcan y que solo piensan en las ventajas que pueden obtener para sacar su tripa de mal año o acrecer su fortuna. Los principios de que tanto se alardea, ocupan lugar secundario; los fines son lo esencial y tras ellos van todos los políticos” (Ibid.).
Las debilidades de los partidos políticos, a las que hacía referencia Selva, eran el reflejo del deprimido ambiente cultural dentro del que se desarrollaba la sociedad nicaragüense. Para 1895 existían apenas una docena de libros “puramente nacionales”. Un clasificación y un recuento de éstos fue publicado en octubre de ese año por el Diario de Nicaragua: Un libro sobre “derecho civil” escrito por B. Selva; uno sobre “reglas del derecho” escrito por B. Rosales; uno sobre “medicina legal” por A. Duarte; uno sobre “historia patria” por J.D. Gámez; uno sobre “geografía universal” por G. Guzmán; uno sobre “geografía de Centro América, por J.D. Gámez; uno sobre “geografía de Nicaragua”, escrito por M. Sonnenstern; uno sobre aritmética elemental, escrito por J. María Estrada; uno sobre “constitución patria” por R. A. Rivas; y tres sobre “teneduría de libros” escritos por J. Jerez, V. Torres y Andrés M. Zúñiga” (Diario de Nicaragua, 1895 a, 2).
José Santos Zelaya iba a gobernar Nicaragua hasta el 1909, cuando las presiones políticas de los EE.UU. y la fuerza de un movimiento armado integrado por liberales y conservadores lo expulsaron del poder. Antes de su colapso, el zelayismo logró constituirse en un nuevo régimen, en un nuevo ordenamiento jurídico, político e institucional, con profundas consecuencias para el desarrollo histórico nicaragüense.
El 15 de septiembre de 1893, la Asamblea Constituyente eligió a Zelaya como presidente provisional y como presidente de la república para un período constitucional (Asamblea Nacional Constituyente, 1893, en Bone, 1909, 35-36). “Aquel día”, señala José Madriz, “tomó Zelaya posesión de la Presidencia y se disolvió la Junta de Gobierno de la revolución” (Madriz, 1904 b, en Juárez, 1995, 116).
En la toma de posesión de su primer período de gobierno, como presidente provisional, Zelaya estableció vagamente la orientación política de su gobierno:
La Asamblea Nacional Constituyente me eligió el día de ayer para la primera Magistratura de la República. Vosotros conocéis los principios políticos del Partido Liberal, de cuyas filas salgo para ocupar este altísimo puesto. Principios que debéis comprender, serán el espíritu de mi programa de gobierno.
Recibo el poder supremo del país en una hora de crisis social, en momentos de verdadera transición y cuando dificultades casi insuperables en el orden administrativo hacen más ardua mi tarea. Bien lo sabéis: las rentas públicas están comprometidas, la deuda es inmensa, las dificultades económicas complejas y muchos problemas delicados, vitales, se imponen como una carga abrumadora, como necesidades perentorias que se hace preciso resolver sin vacilación, haciendo un supremo esfuerzo que puedo prometer si depende de mi voluntad
Después de las luchas sangrientas que hemos tenido, el principal deber de mi Gobierno consiste en establecer sólidamente la paz, que podrá traernos la confianza y el crédito perdidos, en procurar la reorganización administrativa curando con energía los vicios que nos han traído a la bancarrota, y en trabajar activamente por ir haciendo prácticas las libertades públicas, lo mismo que nuestro empeño en el reaparecimiento de la patria Centroamericana. Conciudadanos: mis propósitos pueden expresarse en tres palabras que fueron el lema glorioso de nuestros padres y que lo serán también del gobierno liberal que tengo la honra de presidir: Unión, Patria, Libertad (Zelaya, 1893 a, en Bone, 1909, 37).
Zelaya fue un claro exponente del Liberalismo voluntarista centroamericano: utilizaba los principios de esta filosofía política como valores axiomáticos, que no aceptaban debate o cuestionamiento. Más que una filosofía, su Liberalismo era una posición pre-teórica e intuitiva frente a la estructura de poder oligárquica conservadora que, con el apoyo ideológico de la Iglesia, limitaba la participación de las clases medias y de la “aristocracia cafetalera” en la definición de las prioridades y las políticas del Estado.
Zelaya, por tanto, no fue ni un ideólogo ni un pensador sino, más bien, un líder político que encamaba los intereses de los sectores sociales liberales, especialmente aquellos asociados con el cultivo del café. Como señala Enrique Belli Cortés, llegó a ser el líder principal del Partido Liberal sin haber nunca articulado su filosofía política: “Lo único que se sabe es lo que dice Enrique Aquino en su libro: que recién llegado de Europa acostumbraba reunirse con grupos de ciudadanos para discutir temas políticos, que según Aquino, eran materia de discusión en el viejo continente” (Belli Cortés, 1998, 201; también, Godoy, 1995, 35).
En efecto, el nuevo presidente se había graduado de bachiller en humanidades en el Instituto Hosche en Versalles. De regreso en Nicaragua, se involucró en la política nacional llegando pronto a convertirse en uno de los principales líderes del Liberalismo. En 1884 fue expulsado del país por el gobierno de José Adán Cárdenas del Castillo, acusado de participar en un intento de golpe contra (golpe de estado)el gobierno. Durante su exilio en Guatemala, colaboró con el presidente liberal Justo Rufino Barrios. Esta relación fue de fundamental importancia en la formación política del caudillo nicaragüense (Belli Cortés, 1998, 201; Díaz, 1996, 95-106).
La influencia del Liberalismo idealista y de “sentido común” de barrios en el pensamiento político de Zelaya se reflejó en la Constitución de 1893, redactada por la Asamblea Constituyente, que se organizó después de la firma del tratado de paz del día 30 de julio de 1893 . El propio mandatario participó en los debates, animando a los legisladores a defenderlos principios del Liberalismo normativo de su partido. “Zelaya”, señala Adolfo Altamirano, “no faltó jamás en su puesto de vanguardia, unas veces enardeciendo a los valientes y otras dando aliento a los timoratos”. Y agrega: “Y conste que yo era soldado de la línea de fuego en aquella hermosa lucha por los ideales” (Altamirano, 1904, en Juárez, 1995, 151. Énfasis añadido).
La nueva Constitución fue precisamente eso: una declaración de los “ideales” de los liberales nacionales más que un sistema legal fundamentado en un pensamiento político capaz de establecer el marco de limitaciones y posibilidades históricas dentro de las que se podía promover la construcción de un verdadero Estado Nacional. “La Libérrima”, como fue bautizada esta Constitución, expresó el voluntarismo político de Zelaya, que era la herencia y continuación del Liberalismo normativo decimonónico centroamericano y nicaragüense.
“La Libérrima” fue decretada el 10 de diciembre de 1893 y proclamada el 4 de julio de 1894 . La elección de la fecha de la independencia de los EE.UU., escogida para su proclamación, muestra la influencia que ejercían los EE.UU. sobre el pensamiento y la práctica política de Nicaragua. El acuerdo promulgado para tal acontecimiento señala: El 4 de julio “es una fecha memorable para la América republicana y muy propia, por consiguiente para hacer en ella la publicación del nuevo código constitucional nicaragüense” (Zelaya, 1894 a, en Bone, 1909, 125).
Con la nueva Constitución, Zelaya intentó desmantelar la estructura social reproducida por el régimen conservador de los Treinta Años Conservadores. En sus propias palabras, la “Libérrima” fue diseñada como un instrumento para “destruir, sin piedad y sin miedo, todo el enmarañado edificio construido por el absolutismo en grato consorcio con la teocracia, para que el país pudiera lanzarse sin trabas hacia su perfeccionamiento y desarrollo” (Zelaya, 1906, 11).
Para los liberales, esta Constitución representaba el inicio de la construcción de un verdadero Estado Nacional. Así lo expresó el propio Zelaya a los miembros de la Asamblea Constituyente, cuando concluyeron su redacción: “La revolución de Julio ha escrito por medio de vosotros esa última página, y no tengo para qué deciros como jefe de la misma revolución y como gobernante del Estado, que me siento envanecido porque esa página la considero el complemento de la obra inmortal iniciada por nuestros padres en 1821, nuestra despedida de La Colonia y nuestra carta de introducción a la verdadera vida republicana” (Zelaya, 1893 b, en Bone, 1909, 63-64).
El artículo 20 de la “Libérrima” estableció la ciudadanía para todos los nicaragüenses mayores de diez y ocho años y los mayores de diez y seis, que fueran casados o supieran leer y escribir. El artículo 21 eliminó las restricciones de propiedad impuestas por los conservadores para optar a cargos públicos y estableció el sufragio como un derecho ciudadano (Cn. de 1893, en Esgueva, 1994, 474). También estableció la abolición de la pena de muerte, el reconocimiento del Habeas Corpus, el derecho al recurso de exhibición, el derecho de defensa, la eliminación de la prisión por deudas (incluyendo las de agricultura), el derecho de los prisioneros a la comunicación y una serie de regulaciones que gobernaban los detenimientos y encarcelamientos. Además, garantizó la independencia de los poderes legislativo, ejecutivo, y judicial.
También introdujo cambios radicales en la relación Iglesia- Estado, como: la anulación del Concordato de 1861; el establecimiento de la enseñanza laica; la terminación de las manos muertas, la secularización de los cementerios, el establecimiento del matrimonio civil, y la regulación de las capellanías (Arellano, 1997 a, 69).
La respuesta de la Iglesia Católica a estas transformaciones fue firme pero inefectiva. El Memorial de Quejas contra el presidente Zelaya, suscrito por el vicario general presbítero Pedro Esnao, calificó a “La Libérrima” como “una Constitución radical”, que desconocía a la religión católica como religión oficial. Más específicamente, el vicario denunció las contradicciones entre la nueva Constitución y las estipulaciones del Concordato. Este establecía: que la enseñanza en las universidades, colegios y escuelas debía realizarse “conforme a la doctrina de la misma Iglesia”; que ésta tenía la facultad para censurar “la circulación de impresos” relacionados “con el dogma, la disciplina de la Iglesia y la moral pública”; que el gobierno se comprometía a “suministrar los gastos del culto; y que la Iglesia tenía el derecho de “adquirir por cualquier título justo, y sus adquisiciones respetadas y garantizadas a la par de la propiedad de los nicaragüenses” (Esnao, 1894, 64-69).
El vicario general y gobernador del Obispado, presbítero Ramón Jesús Chévez también se dirigió a la Asamblea Constituyente para protestar por las leyes de secularización de cementerios, matrimonio civil y supresión de días festivos. En su protesta, recurrió al Providencialismo e hizo referencia a la doctrina del origen divino del poder: “Esta protesta Os la presentamos, Soberana Asamblea Constituyente, en cumplimiento de nuestro deber y para salvar nuestra inmensa responsabilidad ante la Santa Sede y los fieles de esta Iglesia; y sobre todo ante el Rey de los reyes y Señor de los señores, árbitro de los destinos de la humanidad, y Juez inexorable que debe juzgar poderosamente a los poderosos de la tierra a quien Vosotros y Nos, y no otros por nosotros, le veremos con nuestros propios ojos; y entonces cuando el mal no tenga remedio, os convenceréis de la razón que hemos tenido para repetiros siempre que: “A Dios se debe obedecer siempre en todo: a los hombres según Dios y por Dios; y cuando el mandato de los hombres está en contrario al de Dios, se debe obedecer antes a Dios que a los hombres” (Chévez, 1894).
No sólo las autoridades de la Iglesia Católica sino también los conservadores expresaron su rechazo a la nueva Constitución liberal. El periódico granadino El Cronista reaccionó a la proclamación de “la Libérrima” con un artículo titulado “Palabras, palabras, palabras”. Señalaba este artículo:
Nos hallamos desde ayer bajo el imperio de la constitución de 1893; “la libérrima” como la llaman. Este bajo el imperio es un decir que nada tiene que ver con la realidad. Hoy como ayer y como antes de ayer, nos hallamos bajo el régimen del gobierno personal, que por estas tierras goza de completa salud. Y no decimos esto porque son los liberales quienes ahora imperan: idéntica sería nuestra opinión y las mismas nuestras palabras si gobernasen los conservadores. Nicaragua repitámoslo una vez más-no puede ni podrá por mucho tiempo tener otro régimen político que la autocracia; pero raza la nuestra pagadísima de las palabras sonoras y brillantes, siéntese satisfecha de haber conquistado un vocablo, aunque la cosa que este vocablo representa se halle para nosotros en las nebulosas, o en la región de los sueños … ¿Hay quienes crean en la Constitución de 1893 ? Nadie; ni los mismos que la hicieron, salvo media docena de románticos ilusos, representantes del país de Babia, que se mantienen con la cabeza entre las nubes soñando despiertos… Nunca hemos pretendido echarla de profetas; más no hay necesidad de ser vidente para poder afirmar hoy que la constitución de 1893 será dolorosa verdad en la parte -muy considerable por cierto-que el pueblo de Nicaragua rechaza y abomina, y embelesco, bulla, promesa hueca, palabras, palabras y nada más que palabras en todo aquello que parece destinado a resguardar nuestros derechos (El Cronista, 1894, 2).
La desconfianza expresada por El Cronista con relación a la validez política y legal de la “Libérrima” no era infundada. Después de todo, ya desde antes de la proclamación de esta Constitución, Zelaya había mostrado su vocación coercitiva con la promulgación de la Ley de Orden Público del 19 de octubre de 1893 . Esta ley – redactada al mismo tiempo que la Asamblea Constituyente discutía los principios liberales de “la libérrima”-, suspendió todas las garantías individuales (Belli Cortés, 1998, 214-216). La Ley de Orden Público, además, otorgó a Zelaya la facultad de imponer empréstitos forzosos a particulares, facultad que el gobernante utilizó con vigor para destruir los capitales de las principales familias conservadoras de Granada (Madriz, 1904 a, en Juárez, 1995, 33; también, Barahona, 1989, 22).
La voluntad autoritaria del presidente aplastó los derechos políticos de la élite conservadora y limitó el desarrollo de los derechos ciudadanos de las masas. Una de las expresiones más claras de su visión autoritaria fue la Ley de Agricultura y Trabajadores del 11 de agosto de 1894, la que reinstituyó la prisión por deudas “aún por las de agricultura”, cosa que había sido abolida por “la libérrima” (Belli Cortés, 1998, 262). Esta ley afectó directamente a los campesinos asalariados.
Desde el exilio, José Madriz, antiguo ministro de Zelaya antes de conspirar contra él, ofrece una reveladora interpretación de las razones que motivaron al presidente a introducir la Ley de Agricultura y Trabajadores. En ella se muestra la fragilidad de los principios enarbolados por “la Libérrima”, el pragmatismo de Zelaya y el peso de los intereses económicos de la “aristocracia cafetalera”. Haciendo referencia a las reacciones generadas por el artículo 3 8 de la Constitución de 1893, Madriz señala: “¿Qué sucedió entonces? Que el gremio de cafetaleros de Managua, a cuya cabeza figuraba Zelaya, se sintió herido por la reforma, y no quiso ver en ella más que un plan fraguado por los occidentales, envidiosos de la riqueza de Managua, para dar un golpe de muerte a su agricultura. Cuando estaba por aprobarse por la Asamblea la ley del Ramo, hubo verdadera crisis política. Zelaya hizo saber a los representantes que estaba resuelto a romper con la constitución, si la nueva ley de agricultura no contenía ‘disposiciones enérgicas’ para proteger al agricultor contra el operario” (Madriz, 1905, en Juárez, 1995, 235).
La contradicción entre los “ideales” del Liberalismo nicaragüense y la naturaleza autoritaria y retrógrada de la Ley de Agricultura y Trabajadores simbolizaba la brecha, que separaba a la Nicaragua “real” -social y políticamente polarizada- de la Nicaragua “legal” construida normativamente por los redactores de “la Libérrima”.
La contradicción entre la “Nicaragua legal” y la “Nicaragua real” fue resuelta por Zelaya con la promulgación de las reformas hechas a la “Libérrima” el 15 de octubre de 1896 . Las disposiciones autoritarias establecidas en la Ley de Orden Público, decretada en octubre de 1893, fueron incorporadas en estas reformas constitucionales.
Más aún, antes de la reforma constitucional de 1896, el gobierno liberal consideró la posibilidad de decretar legalmente “la dictadura”. Haciendo referencia a esta idea, el periódico El Diario de Nicaragua, defensor de Zelaya, señaló en su sección editorial del 29 de diciembre de 1895 :
Hace días que se viene propagando con insistencia el rumor de que el Gobierno del General Zelaya proclamará la dictadura…Como estos decires han producido alarma en la sociedad, nos vemos en el caso de manifestar cuál es la verdadera situación de la República y cuál es el pensamiento del Gobierno.
Estando para reunirse la Asamblea Legislativa y habiendo encontrado el Ejecutivo en la Constitución algunas dificultades para la buena marcha administrativa, surgió en algunos amigos del Gobierno la idea de que se decretase la dictadura, mientras se hacían las enmiendas necesarias a la Carta Fundamental; pero discutido el asunto, se resolvió exponerlo al Congreso para que él, como Representante de la Nación, resuelva lo que más convenga a sus intereses.
Entre tanto, natural es que se converse sobre el particular y que unos defiendan esta solución, otros aquella, y haya diversidad de pareceres y variados comentarios; pero el Gobierno, firme en la resolución que se ha tomado, espera la decisión autorizada del Congreso Nacional, y mientras, continuará el camino que se ha trazado, que es bien conocido de todos, y que tiene por mira principal el sostenimiento de la paz y de la tranquilidad pública (Diario de Nicaragua, 1895 b, 2).
Las “dificultades para la buena marcha administrativa” del gobierno tenían su más peligrosa expresión en el descontento de los liberales leoneses con relación a las inclinaciones autoritarias y continuistas del presidente. En febrero de 1896, estos liberales se levantaron contra Zelaya, pero fueron derrotados por las fuerzas del gobierno que, en esa ocasión, recibieron el apoyo de los conservadores granadinos.
El proyecto para el establecimiento de “la dictadura” fue desechado. En su lugar se proclamó la reforma constitucional de 1896, que introdujo cambios radicales en “la Libérrima”. Estas reformas incluyeron: la suspensión del artículo 29 de la constitución, que establecía el derecho al recurso de exhibición de la persona; la modificación del artículo 27, que abolía la pena de muerte; la suspensión del artículo 38, que prohibía la prisión por deudas, “aun por las de agricultura”; la suspensión de los incisos 11 y 12 del artículo 82, que otorgaban al Congreso la facultad de nombrar los miembros del tribunal de cuentas y el nombramiento del fiscal de hacienda; la modificación del inciso 27 del artículo 82, que otorgaba al Congreso decretar “la enajenación de los bienes nacionales o su aplicación a usos públicos” (Madriz, 1904 a, en Juárez, 1995, 48-50).
La reforma constitucional de 1896, además, limitó las libertades municipales e impulsó la centralización del poder del Estado en el ejecutivo (Ibid., 53-54). Más aún, la reforma al artículo 100 añadió, como una nueva atribución del poder ejecutivo, la capacidad de “legislar en los ramos de hacienda, guerra y policía, en receso del poder legislativo” (Ibid., 52).
Esta reforma representó el triunfo de la realidad sobre el pensamiento y, más concretamente, el triunfo de la fragmentación social y el localismo sobre los principios liberales enunciados por Zelaya en la Constitución de 1893 . Esto lo reconoció el mismo gobernante en agosto de 1896 cuando se dirigió a la Asamblea Constituyente para justificar la reforma de “la Libérrima”. En esa ocasión, utilizó palabras y argumentos que hacían recordar el pensamiento político pragmático-resignado de Fruto Chamorro y los gobernantes conservadores de los Treinta Años Conservadores. Señaló que la Constitución de 1893 había encontrado “seria resistencia”, que la hacían “impracticable en algunos puntos”. “La Libérrima”, añadió, demandaba “una atmósfera social más elevada, un pueblo más adelantado que el pueblo Nicaragüense”. Así se expresó textualmente:
La Constitución de 10 de Diciembre de 1893 señala un progreso en el desenvolvimiento de nuestro derecho escrito, y es sin disputa uno de los códigos cardinales más avanzados de la América republicana, que honra y honrará siempre a sus autores, porque en ella han cifrado todas las conquistas y adelantamientos últimos del derecho público; pero dada la transición violenta que encama de los principios de la de 11 de agosto de 1858, esencialmente conservadores, a los suyos, esencialmente liberales, el medio ambiente en que vivimos y su falta de preparación para hacerlo propicio a reformas tan radicales, no ha podido menos de encontrar serias resistencias que la hacen impracticable en algunos puntos por momento, porque reclama una atmósfera social más elevada, un pueblo más adelantado que el pueblo nicaragüense. No quiere esto decir que dejemos de considerar esos principios como los mejores y de aspirar a aclimatarlos más o menos tarde en nuestro país. Ellos serán el ideal a que debamos encaminamos, procurando mientras tanto hacerlos factibles en nuestra sociedad.
Para separarse políticamente de la visión pragmática-resignada del orden social promovido por los conservadores, Zelaya añadió:
No soy de los que piensan que al elaborar las leyes deben sujetarse los legisladores completamente a la antigua máxima de que aquellas deben hacerse en la estricta medida del estado social. Opino, como muchos publicistas americanos, que la ley, sin dejar de consultar a las necesidades del pueblo para que se aplica, debe mirar también hacia el porvenir a fin de no hacerla demasiada estrecha, y para que tenga cierta holgura que permita el desarrollo de la colectividad y demarque un nuevo rumbo que haga posible el avance del derecho. De otro modo no sería dable el progreso de la legislación, ni habría la humanidad alcanzado muchas conquistas que en el momento de ser decretadas parecieron utopías generosas o especulaciones abstractas de la filosofía Positiva.
Esto no implica que desoigamos los consejos de la experiencia que recomienda que conciliando cuanto sea posible las exigencias del medio social en que vivimos con los avances que reclama la época contemporánea, formulemos una carta que corresponda a nuestras necesidades actuales.
Ninguna obra humana es perfecta y mucho menos cuando se refiere a la ciencia política que, con ser la más compleja, no ha avanzado todavía lo bastante para prescribir reglas invariables que se apliquen a la gobernación de los pueblos. Así, pues, la nueva Constitución de Nicaragua debe corregirse en todos aquellos artículos en que la experiencia haya señalado vacíos, deficiencias, inconveniencias, complicaciones o avances prematuros, y conservar todas aquellas conquistas del Derecho Público que son necesarias para nuestro adelantamiento y se avienen con el espíritu progresista de nuestro país. El señor ministro del ramo someterá a vuestro ilustrado conocimiento el proyecto de reforma que ha elaborado el Poder Ejecutivo en vista de la práctica que hace día a día en todas las esferas de la administración. El, que está en inmediato contacto con los pueblos, que aprecia tan de cerca sus necesidades y que ha podido valuar las dificultades que se presentan para la aplicación de las disposiciones constitucionales, ha procedido con pleno conocimiento de causa en este importante asunto; pero vosotros, que conocéis también las aspiraciones de los nicaragüenses, que estáis llamados a deliberar con madurez sobre el particular, y que tendréis por consejero vuestro patriotismo desinteresado, resolveréis lo que sea más conveniente a los intereses nacionales, lo que más asegure la bienandanza y la felicidad de la patria.
Tócame tan sólo desearos el más completo acierto en vuestras elevadas funciones constitutivas; pero también cumplo a mi deber, como Jefe del Poder Ejecutivo y como ciudadano, recomendaros que fijéis vuestra atención en que la carta que vais a rever, peca por descentralizadora hasta el extremo de dejar casi sin medios al presidente de la república para promover el ensanche de las fuerzas vitales del país, y lo que es más grave todavía, para atender a su seguridad, que es el primer menester del Estado, porque es el de su existencia. Si en todo tiempo la conservación del orden público constituye la más alta necesidad y el más grave deber de un Gobierno, nunca como el presente Nicaragua, porque un período de revoluciones sucesivas ha relajado de tal manera los resortes sociales y debilitado el respeto que se debe a la autoridad, que se hace muy difícil mantenerla confianza y la tranquilidad pública sino es con el arma al brazo y siempre atento a reprimir conspiraciones y desórdenes. De ahí que se imponga como primera necesidad social la de investir al Ejecutivo, que es el encargado de garantizar a los asociados y conservar la paz interior y la tranquilidad nacional, de todos aquellos poderes que hagan eficaz su acción y corten, si fuera posible a raíz, los gérmenes de la anarquía e infundan el respeto que se debe a los delegatarios de la soberanía popular.
Como nicaragüenses que sois y representantes de la solemne voluntad nacional, estáis interesados como los que más en atender a esa primordial razón de Estado y no dudo de que le daréis satisfacción cumplida (Zelaya, 1896, en Bone, 668-670).
En su contestación al mensaje presidencial, Miguel Espinosa, en representación de la Asamblea, intentó minimizar el fracaso de “la Libérrima”: “El decreto de convocatoria emitido por vuestra autoridad el 20 de Junio próximo pasado, indica el por qué nos congregamos ahora en este recinto, y el Mensaje que acabáis de leer implica a título de exposición de motivos, a que punto principal hemos de concentrar nuestros esfuerzos. La Asamblea está poseída de las mejores intenciones para emitir un código fundamental, y se propone que sea con arreglo a lo que necesite el país en su estado actual de cultura política, sin dejar por esto de mirar a lo que pueden exigir las generaciones que nos sucedan, que indudablemente girarán en una más amplia esfera de progreso. La Asamblea tendrá presente que la época actual se caracteriza sobre todo por la constante evolución y más aun tratándose de pueblos como el nicaragüense en quien el espíritu menos observador reconocerá desde luego que le domina positiva fiebre de innovaciones; que apenas se descubre a su vista un ligero campo de progreso, lo invade y cultiva a extremo de agotarlo, y que necesita de constante movimiento en la órbita del progreso que en todas sus manifestaciones acaricia sin cesar” (Espinosa, 1996, en Bone, 1909, 672).
Años más tarde, el ministro zelayista Adolfo Altamirano amplió la justificación utilizada por Zelaya para desmantelar su propia obra constitucional. Para él, las reformas a “la Libérrima” fueron exigencias de la práctica política; es decir, exigencias de “la política militante y práctica, factor principal en el desarrollo de las nacionalidades incipientes” (Altamirano, 1904, en Juárez, 1995, 185). Y agregó: “las leyes no deben ser obstáculos que impidan la consecución de otros fines más elevados; deben considerarse como valladar franqueable, siempre que del opuesto lado se halle la salvaguardia del orden público y de las instituciones que en lo sucesivo, han de contribuir al progreso de las naciones” (Ibid., 189).
Zelaya, señalaba Altamirano en términos claramente pragmáticos y resignados, había seguido “la línea de conducta que requerían las circunstancias, la misma que se habría trazado cualquier conductor de pueblos, práctico en el manejo de los asuntos públicos y que se propusiera alcanzar su bienestar” (Ibid., 190). Y explicaba: “La acción vigorosa, el impulso progresista que el Liberalismo dio a la República de 1893 a 1895, tuvo que paralizarse y hasta retroceder ante los obstáculos que le opusieron la ambición desenfrenada, la falta de disciplina para obedecer, y sobre todo, de experiencia para el manejo de los asuntos públicos” (Ibid., 157).
La visión del derecho y del orden social, defendido por Altamirano, era diametralmente opuesta a los principios del Liberalismo contractualista, tan admirado y defendido por los liberales nicaragüenses y era similar, en su esencia, al pragmatismo-resignado conservador, que anteponía el orden a los principios. Para el filósofo del Liberalismo, Juan Jacobo Rousseau, la legitimidad del orden social dependía de la capacidad del régimen político para transformar “el poder en derecho” y “la obediencia en un sentido de obligación”. Esto, a su vez, dependía de la capacidad del régimen para organizar y articular un contrato social que integrara los intereses y las aspiraciones de los diferentes sectores de la sociedad.
Para Altamirano y los liberales zelayistas, el orden social dependía sencillamente de la obediencia. Desde esta perspectiva, la causa del fracaso de “la Libérrima” había que buscarla en la resistencia de los grupos de oposición al régimen de Zelaya y, fundamentalmente, en su falta de “disciplina para obedecer”.
José Madriz criticó la posición de Altamirano desde su exilio en El Salvador y señaló que las justificaciones que éste ofrecía para defender la actuación política de Zelaya estaban basadas en “una política puramente de hechos, sin base ninguna de moralidad ni de justicia… (Madriz, 1905, en Juárez, 1995, 214).
Para combatir el pragmatismo de Altamirano, Madriz adoptó una posición normativa y principista. Para él, Zelaya había “hecho traición a los principios liberales consignados en la constitución de 1893 ” (Madriz, 1904 a, en Juárez, 1995, 35). “Queremos”, señalaba, “legar a la posteridad -convertidos en hechos- a costa de los trabajos de esta generación bastante desgraciada, los que han sido siempre ideales de nuestra vida política: La Patria, la República, la Libertad” (Ibid., 79).
Tanto Madriz como Altamirano iniciaron su carrera como liberales normativos y ambos enarbolaban el principio de la libertad como un principio que no aceptaba discusión ni controversia. Esta posición, como ya se señaló, fue aplastada por el peso de la polarizada realidad política nacional. Ante esta situación, Altamirano abandonó el Liberalismo normativo y adoptó una posición pragmática-resignada que se expresó en su disposición a utilizar el poder coercitivo del Estado y considerarlo como el único medio efectivo para mantener el orden. Madriz, en cambio, continuó enarbolando sus principios políticos y criticando a Zelaya por “traicionar” los principios de la Constitución de 1893 .
La actitud dictatorial de José Santos Zelaya tuvo como contraparte la intransigencia del Conservatismo que nunca dejó de conspirar contra el régimen liberal. A la acción “destructora y revolucionaria” del Liberalismo, señala Carlos Cuadra, “opuso el Partido Conservador una terca resistencia también revolucionaria” (Cuadra Pasos, 1976, 566).
El Conservatismo, además, se desgastó en críticas destructivas contra Zelaya las que no contribuyeron a la articulación del consenso nacional que Nicaragua desesperadamente necesitaba. Una muestra de la retórica despiadada utilizada por las élites conservadoras para combatir al régimen liberal la constituye el folleto Los Cachurecos de Nicaragua, publicado contra Zelaya en San Salvador en junio de 1898. Así describían su personalidad:
J. Santos Zelaya apareció en nuestra escena política como esos “hongos venenosos después de las tempestades”. Personalidad completamente opaca, no tiene ningún brillo su nombre; y ascendió al poder por uno de esos golpes de la fortuna, tan comunes en Hispano-América, que colocan la túnica de primer magistrado sobre el que no debía sino arrastrar el infamante grillete del presidiario. Signos físicos para conocerle: carota congestionada, que refleja perfectamente una naturaleza predispuesta siempre para la orgía; ojos ligeramente oblicuos que fulguran su eterno pensamiento del mal. En las crispaciones de su rostro, en sus movimientos afeminados, traduce la sensualidad brutal que le domina. Posee conocimientos que están, puede decirse, a flor de agua: una idea recogida en las novelas de Paul de Koch, un pensamiento absorbido en la lectura de la prensa diaria, y un aplomo su i generis para hablar de lo que no entiende. De ese intelecto no se puede siquiera decir lo que una dama francesa decía del abate Troublet: “En política ha sido sans-culotte de profesión: administra a Clodio y a Catilina; Marat es su ideal, y si hubiese nacido en la época del terror, sin duda alguna sus instintos canallescos le hubieran impelido a llevar en su pica, la cabeza de la Princesa Lamballe. Reviste en muchas ocasiones formas hipócritas de crueldad, pues como José Lebon, aquel agente sanguinario de la Convención, dice que tiene que violentar los tiernos sentimientos de su corazón para castigar. Cuando los sátrapas, sin fe ni ley, flagelan, saquean y fusilan a los inermes ciudadanos, el autócrata salvaje exclama, con sardónica sonrisa, como Murillo Toro en Colombia: son retozos democráticos.
Su debilidad intelectual está compensada por el desarrollo físico; pero sus carnes tiemblan y el matasiete se convierte en cobarde eunuco, cuando percibe el menor asomo de peligro. La nota característica de su personalidad moral es la deslealtad: fue desleal con Carazo en 89, con Juan Bautista Sacasa y con los granadinos en 93; fue desleal con los leoneses que le subieron al poder y fue desleal con Rigoberto Cabezas, que reincorporó la Mosquitia.
Este es, a grandes pinceladas, el retrato del señor de horca y cuchilla, de inmaculada probidad, que oprime a Nicaragua (Los Cachurecos, 1898, 1-3).
Pocos días después de la publicación del folleto anterior, el conservador Diego Manuel Chamorro publicó otro folleto, el Panterismo Nicaragüense, donde calificaba a Zelaya y sus seguidores como una “turba de mentidos liberales, verdaderos traficantes políticos, que, en su insaciable sed de placeres y de riquezas, lo han devorado todo: hombres, ideas, cosas, leyes, República” (Chamorro, 1898, 84).
Los defectos atribuidos por Chamorro a los liberales contrastan diametralmente con las virtudes que el mismo escritor asigna a los gobernantes conservadores de los Treinta Años Conservadores. Estos son presentados como: “(V)arones graves, sencillos, de austeras virtudes, a quienes inspira el amor a la República en un grado que los hace abstraerse de sus propias individualidades; amigos incondicionales de la libertad, que la aman, como los hombres fuertes, sin dejarse deslumbrar por sus espléndidos fulgores; sinceros, probos; varones ínclitos que llegan a alcanzar la altura de los verdaderos estadistas, y que, según la elocuente frase del escritor inglés, ‘hánse sometido a todas las pruebas y han salido puros del crisol, y con el peso debido, de la balanza’” (Ibid., 83).
El historiador José Dolores Gámez respondió al folleto de Chamorro, señalando los defectos de los conservadores y enumerando las virtudes de los liberales: “Aun no hace muchos años, – hablo ante una generación que ha sido testigo presencial-los que morían en Nicaragua sin llenar ciertas formalidades del rito católico, que era la religión oficial, eran sepultados con oprobiosa befa fuera de los cementerios… Con frecuencia se veía, en aquellos memorables tiempos… a los Comandantes de armas de los pueblos y a los altos empleados de la Policía profanar los hogares, de orden del curato, y llevar con baldón a la cárcel pública y como grandes delincuentes, a personas que vivían maritalmente sin las bendiciones de la Iglesia… Y recordará también el señor Chamorro, que en las calles públicas de las principales poblaciones, se veía casi a diario el espectáculo escandaloso de gendarmes, que, con bayoneta calada se lanzaban sobre inofensivos transeúntes, que no se habían puesto de rodillas al pasar el cura con el santo viático…” (Gámez, 1899 b, 7-8).
Los conservadores, continuaba Gámez: “se figuraban de ser algo así como los levitas del pueblo hebreo, encargados del arca santa en que se conservaba incólume la voluntad de nuestros antepasados: ellos atizaban la llama del altar y quemaban el incienso, en cuyas nubes se presentaban transfigurados a la vista de las masas ignorantes” (Ibid., 13).
Por el contrario, los liberales eran presentados por el mismo historiador como unos héroes virtuosos e intachables. El triunfo del zelayismo era más o menos como una reedición de la Revolución Francesa: “No podrá negar el Sr. Chamorro, que el 25 de Julio de 1893, fue tomada incondicionalmente la capital de la República por el esforzado núcleo de patriotas, que con la bandera roja al frente y cantando La Marsellesa, venían desde La Cuesta latigueando las espaldas del ejército contrario que huía aterrorizado de tanto arrojo” (Ibid., 9).
En el encendido ambiente político, cargado de retórica apasionada e inútil, liberales y conservadores fueron incapaces de articular un consenso de intereses y aspiraciones para organizar el conflicto partidista y localista nicaragüense. Esta incapacidad resulta sorprendente, si se considera que los intereses económicos de un importante sector cafetalero liberal estaban estrechamente vinculados con los intereses económicos de los conservadores. El mismo Zelaya “negoció en grande con ellos, y se cuentan muchas anécdotas de sus tratos dentro de la circunspección y la honorabilidad” (Cuadra Pasos, 1977, 339-340).
Arellano también resalta la existencia de relaciones de colaboración económica que ambos grupos pudieron haber aprovechado para estructurar un consenso de intereses de alcance nacional. Este historiador cita a Alejandro Bermúdez quien, en su reveladora “Carta Abierta a Mr. Philander C. Knox” de 1912, señalaba: “Si con el título de partido zelayista se quiere designar a todos los que colaboraron en la administración liberal, desde 1893 hasta el grito de rebelión en Bluefields, entonces habrá que incluir en ese partido a todo Nicaragua, pues con excepciones muy contadas, liberales y conservadores ayudaron a Zelaya a mantenerse en el poder, defendiéndolo en los campos de batalla y tomando participación en los negocios de su gobierno. Los Chamorros, Z aval as, Cuadras, Castrillos, Pasos, Lacayos, Ardíanos, Bardías, Rosales, Vivas, Martínez, Bolados, Elizondos, Solórzanos, Césares, Zepedas, Castillos y otros muchos de los que figuran hoy con el gobierno conservador, aparecieron ligados a la administración Zelaya, ya como empleados o funcionarios públicos o como beneficiados en negocios de minas, de aguardiente, de tabaco, de leñas, de ganado, de recibos y documentos públicos, de bonos aduaneros y sobre todo como accionistas de los trusts, cuyos mayores rendimientos fueron a parar a los bolsillos de los conservadores” (Bermúdez, 1912, en Arellano, 1997 a, 276).
La incapacidad de las élites para articular un consenso de intereses a nivel nacional se vio reforzada por la posición de la Iglesia Católica que negaba la validez de la democracia como un medio para la construcción del orden. El obispo Simeón Pereira y Castellón reclamaba para él y la Iglesia el poder que Zelaya intentaba acaparar: “Soy el Jefe, de esa porción escogida del rebaño de Jesucristo, soy el guardián de sus derechos e instituciones y no podría callar sin hacer traición a mi conciencia y defraudar las esperanzas de los pueblos encomendados a mi solicitud y vigilancia” (Pereira y Catellón, 1899, 6).
El obispo había asumido el liderazgo de la Iglesia Católica nicaragüense, desde su nombramiento en diciembre de 1895, como “Administrador Apostólico y obispo coadjutor con derecho de sucesión de la diócesis de Nicaragua” para sustituir al obispo Ulloa y Larios. Este, muy enfermo, se retiró al año siguiente (Zúñiga, 1996, 473).
La respuesta de los liberales zelayistas a la auto designación de la Iglesia Católica, como la institución garante de los “derechos e instituciones” de la sociedad, lúe enérgica. Dionisio Báez contestó al obispo Pereira y Castellón en términos que ilustran el pensamiento del Liberalismo ante los argumentos de la Iglesia Católica: “El Gobierno es el Jefe de los nicaragüenses; es el guardián de sus derechos e instituciones, y no podría ni él ni la Asamblea, dejar de dar la ley que a Su Señoría ha hecho blasfemar, sin hacer traición a su conciencia y defraudar, las esperanzas de los pueblos que les consagraron sus votos” (Báez, 1899, 6).
La reacción del propio Zelaya, ante la resistencia de la Iglesia Católica a aceptar la modernización y secularización de la sociedad, también fue contundente. En León, durante las celebraciones religiosas del 8 de diciembre de 1894, hubo unos desórdenes protagonizadas por La Liga Radical de Managua, una organización de jóvenes que la Iglesia calificaba como “anticlerical”. El obispo Pereira y Castellón elevó una queja al presidente, quien contestó de esta manera: “No soy yo de los que consideran como de gran importancia los sucesos en referencia, pues no veo en ellos otra cosa que el choque natural de dos doctrinas opuestas: la del fanatismo católico, que no quiere consentir que se propaguen los principios del libre pensamiento, y la del Liberalismo avanzado que, deseando mejorar rápidamente la condición del pueblo, lucha y forcejea para hacerle comprender que la libertad de las conciencias es uno de los derechos primordiales del hombre civilizado. Al ponerse en contacto esas dos tendencias, sostenida la una por el Clero, que cree erradamente llenar su misión manteniendo tradiciones contrarias a la razón; y sustentada la otra por una juventud fogosa, pero ilustrada, que piensa a su vez llenar su cometido haciendo pública propaganda de sus convicciones; era lógico que se suscitasen dificultades, a las que puso término la intervención del Gobierno, que no estaba dispuesto a consentir que el choque de doctrinas se convirtiese en una riña vulgar, impropia de pueblos cultos” (Zelaya, 1904, 16).
El “choque de doctrinas” era, en realidad, poco menos que una “riña” entre el Estado y el poder político de la Iglesia Católica, que degeneró en la vejación de muchos sacerdotes y religiosas (Morales Urbina, 1987, 33-40). Como ya se ha señalado, el Liberalismo zelayista no articuló una crítica sustantiva al poder ideológico y cultural de la Iglesia y, más concretamente, a la teología providencialista, sostén del poder político de esta institución religiosa.
Tampoco logró el zelayismo articular las bases de un consenso nacional que sostuviera el desarrollo y la modernización de la sociedad. Esta incapacidad perpetuó las debilidades del Estado conquistador y, en especial, la brecha entre el Estado y la sociedad que había sido parte consustancial al desarrollo histórico nicaragüense. Así, los efectos antidemocráticos, derivados de esta separación, coexistieron con los considerables esfuerzos realizados por Zelaya para impulsar el desarrollo de la capacidad de regulación social del Estado.
Durante el gobierno liberal, el Estado aumentó su penetración territorial y expandió su capacidad de regulación mediante el desarrollo de las comunicaciones y el transporte. La red ferroviaria, iniciada por los gobiernos conservadores de los Treinta Años Conservadores, fue extendida hasta alcanzar un total de 131.2 kilómetros, que incluían las rutas de Chinandega al Viejo; la de Masaya a Diriamba; las que conectaban las principales ciudades del oriente con las de occidente del país; y el tramo inicial del frustrado proyecto de construcción de una red ferroviaria para conectar las regiones del Atlántico y el Pacífico del país (Juárez, 1997, 18-21).
Durante este período se abrió, además, “el servicio de automóvil” entre León, Matagalpa y Jinotega y se acondicionaron las arterias fluviales del Río Coco, el Río Grande, el Prinzapolka, el Escondido y el Rama. Asimismo se construyeron caminos para conectar los departamentos de Jerez y Bluefields. La red de telégrafos se extendió 2, 568 millas y la de teléfonos, 932 (Altamirano, 1904, en Juárez, 1995, 175). La construcción de edificios públicos en todo el país y la instalación de la luz eléctrica en Managua formaron también parte de los logros del régimen de Zelaya.
En el área de la educación, la reforma liberal logró avances importantes. Ya se ha mencionado que el gobierno liberal introdujo la enseñanza pública laica y la educación primaria gratuita y obligatoria.
Adolfo Altamirano señala otros logros educativos: “El reglamento de las Facultades de Derecho y Notariado; el aumento de 187 escuelas públicas; la creación de Escuelas Superiores Graduadas, de las Inspecciones Departamentales, de la Policía Escolar; el sostenimiento de los Institutos de Varones de León, Managua y Granada y de los Colegios de Masaya y Bluefields; del Instituto Central de Señoritas; de las Escuelas de Artesanos de Chinandega, León, Managua y Masaya; de las Facultades de Derecho de León, Managua y Granada; de la Facultad de medicina de León; las subvenciones a diversas escuelas y Colegios privados, y el sostenimiento de muchos jóvenes que se educan por cuenta del Estado en Norte América, Europa y Chile” (Altamirano, 1904, en Juárez, 1995, 172).
Los modelos educativos utilizados durante este período estaban inspirados en los europeos. Este imitacionismo de los zelayistas fue criticado en un artículo publicado en la Gaceta Oficial, en el que se señalaba que los planes de educación del gobierno “han sido tomados de los libros de educacionistas europeos, pero no se han hecho cargo los adaptadores de esos mismos planes de una circunstancia que hay entre el medio social nuestro y el medio social europeo” (Rodríguez Rosales, 1998, 191-208).
El fenómeno imitacionista también se dio dentro del campo de la enseñanza universitaria. Para modernizar la universidad, el gobierno adoptó el esquema napoleónico de orientación pragmática y profesionaliza. Carlos Tünnermann Bernheim explica las consecuencias de esta reforma: “Igual a lo ocurrido en muchos otros países de América Latina, la sustitución del arquetipo universitario colonial por la Universidad profesionalizante, calcada en el modelo francés, produjo la quiebra de la concepción unitaria de la Universidad que desde entonces quedó fraccionada en un conglomerado de escuelas profesionales dispersas, sin núcleo aglutinador. La universidad colonial, pese a todos sus defectos, fue una institución unitaria, una totalidad y no un simple agregado, con una visión propia del mundo, del hombre y de la sociedad … Además, el profesionalismo limitó el cultivo de la ciencia y de la investigación” (Tünnermann Bernheim, 1993, 26-27).
De tal manera que, un modelo educativo universitario colonial, diseñado para apoyar el funcionamiento del Estado conquistador heredado por la Nicaragua independiente, fue sustituido por un modelo universitario francés, diseñado para apoyar el funcionamiento de un Estado Nacional constituido. Ninguno de estos dos modelos era adecuado para responder al reto que significaba la construcción de un Estado Nacional.
Las reformas educativas durante el zelayismo fueron un refiero de la cultura y el pensamiento político de las élites gobernantes. Acostumbradas a imitar al Liberalismo europeo y a funcionar dentro de una comprensión superficial de esta filosofía, el gobierno liberal impulsó la modernización de los sistemas educativos del país, sin una comprensión adecuada de la especificidad histórica europea y de las necesidades educacionales específicas de una sociedad como la nicaragüense.
El desarrollo del aparato coercitivo del Estado también recibió un impulso importante durante este período. Barahona explica este proceso: “Zelaya desarrolló el primer esfuerzo significativo, en la historia nicaragüense, por darle a la fuerza pública, el carácter de un cuerpo profesional y tecnificado. Creó una academia militar, dirigida con el apoyo de oficiales chilenos y de un oficial alemán; estructuró internamente el ejército, de acuerdo con las técnicas militares de organización más avanzadas de su tiempo; introdujo, por primera vez en Centroamérica, una unidad especializada en ametralladoras; organizó una modesta marina de guerra con vapores en los dos océanos y en el lago de Granada; estableció el servicio militar obligatorio” (Barahona, 1989, 23).
Una de las más importantes expresiones del desarrollo del poder de regulación y penetración territorial del Estado durante el régimen de Zelaya fue la consolidación de la integridad territorial del país obtenida mediante la reincorporación de la Mosquitia. Este proceso abarcó el período comprendido entre la toma de Bluefields por las tropas del Estado nicaragüense, comandadas por el general Rigoberto Cabezas en febrero de 1894, y la firma del tratado Harrison- Altamirano en abril de 1905 (Juárez, 1995 b, 8). Mediante este tratado, Gran Bretaña reconoció de manera clara y definitiva la soberanía del Estado nicaragüense sobre la Costa Caribe.
La reincorporación de la Mosquitia fue un proceso condicionado por la cambiante correlación de fuerzas entre Inglaterra y los EE.UU.. La ascendencia internacional de los EE.UU. y la consolidación de los intereses de este país en el área centroamericana crearon las condiciones para que Nicaragua reclamara y obtuviera el reconocimiento de su soberanía sobre la Costa Caribe19.
Más concretamente: los EE.UU. recelaban la influencia británica sobre las autoridades de la Reserva Mískita. Esta situación fue aprovechada por Zelaya para poner fin al sistema de autogobierno establecido en el tratado de Managua, sabiendo que esta acción contaba con las simpatías del gobierno de los EE.UU.. Por otra parte, la disputa entre ingleses y estadounidenses por el control de la ruta interoceánica había prácticamente desaparecido ante la evidente superioridad de los EE.UU. en la región (Vilas, 1990, 86-97).
Dentro de estas circunstancias, la reincorporación de la Mosquitia fue concebida por el gobierno liberal como un proceso de re-conquista territorial y no como un proyecto de integración social para la consolidación de la identidad y la nacionalidad nicaragüense. Así se desprende de los señalamientos de Carlos Cuadra Pasos en 1933, cuando expresó su punto de vista con relación al proyecto de ley que imponía el nombre de “Zelaya” a la Costa Caribe: “El nombre del General Zelaya significó discordia en la política; significa todavía discordia en la historia; no llevemos, por Dios, esa discordia también a la geografía… Pero existe una causa de mayor peso para oponerse a la aprobación del dictamen que da acogida al proyecto de ley de las referencias de este discurso. Es tocante a las relaciones del hecho con la parte misma a quien se trata de cambiar su nombre geográfico por bando de autoridad. Cuando un territorio es conquistado por la violencia, se acostumbra algunas veces darle el nombre del conquistador como un recuerdo perdurable del triunfo personal alcanzado por las armas, y como una señal del dominio del imperante, y del sometimiento del conquistado” (Cuadra Pasos, 1977, 665-6).
El ánimo “conquistador”, que guió la reincorporación de la Mosquitia, y la visión territorial, que dominó este proceso, quedaron plasmados en la correspondencia mantenida entre Zelaya y Rigoberto Cabezas, inspector general de la Costa Atlántica. El presidente expresó a Cabezas su confianza en los medios utilizados para “conseguir, aunque de un modo paulatino pero eficaz, la completa anexión de esa hermosa faja de tierra” (Zelaya, 1894 b, 58). Rigoberto Cabezas, a su vez, manifestó a Zelaya sus ambiciones: “Sueño q. obtenga el partido liberal la más grande victoria q. podría señalar su labor patriótica y anhelo para Nicaragua la conquista de este territorio, con tanto más fervor, cuanto q. me he poseído de q. esta costa es nuestro porvenir y q. si ella nos fuese arrebatada, se nublaría completamente el horizonte de la República” (Cabezas, 1894, 84).
Así pues, el principio de la soberanía, defendido por el gobierno de Zelaya, estuvo basado en una visión espacial de la nacionalidad nicaragüense. La consolidación de la soberanía nacional, de acuerdo a este gobierno, dependía fundamentalmente del poder y de la penetración territorial del Estado.
Más aún, el régimen zelayista, operaba dentro una misma visión prejuiciada y racista. La documentación histórica con los detalles de las negociaciones de la reincorporación de la Mosquitia contiene frecuentes referencias a los habitantes de esta región del país como seres inferiores (RGHN, 1953, 41-192).
Aún desde el exilio, Zelaya siguió utilizando un lenguaje ofensivo y discriminatorio para hacer referencia a las poblaciones de la Costa Caribe. En su libro La revolución de Nicaragua y los EE.UU., escrito en Madrid, el derrocado presidente menciona que las fuerzas rebeldes, que lo expulsaron del poder, tuvieron que utilizar el apoyo de “cierta parte de los negros pescadores del litoral”. Además, cita una “información” señalando que “los soldados que se han alistado en las filas de la revolución, sin saber ellos por que ni para que, son negros de los cayos de la costa, que viven de la pesca y de los cangrejos que cogen en las rocas de la playa. Con excepción de unos pocos ladinos, los otros, es decir, la mayoría, pertenecen a aquella raza. A esos negros les gusta el merodeo, son cobardes y en su mayor parte analfabetos” (Zelaya, 1910, 24).
El gobierno de Zelaya intentó consolidar la capacidad de regulación del Estado en la Costa Caribe mediante la organización y administración de un programa de concesiones para la navegación fluvial, la explotación de maderas y caucho, y el cultivo bananero. Esta política de concesiones fue la más agresiva en Centroamérica, si se considera que “las cargas financieras impuestas sobre los enclaves en este período exceden considerablemente el promedio existente en los otros países del área” (Velázquez Pereira, 1992, 120-1).
Los enclaves promovidos por la política de concesiones llegaron a convertirse en un obstáculo al desarrollo de la capacidad de regulación social del Estado. Más aún, las disputas entre éste y los inversionistas estadounidenses en la Costa Caribe terminaron alimentando el conflicto entre el gobierno de Nicaragua y el gobierno de los EE.UU., que luego puso fin al régimen de Zelaya.
El desarrollo de la capacidad de regulación social del Estado durante este período también se hizo evidente en la rearticulación de las relaciones entre Iglesia y Estado. Bajo el régimen liberal, la Iglesia Católica sufrió una pérdida significativa en el control que había logrado mantener sobre la educación y otros aspectos de la vida de los nicaragüenses, desde la independencia.
Desde antes de la llegada de Zelaya al poder, la inmigración europea, promovida por los gobiernos conservadores de los Treinta Años Conservadores para impulsar el desarrollo del país, había dado inicio al resquebrajamiento del monopolio religioso de la Iglesia Católica en Nicaragua. En 1892, el misionero Francisco G. Penzotti había impulsado una importante labor de evangelización en Nicaragua y Centroamérica. Pero fue con Zelaya cuando el protestantismo inició su institucionalización. En el 1900, el misionero británico A.B. de Ross y el predicador nicaragüense José G. Mendoza establecieron “fuertes centros de predicación en Managua y León” (Cortés, 1989, 170). Señala Róger Araica: “por el trabajo del Rev. de Ross … se bautizaron los primeros 15 convertidos, que luego se organizaron para formar la Primera Iglesia Evangélica Centroamericana” (Araica, 1989, 162).
A partir de 1903, Leonor M. Blacmore, Eva Ridge y Guillermo Keech, también británicos, llevaron a cabo “importantes trabajos de predicación y servicios en Granada” (Cortés, 1989, 170). En 1907, estos misioneros fundaron la Primera Iglesia Bautista de Granada (Araica, 1989, 170).
Los impulsos al desarrollo de la capacidad de regulación social del Estado durante el gobierno de Zelaya tuvieron lugar dentro de un clima económico internacional favorable, que permitió un desarrollo moderado de las fuerzas productivas del país y una ampliación sustancial del poder financiero estatal. Los ingresos del Estado crecieron a una tasa media del 12.4% anual (de 2.5 millones de pesos en 1893 a 14.6 millones en 1909). La principal fuente de estos ingresos lo constituyó el impuesto aduanero sobre las exportaciones (Quant, 1975, 28).
Hay que señalar, sin embargo, que la capacidad exportadora del país estuvo muy por debajo del promedio latinoamericano entre 1890 y 1912 . Durante este período, América Latina logró aumentar sus exportaciones y su poder de compra en un promedio anual de 4.5% y de 3.2% respectivamente. Durante ese mismo período, Nicaragua logró un crecimiento en sus exportaciones de un 2.3 % anual y de apenas un 1% anual en su poder de compra (Bulmer-Thomas, 1994, 7).
LA TRANSFORMACIÓN DEL CONTEXTO INTERNACIONAL Y LA CAÍDA DE ZELAYA
A pesar de los ideales liberales defendidos por Zelaya, el poder de su gobierno dependió, fundamentalmente, de la capacidad coercitiva del Estado. La fuerza, sin embargo, resultó insuficiente para controlar el conflicto doméstico cuando el contexto internacional del país se transformaba radicalmente, imponiendo nuevos condicionamientos al desarrollo histórico nicaragüense.
La Guerra Civil estadounidense había desplazado a la aristocracia terrateniente de ese país y frenado el expansionismo territorial de los EE.UU. -denominado por algunos como “imperialismo agrícola”. William Walker había sido una manifestación de este imperialismo territorial.
El “nuevo imperialismo”, surgido inmediatamente después de terminada dicha guerra, no se orientó hacia la adquisición y control físico de nuevos territorios sino, más bien, hacia el desarrollo del poder de regulación transnacional legal de los EE.UU. (Faulkner, 1939, 517). Las manifestaciones más importantes de este poder eran: la participación de los EE.UU. en la organización del sistema colaborativo internacional, que empezó a materializarse durante la segunda mitad del siglo XIX; y la implementación de proyectos de ingeniería social para la reorganización social, política y económica de los países ubicados dentro del área de influencia de los EE.UU. (Bull, 1984, 117-126; Ashworth, 1962).
Así pues, los esfuerzos realizados por los gobiernos estadounidenses para construir un canal interoceánico a través de Centro América, después de terminada la Guerra Civil, no se orientaron hacia la anexión formal del territorio requerido para este propósito sino, más bien, hacia el establecimiento de acuerdos legales -fundamentados en el derecho internacional- para controlar su funcionamiento. El presidente Rutherford B. Gayes expresó esta nueva política cuando señaló que el canal debía convertirse en una parte “virtual de la línea costera de los EE.UU.” (Gayes, 1879, en Weinberg, 1963, 324. Énfasis añadido).
En este nuevo contexto, la fuerza militar que los EE.UU. había utilizado para la ocupación y control de nuevos territorios antes de la Guerra Civil fue utilizada durante esta nueva fase del desarrollo del poder transnacional estadounidense como un elemento de apoyo a la nueva estrategia expansionista. Eventualmente, las intervenciones armadas iban a ser sustituidas por una estructura de control basada en el derecho internacional.
El “nuevo imperialismo” estadounidense era congruente con las necesidades de su nueva economía y con la creciente complejidad e interpenetración de la economía mundial (Weinberg, 1963, 462). En 1870 la contribución de los EE.UU. a la producción mundial era del 23.3%, solamente inferior a la de Gran Bretaña. Para la participación en la producción mundial se había elevado al 35.8%, superando a Gran Bretaña, Alemania y Francia. Entre 1860 y el volumen de sus exportaciones creció de 340 millones de dólares a 2, 400 millones. Durante este mismo período, sus importaciones pasaron de 360 millones de dólares a 1.900 millones (Ratner, Soltow y Sylla, 1979, 385-386).
La guerra contra España en 1898 cristalizó la transformación económica que venían sufriendo los EE.UU. desde los 1850 s. El propio jefe de la oficina de comercio exterior del departamento de comercio de los EE.UU. reconoció los imperativos económicos y comerciales que impulsaron a su país a enfrentar militarmente a España: “La guerra Española-Americana no fue sino solo un incidente enmarcado dentro de un movimiento de expansión que tenía sus raíces en las transformaciones provocadas por el desarrollo de una capacidad industrial que excedía nuestra capacidad de consumo. Era necesario, en estas circunstancias, no solamente encontrar nuevos compradores para nuestros productos sino también establecer un acceso fácil, económico y seguro a los mercados extranjeros” (Zinn, 1995, 299).
La manifestación del poder transnacional de los EE.UU. en América Latina durante este período encontró una de sus más claras expresiones en el panamericanismo, un orden legal internacional liderado por los EE.UU. y diseñado para condicionar el funcionamiento de los Estados de la región.
Este esquema de orden y cooperación continental tuvo sus raíces en el Congreso Bolivariano de Panamá de 1826. Como expresión del poder transnacional de los EE.UU., sin embargo, el panamericanismo se cristalizó en las Conferencias Panamericanas (ver Sheinin, año 2000).
La Primera Conferencia se realizó en Washington, del 2 de octubre de 1889 al 19 de abril de 1890 (Smith, año 2000). La preocupación de los EE.UU. por el ordenamiento económico de América Latina se expresó en los resultados de este evento, que incluyeron recomendaciones para el establecimiento de una nomenclatura común para mercancías sujetas a derechos de aduana; la adopción de reglas para establecer la uniformidad de los manifiestos de carga y otros documentos comerciales; la consolidación de los impuestos de puerto; la adopción del sistema métrico decimal de pesas y medidas; la construcción de un ferrocarril interoceánico, y otros. En el campo jurídico, la conferencia recomendó el arbitraje y la condenación del derecho de conquista en América (Alvarado Garaicoa, 1949, 20).
En la Segunda Conferencia Panamericana -celebrada en México, entre el 29 de octubre de 1901 y el 22 de enero de 1902 -, se aceptó el arbitraje “como medio de resolver diferendos entre los pueblos”. En ella se subscribieron tratados sobre marcas de fábrica y patentes y, además, sobre extradición de criminales y otros. Las convenciones cubrieron temas como el intercambio de publicaciones literarias y técnicas, el comercio internacional y el uso de títulos profesionales extranjeros. Las recomendaciones abordaron la creación de un Banco Americano y la de una Comisión Arqueológica Internacional y trataron de los derechos de exhibición en el Museo Comercial de Philadelphia (Ibid., 21-22).
Una Tercera Conferencia Panamericana tuvo lugar en Río de Janeiro entre el 21 de julio y el 26 de agosto de 1906. En ella se siguió analizando el tema del arbitraje para la solución de los conflictos entre los países de la región. Esta conferencia, además, adoptó resoluciones relacionadas con la reorganización de la Oficina Internacional Americana; los derechos de autor, patentes de invención, marcas de fábrica; las reclamaciones pecuniarias internacionales; y la creación de una comisión de juristas para la redacción de los Códigos de Derecho Internacional Público y Privado (Ibid., 23).
Las interminables guerras y revoluciones de los países de Centroamérica a comienzos del siglo XX conspiraban contra el panamericanismo y reforzaba la tendencia de los gobiernos de los EE.UU. a imponer su visión del mundo sobre aquellos países, considerados como los pueblos indómitos y atrasados de la tierra. En este tiempo, el New York Times hacía referencia a los países de Centroamérica como “repúblicas” entre comillas, o peor aún, como los “cinco ‘estados’ de ópera cómica” (The New York Times, 1907; 1909).
Nicaragua, por la condición anárquica vivida desde su independencia y por el desorden causado por la política doméstica y la conducta internacional de Zelaya, era un candidato natural para el intervencionismo de los EE.UU.. El dictador nicaragüense, señala Cuadra Pasos, no supo interpretar la trascendencia e implicaciones del nuevo panamericanismo ni comprender que “en el continente Americano se verificaba un cambio substancial en la política” (Cuadra Pasos, 1977, 277).
En realidad, Zelaya parece haber intuido las transformaciones a las que Cuadra hace referencia. Así se desprende de la carta recibida por Zelaya, escrita el 30 de julio de 1908 por José Madriz, quien se desempeñaba como miembro de la Corte de Justicia Centroamericana. En una de sus partes, se lee: “Como usted muy bien dice, se ha creado en Centro América una nueva situación política internacional. Esto no es tanto por el valor intrínseco de los Pactos de Washington que, aunque buenos, podrían no ser prácticos; cuánto por la firme resolución en que, a mi juicio está el gobierno de los EE.UU., de acuerdo con el de México, de no permitir que Centro América se desorganice, desviándose de la base que han establecido aquellos convenios” (Madriz, 1908, en Rizo, 2001, 110. Énfasis añadido).
En su carta, Madriz demuestra haber comprendido el cambio fundamental en la orientación del poder transnacional de los EE.UU. después de concluida la Guerra Civil de ese país y, más concretamente, el final de la orientación territorial de ese poder: “Respecto al peligro de un avance político o territorial de los EE.UU. en Centro América, me he decidido por la opinión de que si los estados centroamericanos son bastante juiciosos para establecer y mantener prácticamente una vida de derecho, los EE.UU. no les exigirían más, al menos, en las actuales condiciones de su política” (Ibid., 111).
Independientemente del grado de comprensión del contexto internacional nicaragüense alcanzado por el gobierno de Zelaya, las relaciones entre Nicaragua y los EE.UU. fueron contradictorias. Peor aún, la conducta internacional de Zelaya, desde la perspectiva de los intereses de los EE.UU., era peligrosa e impredecible.
El presidente de Nicaragua exploró con Washington la posibilidad de alcanzar un acuerdo que otorgara a los EE.UU. el derecho de construcción del canal interoceánico, al mismo tiempo que garantizara a Nicaragua la soberanía sobre el territorio de la ruta canalera. Dentro de este espíritu se elaboró en 1901 el proyecto de tratado Sánchez-Merry. El artículo 1 de este proyecto establecía: “La República de Nicaragua conviene en arrendar a perpetuidad a los EE.UU. el derecho de construir, poseer y explotar un Canal para buques a través del territorio de Nicaragua, con el objeto de unir los océanos Atlántico y Pacifico. Los EE.UU. garantizan a perpetuidad, la soberanía, la independencia y la integridad de todo el territorio de la República de Nicaragua”. Este tratado fue rechazado por el Congreso de los EE.UU. (Belli Cortés, 1998, 297-315).
En 1903 los EE.UU. decidieron construir el proyectado canal interoceánico a través de Panamá. Sin embargo, quisieron mantener el derecho de construcción de un canal interoceánico a través del territorio nicaragüense para evitar la posibilidad de que otro país intentara la apertura de una segunda ruta. Frustrado por la selección de la ruta panameña, Zelaya rehusó colaborar con los EE.UU.. Esto inició el deterioro de las relaciones entre Managua y Washington y contribuyó al derrocamiento del gobierno nicaragüense (Ibid., 333).
Las relaciones entre los gobiernos de Nicaragua y los EE.UU. también se vieron afectadas por el internacionalismo de Zelaya y por sus ambiciones regionales. El caudillo liberal participó activamente en la política centroamericana con el doble objetivo de restablecer la unificación de los países de la región y de consolidar su poder en el ámbito nacional y centroamericano. Para alcanzar estos objetivos, hizo uso de sus recursos diplomáticos y de la fuerza militar.
En su primer año de gobierno, declaró la guerra a Honduras para colocar en la silla presidencial a su aliado liberal Policarpo Bonilla. En 1907, el ejército nicaragüense se enfrentó a los ejércitos combinados de Honduras y El Salvador. Esta guerra tuvo origen en el apoyo que Zelaya brindó a exiliados hondureños para que derrocaran al presidente Manuel Bonilla en Honduras, y luego al gobierno de El Salvador (Ibid., 352). El Ejército de Nicaragua derrotó a los Ejércitos Aliados en la batalla de Namasigüe.
El principal logro diplomático alcanzado por Zelaya en el ámbito centroamericano fue su participación en la celebración del Pacto de Amapala en 1895, que dio lugar a la formación de la República Mayor de Centroamérica. El Salvador, Honduras y Nicaragua fueron los impulsores de este nuevo proyecto unionista.
La República Mayor adoptó el nombre de los EE.UU. de Centroamérica en 1898. Este experimento colapso ese mismo año, después que la carencia de recursos y un golpe de Estado en El Salvador la hicieran irrelevante (Kames, 1982, 178-183).
En 1902, Zelaya organizó una reunión que culminó en el llamado Pacto de Corinto. A esta reunión asistieron los presidentes de Honduras, Nicaragua, Costa Rica, El Salvador y un representante del presidente guatemalteco Manuel Estrada Cabrera, el rival de Zelaya en Centroamérica. Una reunión de seguimiento tuvo lugar en la misma ciudad en el 1904 . Los principales resultados de estas conferencias fueron la adopción del principio de arbitraje obligatorio para resolver las disputas entre los Estados centroamericanos, y la prohibición del apoyo por parte de los gobiernos a cualquier grupo insurgente dentro de la región (ver Juárez, año 2000).
El internacionalismo de Zelaya llevó al gobierno nicaragüense a apoyar movimientos armados liberales en Ecuador y Colombia, así como a participar en la planificación de un proyecto para la liberación de Cuba. Además, Nicaragua se convirtió en un centro de refugio para los exilados liberales del continente americano.
Las aventuras militares del mandatario nicaragüense causaban inestabilidad en un momento en que los EE.UU. trataban de pacificar la región para consolidar sus intereses. En 1906, Guatemala estaba enfrentada a Honduras y a El Salvador. Para resolver este conflicto y para crear las bases de un orden regional, los gobiernos de Teodoro Roosevelt y de Porfirio Díaz de México unieron esfuerzos y organizaron una reunión a bordo del barco de guerra Marblehead en aguas centroamericanas.
Más tarde, en el mismo 1906, los dos mismos presidentes organizaron otra reunión centroamericana en San José (Belli Cortés, 1998, 350-1). Este encuentro fue la antesala de la “Conferencia de Washington” celebrada en diciembre de 1907 . Otras conferencias similares se celebraron en esta misma ciudad entre 1909 y 1914 (Karmes, 1982, 208).
Tanto en la Conferencia de San José, como en las de Washington, los EE.UU. impulsaron la creación de un régimen internacional para asegurar el orden en la región centroamericana. Los instrumentos legales e institucionales de este régimen incluyeron: la celebración de un tratado de paz y amistad entre los países de la región; la creación de una Corte Suprema de Justicia centroamericana; la firma de un convenio de extradición, y un acuerdo para impulsar la institucionalización del principio de no-reelección en los países del área (Belli Cortés, 1998, 367). Todos estos instrumentos se orientaban aun mismo fin: la consolidación de un sistema de “arbitraje obligatorio” que garantizara a los EE.UU. el orden y la paz en América Central (Buitrago Díaz, 1908, 64-68).
Zelaya criticó la interferencia estadounidense y mexicana y mantuvo que el sistema de arbitraje establecido mediante el Pacto de Corinto de 1902 era suficiente para resolver los problemas de la región. Sin embargo, parecían haberse agotado las oportunidades para encontrar soluciones internas a los problemas centroamericanos. Un nuevo orden internacional había surgido bajo el liderazgo de los EE.UU. y Centroamérica había pasado a formar parte de él.
Los nuevos condicionantes internacionales, que operaban sobre Nicaragua, se combinaron con las tensiones domésticas del país para provocar la caída del régimen zelayista. La llegada al poder del republicano William Howard Taft en 1908 levantó el ánimo de los conservadores que vieron en el nuevo presidente estadounidense a un aliado para terminar con el dictador liberal. Enrique Belli Cortés relata que el anuncio de la victoria electoral de Taft provocó “manifestaciones de júbilo y concentraciones tumultuosas en la ciudad de Granada, que parecía haberse convertido en la sede del Partido Republicano. La muchedumbre gritaba consignas contra Zelaya y vivas a Taft” (Belli Cortés, 1998, 370-371).
En el ámbito centroamericano, la situación del régimen del general Zelaya era delicada. El dictador guatemalteco, Manuel Estrada Cabrera, enemigo del presidente de Nicaragua, intentaba organizar a los exilados nicaragüenses para derrocarlo.
Mientras tanto, Adolfo Díaz Recinos, funcionario de las firmas estadounidenses que explotaban las minas de La Luz y Los Angeles en la Costa Caribe, colaboraba con los representantes del Departamento de Estado de los EE.UU. para organizar una rebelión contra Zelaya. Díaz logró establecer una alianza con el general Juan José Estrada, gobernador e Intendente de la Costa Atlántica. El 11 de noviembre de 1909, Estrada desconoció públicamente al gobierno de Nicaragua, autonombrándose presidente del país.
Al igual que la proclama emitida por la alianza bipartidista, que puso fin al régimen de los Treinta Años Conservadores, el pronunciamiento de Estrada carecía de fundamentación política. Belli Cortés destaca que ésta se limitaba a señalar que el régimen liberal era corrupto y que Zelaya abusaba de su poder: “La revolución, que es la protesta a mano armada contra las usurpaciones de los déspotas, es la defensa por la fuerza contra el robo … El robo lo ha elevado Zelaya a la categoría de principio y ha constituido rigurosamente en diez años atrás, el único número de su programa administrativo… Monopolios de tabaco, de aguardiente, de especies fiscales, de navegación en los lagos, en los ríos; concesiones de destace, de pesca, de hulería, de minas, de perlas, de sal; desfalcos horribles en la hacienda pública; empréstitos formulados a nombre de la nación para su propio bolsillo; las aduanas libres para cómplices y mil infamias más que han agotado todas las fuerzas de los nicaragüenses y paralizado por modo triste el progreso nacional, y apagado todo lo que es luz, idea, libertad … Nuestros hermanos del interior nos esperan con el arma al brazo y con el gesto de la protesta en los labios. Vamos allá para que seamos libres, lanzando un viva a la revolución de Nicaragua” (Estrada,
1909, en Belli, 1998, 395).
El gobierno de Zelaya y sus aliados políticos condenaron la acción de Estrada. El discurso utilizado para atacar la posición adoptada por el general rebelde revelaba la cultura política personalista de la época. Santiago Argüello lo criticaba señalando: “El General Estrada debe al actual mandatario de Nicaragua todo cuanto al presente es. ¿Quién ignora que no sólo es deudor de su encumbramiento oficial, sino que, en su carácter de particular, el apoyo del general Zelaya ha sido para aquel rebelde la poderosa base de una fortuna respetable? No hiciera más un padre por un hijo…” (Argüello, 1909, en Zelaya, 1910, 10). Esta misma visión del poder quedó plasmada en las proclamaciones de adhesión a Zelaya y de condena a Estrada, emitidas por diversas organizaciones cívicas y asociaciones políticas, publicadas por el mandatario nicaragüense desde su exilio en España (Zelaya,
1910, 11-23).
Al iniciar su campaña militar contra el gobierno liberal, el ejército rebelde libero-conservador reclutó a un grupo de extranjeros, dentro de los que figuraban los estadounidenses Lee Roy Garmón y Leonard Groce. De acuerdo a las principales versiones de este episodio, G armón y Groce planificaron detonar una carga de dinamita para hundir al vapor “El Diamante”, que transportaba tropas del gobierno. Los estadounidenses fueron capturados antes de alcanzar su objetivo.
El presidente ordenó la formación de un consejo de guerra, que decretó la ejecución de los dos prisioneros. Esta se llevó a efecto el 16 de noviembre de 1909 . La ejecución creó las condiciones para que el gobierno de los EE.UU. emitiera la Nota Knox del 1 de diciembre de 1909, en la que Washington expresó su intención de poner fin al régimen del dictador de Nicaragua. Las partes esenciales de esta nota decían:
Es notorio que desde que se firmaron las Convenciones de Washington de 1907, el presidente Zelaya ha mantenido a Centroamérica en constante inquietud y turbulencia; que ha violado flagrantemente y repetidas veces lo estipulado en dichas Convenciones … Es igualmente notorio que, bajo el régimen del presidente Zelaya, las instituciones republicanas han dejado de existir en Nicaragua, excepto de nombre. Por razones de los intereses de los EE.UU. y de su participación en las Convenciones de Washington, la mayoría de las Repúblicas de Centroamérica han llamado desde hace tiempo la atención a este Gobierno contra tan irregular situación. Ahora se agrega el clamor de una gran parte del pueblo nicaragüense por medio de la revolución de Bluefields, y el hecho de que dos estadounidenses, que, según convicción adquirida por este Gobierno eran oficiales al servicio de las tuerzas revolucionarias, y, por consiguiente, tenían derecho a ser tratados conforme a las prácticas modernas de las naciones civilizadas, han sido fusilados por orden directa del presidente Zelaya, habiendo precedido a su ejecución, según informes, las más bárbaras crueldades… El Gobierno de los EE.UU. está convencido de que la revolución actual representa los ideales y la voluntad de la mayoría de los nicaragüenses más fielmente que el Gobierno del presidente Zelaya, y que su centro pacífico es tan extenso como el que tan cruelmente ha tratado de mantener el Gobierno de Managua… En estas circunstancias, el presidente de los EE.UU. ya no puede sentir por el Gobierno del presidente Zelaya aquel respeto y confianza que debía mantener en sus relaciones diplomáticas, que comprenden el deseo y la facultad de conservar el respeto debido entre un Estado y otro (Knox, 1909, en Quijano, 1932 1987, 191-195).
En la Nota Knox, los EE.UU. acusaron al gobierno liberal de violar las Convenciones de Washington. Al hacer referencia al derecho internacional panamericano, el poder transnacional de los EE.UU. aparecía legitimado por un lenguaje y una racionalidad legal, cuyas implicaciones no fueron comprendidas por el gobierno de Nicaragua.
En su desesperada carrera para detener su caída, Zelaya se dirigió a su enviado especial en Washington en los términos siguientes: “Sírvase informar al secretario Knox de que tengo la seguridad de que las fuentes de información que ha tenido son viciadas. Solicito de EE.UU. el envío de una comisión honorable e imparcial para que venga a investigar si los actos de mi administración han sido en detrimento de Centroamérica; y si esto fuere probado, con gusto resigno el Poder. Zelaya” (Zelaya, 1909, 58). Al ser ignorado por Knox, envió la misma petición al presidente Taft, que también ignoró la solicitud del mandatario nicaragüense.
México, mientras tanto, mediaba entre Zelaya y Washington para encontrar una salida decorosa a la crisis. El propio presidente mexicano Porfirio Díaz le aconsejó al mandatario nicaragüense renunciar y depositar el poder en José Madriz. Las credenciales de éste, como liberal disidente y crítico de Zelaya, resultaban favorables dentro del contexto creado por la Nota Knox. En ese entonces, Madriz funcionaba como presidente de la Corte Centroamericana en Cartago, Costa Rica. (Selser, 2001, 104).
Zelaya renunció a la presidencia y depositó el poder en la asamblea legislativa el 20 de diciembre de 1909 . La asamblea decretó: “Aceptar el depósito que hace de la Presidencia de la República el señor General don José Santos Zelaya, por todo el tiempo que falta para terminar su periodo constitucional” (Ibid., 116). A continuación, Madriz fue designado como el sucesor de Zelaya. En su primer mensaje como mandatario, señaló:
Yo confío en mi pueblo, en este gran pueblo cuyas palpitaciones de entusiasmo, de vida y de regeneración, estoy sintiendo en estos instantes. Sí, señores, yo creo que el cielo me ha deparado la dicha de que sea el pacificador de Nicaragua, título para mi más glorioso que todas las grandezas, corona que puedo conquistar en un día para toda la posteridad y que basta y sobra para colmar las aspiraciones de este corazón honrado que cifra su ventura en labrar la felicidad de sus conciudadanos. Sin tiempo para presentaros un detallado programa de gobierno que satisfaga todas las justas aspiraciones nacionales, sólo tengo que deciros, por ahora, que todo mi programa estriba en estas palabras: “la paz”; en este sentimiento, la concordia; en esta consigna, la honradez y la justicia; en esta promesa, la libertad. Y estos principios que son el fundamento de la vida moral y de la felicidad pública, no sólo deben regir nuestras relaciones domésticas, sino que deben ser también el alma de nuestras relaciones, especialmente de las que tenemos con los demás Estados de Centro América, cuya solidaridad con nosotros es más intima, cuya tranquilidad debe interesamos tanto como la nuestra, cuyo adelanto y prosperidad han de contribuir a formar el acervo común de la dicha y del progreso centroamericanos (Madriz, 1909, en Selser, 2001, 119-120).
A pesar de sus intenciones, el nuevo mandatario no logró la pacificación del país. La alianza libero-conservador, liderada por Juan José Estrada, rehusó negociar una salida política a la crisis y continuó su guerra contra el gobierno liberal. Incapacitado para enfrentar la tuerza de los rebeldes, Madriz se vio obligado a renunciar el 20 de agosto de 1910, trasladándose a México, donde murió meses después (Selser, 2001, 121-156).
EL ESTADO CONQUISTADOR Y EL PENSAMIENTO POLÍTICO NICARAGÜENSE: 1893 – 1909
La consolidación política de la “aristocracia cafetalera” y el surgimiento de Managua como el nuevo centro político-económico del país contribuyeron a neutralizar las tensiones entre León y Granada, y abrieron la posibilidad de reconstruir la cultura y la práctica política del país. Sin embargo, las oportunidades históricas, creadas por estas transformaciones estructurales, no fueron aprovechadas por las élites nicaragüenses.
Después del triunfo liberal de julio de 1893, Zelaya adoptó un Liberalismo normativo y voluntarista que se expresó en “la libérrima”. Esta nueva constitución proclamó los derechos ciudadanos de los nicaragüenses pero, paradójicamente, el gobierno liberal al mismo tiempo reafirmaba la orientación verticalista y autoritaria del Estado Conquistador.
Las limitaciones del pensamiento normativo liberal se hicieron manifiestas cuando Zelaya tuvo que hacer las reformas constitucionales de 1896 . Esta reforma expresó el triunfo de la realidad sobre el pensamiento de la élite gobernante.
Sin la capacidad para condicionar la realidad nacional, la práctica política del régimen liberal terminó siendo domesticada y entrampada por las profundas contradicciones sociales, existentes en el país, así como por las múltiples fuerzas externas, condicionantes del desarrollo histórico de Nicaragua. Así pues, el presidente Zelaya quebró momentáneamente el espíritu pragmático y resignado, que había dominado el desarrollo político del país durante los Treinta Años Conservadores, y se rindió ante la compleja realidad doméstica e internacional que el pensamiento liberal nicaragüense no pudo elucidar.
En el ámbito doméstico, el pensamiento político zelayista no logró forjar el necesario consenso de intereses y aspiraciones, que demandaba la construcción de un Estado Nacional. Tampoco logró elucidar las profundas transformaciones que sufría el contexto internacional nicaragüense como resultado del desarrollo del poder transnacional de los EE.UU..
En América Latina, el poder de los EE.UU. se expresó en la institucionalización del régimen internacional panamericano al que hizo referencia el presidente William Howard Taft en su primer discurso ante el Congreso de su país, días después que su gobierno emitiera la Nota Knox que puso fin al régimen liberal de Nicaragua: “Hoy día, más que nunca antes, el capital norteamericano está buscando inversiones en países extranjeros, y productos norteamericanos están buscando más y más, en general, mercados extranjeros. En consecuencia, en todos los países hay ciudadanos norteamericanos e intereses norteamericanos que deben ser protegidos, en ocasiones, por su Gobierno… La política panamericana de este Gobierno ha sido fijada en sus principios desde hace mucho tiempo y permanece inmutable… Junto a las doctrinas fundamentales de nuestra política panamericana, se han desarrollado la concreción de intereses políticos, una comunidad de instituciones e ideales, y un comercio floreciente. Todos estos factores adquirirán mayor importancia con el transcurso del tiempo, a medida que aumenten los medios para facilitar las relaciones mutuas, tales como el gran banco que se establecerá pronto en América Latina, que proveerá los medios para erigir el colosal comercio intercontinental del futuro” (Taft, 1909, en Selser, 2001, 86).
Así pues, desprovista de sustancia teórica e histórica, la reforma liberal terminó convirtiéndose en una extensión del proceso de desarrollo del Estado conquistador heredado de La Colonia. Esta estructura de dominación patrimonialista, como ya se ha señalado, posee las siguientes características estructurales: una baja capacidad de regulación social, una base espacial social y territorialmente fragmentada, un alto nivel de dependencia externa y, finalmente, un alto nivel de autonomía con relación a la sociedad.
La persistencia del patrimonialismo durante el zelayismo se manifestó en el estilo autocrático y arbitrario del mandatario y en la tendencia del gobierno a utilizar el poder burocrático y coercitivo del régimen para imponer el orden. El régimen de Zelaya, además, mantuvo la brecha que tradicionalmente había separado al Estado y a la sociedad nicaragüense.
El régimen zelayista excluyó del poder a la oposición conservadora y limitó la participación política de las masas. En este sentido, el desarrollo de la capacidad de penetración territorial y la regulación social del Estado no se vieron acompañados de un desarrollo en la capacidad de la sociedad para condicionar la acción estatal.
Es importante recordar cómo en la experiencia europea, el desarrollo de la capacidad de regulación social del Estado, sobre todo a partir del siglo XVII, facilitó la estructuración de una sociedad civil que aprovechó los “circuitos de comunicación” creados por el Estado para canalizar sus propias demandas. En Nicaragua el desarrollo estatal no se tradujo en un desarrollo paralelo de la sociedad civil.
Esta contradicción se expresó claramente en la lógica territorial que orientó el proceso de reincorporación de la Mosquitia. Este proceso fue concebido como una re-conquista territorial y no como un proyecto de integración social para la consolidación de la identidad y la nacionalidad nicaragüense.
Ni los mismos cambios legales, impulsados por el gobierno de Zelaya para mejorar la condición social de las mujeres, lograron traducirse en un cambio significativo en el poder político de éstas. Ciertamente ese gobierno mejoró la situación de la mujer casada, pero, al mismo tiempo, perpetuó la posición de subordinación femenina dentro de la sociedad (ver Cobo del Arco, año 2000).
Más aún, la modernización de las leyes, que afectaban a la mujer, no cambió sustancialmente el marco cultural nicaragüense. Así se desprende de las palabras de José Madriz -uno de los más talentosos actores políticos de este período- al referirse a la mujer: “La idea de una mujer ciudadana que preside un directorio electoral, que arenga aun club político, o disputa aun candidato el triunfo en los comicios, mientras sus hijos lloran abandonados en su hogar, es en mucho inferior a la de una mujer prudente, que se consagra con total abnegación al cuidado de su familia; y cuyo influjo en la marcha de la sociedad se hace sentir eficazmente, cuando asciende a la altura de la ciudadanía el niño que ayer aprendió a ser virtuoso, al calor de los besos y bajo el amparo de las bendiciones maternales” (Madriz, citado en Cobo del Arco, año 2000, 172-3).
La dependencia del Estado nicaragüense se intensificó durante el gobierno de Zelaya como consecuencia del creciente poder transnacional de los EE.UU.. Esto se hizo evidente con el derrumbe del zelayismo provocado por las presiones de los EE.UU. y, más aún, con la intervención estadounidense en Nicaragua después de 1909 .
Finalmente, el Estado de Nicaragua mantuvo su precariedad administrativa, a pesar de los esfuerzos de Zelaya por desarrollar la capacidad del aparato estatal. Una ilustración de esta precariedad la constituyen los bajísimos niveles de especialización funcional con que operaba la administración pública durante este período.
La correspondencia entre Zelaya y el representante de Nicaragua en Nueva York, Pío Bolaños, muestra cómo el propio mandatario se involucraba en detalladas gestiones administrativas, incongruentes con las exigencias de su cargo presidencial, con la magnitud de sus ambiciones políticas y con la complejísima situación internacional dentro de la que operaba el país a finales del siglo XIX El presidente elaboraba largas y detalladas listas de municiones y armamentos, y discutía precios, arreglos de pago y otros detalles. En una de sus cartas, escribía: “Antes de concluir, quiero que te informes bien de los precios corrientes de esas plazas de todos los artículos antedichos; y en caso notes que la casa Salomón los altera a su favor, les llames su atención, pues en ciertos pedidos que el Gobierno les ha hecho anteriormente como vagones de ferrocarril, carbón, etc., hemos comparado las facturas de dicha casa, con las de otras y resulta que los señores Salomón cargan precios muchos más altos” (Zelaya 1903 a, en Bolaños, 1976, 643).
Esta correspondencia ilustra también la confusa relación existente entre el ámbito de lo público y lo privado. En su correspondencia, comentaba la situación política del país y solicitaba a Bolados la compra de equipo para el procesamiento de hule en su hacienda, y discutía problemas familiares: “Estoy recogiendo de mi Hacienda el hule que he cortado y tan luego reúna una regular cantidad, avísales a los Sres. Smithers que se la enviaré lo mismo que si consigo algunos giritos y cuyos valores se servirán colocármelos adonde yo les indique. Hiles también que recibí la documentación correspondiente y que en la actualidad está aquí el Dr. Sánchez dando los pasos convenientes para poner en regla las escrituras de mis propiedades con el fin de incorporarlas a la sociedad que se formará… Espero que me informes de Alfonso y de mis sobrinos, qué estudios llevan y cómo se conducen. Mi Blanquita la esposa de Zelaya ha recibido tus cartas que te contestará oportunamente y me encarga te salude” (Zelaya, 1903 b, en Bolaños, 1976, 645).
A la pobreza del pensamiento político de los liberales zelayistas, se agregó la pobreza del pensamiento político de los conservadores, cuya “bandera era de simple restauración del grupo caído …”. Los conservadores, señala Carlos Cuadra Pasos, “no oponían un programa de ideas contrarias a las que proclamaban los exaltados muchachos del Liberalismo”. Y agrega: “En cuanto a la teoría conservadora que hubiera podido resultar de una filosofía de la historia de los Treinta Años Conservadores y de la opresión de Zelaya, para la formulación de un programa, nada se hizo” (Cuadra Pasos, 1976, 566-72).
La Iglesia Católica también ofreció una tremenda resistencia al gobierno de Zelaya. Su lucha, sin embargo, no era sólo contra la conducta dictatorial del presidente y contra los abusos de poder de su régimen, sino contra el Liberalismo como filosofía y, más concretamente, como visión del poder, del orden social y de la historia. Ante el poder del Estado, la Iglesia Católica opuso la amenaza de un poder divino revanchista y vengativo. Así lo expresaba en una carta pastoral el presbítero J.F. Villami: “La religión y solo ella, con el ejemplo de un Dios hecho hombre, con el temor de penas ineludibles y eternas, presenta a la voluntad, motivos bastante poderosos para obrar el bien, a despecho de las sugestiones del mundo y de las tentaciones de la carne … Los hombres y los pueblos modelan su conducta por la religión que profesan: si en medio de sociedades cristianas y del mundo cristiano viven hombres y pueblos, a quienes sus errores dogmáticos no hagan escandalosamente depravados, es porque el cristianismo ejerce sobre ellos, y aún a su pesar, una influencia que ellos mismos no advierten, pero que no por eso es menos real, ni menos eficaz” (Villami, 1894, 93-94)
Así pues, la Iglesia Católica orientó sus esfuerzos a demonizar los elementos de modernidad del Liberalismo, contribuyendo de esta manera al atraso intelectual de las élites del país. Su actitud reaccionaria fue articulada con claridad por el presbítero Ramón Ignacio Matus en la plaza de Granada, con ocasión de la terminación del siglo XIX En su sermón, celebró la permanencia de la Iglesia Católica y habló de las amenazas que había enfrentado a través de su historia: Al hacer referencia al siglo, señaló:
Enorgullecido por sus inventos prodigiosos en el orden material; lleno de vanidad por haber lanzado a los mares palacios flotantes, que se mueven a merced de la voluntad de los señores bajo la presión inmensa del vapor; ufano por haber podido encontrar el medio de transmitir la palabra humana a través de los continentes y mares; y por haber logrado encadenar el rayo y llamarlo a un punto determinado, como se llama a un sumiso sirviente; empezó a despreciar las ciencias metafísicas y teológicas, y debiendo el mundo su civilización y el desaparecimiento de la barbarie a la acción bienhechora de la Iglesia, trató éste siglo XIX de separarse de ella, suprimió la religión oficial, prohibió la enseñanza religiosa con el objeto de descristianizarlas sociedades; arrancó del recinto de las escuelas todo objeto piadoso, asesinó y encarceló obispo, encerró en el Vaticano al supremo jerarca de la Iglesia, arrebatándole sus dominios temporales; y bajo el aspecto de una fría indiferencia, atizó de mil maneras el odio más encarnizado contra la Iglesia; y habiendo proclamado en sus comienzos todos los principios, acabó por conculcar todos los derechos. Odio encarnizado o fría indiferencia, he allí las armas con que el siglo, que ayer expiró, trató de combatir a la Iglesia y a Jesucristo (Matus, 1901, 21 -22).
LA INTERVENCIÓN ESTADOUNIDENSE
La caída de Zelaya y el fin de la breve presidencia de José Madriz marcaron el inicio del período de la intervención estadounidense en Nicaragua. Durante todo ese tiempo de la intervención, Nicaragua se vio sometida a un proceso de ingeniería social diseñado para facilitar el funcionamiento del país dentro del sistema internacional panamericano promovido por los EE.UU.. El panamericanismo tenía como objetivo racionalizar el funcionamiento de los países latinoamericanos para hacerlo congruente con los intereses estadounidenses. Este objetivo se sustentaba en la doctrina del Destino Manifiesto y en las modificaciones introducidas a ésta por el Corolario Roosevelt y la Diplomacia del Dólar.
El panamericanismo fue promovido agresivamente por los EE.UU. en las Conferencias Interamericanas que se continuaron celebrando durante el período aquí estudiado. Entre el 12 de julio y el 30 de agosto de 1910, se celebró en Buenos Aires la cuarta de estas conferencias. Debido al estallido de la primera guerra mundial, la quinta conferencia se celebró 13 años después en Santiago – entre el 25 de marzo y el 3 de mayo de 1923. En la sexta conferencia, celebrada en La Habana en 1928 -, el debate sobre el intervencionismo estadounidense llegó a ocupar un lugar dominante en la agenda de los países reunidos (Alvarado Garaicoa, 1949).
En la capital Cubana, Charles Evans Hughes articuló la posición de los EE.UU. ante el tema de la soberanía de los países de América Latina y defendió el derecho de su país a intervenir en los asuntos domésticos de los países de la región, cuando sus gobiernos no fuesen capaces de mantener el orden:
La dificultad, si alguna existe en cualquiera de las repúblicas de América, no es la agresión exterior. Es una dificultad interna, si es que una existe. De vez en cuando surgen situaciones deplorables y que todos lamentamos, en que la soberanía se suspende, en cuyo transcurso no existe gobierno alguno en ciertas regiones y en que, durante un tiempo, dentro de una esfera limitada, no existe la posibilidad de ejercitar las funciones de la soberanía y de la independencia.
Estas son las condiciones que crean las dificultades con las cuales a veces tropezamos. ¿Qué hemos de hacer cuando el gobierno ha desaparecido y los ciudadanos americanos encuentran que sus vidas peligran? ¿Vamos a cruzamos de brazos y presenciar cómo perecen porque un gobierno, bajo circunstancias ajenas a su albedrío, y de las cuales puede no ser responsable, ya no les proporciona una razonable protección? No hablo de actos de violencia ocasionales, o del levantamiento de turbas, o de aquellos incidentes lamentables que pueden ocurrir en cualquier país por bien organizado que sea; hablo de las ocasiones en las que el gobierno mismo no puede funcionar durante un tiempo, debido a dificultades que se le presentan y que le es absolutamente imposible vencer.
Pues bien, es un principio de Derecho Internacional que en tal caso un gobierno se halla plenamente justificado para proceder a lo que yo llamaría una interposición de carácter temporal con el objeto de proteger las vidas y los bienes de sus nacionales (Hughes, 1928 -, en Alvarado Garaicoa, 1949, 43-44)-°.
La “interposición temporal” de los EE.UU. en la organización y gobierno de Nicaragua, después de la caída de Zelaya, contribuyó a consolidar el pragmatismo-resignado, que había dominado el desarrollo político del país, institucionalizándolo como el marco cultural dentro del que operarán las élites durante casi todo el siglo XX El pensamiento pragmático resignado se expresó claramente en el discurso que, en la VI Conferencia, pronunció Carlos Cuadra Pasos después de la intervención del estadounidense Hughes. La visión de este intelectual es significativa, por cuanto él es reconocido por muchos, como el principal pensador político del Conservatismo nicaragüense (ver Navarro, año 2000, 55-61).
Cuadra señaló que la delegación nicaragüense defendía “los derechos de la igualdad de los Estados, de la igualdad y de la independencia”. Sin embargo, añadió, que la soberanía de Nicaragua, era por el momento, una aspiración “para mañana”: “Yo, señores, en nombre de mi país, declaro, que ellos los estadounidenses nos han asegurado permanentemente, que no van a vulnerar nuestra independencia, y que se van a ir mañana, dejándola intacta cual la encontraron … Se van a ir de Nicaragua; pero sírvanos también para solidificar esta confianza, la declaración que frente a América hizo el presidente Coolidge en La Habana, y la que acaba de hacer Mister Hughes en nombre de su país. Yo las recojo, y las abro en una inmensa seguridad de nuestra soberanía para mañana” (Cuadra Pasos, 1928 -, 11).
Durante el período de la intervención, el Providencialismo religioso se manifestó con mayor fuerza en el discurso de las élites. Más aún, contribuyó a legitimar el protagonismo de los EE.UU., consolidando, de esta manera, el pragmatismo-resignado de estos sectores y su percepción del progreso y de la historia como procesos que los nicaragüenses no controlaban.
Para el líder liberal anti-zelayista, Juan José Estrada, la derrota del régimen liberal de Zelaya había sido el resultado del poder de la “Providencia” y del poder de los EE.UU.. Ambas fuerzas se habían conjugado para trabajar por la causa de la alianza libero- conservadora que él representaba: “Empezó la lucha cruenta y tenaz. Las vacilaciones de su poder, perturbaron al tirano, que enloquecido, decretó contra toda ley y justicia, la muerte de dos norteamericanos, que cayeron prisioneros militando en nuestras filas. Con este acto impolítico, además de inicuo, se atrajo las iras de la nación Americana, cuyo gobierno indignado, rompió con el de Zelaya de manera ignominiosa para éste. La Providencia de las naciones se ponía así de nuestra parte: pues el peso abrumador de aquel anatema de la civilización, acabó con todas las esperanzas del triunfo para Zelaya” (Estrada, 1910 a, 3).
El papel de la “Providencia” en la derrota del régimen anterior, también fue destacado por el líder conservador Adolfo Díaz Recinos: “El gobierno de Zelaya, arrojado en aquel precipicio de despilfarro, no sabemos hasta donde hubiera llevado al país, si la Providencia no decreta su fin, mediante el esfuerzo de la revolución iniciada en Bluefields el 11 de Octubre de 1909 ” (Díaz, 1911 a, 5).
Juan José Estrada, el líder de la alianza libero-conservador, también reconoció a los EE.UU. como el protector y guía de la sociedad nicaragüense. Inmediatamente después de asumir el poder, Estrada envió a su representante en Washington un mensaje redactado en los términos demandados por el gobierno estadounidense para reconocer al nuevo gobierno nicaragüense:
Estando el Gobierno Provisional, que tengo la honra de presidir, en pacífica posesión de toda la República, pida usted al Departamento de Estado que me reconozca como tal presidente provisorio, de conformidad con el Derecho Internacional, y mientras se verifican elecciones en un plazo prudencial que no pasará de un año, y en las cuales elecciones serán electos los representantes del pueblo para una Asamblea Constituyente, que reorganizará la República en forma democrática. En mi administración trataré de rehabilitar la Hacienda pública, retundir la deuda nacional, para lo que pediré ayuda del Gobierno de los EE.UU., con el objeto de conseguir un empréstito, con la garantía de parte de los derechos aduaneros, cuya colectación se hará de la manera que será convenida entre Nicaragua y los EE.UU.. Se seguirá un proceso por la muerte de los ciudadanos norteamericanos Cannon y Groce, con el fin de castigar a los culpables, y se pagará indemnización razonable a los parientes de los muertos. Con el objeto de facilitar el cumplimiento de éstos y otros arreglos, pida usted formalmente al Gobierno de los EE.UU., que envíe a Managua un Comisionado especial, para tratar conmigo directamente, y realizar las negociaciones conducentes a la formulación y ejecución de un plan sobre estas líneas sustanciales (Estrada, 1910 b, en Sel ser, 2001, 161-2).
Con base al mensaje de Estrada, el representante de los EE.UU. Thomas Dawson, arribó al país el 27 de octubre de 1910 para colaborar con el gobierno en la reorganización del Estado. Las bases de esta reorganización quedaron establecidas en los Pactos Dawson firmados entre el 27 y el 30 de octubre de 1910 por Adolfo Díaz Recinos, Juan J. Estrada, Luis Mena y Emiliano Chamorro Vargas, ante la presencia de Thomas C. Dawson y Thomas P. Moffat21.
El primer acuerdo, de los cuatro comprendidos en ellos, acentuó la formación de una Asamblea Constituyente. Esta debía elegir a un presidente y a un vicepresidente para un período de dos años “bajo la base de una constitución democrática”. En este acuerdo se estableció además: “Prestar todo apoyo en la dicha Asamblea Constituyente a la candidatura del General Juan J. Estrada para presidente pro tempere y a la de don Adolfo Díaz Recinos para Vicepresidente por el referido término de dos años”. Finalmente, estableció la “abolición de los monopolios, garantizando los derechos legítimos de los extranjeros”.
Un segundo acuerdo dio lugar a la formación de una Comisión Mixta para examinar “los reclamos no liquidados, provenientes de la anulación de los contratos y concesiones” efectuados durante el régimen de Zelaya. Este convenio formalizó el compromiso del gobierno de Nicaragua para “perseguir y castigar a los ejecutores y responsables de la muerte de Cannon y Groce”.
Un tercer acuerdo estableció que Nicaragua solicitaría los oficios del Gobierno de los EE.UU. para negociar un empréstito, pagadero con los ingresos nacionales de aduana, que contribuiría a “restablecer la hacienda pública y pagar los reclamos legítimos, tanto extranjeros como nacionales”.
Finalmente, un cuarto acuerdo dejó establecida la celebración de una convocatoria para la elección de un candidato para presidente y otro para vicepresidente para “el período siguiente a la Presidencia pro tempore del General Estrada”. También estableció que “el escogido” debía “representar a la revolución y al Partido Conservador” y que éste no debía permitir “bajo ningún pretexto al elemento zelayista en su administración” (Pactos Dawson, en Esgueva, 1995, 689-692).
El proyecto de ingeniería social contenido en los Pactos Dawson tuvo un impacto profundo y definitivo en la cultura y la práctica política de Nicaragua. El poder de los EE.UU. anuló la voluntad política de las élites del país y transformó el conflicto político nacional en una disputa interpartidaria para obtener el apoyo de Washington.
A partir de entonces, desde el poder, los partidos políticos se limitaron a aplicar los modelos burocráticos de organización y las políticas públicas formuladas por el poder interventor. El Estado nicaragüense fúncionó de esta manera, como el aparato administrativo de una sociedad que no gozaba de la capacidad para decidir su destino.
La intervención impulsó el desarrollo de la capacidad de regulación social del Estado nicaragüense y al mismo tiempo promovió su subordinación a los objetivos y prioridades de la política exterior estadounidense. Esto tuvo como resultado la ampliación de la brecha entre el Estado y la sociedad, que había sido consustancial al desarrollo histórico del Estado conquistador en Nicaragua. En este sentido, hablar de la subordinación del aparato estatal nicaragüense es hablar del establecimiento de procesos y estructuras, que desligaban a la administración pública y a los procesos de formulación de políticas públicas del país de las presiones políticas de la sociedad.
La intervención estadounidense impulsó la modernización del Estado nicaragüense y su subordinación a través de: una reforma monetaria; la organización y administración del Banco Nacional de Nicaragua, las aduanas y el ferrocarril; y la formación de un aparato militar profesional. Además, introdujo leyes y mecanismos de supervisión electoral, facilitando la institucionalización del arbitraje político estadounidense en Nicaragua.
La intervención también promovió el desarrollo de la economía de enclave en la Costa Caribe y, por tanto, la marginalización del poder estatal nicaragüense en esta región del país. Para José Miguel González Pérez, el periodo de la intervención puede definirse “como la prolongación… de una relación institucional y política verdaderamente marginal por parte del Estado central para con la Costa Atlántica y sus pobladores”. Y agrega: “Se trató de una relación muy parcial que se restringió a las tímidas regulaciones de la economía de enclave regional, sin aparear a las mismas una correspondiente política interna de organización y administración de la sociedad regional” (González, Pérez, 1997, 154; también Velázquez Pereira, 1992, 114-7).
Sobre la base de los Pactos Dawson, Juan José Estrada (liberal) y Adolfo Díaz Recinos Conservador fueron nombrados por la Asamblea Nacional Constituyente como presidente y vicepresidente del país, respectivamente. Emiliano Chamorro Vargas, Conservador, fue elegido presidente del poder legislativo. Luis Mena, (Conservador no Chamorrista), asumió el cargo de ministro de la Guerra y jefe del ejército, en tanto que José María Moncada, (liberal), fue el ministro de la Gobernación. Cada uno de estos líderes, señala Roberto Cajina, “abrigaba, en función de sus respectivos intereses sociales, la mal disimulada esperanza de ser reconocido y legitimado por el poder de los interventores” (Cajina, 1978, 74-75).
La ausencia de un programa de gobierno, fundamentado en un consenso social para el desarrollo del Estado y de la sociedad, se hizo evidente en la vaguedad del discurso de toma de posesión de Juan J. Estrada ante la Asamblea Constituyente, donde señaló: “Los propósitos más sanos me animan, pero sé que estos no sirven al pueblo si no se traducen en realidades. Esto me detiene en extenderme demasiado para exponerlos y solo me limitaré por tanto a deciros algunos puntos de mis ideales políticos que van a ser objeto de vuestras ilustradas deliberaciones y que desearía ver consignados en la nueva Constitución que dictaréis al país. La Revolución se hizo, no por móviles estrechos de la supremacía de un partido político, que no vale una gota de sangre nicaragüense, sino para devolver al pueblo el reinado de la libertad. Este programa nos obliga a que pongamos todo nuestro contingente para que quede garantizada de manera estable, en todos los ramos de la actividad nacional. Será por falta de educación moral, será por la ninguna práctica de las instituciones republicanas; pero es el hecho que la generación actual no se ha levantado todavía a la noble comprensión de que la libertad verdadera, no se opone al principio de autoridad; antes por el contrario, el respeto a este principio por todos los ciudadanos, constituye la garantía más sólida para la libertad de cada uno” (Estrada, 1910 a, 5-6)
Así pues, el nuevo presidente tenía como objetivo armonizar los principios del orden y la libertad por los que habían luchado y perdido la vida tantos nicaragüenses desde la independencia. Ni Estrada ni sus aliados conservadores, sin embargo, habían logrado articular las bases de un consenso nacional con la capacidad de integrar los intereses y las aspiraciones de los diferentes sectores de esta sociedad. Peor aún, el pensamiento político pragmático y resignado imperante en Nicaragua iba a dificultar esta tarea.
El Partido Conservador fue el que tuvo menos problemas para adaptarse a las condiciones creadas por la intervención. Desprovisto de un marco filosófico y de una vocación teórica e intelectual, el Conservatismo simplemente reorganizó su práctica política para acomodarse a la nueva realidad del país.
Tanto en la primera reunión partidaria, celebrada en Granada el 12 de septiembre de 1910, como en la Gran Convención Conservadora tenida en Managua el 31 de octubre de ese mismo año, el Conservatismo hizo ver que lo que inspiraba al partido era un sentimiento de nostalgia de los Treinta Años Conservadores. Así lo confirma uno de sus más ilustres miembros: “Los dirigentes conservadores del período de la intervención aspiraban a un franco regreso a los Treinta Años Conservadores.
Era algo así como un ideal de restauración del viejo sistema de gobierno patriarcal, contemporizador, con los Poderes Públicos flotando sobre una honorable y culta oligarquía. Pero ello no era posible porque había sido alterada la estructura política de la nación y su consistencia social” (Cuadra Pasos, 1976, 601).
La crisis del pensamiento político conservador durante este período también se hizo evidente en el manifiesto publicado por el partido después de la Gran Convención de Managua en 1910 . En él, el Conservatismo reconoció y también justificó su debilidad filosófica y programática: “En verdad, el Partido Conservador de Nicaragua, apenas si tiene necesidad de formular un programa. ¿Quién no sabe lo que fue el régimen de los Treinta Años Conservadores? Ahí, en ese largo período de gobierno se halla escrito con la elocuencia probatoria de los hechos todo lo que el país puede y debe esperar de nosotros…” (Manifiesto, 1910, en Cuadra Pasos, 1976, 605).
El Partido Liberal, por su parte, abandonó su posición nacionalista para acomodarse -pragmática y resignadamente- a la nueva realidad creada por la intervención estadounidense. Este proceso lo reconoció el mismo Zelaya, en una carta dirigida a Rubén Darío desde su exilio en Madrid, el 1 de febrero de 1911 : “Soy de los que no transigen con los Americanos; pero veo que nuestros compatriotas ‘liberales’, desalentados por la indiferencia de los europeos y de los sudamericanos ante sus desgracias y ante la violación del derecho, se someten a la fatalidad y probablemente buscarán cómo influir en Washington para predominar en Nicaragua” (Zelaya, 1911, 86).
La ausencia de visiones nacionales, compartidas por los partidos, se manifestó rápidamente en las tensiones internas que terminaron produciendo el colapso de la coalición gobernante libero-conservador. Su derrumbe se inició cuando la Asamblea Legislativa – controlada por Emiliano Chamorro Vargas- impulsó la redacción de un proyecto de reforma constitucional que fue rechazado por los sectores políticos asociados con el presidente Juan José Estrada y por los partidarios de Luis Mena, ministro de Guerra y jefe del ejército.
El proyecto de reforma constitucional impulsado por Chamorro era de orientación fundamentalmente conservadora, especialmente en lo concerniente al tema de la religión. En su artículo 6 se establecía: “La religión de la República es la Católica, Apostólica y Romana. No podrá restringirse la libertad de la Iglesia Católica ni su personalidad jurídica” (Proyecto de Cn. 1911, en Esgueva 1994, 564).
Así analiza el intelectual conservador Emilio Alvarez Lejarza esta disposición constitucional: “Pronto se notaron en la asamblea constituyente dos tendencias opuestas: la de los tradicionalistas, que deseaban implantar la reacción franca y abiertamente contra el Liberalismo, y los que pugnaban por acomodarse a las tendencias que desgraciadamente habían echado hondas raíces en la conciencia nacional … Las discusiones fueron brillantes y libres; y aunque el poder público inclinó su fuerza hacia la tendencia liberal, la mayoría formó un núcleo compacto, con la intención decidida de volver a la tradición Católica para oponerla a la influencia corruptora del Liberalismo. Y así, con tales ideas, francamente encauzaron la Carta Fundamental hacia los principios del verdadero Conservatismo” (Alvarez Lejarza, 1958, 123-124).
La defensa del catolicismo como elemento fundamental del nuevo orden conservador fue enarbolada por muchos de los diputados de la Asamblea Constituyente. Así se expresaba uno de ellos: “Soy partidario entusiasta del catolicismo, como religión oficial, porque es el culto que profesa el país porque lo considero un dique para contener el desborde de los instintos; porque después de un período de escandalosa corrupción, en que se ha llegado a prostituir lo más sagrado, la conciencia, es indispensable un gran poder de reacción moral, que contrarreste el influjo de la indigna cruzada abierta contra Dios y las buenas costumbres y ese gran poder no es otro, que el culto católico” (El Comercio, 1911, 2).
El proyecto constitucional, además, facultaba al poder legislativo a destituir a los ministros de Estado. El artículo 125 de este proyecto señalaba: “Si el Congreso diere un voto de censura a un ministro por cualquier acto, deberá ser este retirado de su cargo” (Proyecto deC n. 1911, en Esgueva 1994, 587).
El presidente Estrada rechazó las limitaciones que el proyecto de reforma constitucional imponía al poder ejecutivo (Huezo, 1967). Además se opuso a la orientación conservadora de este proyecto y, en especial, a la disposición constitucional que restablecía el catolicismo como la religión oficial del Estado. De acuerdo a Cuadra Pasos, esta disposición violaba el acuerdo alcanzado entre Estrada y los líderes conservadores antes del triunfo de la coalición anti-zelayista, para mantener en la nueva Constitución el espíritu laico de la “Libérrima” (Cuadra Pasos, 1976, 620).
Mena también se opuso a la reforma conservadora porque percibía el nuevo poder que la Asamblea Legislativa y su líder Emiliano Chamorro Vargas intentaban adquirir, como una amenaza contra sus propias aspiraciones presidenciales. Alvarez Lejarza explica de esta manera la reacción de Mena: “Cada uno de los ministros se dio por aludido por el artículo 5 de la constitución que otorgaba al Congreso el poder para destituir ministros y más aún el de la Guerra, general Luis Mena, y el de la Gobernación, general José María Moncada, que parecían unidos y tenían todas las armas del país y contaban ya con hombres dispuestos a apoyarlos en sus planes de predominio en el país” (Alvarez Lejarza, 1958, 124).
Estrada y Mena lograron disolver la Asamblea Constituyente y abortar el proyecto de reforma constitucional impulsado por Emiliano Chamorro Vargas. Inmediatamente después de logrado este objetivo, el gobierno de Estrada convocó a elecciones para diputados a una nueva Asamblea Constituyente (Cuadra Pasos, 1976, 618-623).
En el discurso que pronunció con motivo de la inauguración de la nueva Asamblea, Estrada justificó sus acciones: “La Asamblea Constituyente anterior derivó su fuerza del movimiento libertador del cual fui Jefe; por consiguiente, estaba en el caso expedir las leyes fundamentales en armonía con los ideales de la Revolución, los cuales no eran otros que los aceptados por el derecho público moderno. Desgraciadamente se interpusieron los intereses banderizos y se transformó la Asamblea en una dictadura colectiva tanto más peligrosa cuanto que la historia con sus atinadas enseñanzas demuestra que esa es precisamente la forma de tiranía que más daños ocasiona al pueblo por ser la más irresponsable” (Estrada, 1911 a, 4).
Con la reorganización de la Asamblea Constituyente, Emiliano Chamorro Vargas se vio obligado a salir del país, creando así las condiciones para que Mena se convirtiera en la figura principal del partido conservador. Estrada, al comprender los peligros que el poder de Mena representaba para su posición, lo depuso y lo hizo prisionero. El ejército y el Partido Conservador, sin embargo, mantuvieron su apoyo a Mena y obligaron a Estrada a entregar el poder a Adolfo Díaz Recinos, quien a su vez restableció a Mena en su posición como ministro de Defensa. Con estas palabras, Estrada dio por terminado su breve mandato presidencial: “Habiendo comprendido que mis compañeros de la revolución y del gobierno desean sobre todas las cosas un gobernante de credo conservador, y queriendo cumplir con mi promesa de ser siempre consecuente con los que me ayudaron en la contienda contra Zelaya y Madriz, he resuelto depositar la presidencia de la República en el vicepresidente, señor don Adolfo Díaz Recinos, convencido de que con ello volverá la paz a Nicaragua” (Estrada, 1911 b, en Huezo, 1967, 4).
Mena y Díaz se dirigieron al pueblo de Nicaragua para anunciar que la separación de Estrada del poder representaba la consolidación y el triunfo de los ideales del Conservatismo: “Conocidos de todos en el país, los sucesos de estos últimos meses en que ha estado el Gobierno de la revolución de Octubre dirigiendo los destinos de la Patria. La fuerza de ellos ha hecho que de los jefes que formaron aquel movimiento queden solo en el Poder Ejecutivo, como representantes de esos ideales, los que suscriben este Manifiesto, en el cual confirman los principios de su programa y declaran ante la nación el propósito de cumplirlo, siguiendo la misma política inclinada en Bluefields en la fecha memorable del levantamiento contra la tiranía. En la actual situación queda integrado el Gobierno por elementos netamente conservadores. . (Mena y Díaz, 1911, en Huezo, 1967, 48).
Con la llegada de Díaz al poder, se inició la restauración conservadora, período durante el cual, las familias conservadoras castigadas por Zelaya, echaron mano del tesoro público para recuperar sus fortunas (Selser, 2001, 187-88). La restauración conservadora “iba a ser la etapa de la revancha por diecisiete años de vivir en la oposición, de no disfrutar de los goces y las prebendas del poder” (Ibid., 183).
Una vez en la presidencia, Adolfo Díaz Recinos -a quien Francisco Huezo describe como, “hombre sagaz, astuto, sutil, como los políticos florentinos de la Edad Media”-, concluyó que la única solución posible a la crisis política del país era aceptar la tutela de los EE.UU. (Huezo, 1967, 29). A partir de esta conclusión, el “americanismo”, – el mantenimiento de “relaciones especialísimas” entre los gobiernos conservadores y los gobiernos de los EE.UU.-, se convirtió en “la idea rectora” del desarrollo político nicaragüense. Así pues, las aspiraciones de Díaz al asumir el poder se limitaron a “terminar el grave conflicto planteado en la histórica nota del Secretario Knox” y a asegurar “la existencia de un gobierno eficiente, de una administración ordenada y reparadora… sin largos y detenidos estudios” (Díaz, 1928 -, 14). Los gobernantes ideales para alcanzar estos objetivos, de acuerdo a Díaz, debían ser “hombres” con “ciencia administrativa” (Díaz, 1911 a, 5) porque “la buena administración … hace más respetable la autonomía de los países, que el vano alarde de patriotismos mal entendidos…” (Ibid, 12).
Para implementar los Convenios Dawson, se procedió a la negociación del tratado Castrillo-Knox (junio de 1911) en el que se señalaba que la situación financiera y económica de Nicaragua demandaba “una urgente y radical reforma”. Para impulsarla, Nicaragua se comprometió a “celebrar y concluir un contrato de empréstito para la consolidación de su deuda interna y externa… y para el ajuste y arreglo de créditos …”. Este empréstito sería garantizado con las rentas aduaneras del país (Tratado Castrillo-Knox, 1911, en Quijano, 1932 1987, 200-203).
Mediante este tratado, el gobierno de Nicaragua se comprometió a mantener fijos los derechos de importación y de exportación, así como a solicitar el consentimiento del gobierno de los EE.UU. para alterarlos. También estableció que el gobierno de Nicaragua seleccionaría al administrador general de aduanas a partir de una lista de nombres aprobada por el presidente de los EE.UU..
La visión pragmática-resignada de Díaz con relación a las posibilidades históricas, que Nicaragua tenía para consolidarse como un verdadero Estado Nacional, así como su interpretación del papel de los EE.UU. en el desarrollo político nicaragüense quedaron confirmadas en su solicitud a la Asamblea Constituyente, para la aprobación del tratado Castrillo-Knox, en junio de 1911 : “Considero benéfica la influencia Americana, dadas las condiciones de regresión moral en que nuestro país se encuentra, y puesto que somos factores de un problema mundial irreductible, lo más natural lógico y conveniente es encauzar nuestra política en ese sentido, derivando del altruismo internacional de la Gran República Americana, el mayor provecho y las más amplias y positivas ventajas a favor de nuestra patria. Si por leyes sociológicas ineludibles han de entrar en nuestra existencia pública, corrientes que aseguren nuestra autonomía, afirmando al mismo tiempo las esferas del orden y libertad interna, natural me parece aceptar esa novísima orientación política, la cual ha de conducirnos a nuestra ansiada organización fundamental” (Díaz, 1911 a, 13).
Para facilitar la aprobación del tratado Castrillo-Knox, Díaz exploró con el gobierno de Washington la posibilidad de establecer un protectorado estadounidense en Nicaragua, aplicándose, para esto, los mismos términos establecidos por la Enmienda Platt en Cuba. En la carta que envió al secretario de Estado de los EE.UU., el presidente del gobierno pro tempere de Nicaragua señaló que había llegado a la siguiente conclusión, después de meditar “seriamente, y desconsoladamente” sobre los problemas de Nicaragua: “Una paz verdadera y estable, el orden económico, la moderación y la libertad, no pueden venir por nuestros propios medios… los grandes peligros que nos afectan pueden ser solamente destruidos por medio de una muy diestra y eficiente asistencia de EE.UU., como la que tan buenos resultados ha dado en Cuba. Es por eso mi intención, mediante un tratado con el gobierno Americano, modificar o adicionar la Constitución, para asegurarnos la asistencia de éste, permitiendo a los EE.UU. intervenir en nuestros asuntos interiores a fin de mantener la paz y la existencia de un gobierno legal y dando al pueblo una garantía de honrada administración” (Díaz, 1911 b, en Quijano, 1932 1987, 76-77).
La petición de Díaz fue ignorada por el Departamento de Estado porque Washington sabía que los EE.UU. podían ejercer su control sobre Nicaragua sin el costo económico y político que implicaba establecer un nuevo protectorado en territorio latinoamericano (Quijano, 1932 1987, 77). Por su parte, las memorias del Departamento de Estado de los EE.UU. confirman que Díaz solicitó la creación de un protectorado estadounidense en Nicaragua y señalan que Washington se abstuvo de ofrecer su opinión con relación a esta solicitud (The Department of State, 1932, 152).
Anticipando la aprobación del tratado Castrillo Knox y para solucionar los problemas financieros más agudos de Nicaragua, el gobierno negoció y obtuvo con la firma Brown Brothers Co. Y J. W. Selligman Co. un empréstito por un millón y medio de dólares como adelanto de los 15 millones solicitados a través del tratado (Ibid., 145-147).
Los banqueros estadounidenses aseguraron la recuperación del préstamo otorgado a Nicaragua mediante la obtención del control de la recaudación de los impuestos sobre las importaciones y exportaciones del país. De acuerdo al Treasury Bills Agreement, el colector general de estos fondos sería nominado por los banqueros estadounidenses, aprobado por el secretario de Estado de los EE.UU. y nombrado por el presidente de Nicaragua. El gobierno nicaragüense, además, se comprometió a mantener invariables las tasas de impuesto sobre las importaciones y exportaciones del país, a menos que se obtuviera la aprobación de los banqueros estadounidenses para modificarlas.
Como parte de este mismo acuerdo se estableció también la creación de un Banco Nacional de Nicaragua con un capital autorizado de cinco millones de dólares y con un capital inicial de 100, 000 dólares suscritos por Nicaragua. Los banqueros americanos obtuvieron el derecho a la compra del 51% de las acciones de este banco.
El Treasury Bills Agreement también formalizó el compromiso de Nicaragua de colaborar en la formulación de un estudio para determinar las condiciones de la moneda, así como la forma de organizar un sistema monetario estable en el país. Este estudio fue comisionado a dos expertos americanos que arribaron a Nicaragua en noviembre de 1911 .
El gobierno de Nicaragua firmó con los banqueros estadounidenses un contrato por el que éstos compraron doce millones de dólares en bonos nicaragüenses a una tasa del 5%; y tres millones adicionales que el gobierno nicaragüense utilizaría para el pago de los reclamos examinados por la Comisión Mixta, y para el inicio de la construcción de una carretera a la Costa Caribe (Ibid., 146).
Debido a las emisiones adicionales de moneda, hechas por el gobierno para compensar a las familias conservadoras víctimas de las imposiciones forzadas de Zelaya, el préstamo de un millón y medio de dólares suscrito por Nicaragua a través del Treasury Bills Agreement resultó insuficiente para retirar el circulante depreciado y efectuar la reforma monetaria (Ibid., 144). Para enfrentar esta situación y siguiendo las recomendaciones de los expertos estadounidenses, la Asamblea Legislativa aprobó en marzo de 1912 una ley monetaria, que sirvió de base a la solicitud de un préstamo complementario de 755, 000 dólares que se hizo efectivo el 26 de marzo de 1912 (Ley de Conversión Monetaria, 1912, 204-210). Como parte de las reformas establecidas por esta ley, se inauguró el Córdoba y se abrió el Banco Nacional de Nicaragua como una institución financiera amparada en las leyes de Conneticut, administrada directamente por los banqueros estadounidenses (The Department of State, 1932, 149-151; también Parke Young, 1925).
La mitad de los fondos obtenidos a través del préstamo complementario fue utilizada para retirar la moneda depreciada e iniciar la reforma monetaria. Para garantizar este nuevo préstamo, los banqueros reafirmaron su control sobre las aduanas y recibieron en hipoteca el capital del Ferrocarril del Pacífico de Nicaragua y, además, obtuvieron el derecho a comprar el 51% de las acciones del ferrocarril.
El Treasury Bills Agreement despertó oposición “tanto entre los escasos liberales como entre algunos conservadores” (Selser, 2001, 208). Citando una carta de Alejandro Bermúdez, fechada el 19 de octubre de 1911 y publicada en el Diario Moderno, Selser identifica los nombres de Tomás Martínez, Joaquín Gómez, Francisco J. Medina, Federico Lacayo y otros, para mostrar la existencia de un políticamente débil, pero simbólicamente importante, espíritu de resistencia anti-intervencionista dentro de la clase política nicaragüense (Ibid., 208-9).
El proceso de reorganización del Estado, impulsado por el gobierno de Díaz, sufrió un revés cuando el gobierno de los EE.UU. rechazó el tratado Castillo-Knox. De acuerdo a las memorias del Departamento de Estado de los EE.UU., algunos capitalistas estadounidenses consideraron que este tratado no ofrecía las garantías necesarias para sus inversiones. Además, el Departamento de Estado y un sector del senado estadounidense consideraban imposible satisfacer las demandas de los inversionistas sin violar los derechos constitucionales del gobierno nicaragüense (The Department of State, 1932, 144-145).
La oposición del Departamento de Estado y del Senado a las pretensiones de los inversionistas era una manifestación del conflicto existente, en este período, entre las fuerzas del capital estadounidense -que buscaban eliminar las restricciones políticas del Estado-, y los gobiernos progresistas -que intentaban controlar el creciente poder del capitalismo monopolice en los EE.UU..
El desarrollo del poder transnacional estadounidense, después de la Guerra Civil, se había visto acompañado de la concentración monopólica del capital industrial. Dentro de este contexto hizo su aparición el progresivismo, un movimiento político promotor de la imposición de controles democráticos sobre el funcionamiento del mercado (Morison, Commanger and Leuchtenburg, II, 1980, 266-335).
Theodore Roosevelt, quien dominó el Partido Republicano entre 1901 y 1909, propugnó por el control político del capital y por la defensa de los recursos naturales de los EE.UU.. Su sucesor, William Howard Taft, abandonó los principios progresivistas de Roosevelt y entró en alianzas con los sectores más conservadores del Partido Republicano. El progresivismo terminó imponiéndose nuevamente en 1912, con la elección de Woodrow Wilson (Link, 1954).
Las tensiones domésticas entre el movimiento progresivista y el capital monopolice condicionaron la política exterior de los EE.UU. y, más concretamente, las modalidades utilizadas por este país para consolidar su poder transnacional. Mientras que los inversionistas apoyaban una política exterior que priorizara la defensa de sus intereses económicos, los líderes políticos progresistas intentaban balancear los intereses particulares de los inversionistas con los intereses generales -políticos, económicos y estratégicos-de los EE.UU.. La búsqueda de este balance contribuyó al rechazo del tratado Castrillo-Knox, por parte del senado estadounidense.
Mientras Díaz impulsaba la reorganización y subordinación del Estado, Mena usaba su poder e influencia para lograr que la nueva Asamblea Constituyente decretara su elección como presidente para el período de cuatro años, que estaba programado a iniciarse el 1 de enero de 1913 . Díaz sometió este plan a la consideración del Departamento de Estado de los EE.UU.. Washington -de acuerdo a la versión del Departamento de Estado- respondió reiterando la necesidad de que Nicaragua concentrara su atención en el ordenamiento financiero del país (Quijano, 1932 1987, 76; The Department of State, 1932, 151-2). A pesar de la posición adoptada por los EE.UU., Mena prosiguió con su plan y logró que la constitución promulgada por la Asamblea en diciembre de 1911, incluyera en su artículo 170, una provisión que validaba su nombramiento presidencial.
Ante la persistente oposición de los EE.UU. a su designación como presidente, Mena organizó un golpe de Estado para alcanzar el poder. Díaz, que tuvo conocimiento de los planes de Mena, se adelantó a éste y lo destituyó de su cargo de jefe de las fuerzas armadas. Mena se alzó en armas, pero fracasó cuando no logró capturar el cuartel de La Loma en Managua.
Mena aceptó una amnistía ofrecida por Díaz y negociada por los EE.UU., para luego escapar a Masaya acompañado de un contingente militar. Casi simultáneamente, otro grupo armado, encabezado por el general liberal Benjamín Zeledón, se movilizó a Masaya en donde la resistencia “había cobrado aspecto legal…” (Selser, 2001, 251).
En efecto, la Asamblea Constituyente dominada por Mena, se había trasladado a Masaya y allí decretó la destitución de Adolfo Díaz Recinos y el traspaso del poder ejecutivo al diputado Marcos Mairena (Quijano, 1932 1987, 286). En representación del “Poder Público” creado por la Asamblea, Leonardo Argüello se dirigió al almirante de las “fuerzas norteamericanas en aguas de Nicaragua”, y al teniente coronel del cuerpo de marinos de los EE.UU., Chas G. Long, para protestar contra la intervención del gobierno estadounidense en los asuntos internos de Nicaragua (Argüello, 1912 a y b, 156-159; 160-162).
Benjamín Zeledón lanzó una proclama explicando su decisión de colaborar con Mena: “Por convenio especial hecho entre el General Luis Mena, por una parte, y los prominentes ciudadanos liberales de esta ciudad, por otra, teniendo muy en cuenta que el ataque la referencia es a las acciones del gobierno de Díaz ha sido al General Mena y a los liberales del país a quienes se les ha puesto en prisión y hostilizado en toda forma, convenio que yo he aceptado con posterioridad, y habiendo necesidad urgentísima de proveer a la defensa de los grandes intereses nacionales, hemos dispuesto fusionar el ejército al mando del General Mena y el de mi mando en un solo ejército que se llamará “Ejercito Aliado”. La divisa que usará este ejército constará de dos cintas, una roja y otra verde, de igual anchura y de igual longitud, unidas por los extremos. Esto significa la unión de los nicaragüenses de buena fe ante el peligro común” (Zeledón, 1912 a, en Selser, 2001, 242).
Las personalidades y las historias políticas de Mena y Zeledón eran diferentes. Zeledón había ejercido el cargo de ministro plenipotenciario y enviado extraordinario ante el gobierno de Guatemala durante el régimen de Zelaya. Después de la renuncia de éste en 1909, había sido nombrado ministro de Guerra en el gobierno de José Madriz. Con el triunfo del movimiento libero-conservador se exiló en México, regresando más tarde a Nicaragua para participar en la resistencia anti-intervencionista (Ministerio de Educación, 1980, 11-14).
Mena se había levantado en armas contra el gobierno de Díaz para defender sus intereses personales. Según él mismo dice, las acciones de los EE.UU. en Nicaragua lo habían empujado a adoptar una posición anti-intervencionista. En una carta abierta al presidente Woodrow Wilson, explicó su transformación personal: “Obligado por las circunstancias tuve que sostener un movimiento armado en defensa de mis garantías personales, de las disposiciones de la Asamblea, nulificadas de hecho por el presidente Díaz, y posteriormente en defensa de la soberanía nacional, violada públicamente con la presencia de un ejército de los EE.UU. en tierra Nicaragüense” (Mena, 1915, 209-213).
La rebelión contra Díaz -mejor conocida como la Guerra de Mena- se extendió de julio a octubre de 1912 y abarcó las ciudades de Managua, León, Granada, Masaya, Jinotepe, Chinandega, Carazo, El Castillo sobre el Río San Juan y el Bluff. En León, el carácter anti-intervencionista de esta guerra fue oscurecido por los ánimos localistas manifestados en violentos ataques contra las propiedades de las familias conservadoras residentes en esa ciudad (Cuadra Pasos, 1976, 416).
La rebelión de Mena y Zeledón dio pie a la primera intervención militar estadounidense en Nicaragua. Para justificarla, el gobierno de los EE.UU. utilizó la queja elevada el 2 de agosto de 1912 por el gerente del Ferrocarril de Nicaragua Mr. Thomas O’Connell, ante el ministro estadounidense en Nicaragua George T. Weitzel, por el supuesto uso y destrucción de la propiedad del ferrocarril por parte de las tropas rebeldes. El día 3 de agosto, Weitzel transmitió esta queja al gobierno de Nicaragua (Quijano, 1932 1987, 217-221). Ese mismo día, el gobierno nicaragüense, a través de su ministro de Relaciones Exteriores Diego Manuel Chamorro, respondió a Weitzel indicándole que a pesar del deseo del gobierno de Nicaragua de ofrecer protección a las propiedades estadounidenses, éste no se encontraba en capacidad para hacerlo, dado que enfrentaba el levantamiento de bandas armadas “encabezadas por el General Luis Mena con el apoyo del zelayismo y de otros elementos turbulentos del país”. La carta de Chamorro también anhelaba que los EE.UU. hicieran uso de sus propias fuerzas para proteger “la seguridad y las propiedades de los ciudadanos Americanos en Nicaragua” y que extendieran “esa protección a todos los habitantes de la República” (Chamorro, 1912, en Quijano, 1932 1987, 222-223).
Basado en la posición y petición de esta carta, el ministro Weitzel solicitó la intervención en Nicaragua de los marinos del acorazado Annapolis, estacionado en las vecindades de Corinto. Los EE.UU. justificaron esta intervención alegando que se trataba de una medida para “proteger las vidas y propiedades americanas” y evitar “cualquier renacimiento del zelayismo” (Weitzel, 1912, en Quijano, 1932 1987, 79-83).
Durante su heroica resistencia, Zeledón logró confrontar el sentimiento patriótico, aún latente entre muchos nicaragüenses, con el entreguismo de las élites conservadoras colaboradoras con los EE.UU.. En su comunicado a los oficiales y soldados de su ejército, fechado 15 de agosto de 1912, expresó sus aspiraciones:
Yo os saludo en estos momentos históricos, soldados del Partido Liberal. Vuestros pechos-coraza opuesta a la muerte – han vertido sangre generosa, porque es sangre de libertadores.
Brisas de libertad refrescarán el bello país de Nicaragua. La madre anciana encorvada por la miseria, el niño pálido por la escasez, serán redimidos. El pobre humillado, explotado, escarnecido por una insolente oligarquía, tendrá pan para sus bocas hambrientas y lienzos para cubrir sus ateridos cuerpos desnudos.
Estamos en el día de la independencia. El artesano fuerza fecunda, propulsora de las naciones, podrá trabajar con entera independencia; el agricultor labrará la tierra prolífica, bien sabido de que lo que le produzca no le será confiscado. Los que saquearon el Tesoro Nacional devolverán lo que ilegítimamente cobraron; solo retendrán lo que se les debía, el resto de ese dinero pertenece al Tesoro Público, al pueblo, cuyas necesidades aliviaremos.
Nuestros hijos, nuestros hermanos tendrán escuelas, y la instrucción pública difundida por todas partes, el bien sembrado en todas las almas, les servirá de eficaz apoyo en los trances de la vida. Ciudadanos, recobremos nuestros derechos: la igualdad ante la ley será como Sol alumbrando a todos, a los grandes y los humildes, a los ricos y a los pobres. Los tribunales de justicia y los jueces, ya no serán respiradero de venganzas ni se dejarán influir por la odiosa pasión política.
Sin libertad no hay vida; sin igualdad no hay luz; sin autonomía nacional impera el caos. Hemos peleado, pues, y pelearemos porque la libertad nos dé vida, porque la igualdad nos dé luz y porque la autonomía nacional efectiva, reconquistada, haga desaparecer el caos en que navegamos.
No más intervención en nuestros asuntos internos. Las aduanas serán administradas por manos nicaragüenses o por manos Centroamericanas. Los ferrocarriles regalados por un gobierno malvado volverán a nuestro poder; porque cada riel, cada durmiente, cada locomotora, representan una energía, una palpitación o un soberano anhelo de nuestros conciudadanos.
Soldados del ejército Liberal:
En vuestras manos está la suerte de la Patria; de la Patria tan dignificada por nuestros mayores; ennoblecida por los luchadores del 93, que adelantándose al tiempo, de los escombros conventuales que dejara el partido ultramontano, hicieron surgir una Nicaragua libre; respetada; reincorporaron la Mosquitia, aseguraron los derechos del ciudadano, prendieron la lámpara de la instrucción y declararon la libertad del pensamiento.
Soldados liberales:
Por la igualdad, por la libertad y por la autonomía nacional luchamos. Queremos que el pueblo no se muera de hambre, que desaparezcan los explotadores, los hombres que envilecen. Queremos que haya verdadero bienestar para todos los humildes, para los del montón, para los anónimos, a quienes la oligarquía llama despectivamente “Carne de cañón”. Queremos que todo el mundo goce de libertad; que el artesano disfrute de su trabajo; que el labrador cultive sin peligro la tierra y que la fraternidad por doquiera, como una bendición de Dios, dé sus benéficos resultados.
Queremos que la Hacienda Pública sea regentada por personas aptas y honorables, y no por extranjeros. Queremos por último y por sobre todas las cosas, que la soberanía nacional simbolizada por esa bandera azul y blanca sea efectiva y no la abatan vientos de intervención.
Soldados del ejército Liberal:
Las almas heroicas de Máximo Jerez y Francisco Morazán nos acompañan en esta cruzada por la libertad. En la hora del peligro más que vuestro Jefe, soy vuestro compañero, soy vuestro hermano. Os recomiendo encarecidamente el respeto a la vida, a la propiedad y en especial, a los ancianos, las mujeres y los niños y a los extranjeros. Merced a vuestro valor indomable y legendario, soldados liberales, el triunfo definitivo será nuestro. La Nicaragua libre, la que soñaron los patriotas de 1821 y del 93, a vuestro soberano impulso, surgirá bella, riente y hermosa, saludando a todos sus hijos, sin distinción de colores políticos, amparándolos bajo los pliegues de su hermosa bandera: después del triunfo no habrá más que nicaragüenses. § Viva Nicaragua Libre! ¡Viva el ejército Aliado! ¡Viva el partido liberal! (Zeledón, 1912 b, 144-146).
Las fuerzas norteamericanas aplastaron la rebelión antiintervencionista. El desenlace final de este episodio tuvo lugar en la colina El Coyotepe, en las afueras de Masaya, desde donde Zeledón comandaba las fuerzas, que luchaban contra el gobierno conservador y las fuerzas interventoras, después que Mena se retiró enfermo a la ciudad de Granada.
Zeledón fue invitado a rendirse, tanto por el ministro nicaragüense Diego Manuel Chamorro, como por el propio comandante de las fuerzas estadounidenses, coronel P.H. Pendlenton. En su “carta testamento”, dirigida a su esposa, ofreció sus últimas reflexiones sobre el futuro de Nicaragua y el sentido de su lucha: “El destino parece haber pactado con Chamorro y demás traidores para arrastrarme a un seguro y cruel fin con los valientes que me quedan. Carecemos de todo: víveres, armas y municiones, rodeados de bocas de fuego como estamos y miles de hombres listos al asalto, sería locura esperar otra cosa que la muerte, porque yo y los patriotas que me siguen, de corazón, no entendemos de pactos y menos aún, de rendiciones, puesto que defendemos la dignidad y la soberanía de Nicaragua: Somos la República y su libertad que hasta el último momento de nuestras vida mantendremos” (Zeledón, 1912 c, 150).
Zeledón fue obligado por las fuerzas militares estadounidenses a abandonar la fortaleza El Coyotepe. Durante su retirada, el general rebelde fue capturado y fusilado el 4 de octubre, en condiciones aún no claramente establecidas (Selser, 2001). Se dice que un muchacho de 17 años, de nombre Augusto C. Sandino, presenció el entierro de su cadáver en la pequeña ciudad de Catarina (Galeano 1987, 36-37).
Es imposible establecer el número de muertos ocasionados por la guerra anti-intervencionista. Todas las crónicas de la época coinciden en señalar que la contienda anti-imperialista fue sangrienta. El arraigo popular de esta lucha también ha sido establecido (Selser, 2001). Con fecha 7 de octubre de 1912, el New York Times reportó que, después de la toma de El Coyotepe, las tropas estadounidenses entraron en León donde se encontraron con una muchedumbre airada que los atacó a balazos. Tres estadounidenses fueron muertos y cuatro resultaron heridos. “Los marinos,” apunta el periódico, “devolvieron el fuego matando a cincuenta e hiriendo a cuarenta.” (The New York Times, 1912).
Dos días después de esta masacre, un grupo de ciudadanos miembros del Club de Granada, autodesignados como representantes de “la más alta sociedad política y financiera no sólo de Granada sino de toda Nicaragua”, enviaron una carta al coronel estadounidense Pedlenton señalando: “Desde que nosotros supimos de su arribo a nuestras playas hemos visto el arco iris de paz aparecer en los cielos de nuestro país, y que no era vana la ilusión que nos habíamos formado. Usted ha demostrado en la práctica, pacificando ciudad tras ciudad y estableciendo tranquilidad y paz en el campo, las sabias disposiciones y el valor de aquellos bajo su mando…” (Carta, 1912, en Cardenal, año 2000, 486).
Inmediatamente después de la derrota de las fuerzas antiintervencionistas, Díaz, con el apoyo de los EE.UU. y sin la participación del Partido Liberal, fue reelecto presidente el 2 de noviembre de 1912 . Para enfrentar la crítica situación financiera en que había quedado el país, como consecuencia de la guerra, el nuevo gobierno otorgó a los banqueros estadounidenses el derecho a comprar el 49% de las acciones del Ferrocarril del Pacífico de Nicaragua por un millón de dólares, en adición al derecho anteriormente adquirido por éstos para la compra del otro 51%. El gobierno estableció, además, que todos los impuestos internos, incluyendo los que gravaban la venta de tabaco y licores, fueran colectados por el Banco Nacional de Nicaragua, controlado por los EE.UU. (The Department of State, 1932, 154-155).
En su mensaje a la Asamblea Legislativa el 15 de diciembre de 1912, Díaz destacó las difíciles condiciones económicas del país y reafirmó su confianza en los beneficios que Nicaragua podía sacar de una estrecha relación con los EE.UU.. El presidente Díaz utilizó un lenguaje providencialista para hacer referencia al poder de los EE.UU.. La “civilización”, señalaba el mandatario, viene “siempre … de afuera”:
No quiero dejar pasar esta ocasión sin hablar de las estrechas relaciones que nos ligan hoy con lazos de sincera amistad, al Gobierno y pueblo Americano, no sólo basadas en estas relaciones en profundas simpatías, nacidas al calor de aspiraciones comunes, por el imperio de la libertad en el orden, sino también fundamentadas en la tranquila y fría concepción de los supremos intereses nacionales, que en este momento histórico, corren parejas con los de la gran nación Americana, cuya misión providencial en el Continente, parece ser la de procurar el establecimiento de la República en la inconmovible base del derecho. Conocedor de las fuerzas latentes de este pueblo, que sólo espera el contacto de una mejor civilización extranjera, para mostrarse al mundo en obras de positivo adelanto, hemos adoptado una política franca de acercamiento a esa poderosa Nación, para abrir a nuestra patria nuevos y más amplios horizontes, que le proporcionarán facilidades inesperadas para el fomento y desarrollo de su actividad, tanto en el ramo de la agricultura como en el del comercio y de la industria. La prosperidad que esta política conquistará para Nicaragua, es evidente, porque viniendo siempre la civilización de afuera, sólo permaneciendo estacionados eternamente se evitan esos roces, de que toca a la habilidad de los gobiernos derivar cantidades de progreso en todo sentido, máxime cuando no requiere vigilancia por la autonomía, que queda garantizada por el respeto que a las ajenas ha mostrado siempre esa Nación, que ha lanzado sin temor a la faz del mundo conquistador, años ha, una doctrina protectora de la independencia americana (Díaz, 1912, 6-7).
La pobre valoración de las capacidades de los nicaragüenses y la actitud providencialista y pragmática-resignada, expresadas por Díaz con relación al papel de los EE.UU. en el desarrollo histórico de Nicaragua, eran representativas de la visión política del Partido Conservador, pero también de aquellos sectores del Partido Liberal, que habían abandonado las posiciones nacionalistas de Zelaya para acomodarse a la nueva realidad creada por la intervención estadounidense. El líder liberal Juan José Estrada expresó la misma actitud pragmática-resignada de los conservadores de su época, en las declaraciones ofrecidas al New York Times poco antes de la reelección de Díaz: “Sin el apoyo activo del Gobierno de los EE.UU., Nicaragua nunca logrará prosperar. El país seguirá siendo el mismo”. Ante esta declaración, el periodista le pidió que aclarara su posición: “¿Usted quiere decir que lo que Nicaragua necesita es convertirse en una especie de protectorado Americano?” El New York Times registra la respuesta de Estrada de la siguiente manera: Sí,’ respondió sin ambigüedades, ‘un protectorado como Cuba o Panamá, sin que, por supuesto, esto infrinja nuestra soberanía. Nosotros queremos que el gobierno de los EE.UU., sea éste republicano o demócrata, nos vigile, supervise nuestras elecciones, y en una palabra, se convierta en el árbitro y juez de nuestro destino. Hablo en mi nombre y en nombre del presidente Díaz. Mis ideas son las mismas que él sostiene, y son las mismas que sostiene la mayoría del pueblo de Nicaragua. Esta es la única esperanza para alcanzar la paz y el progreso’” (Moncada 1912).
El proceso de reorganización y subordinación del Estado iba a recibir un nuevo, aunque infructuoso impulso, con la firma del Tratado Weitzel-Chamorro el ocho de febrero de 1913 . A cambio de tres millones de dólares, este tratado otorgaba a los EE.UU. el derecho “a perpetuidad” para construir un canal a través del territorio nacional. El tratado, además, daba en arriendo a los EE.UU., por noventa y nueve años renovables, “las islas del Mar Caribe llamadas ‘Great Corn Island’ y ‘Little Corn Island’”. Más aún, otorgaba a los EE.UU. “el derecho de establecer, servir y mantener por noventa y nueve años renovables una base naval”. Finalmente, les concedía el derecho perpetuo para que su marina mercante pudiera “dedicarse al cabotaje en Nicaragua, bien sea por la vía del canal… o por otra cualquiera, con el derecho de embarcar o desembarcar total o parcialmente en todos los puertos de Nicaragua en los viajes de sus barcos que gozarán de idénticas condiciones a las que Nicaragua impone a sus ciudadanos y a sus barcos” (Tratado Chamorro- Weitzell, 1913, en Quijano 1932 1987, 262-265).
Este tratado provocó el rechazo de los gobiernos centroamericanos. En entrevistas efectuadas por el New York Times a los presidentes de la región, el presidente de Costa Rica, Ricardo Jiménez, señaló que no le correspondía opinar sobre las decisiones del gobierno nicaragüense pero añadió que su nación no necesitaba “sacrificar ninguno de los atributos de su soberanía para vivir ordenadamente y para mantener y desarrollar, más y más, toda clase de relaciones cordiales con los EE.UU.” (The New York Times, 1913 a, 1).
La posición del gobierno de El Salvador también fue firme. En sus declaraciones, el presidente de ese país, Carlos Meléndez, señaló que la propuesta de Nicaragua “imposibilitaría la realización de la proyectada unión Centro-Americana que es el gran ideal de estos pueblos”. Agregó, además, el presidente salvadoreño: “La opinión nacional rechazaría indudablemente la celebración de tratados que, de cualquier modo, menoscaben nuestra soberanía, pero sí sería favorable al estrechamiento de relaciones, sin mengua de su independencia ni de sus intereses” (The New York Times, 1913 b, 1).
El senado estadounidense rehusó ratificar el Tratado Weitzel- Chamorro. Para un sector de este cuerpo legislativo, este tratado constituía una violación de la Constitución nicaragüense y su ejecución, además, representaba una carga onerosa que los EE.UU. no estaban dispuestos a asumir.
La presentación del tratado Weitzel-Chamorro al senado tuvo lugar cuando Woodrow Wilson había llegado a la presidencia. El era uno de los principales líderes del progresivismo, el movimiento que se oponía a la “diplomacia del dólar” y que propugnaba por el control político del capital estadounidense (Partido Liberal Nacionalista, 1955, 54-57).
Un nuevo acuerdo de préstamo fue firmado el 8 de octubre de 1913 y, en él, el gobierno de Nicaragua se comprometió a emitir bonos por valor de 1, 060, 000 dólares a una tasa de interés del 6%. Los banqueros estadounidenses compraron esta emisión por un millón de dólares. Además, reafirmaron su control sobre las aduanas e hicieron uso de su derecho a la compra del 51% de las acciones del Banco Nacional de Nicaragua y del mismo porcentaje de las acciones del Ferrocarril del Pacifico de Nicaragua. Tanto el Banco Nacional de Nicaragua como el Ferrocarril serían administrados por una Junta de Directores compuesta por seis personas nombradas por los banqueros estadounidenses, una persona nombrada por el Departamento de Estado, y dos personas nombradas por el Gobierno de Nicaragua (The Department of the State, 1923, 158).
Un nuevo tratado, el Chamorro-Bryan, fue negociado el 5 de agosto de 1914. Los EE.UU. entregaron a Nicaragua 3 millones de dólares a cambio de los derechos para la construcción de un canal interoceánico por su territorio. Los EE.UU. adquirieron, según el artículo II, el control de Little and Great Corn Islands por un período de 99 años, así como el derecho a establecer una base naval en el Golfo de Fonseca por los mismos años. Este tratado fue protestado por Costa Rica, El Salvador y Honduras, al considerarlo violatorio de sus derechos territoriales.
El 6 de febrero de 1916 falleció Rubén Darío en León. Poco antes de su muerte, Darío, que en su poesía había castigado el Conservatismo político e intelectual de la Iglesia Católica, recibió la extremaunción de manos del obispo Simeón Pereira y Castellón. La descripción que ofrece Edelberto Torres del cortejo litúrgico organizado para administrar el sacramento de la “unción de los enfermos” al poeta nicaragüense ayuda a apreciar el ambiente religioso de esta época: “El cortejo litúrgico sale de la iglesia de la Recolección; lo preside el señor Pereyra y Castellón, imponente, con las vestiduras de su alta dignidad y acompañado de numerosos sacerdotes que visten también los ornamentos correspondientes a su jerarquía canónica. Camina el obispo a la sombra de un magnífico palio rojo de flecos dorados, portando en sus manos el Sacramento en el áureo copón. Sigue una teoría de numerosos eclesiásticos, los seminaristas y los alumnos del Colegio Tridentino, portando el pabellón nacional. Completa la procesión la muchedumbre de todas las clases sociales. Al pasar el Sacramento, las gentes se arrodillan como bajo un impulso eléctrico. Darío está preparado para recibir la augusta visita. El obispo pasa entre una valla de estudiantes y penetra en la alcoba, en donde se ha improvisado un altar. El poeta moribundo se recoge en sí, conmovido y pálido; su faz acusa ya el eclipse final. A las preguntas que le hace el prelado en materia de fe, contesta de manera clara y audible: Sí, creo” (Torres, 1982, 407).
La obra de Darío, además de su enorme impacto literario, iba a tener enormes consecuencias en el desarrollo político-cultural de la sociedad. El más grande poeta de Nicaragua se convirtió en el principal referente de los nicaragüenses o, por lo menos, en el símbolo cultural de mayor cobertura nacional. La fragmentada sociedad encontró en su admiración por el poeta un punto de referencia común y un orgullo compartido. Después de su muerte, ningún gobierno ha podido prescindir del uso del prestigio de Rubén: el más grande capital cultural de los nicaragüenses (Whisnant, 1995, 313-343).
Emiliano Chamorro Vargas quien, como ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de Díaz, había negociado el Tratado Chamorro- Bryan, ganó las elecciones presidenciales de 1916 y asumió el poder el 1 de enero de 1917 . Antes de ellas, el Conservatismo se había dividido en dos facciones, la Chamorrista y la simpatizante de la candidatura del intelectual conservador Carlos Cuadra Pasos, que contaba con el apoyo del presidente Díaz. Esta última llegó a conocerse como la “civilista” para diferenciarla de la orientación caudillista del grupo liderado por Emiliano Chamorro Vargas.
El Partido Liberal nominó a Julián Irías como su candidato a la presidencia. Irías había sido uno de los principales ministros del gobierno de Zelaya. Su nominación, por tanto, provocó el rechazo del gobierno de los EE.UU. que se mantenía atento al posible renacimiento del nacionalismo zelayista. Ante la actitud de los EE.UU., las dos facciones conservadoras se unificaron alrededor de Chamorro. Irías, entonces, desistió de su candidatura, asegurando así la victoria del Conservatismo Chamorrista.
En sus memorias, Cuadra Pasos reflexiona sobre la intervención de los EE.UU. en este proceso: “Es una lástima que el Departamento de Estado en su plan de imperialismo, haya comprendido mal la política nicaragüense. Si un candidato liberal, por ejemplo el doctor Julián Irías hubiera luchado las elecciones, la popularidad del Gral. Emiliano Chamorro Vargas, como caudillo máximo de uno de los grandes partidos, hubiera salido vencedor; el balanceo de la política entre los dos partidos, hubiera servido para mantener, si no una completa armonía, una compactación de tendencias, una suma de cifras en el Partido Conservador” (Cuadra Pasos, 1976, 467).
En su último mensaje al Congreso en sesión ordinaria, Díaz resumió los logros de su administración en los términos siguientes: “Hoy, todas las dificultades penosamente vencidas forman elementos propicios al resurgimiento de nuestra Patria, que con gusto voy a entregar a mi sucesor. Del caos que recibí, le dejo un pueblo que ya transita tranquilo y sereno por los caminos de la libertad; una buena moneda, y se puede decir, tres millones de dólares en caja, para que sobre tales cimientos coloque confiado el éxito de su administración y el bienestar del país” (Díaz, 1916, 12).
En su discurso de toma de posesión, Chamorro confirmó su intención de “estrechar más” las relaciones entre Nicaragua y los EE.UU. para “hacerlas gratas a todos, hasta en sus detalles y consecuencias”. Además de pragmática-resignada, la visión política de Chamorro era nostálgica, anti-intelectual y reaccionaria. En ese mismo discurso, se limitó a ofrecer un programa de gobierno orientado a emular la “modestia” y “sencillez” de los gobernantes de los Treinta Años Conservadores: “No debe costar mucho a nuestros sentimientos ni a nuestras ideas el vivir la vida modesta de otros tiempos, la que practicaron los prohombres de los Treinta Años Conservadores, y que les permitió, no solo entender oportuna y cumplidamente a todos los servicios públicos, sino también establecer importantes mejoras materiales, como el telégrafo y el ferrocarril, y fundar en Nicaragua la enseñanza primaria gratuita y obligatoria. La sencillez en el modo de vivir y la elevación en el modo de pensar fue la divisa de aquellos patricios y debe ser también la nuestra” (Chamorro, 1917 a, 11-15).
Para concluir, Chamorro pidió el apoyo de Dios para su gobierno: “Yo por mi parte, imploro del Poder Infinito que guió los primeros pasos de nuestra independencia y ha preservado nuestra forma de gobierno, para que guíe y sostenga los míos, allane de obstáculos mi camino, y me dé el acierto necesario, el espíritu de tolerancia y paciencia para resolver los vitales problemas que inquietan a la República, y para que con patriotismo superior a toda simpatía personal o de partido, sin desviarme de la honradez, que es la mejor política, me sea factible alcanzar el noble fin a que tenderán todos mis esfuerzos; el bienestar y la prosperidad de Nicaragua” (Ibid., 16-17).
La visión providencialista expresada por Chamorro era alimentada y legitimada por el discurso religioso de la Iglesia Católica durante este período. En su primera carta pastoral, el obispo Canuto José Reyes y Valladares explicaba el orden y la paz social como premios del cielo a la obediencia de los ciudadanos a las leyes humanas y divinas:
Existe, decimos, unión y amistad entre la Iglesia y el Estado. No queremos pasar adelante sin haceros notar el beneficio que de esta amistad resulta. Por ella la Iglesia goza de libre introducción para todos los objetos dedicados al culto, sin excepción alguna. Por ella los ministros de la Religión Católica tienen verdadera garantía, y pueden entrar o salir del país con entera libertad. Por ella, en las escuelas y colegios se enseña la Religión Católica. Por ella, a pesar de las dificultades económicas del país, el Gobierno favorece a los nuevos Prelados: ya con subsidios pecuniarios, ya obsequiándoles casas, que les sirven de morada, y nos consta de cierto el deseo, que abriga de hacer más eficaces estos auxilios, tan pronto como esta situación difícil desaparezca.
Por ella sobre todo, sí, por esa amistad, por esa unión entre la Iglesia y el Estado, gozamos de mediana paz. Debemos convencemos que así como los hombres, las naciones que cumplen las leyes del Señor, disfrutan de paz… Donde los pueblos ven en sus gobernantes al representante de Dios y le aman y le obedecen, sin murmurar, allí se goza de paz. Donde el militar sabe defender el honor, la Justicia y la Religión, únicos motivos que justifican el empleo de la espada allí se goza de paz. Donde los cristianos, conociendo bien su religión prefieren la muerte a una vil apostasía allí se goza de paz.
Acto seguido, el obispo explicó que el conflicto bélico europeo era un castigo divino:
La guerra y la peste y el hambre, los terremotos e incendios eran siempre el azote con que Dios castigaba los pueblos que se apartaban de su ley. El otro ejemplo lo tenemos en la actual guerra europea. Si examinamos los últimos cuatro siglos de la vida de Europa tendremos que confesar que esta guerra, no es otra cosa que el resultado de la impiedad, de las iniquidades de estos siglos. Nunca se vieron maquinaciones semejantes, nunca se ofendió a Dios con tanto descaro, nunca la impiedad fue tan atrevida e infame. Las hogueras, las parrillas, los potros, los garfios, las planchas candentes, todos aquellos instrumentos de suplicio estaban cubiertos con el tupido velo de la ignorancia. Pero, que hoy, en plena luz de los siglos, que se precian de sabios, se perpetren tales actos de barbarie, eso no puede ser castigado sino con otro diluvio; Dios Nuestro Señor lo manda hoy de sangre, en él están ahogándose las naciones europeas. Tres o cuatro siglos ha que el protestantismo levantó el estandarte de rebelión y desde entonces, sin un solo día de tregua, la pobre Iglesia ha venido sosteniendo una lucha titánica contra la impiedad, que ha venido presentando su acción en diversas formas. Ya se llame Materialismo, Darwinismo, Ateísmo, Panteísmo, Deísmo, Racionalismo, Protestantismo, Socialismo, Liberalismo, o Masonería (Reyes y Balladares, 1915, 2-4).
Durante el gobierno de Emiliano Chamorro Vargas, los EE.UU. continuaron impulsando la reorganización y modernización del aparato estatal. A partir de 1917 y, sobre la base de los Pactos Dawson, Washington impulsó la ejecución de un plan para la organización de las finanzas del país y para la resolución de los reclamos de los banqueros estadounidenses y de otros acreedores del gobierno de Nicaragua, aún no resueltos desde la caída de Zelaya. Con este fin se formó una “Alta Comisión” compuesta de dos miembros: un nicaragüense nombrado por el presidente de Nicaragua y un estadounidense nombrado por el secretario de Estado de los EE.UU.. El gobierno de Nicaragua aceptó que las disputas entre los miembros de este cuerpo fueran resueltas por un árbitro nombrado por el Departamento de Estado.
La Alta Comisión estableció un presupuesto anual para el gobierno nicaragüense de 95, 000 dólares. Cualquier gasto que sobrepasara este monto tenía que contar con la autorización de la comisión (The Department of State, 1923, 167-8).
El intervencionismo estadounidense y el entreguismo de los gobiernos conservadores continuaron generando sentimientos nacionalistas en el pueblo y entre algunos sectores de la élite política nicaragüense. En 1916 surgió dentro del Partido Conservador un movimiento que llegó a transformarse en el Partido Conservador Progresista, promotor de la defensa de la soberanía nacional. Otro grupo, compuesto por liberales y conservadores, organizó la “Liga Autonomista” en 1917 para protestar contra la intervención estadounidense (Dospital, 1996, 91-102).
Emiliano Chamorro Vargas contestó las críticas de los sectores nacionalistas argumentando que las limitaciones políticas y administrativas impuestas por los EE.UU. no constituían una violación a la soberanía nacional porque habían sido aprobadas por el Congreso de Nicaragua. En su mensaje al Congreso Nacional del 15 de diciembre de 1917, Chamorro señalaba que el límite presupuestario de 95, 000 dólares, establecido por el Plan Financiero suscrito con los EE.UU. para controlar el gasto público, era un límite aceptado por Nicaragua y, por tanto, políticamente legítimo. A continuación, su inaudita defensa:
Los arreglos que se han hecho para llegar al fin ineludible y trascendental de la consolidación de la deuda, han merecido la crítica acerba de la oposición. Esta crítica se explica por la necesidad de atacar al Gobierno, al cual no han podido reprocharle procedimientos contrarios a la ley, ni a sus principios políticos. Otros, imbuidos en ciertas ideas de exagerado nacionalismo, han pretendido ver, en algunas de las cláusulas, imposiciones políticas extranjeras o violaciones de la Constitución. Se ha argüido que la obligación contraída por el Gobierno para limitar el Presupuesto General de Gastos a cierta suma fija, quitaba al Congreso una facultad constitutiva, y que el establecimiento de la Alta Comisión, en cuyo nombramiento tiene parte el Gobierno Americano, encerraba un peligro para la soberanía de la República.
Argumentos fácilmente rebatibles, si se considera que los contratos respectivos tenían que ser aprobados por el Congreso y que el Plan financiero es simplemente una ley emitida por el mismo Alto Cuerpo. Es, pues, el Congreso quien en uso de sus facultades constitutivas de fijar el Presupuesto, lo hace, desde ahora, en noventa y cinco mil córdobas mensuales, para los gastos exclusivamente administrativos, y lo fija así mientras haya bonos que pagar. Es natural que el acreedor, y sobre todo aquel a quien se le paga en la forma que está haciendo Nicaragua, busque la debida garantía y la seguridad con respecto a un deudor que por veinticinco años ha estado en mora, y que este último a su vez coarte aquellos gastos que están por encima de su capacidad rentística (Chamorro, 1917 b, 17).
Los argumentos de Chamorro, especialmente en lo relacionado a su presentación del arreglo presupuestario establecido en el Plan Financiero, como una decisión soberana, aparecen refutados en las memorias del Departamento de Estado. En éstas se señala que Chamorro se opuso a este plan, ya que deseaba mantener el sistema tradicional que otorgaba al presidente de la república un control absoluto sobre las finanzas del país (The Department of the State, 1923, 166).
Mientras los conservadores se beneficiaban del apoyo político recibido con la intervención estadounidense, los liberales se quejaban de que los EE.UU. apoyaban la perpetuación del Partido Conservador en el poder. Para atender estos reclamos, el Departamento de Estado propuso la realización de un estudio para la formulación de una nueva ley electoral que garantizara la transparencia y la efectividad del sistema político nicaragüense. Uno de los principales objetivos de esta ley sería la institucionalización de un proceso electoral independiente del poder ejecutivo.
Emiliano Chamorro Vargas rechazó el proyecto de reforma propuesto por los EE.UU. alegando que éste era innecesario. En realidad, Chamorro no estaba dispuesto a ceder el control del ejecutivo sobre los procesos electorales ya que éste facilitaba la manipulación de sus resultados.
Las elecciones de 1920 otorgaron la victoria a Diego Manuel Chamorro, el candidato conservador que había sustituido a Emiliano Chamorro Vargas después que éste desistió – por presiones de Washington- a presentarse nuevamente como el candidato presidencial de su partido. Durante la campaña electoral, Diego M. Chamorro confirmó su “americanismo” y celebró la tendencia del Partido Liberal a adoptar este mismo principio:
No extrañéis mi devoción por esa política que se llama Americana, porque esa política entrañaos lo dice quien lo sabe perfectamente y quien no engañaría vuestras ilusiones-la dicha y el porvenir del pueblo de Nicaragua, y yo diría más del pueblo centroamericano. Apenas hemos empezado a columbrar y cosechar sus beneficios, y ya nuestros propios adversarios han tenido que rendirse a ella y reconocer pública, oficialmente, que nosotros los conservadores, al obrar como hemos obrado, y con pleno conocimiento de lo que hacíamos en bien de nuestro país, hemos hecho una obra de alto patriotismo de conservación y de seguridad nacionales. Yo he sido uno de los más fuertes y principales baluartes de esa política (perdonadme este pequeño rato de inmodestia) he desafiado, en momentos de terrible crisis política, la ira de nuestros adversarios, he recibido sus envenenadas saetas, he jugado en el tremendo debate, no solo mi popularidad, mi reputación de ciudadano Nicaragüense, sino mi propia vida. Y aquí me tenéis una vez más levantando la bandera de nuestro país, con el mismo entusiasmo, con la misma unción patriótica de antes, para deciros que si las estrechas relaciones con los EE.UU., anunciadas y aconsejadas como una política fundamental conservadora, desde los tiempos del ilustre patricio don Femando Guzmán, en uno de sus mensajes presidenciales, ha sido el eje sobre el cual ha girado la política de las dos administraciones de Adolfo Díaz Recinos y Emiliano Chamorro Vargas, ella continuará siendo la misma, os lo declaro solemnemente y no lo dudéis ni un momento, durante toda mi administración (Chamorro, 1920, en Elizondo, 1968, 19).
Durante la campaña electoral, Diego Manuel Chamorro había recibido el apoyo de la Iglesia Católica. El canónigo mitrado y monseñor, Dr. Juan Toval, exhortó públicamente a los ciudadanos a votar a favor del candidato conservador, porque pondría fin a “tantos impuestos onerosos que afligen, que angustian y abruman” a los nicaragüenses, El religioso agregaba que Chamorro, además, sería “el baluarte más fuerte para la defensa de la Iglesia, de su Evangelio Sacrosanto, de sus derechos y de sus sagrados ministros” (El Diario Nicaragüense, 1920, 1).
Por otra parte, El Católico, que circulaba en Granada, atacó al Liberalismo utilizando, como fundamento de su crítica, las encíclicas papales contra esta doctrina: “Tenemos la convicción profunda de que el Liberalismo… es el principal autor y fomentador de todos los males políticos, sociales y religiosos que nos abruman”. Y atribuía a esta ideología, “el espíritu autocrático de los gobiernos, la relajación de los lazos de vida doméstica y de la civil, y la espantosa corrupción de las costumbres” (El Católico, 1920, 1-2).
Pero el apoyo más explícito ofrecido por la Iglesia Católica al Conservatismo fue el articulado por el arzobispo de Managua, José Antonio Lezcano y Ortega. En su carta pastoral del 1 de agosto de 1920, reafirmó el origen divino del poder, citando a “un autor contemporáneo” : “La frase derecho divino de los reyes, que la ignorancia de la incredulidad, o mejor dicho su perversidad, ha querido presentar como fórmula de tiranía, no es frase que solo afirme el origen divino del poder cuando lo ejercen los reyes, sino que afirma el origen divino porque es poder; y así tan exacto es decir derecho divino de los reyes, como derecho divino de los presidentes o de los cónsules, o de cualesquiera funcionarios, no importa bajo que nombre, que ejercen el poder público” (José Antonio Lezcano y Ortega, 1920, 4).
Además, José Antonio Lezcano y Ortega resaltó la importancia de la elección de gobiernos preocupados por el bienestar social de la población: “Es muy laudable el generoso empeño que ponen los buenos ciudadanos en conseguir, o por lo menos procurar, que ascienda al solio presidencial, una de las personas que por sus cualidades, adecuadas al elevado y grave cargo que va a desempeñar, sea garantía del bienestar de la República y de su creciente popularidad” (Ibid., 4).
La búsqueda del bienestar material, aclaraba el arzobispo, debía considerarse como secundario a la “búsqueda del Reino de Dios”: “Así que, buscad primero el reino de Dios y su justicia; y todas las demás cosas se os darán por añadidura …”. Y agregaba: “La doctrina expuesta patentiza una verdad que da la norma de conducta al cristiano: no inquietamos, con demasía, de las necesidades terrenales, dejando este cuidado a La Providencia de nuestro Padre que está en los cielos; sino preocupamos, de preferencia, de los intereses del alma, de la virtud, de la religión, que son los intereses eternos de Dios; y con la seguridad de que todo lo demás nos vendrá por añadidura …” (Ibid., 5-6).
José Antonio Lezcano y Ortega, también, reafirmó la posición de privilegio que la Iglesia Católica reclamaba frente al Estado: “El gobierno justo reconoce la preeminencia que le corresponde, en un país Católico, a la mayoría Católica reconocida por la Constitución; y no obstante la infausta ‘separación de la Iglesia y el Estado’ otorga a esta mayoría la garantía efectiva de su culto, claramente consignada, de modo especial, en la misma Constitución. Y aun en el orden económico, el gobierno justo, tomando en consideración, que esa mayoría Católica es al propio tiempo la mayoría de los contribuyentes de la Hacienda Pública, equitativamente coopere a las obras Católicas, entre éstas la enseñanza religiosa, que los padres de familia católicos la apetecen y la exigen para sus hijos, y sin tener medios con que proporcionársela con sus propios recursos” (Ibid., 7).
Para terminar, el arzobispo orientó a los fieles católicos a elegir al gobernante justo: “¿Y por qué no pediros, amados fieles, lo que tanto anhela nuestro corazón como Pastor de esta Iglesia, y lo que debe ser vuestra santa aspiración como católicos? Esto es; os exhortamos, también, a que procuréis que nuestro futuro presidente sea una persona de reconocida religiosidad, de fe firme y práctica, en una palabra, un sincero católico” (Ibid., 8). Y para eliminar cualquier duda sobre la afiliación política del tipo de presidente al que hacía referencia, José Antonio Lezcano y Ortega concluyó su presentación alabando las cualidades religiosas del presidente saliente Emiliano Chamorro Vargas: “Al dictar esta carta pastoral, en tan interesante ocasión, hemos de aprovecharla, con singular complacencia; para ofrecer al actual Excmo. Sr. presidente don Emiliano Chamorro Vargas y a su gobierno, nuestro obsequioso homenaje, con las muestras de nuestro altísimo aprecio; y para testimoniar nuestro reconocimiento de sus actos benéficos para la Santa Iglesia, a la que ha otorgado completa libertad e independencia, y de la que ha aprovechado, con alteza de miras, su eficaz influencia moralizadora: culminando entre esos actos de gobernante de un pueblo católico; en lo diplomático, el envío de una Legación permanente ante la Santa Sede; y en el orden de cultura religiosa, la generosa donación del terreno para la nueva catedral de esta Arquidiócesis” (Ibid., 9).
Una de las principales preocupaciones de José Antonio Lezcano y Ortega era la presencia y desarrollo del protestantismo en Nicaragua. Esta preocupación se expresa con fuerza y claridad en su carta pastoral con motivo de su visita a Roma en 1924. En una de sus partes, señalaba: “En la fiesta de San Pío V, 5 de Mayo, nos dirigimos a la Basílica de Santa María la Mayor, a venerar el cuerpo de este gran Pontífice, que con su oración obtuvo contra los sarracenos la victoria de Lepanto, que salvó al cristianismo de un grave peligro. Sentimos en nuestra alma de Pastor de esta Grey la necesidad de pedir al cielo, en aquel santuario y por la intercesión de tan poderoso abogado, por nuestra Patria amenazada en su unidad religiosa, por los sarracenos de estos tiempos, las sectas protestantes, que vienen a los pueblos de Hispano América a quitarles su fe católica, para reducirlos a la incredulidad racionalista, a que conduce, necesaria y fatalmente el irrazonable principio del libre examen, que es el principio esencial del protestantismo” (José Antonio Lezcano y Ortega, 1924, 6).
En la ceremonia de instalación del gobierno de Diego M. Chamorro, el presidente saliente, Emiliano Chamorro Vargas, se dirigió al Congreso Nacional para celebrarla despolitización de los partidos nicaragüenses y la aceptación por parte del Partido Liberal y del Partido Conservador del papel interventor de los EE.UU. en Nicaragua: “Desaparecidas las hondas divisiones ideológicas entre los partidos políticos, el interés común a todos es mantener el funcionamiento de nuestras instituciones democráticas, libres de todo tropiezo que comprometa el porvenir… De aquí que aproveche esta última oportunidad para recomendar a los que van a dirigir la gestión de los negocios públicos, el conservar y acrecer las estrechas y cordiales relaciones con los EE.UU. de América, cuyo influjo bienhechor para nuestra paz y prosperidad comienzan a reconocer aun aquellos que nos acusaban como del más feo de los delitos el haber procurado cultivarla sinceramente”.
Y dirigiéndose a Diego Manuel Chamorro, el presidente electo, prosiguió su discurso Emiliano Chamorro Vargas, invocando la ayuda de Dios para el nuevo gobierno: “Vuestro probado carácter es igual a las grandes responsabilidades que sobre vuestros hombres coloca hoy la Providencia Divina de quien imploro y espero que derrame sus bendiciones sobre el pueblo nuestro y su nuevo Gobernante” (Chamorro, 1920, iii-iv).
En su discurso de inauguración, Diego M. Chamorro manifestó sus prioridades como gobernante y confirmó su intención de mantener el marco de relaciones con los EE.UU. heredado del gobierno anterior: “Mantener y ensanchar en todo su alcance y medida, esa política de unión y amistad con los EE.UU., será la política fundamental de mi Gobierno”. En ese mismo discurso, además, expresó su visión religiosa de la política y reiteró la actitud pragmática-resignada del Partido Conservador ante la intervención estadounidense en Nicaragua:
Profusamente favorecidos con las munificencias de la libertad y de una paz durable y con las condiciones de una prosperidad nacional cada vez más creciente, todavía somos deudores a la Divina Providencia de los especiales dones de quietud y apaciguamiento general de los espíritus, hasta hace poco hondamente perturbados y divididos en la exacta apreciación de ciertos puntos esenciales de nuestra política exterior, y que hoy, merced a los fructuosos resultados obtenidos, parece que tendieran a ponerse acordes en el sentimiento de las excepcionales ventajas que ha traído a la República esa misma política de amistad y de alianza con el pueblo y gobierno de los EE.UU., iniciada en propicios momentos para nuestra patria. La conformidad de opiniones de los dos bandos antagónicos en asunto tan vital y respecto al principio mismo, objeto de viva controversia, podría ser ya anuncio claro de una completa fusión de ideas en esta materia si algunos espíritus desaconsejados no hubieran dado muestras con los hechos, de que, o no entienden el verdadero espíritu de esas relaciones o su actitud no era sino un recurso político electoral….
Y haciendo referencia a las relaciones entre la Iglesia y el Estado apuntó:
La Iglesia Católica, a que pertenece la casi totalidad del país y de la cual me cabe la dicha de ser uno de sus más humildes y fieles adeptos, gozará durante mi administración de todo aquel apoyo y protección que le garantiza nuestra Carta Constitutiva, no sólo porque así lo previene la ley, sino también porque siendo uno de los más firmes sustentáculos del orden y de la moral pública, la considero, en mis profundas convicciones democráticas, verdadera madre de la civilización moderna y nodriza de las instituciones libres.
Finalmente, Chamorro reafirmó su visión providencialista del poder cuando señaló:
Reconociendo humildemente, que, “cuando el Señor no cuida de la casa, vano es el empeño y la vigilancia del hombre”, me abandono a la dirección del Todopoderoso, y, poniendo en sus manos mi propia suerte y la del país, deposito en El toda mi fe y esperanza para el hábil y atinado desempeño de mis funciones, y hacia El elevo las más fervientes súplicas para que me sostenga en el cumplimiento de mi deber y me dé la prudencia, fortaleza y moderación necesarias para afrontar las dificultades que se me presenten; para que infunda en nuestro pueblo el respeto a la autoridad y a la ley y el amor a la justicia y a la paz, y, para que, extendiendo sus miradas hacia nosotros, nos proteja con todas las bendiciones de la libertad, de la paz y de la prosperidad nacionales (Chamorro, 1921, 1-28).
La coalición liberal que se enfrentó a los conservadores en los comicios de 1920 denunció los resultados electorales como fraudulentos. El mismo Departamento de Estado aceptó que las elecciones habían sido contaminadas por el conteo irregular de los votos e insistió en la necesidad de impulsar una reforma electoral (The Department of State, 1923, 171-5).
Diego M. Chamorro cedió a las presiones del gobierno estadounidense que recomendó la intervención del Dr. Harold W. Dodds, Secretario de la Liga Nacional Municipal de los EE.UU., para elaborar una nueva ley electoral. La propuesta presentada por Dodds fue adoptada con pequeñas modificaciones por el Congreso nicaragüense el 16 de marzo de 1923.
Mientras las élites nicaragüenses se acomodaban a la intervención, la Iglesia Católica continuó sus esfuerzos por evitar la expansión del protestantismo. La preocupación de la Iglesia fue expresada por el obispo Simeón Pereira y Castellón en su carta al cardenal estadounidense James Gibbons del 9 de octubre de 1921:
Lamentables errores han colocado a nuestra Patria, Nicaragua, en especiales circunstancias que le restan gran parte de su autonomía, poniéndola a discreción de extranjeras influencias.
Y vuestro pueblo, carísimo hermano, ha hecho sentir a nuestro pequeño pueblo el peso de sus millones y de sus hombres; y vuestra fuerte Patria ha dominado a nuestra débil patria al empuje de sus barcos acorazados de sus potentes cañones y los tesoros de los banqueros del Norte se robustecen con la sucesión cotidiana y aniquilante de nuestras exhaustas arcas, al amparo de gravosos empréstitos, de tratados injustos y contratos desiguales.
Pero hay algo más que los bienes materiales; hay otros intereses más importantes que los perecederos intereses terrenales: detrás de la conquista material, viene la conquista espiritual, y, a este respecto, amadísimo hermano, es que requerimos de vuestro poderoso y eficaz auxilio en esta obra, a la vez que patriótica y justiciera, imponderablemente apostólica.
La conquista no solamente se extiende a las finanzas, a la política de nuestro país sino que invade los serenos campos de la conciencia: la ola del protestantismo pretende avanzar echando primero por delante, como para abrir brecha, a rodar el dólar por nuestros campos y poblados, propicios, desgraciadamente, al halago del dinero porque, para el desarrollo de tan siniestro plan, parece que se ha procurado el empobrecimiento y la miseria de nuestro sufrido Pueblo, que así, a costa de sacrificios, aun mantiene su decoro (Pereira y Castellón, 1921, 163-168).
Diego Manuel Chamorro murió en el poder en octubre de 1923, siendo reemplazado por el vicepresidente Bartolomé Martínez. En estas circunstancias, el Partido Conservador se dividió en dos facciones: la “genuina”, encabezaba por Emiliano Chamorro Vargas, representante de las principales familias conservadoras granadinas, y el Partido Conservador Republicano, liderado por el propio Martínez (Buitrago, 1997, 280).
En su mensaje inaugural, B. Martínez expresó el pragmatismo- resignado y la visión religiosa del poder y de la historia siempre dominantes en la clase política nicaragüense: “La voluntad inescrutable de la Divina Providencia ha puesto en mis manos el Poder Ejecutivo de la República… Con respecto a la Gran República Norteamericana, hemos recibido tan repetidas muestras de cordial amistad de parte de su Gobierno, que tendré particular empeño en procurar que nuestras relaciones con ella, fundadas en intereses comunes, continúen sobre la base de recíproca y sincera consideración en que al presente están establecidas… Como Católico que soy, declaro que con todo gusto garantizaré el libre ejercicio de este culto; pero, acatando lo que ordena la Constitución, garantizaré también el libre ejercicio de los otros cultos, con tal que no se opongan a la moral cristiana y al orden público” (Martínez, 1923, 1-7).
El presidente Martínez pretendía no sólo terminar el período de Diego Manuel Chamorro, sino también, lanzarse como candidato en la contienda electoral de 1924 (Sacasa, 1936 1988, 11). Para alcanzar su objetivo, solicitó la opinión del Departamento de Estado. Washington se pronunció señalando que sus aspiraciones contradecían los acuerdos establecidos en los Pactos Dawson. Ante esta opinión, desistió de sus pretensiones presidenciales e impulsó, junto con los liberales nacionalistas, una fórmula bipartidista para enfrentar a Emiliano Chamorro Vargas. Se la conoció como “la fórmula de la transacción” y estuvo compuesta por el conservador Carlos José Solórzano, candidato a la presidencia, y por el liberal Juan Bautista Sacasa, candidato a la vicepresidencia. En estas elecciones participó también el Partido Liberal Republicano con la candidatura de Luis Correa (Buitrago, 1997, 280).
Durante la campaña electoral, la Iglesia Católica se inclinó abiertamente a favor del Conservatismo Chamorrista. El obispo de Granada Canuto José Reyes y Valladares advirtió a sus fieles que Dios castigaría a quienes no supieran votar a favor de un “digno representante de Dios”. Nótese la no muy velada alusión al Liberalismo como el “enemigo de la Iglesia”: “Vosotros recordaréis que en tiempos no muy lejanos fue perseguida vuestra Iglesia, fuimos desterrados los ministros, ultrajados los ciudadanos honrados, arrancada de la escuela la enseñanza del catecismo y mil otras cosas que hicieron derramar lágrimas a toda la república. ¿Por que? Por estar en el poder un enemigo de la Iglesia. No volvamos, pues, a las andadas, hijos míos; de vosotros depende, en vuestras manos está el colocar en el solio presidencial a aquel ciudadano que sea digno representante de Dios en el poder. Os aseguro que si despreciáis mis consejos haréis la desgracia de la nación, y por el contrario, si los aceptáis tendréis la paz asegurada y las bendiciones del cielo que yo os ratifico en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Reyes y Valladares, 1924, 16).
A pesar de los esfuerzos de la Iglesia Católica, la fórmula ‘transaccionista” se impuso en elecciones marcadas por el desorden. En su discurso de toma de posesión, el 1 de enero de 1925, Solórzano expresó su voluntad de impulsar la consolidación de una “tendencia de concordia” entre conservadores y liberales “para olvidar odios, destruir prejuicios y evitar divisiones”. Además, ofreció mantener una “constante relación” con el gobierno de los Estados finidos “para utilizar los poderosos medios de que dispone en el sentido de obtener la más sólida y bonancible situación económica para Nicaragua” (Solórzano, 1925, 7).
La “tendencia de concordia” no estaba basada en un pensamiento político capaz de trascender el marco cultural pragmático- resignado impuesto por la intervención estadounidense. En las propias palabras del mandatario, el “transaccionismo” se fundamentaba sencillamente en “sentimientos de concordia y anhelos de renovadoras tendencias políticas y administrativas” (Ibid., 4). En este sentido, el “transaccionismo” constituía una versión bipartidista y menos entreguista de la orientación “administrativista” inaugurada por Adolfo Díaz Recinos. El “administrativismo” denotaba una visión “gerencial” de la función de gobierno, que relegaba a un segundo plano, la tarea política de crear aspiraciones nacionales capaces de integrar los intereses y las aspiraciones de los principales sectores de la sociedad. Señalaba Solórzano:
El duodécimo y último punto del programa de gobierno de transacción se refiere a que el Gobierno por mí presidido se abstendrá de inmiscuirse en toda labor política partidarista, que deberá iniciar la reforma de la constitución en el sentido de garantizar la representación de las minorías en todos los cuerpos colegiados que se forman por el sufragio popular; y que asimismo deberá iniciar las otras reformas que a la constitución haya indicado la experiencia, que sean necesarias, útiles y convenientes. En cuanto a lo primero, proponiéndome hacer un gobierno esencialmente nacional, como es mi firme y decidida resolución, es claro que evitaré el derroche de tiempo y de energías que implica la excesiva preponderancia de las cuestiones meramente políticas sobre las administrativas. Nicaragua ha sido víctima de un politiquismo partidarista infecundo, parasitario y degenerador; quiero reaccionar contra esa malsana tendencia; quiero que domine en mis procedimientos la visión del conjunto nacional; quiero hacer que conveijan hacia los intereses generales los particulares intereses que han desviado las corrientes de vida de nuestra joven democracia, y quiero dar a mis conciudadanos el ejemplo de un gobernante consagrado por entero a las tareas administrativas y que sólo por incidencia dedicará el tiempo indispensable a las cuestiones políticas que por su importancia para los intereses generales, merezcan ser estudiadas y resueltas (Solórzano, 1925, 26-27).
Durante el gobierno transaccionista se organizó una “guardia nacional” para la preservación del orden. La ley creadora del nuevo organismo militar establecía lo siguiente: “La Guardia Nacionalal es una institución ajena a toda influencia política, destinada a mantener el orden social con el triple carácter de policía urbana, policía rural, y policía judicial… El Ejército es independiente de la Guardia Nacional, aunque en caso llegado, ambos deben cooperar a la conservación del orden público en la forma que las leyes determinen” (Ley de Creación de la Guardia Nacional, 1925, en Cuadra Pasos, 1977, 305).
La organización de la Guardia Nacional fue encomendada al mayor Calvin B. Carter, quien llegó a Nicaragua en julio de 1925, ostentando el título de “Jefe de la Constabularia y de la Escuela de Instrucción de la Guardia Nacional” (Sacasa, 1936 1988, 15). Con la implementación de la ley electoral Dodds y con la formación de un cuerpo armado nacional los EE.UU. ordenaron el retiro de sus tropas, considerando que su presencia militar en Nicaragua era innecesaria.
Los marinos estadounidenses abandonaron Nicaragua el 4 de agosto de 1925. Cuatro semanas más tarde, los conservadores Chamorristas se rebelaron para “liberar” a Solórzano de la influencia de los liberales. Los EE.UU. detuvieron esta rebelión enviando barcos de guerra a las costas de Corinto y Bluefields.
El 25 de octubre de 1925, las fuerzas Chamorristas volvieron a alzarse en armas, tomando el cuartel de La Loma en Managua y forzando a Solórzano a romper el pacto de “transacción”. El mandatario, además, fue obligado a compensar a Chamorro por los gastos de su rebelión y a nombrarlo comandante en jefe del ejército (The Department of State, 1932, 188; Sacasa, 1936 1988, 16).
Aunque el golpe de estado, organizado por Chamorro, recibió la condena de los EE.UU., el caudillo conservador continuó afianzándose en el poder haciéndose nombrar senador por Managua y, luego, primer designado a la presidencia (Sacasa, 1936 1988, 189). Los EE.UU. no reconocieron estos nombramientos señalando que el poder de Chamorro era ilegal, ya que en última instancia se derivaba de un golpe de Estado (The State Department, 1932, 190). Chamorro volvió a ignorar la posición de los EE.UU. y la protesta del resto de países centroamericanos, procediendo a organizar su gobierno dentro del contexto de bonanza económica producido por los altos precios del café en 1926.
En su discurso de inauguración, Chamorro señaló los motivos de su movimiento armado: “De cualquier manera que se considere el movimiento de octubre, nadie podrá imputarle en justicia carácter subversivo contra los poderes constituidos, y menos aun contra las instituciones. El movimiento popular de octubre no tuvo otra finalidad que rescatar al país, librando a la vez al señor Solórzano de la presión arbitraria de los círculos que lo estrechaban, y en cuyas manos el Poder constituía un peligro permanente para la vida ciudadana y para la seguridad de la República” (Chamorro, 1926, 9).
En esa misma ocasión, Chamorro señaló que la oposición de los EE.UU. a su “movimiento popular” se debía a “apreciaciones teóricas de los tratados de Washington” (Ibid). Para Chamorro -el más anti-intelectual de todos los gobernantes conservadores de este período- lo teórico era sinónimo de equivocado.
En esta época se delinearon de manera más visible las dos corrientes políticas que operaban dentro del Partido Conservador: la caudillista tradicional, liderada por Chamorro; y la otra, más reflexiva e intelectual, liderada por Cuadra Pasos. El espíritu conciliador de éste estaba en directa contraposición con el “espíritu de secta”, que orientaba la acción política de Emiliano Chamorro Vargas. Una lectura cuidadosa del discurso pronunciado por el presidente del Congreso, Cuadra Pasos, el día de la inauguración de la presidencia de Emiliano Chamorro Vargas, muestra las diferentes visiones políticas de los dos líderes conservadores: “Me ha cabido en esta ocasión trascendental el alto honor de tomaros la referencia es a Chamorro, en nombre de la República, la promesa constitucional y solemnísima que os obliga a dedicar todas las actividades de vuestro espíritu al servicio de la nación; y en cumplimiento del ceremonial de costumbre, por mis manos han sido impuestos sobre vuestro pecho los colores de la patria, estrechados en el símbolo de la suprema autoridad, cuyo ejercicio dificilísimo os ha de poner en el trance de perseguir ese equilibrio delicado, entre el dominio imperioso de la fuerza que conquista el respeto, y las flexibilidades del carácter necesarias para ganar el amor, que también es fuerza porque como ha dicho un gran pensador, en estos tiempos modernos de la democracia, gobernar no es solo imperar, gobernar es convencer, empapar de la propia convicción al espíritu general, procurando que la adhesión de los más, haga fuerte y resistente la acción del que dirige” (Cuadra Pasos, 1926, 16).
La posición expresada por Cuadra Pasos en su discurso, se enmarcaba dentro de un pensamiento contractual! sta que reconocía que la construcción del orden social requería transformar, “el poder en derecho y la obediencia en autoridad”. Cuadra Pasos, en otras palabras, entendía el orden como un balance de intereses que se legitimaba democráticamente mediante la articulación de un consenso social. En cambio, para Emiliano Chamorro Vargas, el poder se derivaba de la fuerza de las armas, o de la fuerza política que se deriva de la capacidad de manipular a las masas o al sistema político imperante.
La llegada de Emiliano Chamorro Vargas al poder provocó el nacimiento de un movimiento armado liberal en el mes de mayo de 1926. En poco tiempo, este movimiento llegó a controlar la costa Este del país con excepción del Cabo Gracias a Dios y San Juan del Norte. Argumentando la necesidad de proteger los intereses estadounidenses en Nicaragua, el gobierno de los EE.UU. movilizó el barco U. S. S. Cleveland. A su vez, estableció una zona neutral en la Costa Atlántica que sirvió para limitar la expansión de las fuerzas rebeldes. Aprovechando la intervención estadounidense, las tropas del gobierno golpista de Chamorro organizaron una contra-ofensiva que consiguió aplastar a los rebeldes.
Otro alzamiento liberal tuvo lugar en agosto en las costas Este y Oeste del país. Nuevamente, los EE.UU. enviaron barcos de guerra a Corinto y Bluefields para contener el avance de las fuerzas rebeldes mientras presionaban a Chamorro a iniciar negociaciones de paz con los alzados en armas. Después de una tenaz resistencia, éste se vio obligado a aceptar la propuesta estadounidense.
Las pláticas entre el gobierno salido del golpe de Estado en “El Lomazo” y las fuerzas rebeldes se realizaron en el barco U.S.S. Denver entre el 16 y el 24 de octubre de 1926. La conferencia concluyó sin solucionar sus diferencias ni ponerse de acuerdo las partes en conflicto. Así, la lucha armada se reinició el día 30 de ese mismo mes.
Para desactivar la crisis nacional, Chamorro intentó un nuevo artificio legal entregando la presidencia al segundo designado, senador Sebastián Uriza, y asumiendo la posición de comandante de las fuerzas armadas. Los EE.UU. no reconocieron la presidencia de Uriza ni el nombramiento de Chamorro como jefe militar. Ante esta situación, el Congreso Nacional eligió a Adolfo Díaz Recinos como presidente.
Esta elección presidencial fue reconocida por los EE.UU.. En cuanto a la forma de llevarse a efecto, hubo muchas dudas incluso del prestigioso jurisconsulto conservador, Carlos Cuadra Pasos, para quien era difícil “poder percibir la raíz jurídica de la legitimidad de este segundo mando de don Adolfo Díaz, surgido al soplo arbitrario de la intervención, en combinación con el retiro del General Emiliano Chamorro Vargas. Por más que se haya echado encima tierra abonada, las raíces de uno y de otro van a parar a la misma cimiente del golpe de Estado” (Cuadra Pasos, 1976, 662).
En el discurso de inauguración de su nuevo mandato, Adolfo Díaz Recinos reafirmó su visión política pragmática-resignada y criticó la tendencia transaccionista iniciada por Bartolomé Martínez, a quien responsabilizó por no “confirmar plenamente” el principio del “Americanismo”, que él había introducido, y por haberse apartado “de la política bienhechora que se define y valida en el apoyo moral del Gobierno de los EE.UU.”. Y añadió: “Nuevamente, la confianza comprometedora de Vos, Soberano Congreso, me entrega en la hora difícil la dirección suprema de los destinos de la Patria. Siento vibrar en mi espíritu, ya serenado por la edad, las cuerdas de todas las responsabilidades de ciudadano y de hombre de estado, y al contemplar el campo lleno de tantos accidentes, sembrado de tantas dificultades, no puedo menos que afirmar ante el pueblo de Nicaragua, declarándolos ante su Augusta Representación, mis propósitos de perseverar en la política de acercamiento hacia los EE.UU., y de buscar en el apoyo moral que generosamente se nos brinda, las posibilidades de apaciguar la discordia y de estrechar a los nicaragüenses todos en un solo lazo de concordia fraternal” (Díaz, 1926, 6 y 8).
Los liberales rechazaron la presidencia de Adolfo Díaz Recinos y establecieron un gobierno paralelo en Puerto Cabezas bajo el liderazgo de Juan Bautista Sacasa, quien fue designado como “Presidente Constitucional de Nicaragua”. El general José María Moncada asumió el cargo de ministro de la Guerra y la Marina en el gabinete del gobierno rebelde (Sacasa, 1936 1988, 27).
De acuerdo a la versión del Departamento de Estado, el ejército rebelde impuso un impuesto sobre las exportaciones realizadas por las compañías estadounidenses dedicadas a la explotación maderera en las zonas controladas por los alzados. Ante la protesta de estas compañías, el gobierno de los EE.UU. demandó al nicaragüense garantizar la seguridad y los intereses de los inversionistas estadounidenses en el país. Como había sucedido en 1912, el gobierno de Nicaragua, otra vez del mismo Díaz, reconoció su incapacidad para responder a esta demanda y solicitó al gobierno de los EE.UU. su intervención militar para imponer el orden en las zonas controladas por los rebeldes.
Ante esta realidad, en diciembre de 1926, las tropas estadounidenses establecieron “zonas neutrales” en los territorios de Puerto Cabezas, Río Grande, Laguna de Perlas, Prinzapolka y Rama (Sacasa, 1936 1988, 29). Los liberales, mientras tanto, siguieron presionando su paso hacia Managua, llegando a controlar toda la costa este del país, con la excepción de los territorios protegidos por los marinos estadounidenses.
La presencia militar de los EE.UU. limitó la movilización de las fuerzas rebeldes. Así lo reconoció más tarde Anastasio Somoza García en sus memorias: “Aquella falange invicta vino venciendo todos los obstáculos que a su paso pusieron la naturaleza, los elementos y los hombres; y a pesar de la gran jornada, en vez de cansarse con las privaciones y la intemperie, aquellas almas espartanas cobraban más brío y sus pendones marchaban desplegados a todos los vientos, cuando en su camino surgió una mano poderosa que trazó una línea en su marcha, señalando hasta donde debían llegar aquellos soldados heroicos; y aunque esa línea bien pudo haber sido forzada y destruida, también es cierto que habría sido un sacrificio glorioso pero inútil” (Somoza García, 1936 1976, 17).
La religiosidad de las tropas liberales se hace evidente en el relato de las jomadas bélicas que ofrecen las memorias de J.M. Moncada: “Era Abril, Semana Santa. No hubo temor a la Pasión de Cristo, no obstante que los conservadores de Nicaragua son tenidos por más católicos que los liberales. Martes Santo, Miércoles, Jueves, Viernes Santo, cuatro batallas, palmo a palmo, todas ganadas, gracias a Dios, por nosotros. El Sábado Santo resolvimos cantar gloria en Teustepe sin molestar a Boaco, por razones de humanidad” (Moncada, 1942, 51).
Ante la agravación de la situación militar en Nicaragua, el presidente estadounidense Calvin Coolidge encomendó a Henry L. Stimson la negociación de un acuerdo de paz entre las fuerzas liberales y conservadoras. El diplomático llegó a Nicaragua el 17 de abril de 1927 dispuesto a “arreglar” el conflicto político (Stimson, 1927 1991, 18).
Stimson era un claro exponente del pragmatismo optimista dominante en la cultura política estadounidense a comienzos de siglo. Tenía poco interés en las complejidades históricas del país que intentaba pacificar y poseía mucha fe en la capacidad de la voluntad política y de las técnicas político-electorales utilizadas por los EE.UU. para organizar el conflicto social y condicionar el rumbo de la historia. Más aún, Stimson argumentaba que su ignorancia sobre Nicaragua era una ventaja: “Aunque yo había recibido misiones similares en otros países de América Latina cuando funcionaba como Secretario de Guerra, nunca había estado en Nicaragua y nunca, durante mi vida pública y profesional, tuve contacto con ninguno de sus problemas políticos o de negocios. En la medida en que la ignorancia puede limpiar la mente de prejuicios o compromisos, la mía era una mente limpia” (Ibid., 18).
Para Stimson, la causa del desorden político y social nicaragüense radicaba en su ordenamiento jurídico-político y, más concretamente, en la subordinación del sistema electoral al poder ejecutivo. Ni las características histérico-estructurales del Estado y de la sociedad nicaragüense ni la cultura política, dentro de la que funcionaban las élites de este país, fueron vistas por él como relevantes: “La causa central de la falla del sistema de gobierno popular en estos países centroamericanos radica en el fracaso del sistema electoral popular … Las constituciones adoptadas, a pesar de que tienen como modelo la nuestra, se diferencian de nuestro sistema en tanto que otorgan al gobierno central grandes y concentrados poderes sobre los departamentos y municipalidades… Estas condiciones son apropiadas para el desarrollo de sistemas dictatoriales… Así pues, la fuerza constituye la única opción disponible para deponer a un gobierno… De esta manera, las revoluciones se han convertido en una parte normal de los sistemas políticos de estos países” (Ibid., 4-5).
El enviado estadounidense organizó una reunión con los representantes del gobierno y de las fuerzas rebeldes el 4 de mayo de 1927 en la ciudad de Tipitapa. En sus memorias, registra cómo le sorprendió la actitud de los liberales, quienes aceptaban y esperaban la participación de los EE.UU. en la resolución de sus disputas: “Me quedó claro que la gente de los dos partidos eran amistosos con los EE.UU. y que esperaban nuestra asistencia para ayudarlos a salir del impasse y sus preocupantes consecuencias. Esto fue una sorpresa para mí. Yo esperaba encontrar amistosos a los conservadores por la impresión general de que la fortuna política de este partido había sido favorecida por la presencia de nuestros marinos en Managua desde 1912 . Al mismo tiempo yo esperaba encontrarme con el resentimiento de los Liberales… esperaba que el principal principio de este partido sería el anti-americanismo… Me encontré con que los líderes de ambos partidos buscaban ansiosamente nuestra intervención y reconocían el fundamental interés de los EE.UU. en el establecimiento y mantenimiento de gobiernos responsables y ordenados en Centroamérica” (Ibid., 23).
Las negociaciones impulsadas por Stimson -conocidas como las negociaciones del Espino Negro-se organizaron de acuerdo a los términos de una propuesta oficial presentada por el presidente Díaz. Esta propuesta incluía: el cese de las hostilidades y la entrega de las armas de los dos bandos en guerra a los marinos estadounidenses; la emisión de un decreto de amnistía; el retomo de los exiliados y el reintegro de las propiedades confiscadas por el gobierno a los liberales; la incorporación de miembros del Partido Liberal en el gabinete de Di az; la organización de un ejército nicaragüense no partidista comandado por oficiales estadounidenses; la supervisión estadounidense de las elecciones de 1928 -; y la permanencia en el país de una fuerza de marinos para asegurar la paz (Ibid., 26-27).
Juan Bautista Sacasa rechazó la continuación de Díaz en el poder, propuesta por el gobierno, pero autorizó al general José María Moncada para negociar lo más conveniente (Sacasa, 1927, en Esgueva, 1995, 940-941). Este llegó a la conclusión de que era inútil luchar contra la voluntad de los EE.UU.. En el mensa) e dirigido a sus soldados, señaló:
Después de nueve meses de patriótica pero sangrienta lucha, las armas victoriosas del presidente Juan Bautista Sacasa se hallan en las cercanías de la capital, en Teustepe y Boaco. Ya no ignoran los nicaragüenses todos, que desde Laguna de Perlas hasta la Cruz de Teustepe, en cerca de veinte combates, el Liberalismo ha demostrado su energía y su poder, derrotando en todas las formas a su antagonista el Partido Conservador.
Mas todas estas victorias y este grandioso esfuerzo, de la libertad y el honor, han sido a última hora anulados por mandato del Gobierno de los EE.UU. y de su Ejército, uno de los más grandes de la tierra…
Jamás he tenido en la vida momentos y horas de más angustiosa meditación. Una pesadilla horrible, pesa sobre mi alma de patriota, y no tengo valor ni me considero con derecho para resolver por mí sólo lo que el ejército y el país entero deben hacer en este día de luto y de zozobra… Recomiendo a mis conciudadanos la mayor calma, aunque esto sea más fácil decirlo que hacerlo, pues yo mismo tengo en el pecho el mayor tormento de mi vida… Yo no soy inhumano. Por una causa noble y generosa me puse al frente de las fuerzas constitucionalistas, pero no podré aconsejar a la nación que derrame toda su sangre patriota por nuestra libertad, porque a pesar de ese nuevo sacrificio, esta libertad sucumbiría ante tuerzas infinitamente mayores y la Patria caería más hondamente entre las garras del águila norteamericana (Moncada, 1927 a, en Somoza García, 1936 1976, 31)
En una segunda conferencia organizada por Stimson el 11 de mayo de 1927, en la misma ciudad de Tipitapa, el diplomático estadounidense entregó a Moncada una carta, confirmando la aceptación por parte de Washington del acuerdo de paz propuesto por Díaz. En esa misma carta, Stimson indicó que había recomendado a Díaz reconfigurar la Corte Suprema mediante la eliminación de los jueces nombrados por Chamorro y la restitución de los miembros del Congreso, quienes habían sido expulsados por éste. La carta, además, demandaba el nombramiento de jefes políticos liberales en Bluefields, Jinotega, Nueva Segovia, Estelí, Chinandega y León. Y resumía el espíritu de su carta, señalando: “He recomendado que se tomen los pasos necesarios para restablecer en la medida de lo posible, las condiciones políticas que existían en Nicaragua antes del golpe de estado de Chamorro” (Stimson, 208-209).
Con fecha del 12 de mayo, Stimson recibió un telegrama firmado por Moncada y once más de los doce generales del ejército rebelde. Las fuerzas liberales aceptaban las condiciones del acuerdo negociado por el diplomático estadounidense. Augusto C. Sandino, la firma ausente en el telegrama de aceptación de las condiciones de paz impuestas por los EE.UU., no aceptó lo firmado y se levantó en armas para luchar contra la intervención estadounidense en uno de los capítulos más dramáticos de la historia política nicaragüense y latinoamericana.
Moncada aceptó las jefaturas políticas de los seis distritos liberales, de acuerdo con el Pacto de Tipitapa, alegando que el control de estos distritos ayudaba a garantizar la celebración de elecciones justas. En la justificación de su decisión, ofrece una interesante visión de la naturaleza del poder político y del funcionamiento del sistema electoral nicaragüense de esa época. Para Moncada, los jefes políticos eran “los dictadores de los departamentos”. Y agregaba: “Ellos por la fuerza y el cohecho compelen a los ciudadanos a votar. Los directores de Policía y los Jueces procesan a los contrarios; estos procesos los llevan a las Cortes de Justicia y entretienen el juicio el tiempo necesario para impedir el voto de los ciudadanos. Los Administradores de Rentas por medio de ventas de aguardiente y de tabaco, trabajan en favor de la candidatura oficial”. Y agregaba: “Ya que se ofrecen empleos a los liberales, para garantía de la elección podríamos aceptar… seis departamentos para nosotros, no por el deseo de ganar el sueldo, sino para que sirva de balanza en la elección ese control liberal, para cooperar con los marinos en la realización de una verdadera elección libre” (Moncada 1927 b, en Somoza García, 1936 1976, 28-29).
Con la firma del pacto negociado por Stimson, el Partido Liberal aceptó la presencia militar estadounidense como “la única garantía de la libertad y la prosperidad” (PLN, 1927, 94). El pragmatismo-resignado de Moncada aparece claramente reflejado en el recuento que hizo Sandino de su encuentro con éste, poco después de las negociaciones del Espino Negro en Tipitapa:
Le pedí a Moncada una explicación de la forma en que había quedado arreglada la paz. Para contestarme se acomodó bien en la hamaca componiéndose a la vez una cruz de oro de la marinería norteamericana que tenía pendiente del cuello con una cintita blanca. La explicación de él fue que un representante del gobierno de los EE.UU. de Norte América le había dicho que su gobierno estaba dispuesto a ponerle fin a la guerra que había en Nicaragua. Que aquel gobierno había aceptado la solicitud de Adolfo Díaz Recinos para supervigilar las elecciones presidenciales y que por consiguiente el gobierno norteamericano custodiaría las armas de Adolfo Díaz Recinos y las de los liberales. Que a cambio de la depuesta de las armas daría diez -10-dollars por cada rifle al hombre que lo tuviera. Que al que no depusiera las armas pacíficamente lo desarmarían por la fuerza.
Yo me sonreí maliciosamente.
Fue objeto de sorpresa mi sonrisa para el general Moncada quien agregó: “También nos darán el control de seis departamentos de la República. Usted es el candidato escogido para jefe político de Jinotega. El gobierno de Díaz pagará todas las bestias que actualmente estén en la guerra y usted puede recoger las que más pueda y será legalmente dueño de ellas. Pregunté a Moncada si estaba de acuerdo todo el Ejército y me respondió:
“Tiene que estarlo supuesto que a todos les será pagado el sueldo que hayan devengado. A usted le corresponden -continuó-diez -10-dollars diarios durante el tiempo que ha permanecido en armas”.
Yo me sonreí maliciosamente (Sandino, 1927 a, en Ramírez, 1980, 70-75).
Sandino se internó en la montaña para comunicar a sus soldados los resultados de su conversación con Moncada y para decidir sobre su futuro. El registro que ofrece Sandino de este episodio revela el espíritu nacionalista que guiaba las acciones y el pensamiento político del general rebelde, en contraposición con el espíritu y el pensamiento oportunista, pragmático y resignado de Moncada. Señala Sandino: “No era posible que yo fuera indiferente a la actitud asumida por un traidor. Recordé en esos momentos las frases hirientes con que nos calificaban a los nicaragüenses en el exterior. Así pasé tres días en el cerro del Común, abatido, triste, sin saber qué actitud tomar, si entregar las armas o defender el país, que reclamaba conmiseración a sus hijos. No quise que mis soldados me viesen llorar, y busqué la soledad. Allí solo, reflexioné mucho, sentí que una voz extraña me decía: ‘ ¡Vendepatria!’ Rompí la cadena de reflexiones, y me decidí a luchar, comprendiendo que yo era el llamado para protestar por la traición a la Patria y a los ideales nicaragüenses, y que las balas serían las únicas que deberían defender la soberanía de Nicaragua, pues no había razón para que los EE.UU. intervinieran en nuestros asuntos de familia. Fue entonces cuando publiqué mi primer manifiesto” (Sandino, 1927 a, en Ramírez, 1980, 70-75).
En su manifiesto, “el general de hombres libres” confirmó su espíritu revolucionario y su visión de la lucha política como un proceso orientado a expandir el marco de la realidad nicaragüense:
El hombre que de su patria no ni siquiera exige un palmo de tierra para su sepultura, merece ser oído, y no sólo ser oído sino también creído… Que soy plebeyo, dirán los oligarcas o sea las ocas del cenagal. No importa: mi mayor honra es surgir del seno de los oprimidos, que son el alma y el nervio de la raza, los que hemos vivido postergados y a merced de los desvergonzados sicarios que ayudaron a incubar el delito de alta traición: los conservadores de Nicaragua que hirieron el corazón libre de la Patria y que nos perseguían encarnizadamente, como si no fuéramos hijos de una misma nación … Los grandes dirán que soy muy pequeño para la obra que tengo emprendida; pero mi insignificancia está sobrepujada por la altivez de mi corazón de patriota, y así juro ante la Patria y ante la historia que mi espada defenderá el decoro nacional y que será redención para los oprimidos. Acepto la invitación a la lucha y yo mismo la provoco, y al reto del invasor cobarde y de los traidores a mi Patria, contesto con mi grito de combate y mi pecho y el de mis soldados formarán murallas donde se lleguen a estrellar las legiones de los enemigos de Nicaragua. Podrá morir el último de mis soldados, que son los soldados de la libertad de Nicaragua, pero antes, más de un batallón de los vuestros, invasor rubio, habrá mordido el polvo de mis agrestes montañas (Sandino, 1927 b, en Ramírez, 1980, 87-90).
El pensamiento político de Sandino y su visión de la historia nacional, como un proceso que podía y tenía que ser condicionado por la voluntad y la acción política reflexiva de los nicaragüenses, contrastaban con el pensamiento pragmático-resignado de las élites liberales y conservadoras que aceptaban la intervención estadounidense. Su posición ante la historia tenía como fundamento lo que algunos han llamado perceptivamente una teosofía de la liberación (González Gary, 1996, 158; Girardi, 1996, 52-54; Hodges, 1996).
La teosofía ofrece una interpretación intuitiva y personal de Dios, en la que no participan mecanismos de intermediación como iglesias o revelaciones (González Gary, 1996, 152-153). Sandino tuvo sus primeros contactos con el pensamiento teosófico durante su estadía en México, antes de su campaña anti-intervencionista.
González Gary identifica dos textos fundamentales para conocer la visión espiritual de Sandino: la entrevista que ofreció al periodista Ramón de Belausteguigoitia en su campamento militar, y el manifiesto del general guerrillero, “Luz y Verdad”. En su entrevista con Belausteguigoitia, Sandino expresó sus convicciones: “…las religiones son cosas del pasado. Nosotros nos guiamos por la razón. Lo que necesitan nuestros indios es instrucción y cultura para conocerse, respetarse y amarse” (Sandino, 1933 a, en Ramírez, 1980, 286).
Para él, la “razón” era la capacidad para apreciar, conocer y aceptar “las leyes que rigen el universo”. Así lo explicó en su manifiesto “Luz y Verdad” el 15 de febrero de 1931 : “Impulsión divina es la que anima y protege a nuestro Ejército, desde su principio y así lo será hasta su fin. Ese mismo impulso pide en Justicia de que todos nuestros hermanos miembros de este Ejército, principien a conocer en su propia Luz y Verdad, de las leyes que rigen el Universo… Lo que existió en el Universo, antes de las cosas que se pueden ver o tocar, fue el éter como sustancia única y primera de la Naturaleza materia. Pero antes del éter, que todo lo llena en el Universo, existió una gran voluntad; es decir, un gran deseo de Ser lo que no era, y que nosotros lo hemos conocido con el nombre de Amor. Por lo explicado se deja ver que el principio de todas las cosas es el Amor: o sea Dios. También se le puede llamar Padre Creador del Universo. La única hija del Amor, es la Justicia Divina” (Sandino, 1931, en Ramírez, 1980, 213).
La teosofía de la liberación de Sandino, a pesar de su sencillez, debe verse como una crítica al pensamiento católico que prevalecía en Nicaragua durante este período. A diferencia del Liberalismo anticlerical tradicional nicaragüense, el Liberalismo de Sandino no se limitó a cuestionar el poder político de la Iglesia Católica, sino que intentó reformular las interpretaciones de ésta sobre el misterio de Dios, la vida y el papel de la humanidad en la construcción del poder y de la historia. En Nicaragua, este intento fue revolucionario. En su manifiesto Luz y Verdad, el general rebelde ofrece una interpretación política del juicio final como “la destrucción de la injusticia sobre la tierra”. Así pues, contrapone a las visiones mágicas y providencialistas del juicio final promovidas por la Iglesia Católica, una interpretación que, por su sentido, pareciera sacada del discurso que utilizará la Teología de la Liberación muchos años después: “No es cierto que San Vicente tenga que venir a tocar trompeta, ni es cierto de que la tierra vaya a estallar y que después se hundirá; No. Lo que ocurrirá es lo siguiente: Que los pueblos oprimidos romperán las cadenas de la humillación, con que nos han querido tener postergados los imperialistas de la tierra. Las trompetas que se oirán van a ser los clarines de guerra, entonando los himnos de la libertad de los pueblos oprimidos contra la injusticia de los opresores. La única que quedará hundida para siempre es la injusticia; y quedará el reino de la Perfección, el Amor; con su hija predilecta la Justicia Divina. Cábenos la honra hermanos: de que hemos sido en Nicaragua los escogidos por la Justicia Divina, a principiar el juicio de la injusticia sobre la tierra” (Ibid, 214)23.
El texto anterior ha sido analizado por Volker Wünderich, quien correctamente lo interpreta como un intento por dar un “contenido intramundano” a la teosofía. Agrega Wünderich: “Sandino no sólo reunió todas esas ideas religiosas o espirituales en una síntesis más o menos bien lograda. Las volvió efectivas para su lucha política y militar. Esto significó, en ultima instancia, que secularizó todas las ideas religiosas, que las refirió de una manera práctica a la meta de la liberación nacional” (Wünderich, 1995, 152).
La secularización impulsada por Sandino, sin embargo, fue limitada y no logró trascender el Providencialismo que imperaba en la cultura nicaragüense. En febrero de 1928 -, Carleton Beals escribía sus impresiones sobre el guerrillero después de conocerlo: “Hay algo de religioso en la ideología de este hombre. Muy a menudo Dios figura en sus frases. ‘Dios es el que dispone de nuestras vidas’, o bien, ‘Ganaremos, Dios mediante’, o ‘Dios y las montañas son aliados nuestros’. Sus soldados repiten muy a menudo todos estos dichos’” (Beals, 1928 -, en Ramírez, 1980, 122).
El espiritualismo de Sandino se conjugó con el “catolicismo popular” y el misticismo indígena de la región, para crear un movimiento político y militar imbuido de una profunda religiosidad. Esto se expresaba en el uso de un lenguaje religioso y providencialista por parte de las tropas sandinistas, así como en las “oraciones” que hacían para defenderse del enemigo. En su libro, Wünderich, transcribe una copia de la “Oración al Justo Juez”, encontrada entre las posesiones de un soldado sandinista muerto en combate. Decía en una de sus partes: “La Saña a mis enemigos veo venir, pues tres veces repito: Ojos tengan, no me vean; manos tengan, no me toquen; boca tengan, no me hablen; pies tengan, no me alcancen; con dos los miro, con tres les hablo; la sangre les bebo y el Corazón les parto… De quien se fía es de la Virgen María y de la Hostia Consagrada, que se ha de celebrar con la leche de los pechos virginales de María Santísima; por esto me he de ver libre de prisiones, ni ser herido ni atropellado ni mi sangre derramada, ni morir de muerte repentina…” (Wünderich, 1995, 135).
El discurso religioso de Sandino debe interpretarse como parte de un esfuerzo intelectual por trascender el Providencialismo mecánico y primitivo dominante en la cultural política y religiosa de la época. Por supuesto, sería un error exagerar el nivel de articulación filosófica alcanzado por el general rebelde en su esfuerzo, pero sería un error mayor, ignorar el significado cultural de éste.
Mientras Sandino organizaba su lucha nacionalista en las montañas, el gobierno conservador de Díaz impulsaba la implementación de los acuerdos del Espino Negro y obtenía el apoyo de los EE.UU. para la revisión de la ley electoral, que debía facilitar la participación de los EE.UU. en la supervisión de las elecciones de 1928 – . Díaz solicitó y obtuvo un nuevo compromiso por parte de los EE.UU. para asistir al gobierno de Nicaragua en la organización de una Guardia Nacional.
Sobre la base de los acuerdos alcanzados por ambos gobiernos, se estableció, además, la formación y el funcionamiento de una Comisión Nacional Electoral compuesta por tres miembros nominados por el presidente de los EE.UU.. Uno de los miembros debía ser conservador; otro, liberal; y el tercero, estadounidense, pero este último quedaba como jefe de la comisión. La Comisión Nacional nombraría las comisiones electorales en cada departamento y en cada estación de votos (The Department of State, 1932, 212).
El 2 de julio de 1927, la Casa Blanca anunció el nombramiento del general Frank R. McCoy como jefe de la Comisión Nacional Electoral. McCoy llegó a Managua el 24 de agosto acompañado de Harold W. Dodds, el experto estadounidense, que había elaborado las leyes electorales de 1923. El gobierno de Díaz, mientras tanto, se comprometió a desbandar al ejército nacional e iniciar la formación de una Guardia Nacional comandada por oficiales estadounidenses.
El 17 de marzo de 1928 -, la Corte Suprema de Nicaragua nombró a McCoy y a los representantes de los Partidos Liberal y Conservador para integrar la Comisión Nacional Electoral. El 21 de ese mismo mes, el presidente Díaz ratificó la decisión de la Corte Suprema de Justicia, otorgando a la Comisión Nacional Electoral la autoridad necesaria para asegurar la imparcialidad de las elecciones y la libre participación de la ciudadanía. La Comisión Nacional Electoral, además, contaba con el apoyo de una Misión Electoral compuesta de 906 estadounidenses. De esta misión debían ser seleccionados los coordinadores de las 13 juntas departamentales, así como los de las 432 juntas locales que administrarían el proceso electoral en todo el territorio nacional.
El 19 de febrero de 1928 -, la Convención Liberal eligió al general Moncada como el candidato presidencial del Liberalismo. Los conservadores objetaron esta candidatura ante la Comisión Nacional de Elecciones argumentando que su condición de senador lo inhibía como candidato. También la rechazaron señalando su participación en el movimiento liberal revolucionario y su supuesta complicidad en un fraude contra el Estado.
La comisión aceptó su nominación, aun cuando el miembro conservador votó en contra. En estas circunstancias, en oposición a Moncada, surgió dentro del seno del Liberalismo un grupo disidente, que formó el Partido Liberal Democrático (Dospital, 1996, 95).
Los conservadores continuaban divididos entre las facciones civilista y caudillista lideradas por Adolfo Díaz Recinos y Emiliano Chamorro Vargas respectivamente. Cada una de ellas nombró sus candidatos presidenciales: Carlos Cuadra Pasos, por la facción civilista; y Vicente Rappaccioli, por la caudillista. Las dos candidaturas fueron rechazadas por la Comisión Nacional de Elecciones, argumentando que ninguna de ellas había demostrado representar al Partido Conservador. Ante esta decisión, las dos facciones conservadoras acordaron nombrar al Sr. Adolfo Renard – de la confianza de Chamorro-, y a Julio Cardenal -de la confianza de Díaz-, como candidatos a la presidencia y vicepresidencia respectivamente (Cuadra Pasos, 1976, 683-685).
A pesar de sus diferencias, tanto Díaz como Chamorro aceptaban la intervención estadounidense y se disputaban su apoyo. Pero, mientras Chamorro se oponía a la supervigilancia electoral porque los estadounidenses se oponían a su candidatura, Díaz estaba a favor de ésta por su íntimo e incondicional apego a los EE.UU..
Moncada, quien en otros tiempos había levantado la bandera anti-intervencionista, estaba ahora a favor de la supervigilancia electoral porque favorecía sus ambiciones presidenciales (Vargas, 1989, 97). El pragmatismo de Moncada y la despolitización del Liberalismo nicaragüense habían convertido al Partido Liberal en una agrupación política colaboracionista. Así lo señalaba Salomón de la Selva en 1928 – : “En Nicaragua hay dos partidos efectivos. El uno cuya divisa es rojinegra, la que ondea en los campamentos del General Sandino, y cuyos principios son anti-imperialistas, bien definidos. El otro partido es aquel cuya divisa es rojiverde, la de los políticos, cuyos principios son de oposición al pueblo y obediencia servil al amo extranjero.
El partido rojiverde, el partido yanquista, el partido de Wall Street, está ahora dividido en bernardistas y moncadistas. Pero forman una sola fal anje que se mantiene de rodillas ante el yanqui. Benardistas y moncadistas son iguales: para los dos bandos del partido rojiverde hay un solo Dios verdadero, que está en Washington, al cual le ofrecen todo: banco, ferrocarril, aduanas, rentas internas, cuanto-hay, inclusive el honor, la soberanía y la libertad de la patria” (de la Selva, 1928 – – 1932, 283).
Moncada ganó las elecciones con un margen de 20, 000 votos. Cuadra Pasos ofrece una interesante reflexión sobre estos resultados: “Todas las circunstancias transitorias le fueron adversas al partido conservador. Las interiores y las exteriores, porque en Washington el señor Stimson sostenía la conveniencia de un triunfo del Liberalismo para justificación de la política de los EE.UU. en el Mar Caribe. Ni entonces, en el resentimiento de la derrota, ni después, nadie en Nicaragua duda de la honorabilidad del Gral. McCoy y de la corrección de su procedimiento. Pero la influencia, que es una cifra en las actividades de la democracia, y que emana de las fuerzas dominantes, obró en la jomada contra la causa conservadora. Los oficiales de la marina americana no escondían sus simpatías por la candidatura del Gral. José María Moncada, por el mérito de haber sido el factor principal para lograr la paz en Nicaragua sin derramamiento de sangre Americana” (Cuadra Pasos, 1976, 683-685).
En su último discurso como presidente, Adolfo Díaz Recinos reafirmó el pragmatismo-resignado dominante en la conducta del Partido Conservador durante todo este período y justificó el colaboracionismo de los conservadores con las fuerzas interventoras después de la caída del régimen liberal. Señaló que “los hombres de la nueva situación” -los conservadores que asumieron el poder después del colapso del gobierno libero-conservador liderado por Juan José Estrada en 1911 -, habían evaluado la grave situación en que se encontraban las relaciones entre los EE.UU. y Nicaragua después de la caída de Zelaya, y trataron de buscar “las soluciones salvadoras de la República”. Lo principal en ese momento era “recuperar la confianza de los EE.UU., sin la cual es imposible para ningún país prosperar en este Continente”. Y agregó: “Esa confianza del fuerte y poderoso…teníamos que obtenerla dando prendas de verdadera amistad, de identificación de criterios, en la apreciación de los problemas continentales que interesan a la Gran República, y en los cuales nos tocará actuar por nuestra geografía. Sobre este concepto básico fue abierto el capítulo de nuestro trato para ver de obtener el reconocimiento del Departamento de Estado de Washington para el nuevo Gobierno Nicaragüense, y conquistar así la estabilidad jurídica en la vida internacional y posibilidad de operar en el sentido de reorganizar la república” (Díaz, 1928 -, 13-14).
Adolfo Díaz Recinos, además, celebró la transfiguración del Liberalismo nicaragüense y su esterilización ideológica. Nótese su referencia a “la realidad” como el marco que establece los límites de “lo posible”: “El Partido Conservador aparece en este momento vencido por su propia obra, y sin embargo, en el campo de la ideología, su triunfo ha sido definitivo. Sus adversarios han tenido que rectificar, adoptar sus ideales, adaptarse a las formas de los nuevos tiempos; en fin, han tenido que colocarse en un plano esencialmente conservador, y confesar con los hechos que en el litigio que sostuvimos por dieciocho años, por la desgracia con demasiada acritud, en la querella del Americanismo nosotros llevábamos la razón, nos asistía la justicia; que nuestra mira era verídica, la única que cabría seguir dentro de las posibilidades y dentro de las realidades de la Patria y de la época” (Ibid., 16).
En el mismo discurso final, también hizo una cautelosa referencia a la ambigua posición que tuvieron que adoptar los conservadores con relación al tema de la religión y, más concretamente, a la tolerancia oficial del protestantismo:
Hemos abierto con franqueza nuestras puertas a las penetraciones amistosas, pero hemos procurado levantar murallas defensivas por medio de una educación al mismo tiempo tradicionalista y progresista. En una palabra, hemos procurado establecer sistemas de educación y de ilustración castiza en la acepción positiva del vocablo, procurando fortalecer a las nuevas generaciones en el amor de la raza y de la Patria. Comprendo que se puede no estar de acuerdo en principio con los sistemas educativos adoptados por nosotros, pero nadie puede negamos el entusiasmo que hemos manifestado por el mejoramiento de las multitudes, preparando maestros, que serán la oficialidad del porvenir en los ejércitos de las escuelas, y abriendo colegios, que son verdaderas antorchas para los caminos que ha de seguir nuestra juventud, ante cuyos ojos hemos levantado al Dios de sus mayores, en un ideal religioso que fortifique el alma de la raza, para que en esta tierra de bendición, destinada a ser camino por donde transite el mundo, esa raza sea troquel invulnerable que dé siempre forma y consistencia a todo lo que habite, viva y palpite en Nicaragua (Ibid., 15).
Para los EE.UU., el triunfo de Moncada fue útil para contrarrestar el movimiento de Sandino, que operaba bajo la bandera liberal; para terminar de borrar el espíritu anti-imperialista del Liberalismo nicaragüense; y, finalmente, para balancear la tendencia proconservadora dentro de la que originalmente se había organizado la intervención estadounidense en Nicaragua. (Vargas, 1989, 99).
El mismo Moncada, como se señaló anteriormente, había llegado a aceptar la subordinación de Nicaragua a los EE.UU.. En 1932, “desde la loma de Tiscapa”, se dirigió a los nicaragüenses para proponer la inclusión en la Constitución del principio de “representación de las minorías” en el gobierno. En ese mismo mensaje, se presentó como un “amigo de la influencia de los EE.UU. en Nicaragua”:
Habiendo vivido en este torbellino, llevado y traído por los acontecimientos, y los hombres, y aun por la nación poderosa de EE.UU. de América, expuesto a perecer varias veces, caído en la lucha, alzado de la catástrofe, he venido a pensar por el bien de mi país, no en transacciones que nunca fueron buenas, no en convenios de caudillos y de políticos a políticos, jamás en pliegos cerrados y secretos de camarillas, sino en algo más generoso, en lo que el mismo Partido Liberal pensó en su programa de 1913, la representación de las minorías. Que esto se escriba en la Constitución, que se practique, que se inocule en nuestras venas; que el partido caído crea que a tuerza de emulación y no a golpe de cuartel pueda llegar al Poder, abierto el campo por los errores de su contrario, pues ninguna agrupación política sucumbe, como lo dice un filósofo francés, por los ataques de sus adversarios, sino por sus propios errores. Así cayeron los liberales con Zelaya, y después los conservadores en 1927 … Por estas incontrovertibles razones, he pensado en la unión de los partidos políticos de Nicaragua, en que se escuche aquí y en el exterior el clamor de todos los nicaragüenses por la paz. Obedeciendo a las mismas causas, he sido amigo de la influencia de los EE.UU. en Nicaragua, para que crezcamos a su sombra en las prácticas republicanas y acepté a los marinos en Villa Stimson, para la supervigilancia electoral, en 1928 – y este año de 1932 . Más como esto no se repetirá, según expresa voluntad del gobierno Americano, yo suplico a mis conciudadanos que me ayuden con todo esfuerzo a laborar por la paz, con orgullo y tesón (Moncada, 1932 a, 33).
La intervención de los EE.UU. en los asuntos internos de Nicaragua y, más concretamente, en la organización y conducción del proceso electoral fue percibida por Moncada como el resultado de la “suerte”. Así lo expresó el mandatario liberal en su mensaje al Congreso Nacional en 1932 :
No es desconocido para vos el hecho de que desde 1928 – hasta la fecha, verdaderos representantes de la opinión pública nicaragüense se han sentado en este augusto recinto. Podría asegurarse que en la historia independiente de Nicaragua, es el primer período presidencial, durante el cual tan fausto y patriótico suceso se realiza.
Todos los nicaragüenses sabemos que en esto ha tomado parte honrosa el Gobierno amigo de EE.UU. de América. Sabemos igualmente que por desgracia de nuestras guerras intestinas, la intervención armada de aquella nación vino a nuestras tierras. Que para Nicaragua habría sido el acontecimiento más trascendental de su historia, esta representación de la verdadera e inequívoca voluntad ciudadana, si se hubiera realizado bajo nuestros propios auspicios y por nuestra propia voluntad. Pero no lo quiso así la suerte. Hubimos de realizar por mano ajena este gran acontecimiento, que promete ser de fecundos resultados, si seguimos con buena voluntad la senda por la cual las elecciones libres nos han llevado, es decir, si sabemos respetar, en las elecciones venideras, la voluntad del pueblo (Moncada, 1932 b, 3-4).
El pragmatismo-resignado de Moncada se alimentaba de su visión providencialista de la historia. Para él, la rebelión de Sandino era un desafío a una “paz social” creada por la voluntad de Dios: “Los bandoleros de ahora roban y se ocultan, asesinan para vengar rencillas no curadas, que la pasada Guerra tal vez dejó sangrando, pues en la reyerta los soldados toman del contrario y aun del amigo lo que estos poseen, porque los hombres, cuando usan armas fratricidas, olvidan lo que se debe a la humanidad y al Creador, es decir, la paz social, la libertad y la justicia” (Moncada, 1929 – -, 12).
La cosmovisión religiosa dentro de la que Moncada interpretaba el poder, la política y la historia, había sido confirmada antes, con ocasión del terremoto que destruyó la ciudad de Managua en 1931 . En esa ocasión, el presidente se dirigió a su pueblo para señalar: “La hora es dolorosísima para la nación. Debemos todos llamar las energías ocultas de nuestros corazones y la Divina Voluntad de la Providencia. Managua, la Capital de la República, yace casi destruida” (Moncada, 1931 a, 49).
Poco más tarde, en su mensaje al congreso nacional, se refirió nuevamente al terremoto y reiteró su visión providencialista de la historia: “Cortas son mis palabras. Os pido la cooperación más sincera y patriótica…No es hora de pasiones, es de meditación y recogimiento. Nos ha herido la Naturaleza. No hay criticas que hacer porque equivaldría a hacérselas a Dios” (Moncada, 193 Ib, 53).
La visión providencialista y el pensamiento político pragmático-resignado del mandatario se alimentaban de las enseñanzas de la Iglesia Católica. Las memorias de la visita del obispo Canuto José Reyes y Valladares al Vaticano en 1924, ilustran estas enseñanzas y muestran una visión de la historia como un proceso dominado por milagros y “portentos” divinos. Haciendo referencia a las reliquias del Vaticano, señalaba el obispo:“Dónde están las maravillas, dónde se conservan los cuerpos de los héroes y santos de las otras religiones? No los tienen porque en las religiones falsas no pueden haber santos; no hay portentos ni milagros, porque el milagro es obra de Dios en favor de la verdad y Dios no autoriza la mentira. La prueba más evidente de nuestra religión son los milagros” (Reyes y Valladares, 1924, 6).
Más adelante, en este mismo mensaje, Reyes y Valladares expresa su admiración por la catedral de Turín en Italia y por el hospital o Casa de La Providencia de esa misma ciudad. Su admiración no sólo revela la visión providencialista de la Iglesia Católica, sino también su ignorancia sobre la administración financiera de las operaciones de esta institución religiosa: “¿De dónde sale el dinero para tanto gasto? ¿Hay algún fondo, algún capital que produzca la renta para el mantenimiento de semejante obra? Ni un centavo de capital, ni un centavo de renta; no hay cuentas, no hay contaduría, no hay tesorero; lo que cae al día eso se gasta; el capital, la renta es la Providencia; la contaduría está en el cielo, el tesorero es Dios” (Ibid., 8).
La visión providencialista de la historia reproducida por la Iglesia Católica expresaba una comprensión pre-moderna del conocimiento. Así se manifiesta en la carta pastoral publicada por el mismo obispo en 1918 : “Nadie puede negar que las generaciones presentes son ilustradas y cultas en el sentido que se da generalmente a estas palabras, aunque no se puedan decir verdaderamente sabias. Y no se pueden llamar verdaderamente sabias porque desconocen lo que más debieran saber, cual es la ciencia de la religión, ciencia fundamental que vale por muchas y sustituye a todas, y a la que en cambio ninguna otra puede sustituir cumplidamente. El que esta ciencia conoce, bien puede llamarse sabio, aunque ignore todas las demás, al par que sólo merece el ignominioso calificativo de ignorante quien sabiendo grandes cosas, ignora la que más le importa saber y lo que más necesita para su eternal salvación” (Reyes y Balladares, 1918 a).
Mas tarde, en los últimos años de la intervención, el mismo Reyes y Balladares expresó nuevamente la cosmovisión religiosa milagrosa, mágica y providencialista dominante en la cultura política del país. En su vigésima carta pastoral, anunció que el Papa Pío XI había decidido extender la cobertura geográfica del jubileo extraordinario, proclamado originalmente para Roma. En su carta, explica en qué consistía el jubileo: “Podemos … definir el jubileo cristiano: para el cual el Papa publica una indulgencia plenaria bajo ciertas condiciones, y otorga a los confesores poderes especiales para absolver de pecados y censuras, para conmutar votos y conceder dispensas… ¿En qué se diferencia esta indulgencia plenaria de las demás? Cuanto a la substancia todas las indulgencias plenarias son lo mismo, a saber: una remisión, un perdón total de la pena temporal debida por los pecados perdonados ya que cuanto a la culpa, pena temporal que deberíamos pagar o en esta vida con obras de penitencia o satisfactorias, o en el purgatorio. De suerte que quien muriese inmediatamente después de ganar una indulgencia plenaria, se iría derecho al cielo sin pasar por el purgatorio. Pero la indulgencia plenaria del jubileo tiene sobre las demás una ventaja y es que de ordinario hay más seguridad de ganarla por la mayor disposición en que el alma suele hallarse, ya que Dios mismo parece que impregna el ambiente cristiano de un aroma de penitencia y devoción” (Reyes y Valladares, 1934, 2-3).
La visión de la Iglesia Católica y de sus autoridades como intermediadoras entre el cielo y la tierra, que se expresa en esta carta, ya estaba presente en lo escrito por este obispo en 1918, al referirse a los sacerdotes como representantes de Cristo: “…cuando la Iglesia enseña, cuando el sacerdote católico habla, predica, enseña; habla predica o enseña en representación de Cristo; desempeña un ministerio de Cristo. ¡Oh qué consuelo por otra parte para los católicos, sabiendo que escuchando al sacerdote oyen a Cristo, que siguiendo la doctrina del sacerdote católico siguen a Cristo” (Reyes y Valladares, 1918 b, 6).
EL ESTADO CONQUISTADOR Y EL PENSAMIENTO POLÍTICO NICARAGÜENSE: 1909 – 1932
Durante el período de la intervención, los gobiernos nicaragüenses se organizaron para cumplir una tarea estrictamente gerencial, en tanto que la política doméstica se transformó en una lucha para obtener el apoyo de Washington. La función de gobierno se convirtió en una mera “labor diplomática”, diseñada para compatibilizar el desarrollo interno nicaragüense con las tendencias de la política exterior de los EE.UU. (Cuadra Pasos, 1976, 689).
La intervención estadounidense fue facilitada por la cultura política de las élites nicaragüenses, quienes se acomodaron a los condicionamientos impuestos por los EE.UU. durante este período. Al mismo tiempo, la fuerza real del poder interventor reforzó el espíritu pragmático-resignado imperante en el país, al confirmar la impotencia de los nicaragüenses frente a su propia historia. En este sentido, la intervención estadounidense continuó y reforzó el círculo vicioso en el que Nicaragua había vivido desde la independencia, enfrentando poderes externos muy superiores a su propia fuerza -el poderío inglés primero y el estadounidense después- con una cultura política providencialista, pragmática y resignada que racionalizaba su subordinación ante ellos.
El pragmatismo-resignado dentro del que operaron las élites nicaragüenses formaba parte de una actitud cultural calificada por algunos observadores como “fatalismo.” La revista Nicaragua Informativa señalaba en junio de 1917 que, en Centroamérica en general y en Nicaragua en particular, prevalecía “un espíritu fatalista mediante el cual todo lo que pasa debía suceder, habiendo alcanzado ese espíritu tal grado de pesimismo y desaliento que bien puede calificarse de resignación, sin que haya dejado energías suficientes para reaccionar y luchar victoriosamente contra las proporciones del desastre” (Nicaragua Informativa, 1917, 16).
El discurso del presidente José María Moncada sirve para ilustrar el fatalismo y la resignación a las que hacía referencia Nicaragua Informativa’. “La no envidiada historia de mi patria la tengo escrita en mi cerebro con caracteres indelebles. La repaso cada día y cada día me convenzo con mayor profundidad que en nuestra psicología e idiosincrasia reina el mal, que cala nuestros huesos y se difunde en nuestra sangre y se apodera cruelmente de nuestros corazones” (Moncada, 1932 c, 33).
La actitud de este presidente era idéntica a la que tuvo Adolfo Díaz Recinos para quien, por “leyes sociológicas ineludibles”, Nicaragua tenía que apoyarse en el “altruismo internacional de la Gran República Americana” para alcanzar el orden y la prosperidad (Díaz, 1911 a, 13) porque estos logros no podían “venir por nuestros propios medios …” (Díaz, 1911 c, 76-77).
El fatalismo y la resignación dominantes en la cultura política nacional, impidió que la intervención estadounidense se convirtiera en un incentivo capaz de despertar el nacionalismo de las élites del país. Tanto el Partido Conservador como el Partido Liberal llegaron a aceptar la subordinación de Nicaragua a los EE.UU.. Las diferencias entre los políticos y los partidos nicaragüenses, con relación a la intervención, llegaron a ser mínimas y a expresarse en diferentes versiones del “americanismo” como la idea rectora del desarrollo nacional.
Las diferencias entre Adolfo Díaz Recinos y Emiliano Chamorro Vargas dentro del Partido Conservador no afectaban la coincidencia de opiniones que unía a estos dos líderes con relación al papel de los EE.UU. en Nicaragua. Así lo expresaba uno de ellos en sus memorias: “…Adolfo sostuvo siempre que una política “americanista” era favorable para los intereses nacionales; tal opinión es la misma que tuvo el Partido Conservador y yo mismo en muchas circunstancias. La forma y manera en que actuó Adolfo en relación con la política de los EE.UU. lo lleva a uno a profundas meditaciones, sin caer desde luego en sentimientos patrióticos. La verdad es que por la Historia, por la Geografía, por la Economía y hasta por el porvenir no conviene a ninguna nación pequeña de nuestro continente desligarse en forma de oposición, a la política internacional de los EE.UU…. Personalmente yo creo que Adolfo fue hombre útil para el país y para el Partido Conservador. Y si sinceramente creyó que todo debía hacerse de acuerdo con la política de los EE.UU., no encuentro en ello motivo para criticarlo” (Chamorro, 1964, 8).
El liberal Leonardo Argüello señalaba en su Catecismo (Argüello, 1928 -) que, sin la intervención, “el país iría a la desaparición total”. En este mismo folleto, expresó el pragmatismo-resignado de la élite liberal, al señalar que no era patriótico apoyar la gesta antiintervencionista de Sandino porque, “patriótico es lo que de un modo u otro acarrea ventaja a la nación”. Y agregaba: “En abstracto, defender la patria, disparar contra los invasores, son obligaciones ciudadanas y varoniles que entusiasman la mente y la sensibilidad. Son actos espontáneos y fundamentales en el hombre que pueden justamente elevarse hasta el ditirambo, cuando no existen los contrapesos que por iguales y altos móviles, hacen refrenar la fantasía y el corazón” (Argüello, 1928 -, 27-32).
Sandino y Zeledón fueron fuerzas contra-culturales que resistieron el pragmatismo-resignado y oportunista de las élites liberales y conservadoras, colaboradoras y aceptadoras de la intervención. No obstante, las posturas nacionalistas de estos líderes nicaragüenses no se tradujeron en un pensamiento político capaz de impulsar una práctica política transformadora de la realidad nacional. El nacionalismo anti-intervencionista de Zeledón y de Sandino será asumido más tarde por el Frente Sandinista de Liberación Nacional, que intentará rearticularlo dentro de una visión y una estrategia de desarrollo para la consolidación del Estado Nacional nicaragüense.
Pensadores, -como el destacado Santiago Argüello, antiguo colaborador del gobierno zelayista- también resistieron el pragmatismo-resignado dominante en la cultura política nicaragüense durante la intervención23. Teniendo en mente a su “pobre Nicaragua”, Argüello lamentó la limitada capacidad de “abstracción” de los políticos de la región y el apego de los latinoamericanos en general y de los nicaragüenses en particular al “fetichismo”: “una necesidad indispensable en aquellos que, no sabiendo andar por sí solos, les es preciso que los anden”. Y señalaba:
En la fisonomía moral de nuestros pueblos, se hallan no pocos rasgos infantiles: Inconsciencia de todo ideal abstracto; impulsivismo pasional, que lo mismo admira que odia desorbitadamente; egoísmo veleidoso; apego a la tribuna de la frase, más que a la cátedra de las ideas; y una incapacidad de acción e iniciativa, que se desquita en criticar, de aquello que le falta en construir.
Al lado de esas verrugas de niño, muestran ciertos rasgos seniles. Sale de ejemplo su marcada propensión a la argucia, a estampillar con etiquetas virtuosas los actos en que el vicio se embotella por dentro: esa viveza criolla, que enreda y enturbia con fin deliberado, y que encubre con una hojarasca de palabras la víbora de la intención.
En suma, falta de conciencia en las masas; leguleyismo en las capas superiores; incapacidad de ideal abstracto en casi todos.
De la impotencia para construirse un ideal, que es ceguera de espíritus, nace la necesidad que tiene todo ciego: la del lazarillo. De ahí que nuestros pueblos anden siempre en busca de alguien a quien subordinarse. De ahí que, no pudiendo substantivar en ellos la abstracción, personifiquen sus anhelos en lo concreto de un fetiche (Argüello, 1935, 43-4).
Para Santiago Argüello, el “fetichismo” tenía una fundamentad ón religiosa: “Nuestras masas jamás propenden a elevar su yo interno en alas de la meditación o la oración; ni a normar sus vidas en un alto dechado de perfectibilidad educadora y moral; ni a despertar entre sus pechos la chispa latente de lo Excelso. Todo redúcese a desgranar rosarios, en un andar de máquina engrasada de sueño, en una actividad de labios y en un letargo de fervor, sin más propósito que el de haber propicio al santo que eligieron como abogado celestial. ¡He ahí el fetiche! No pudiendo elevamos, buscamos quien baje hasta nosotros. Rezamos ante el icono, no por devoto apego de almas, sino para pedirle ayuda en las empresas, auxilio en los apuros, y medios prácticos en las necesidades y deseos. Es una compraventa de rezos maquinales por bienes terrenales” (Ibid., 44-45).
Para Argüello -fundador de logias teosóficas en Nicaragua (Arellano, 2002, 187-195)-, el más grande obstáculo que enfrentaba la cristalización de una “fraternidad universal” eran las religiones. Haciendo referencia al catolicismo señalaba: “Aun tiembla sobre las puras almas, como las alas de una abeja recargadas de miel, aquel ‘amaos los unos a los otros’ con que quiso envolvemos en su llama celeste el más excelso de los evangelizadores. Y, sin embargo, la religión que de esa fuente fluía no fue liga de amores, sino tajo de enconos, guillotina de odios, horror de excomuniones, tizón de autos de fe, torturas de Santo Oficio” (Argüello, 1935, 272).
La consolidación de la cultura política pragmática-resignada durante la intervención anuló el pensamiento político como un elemento constitutivo y transformador de la realidad y facilitó la perpetración del Estado conquistador que durante este período mantuvo y hasta reforzó sus principales características. La persistencia de dos de éstas -la desintegración socio-territorial del país y la baja capacidad de regulación social de aparato estatal- fue captada por el economista estadounidense W.W. Cumberland quien, bajo los auspicios del Departamento de Estado, realizó un estudio sobre la economía nicaragüense que se publicó en 1928 – .
En su libro, señala que el retraso económico de Nicaragua era el resultado de “la inseguridad de la vida y de la propiedad, lo cual se refleja en riquezas e ingresos nacionales reducidos, dando por resultado un bajo nivel de vida, la prevalencia de las enfermedades, instalaciones educacionales insatisfactorias, insatisfactorios medios de comunicación y técnica agrícola e industrial primitiva”. Para el técnico estadounidense, la seguridad de la vida y de la propiedad era “la piedra angular de cualquier programa de rehabilitación económica y financiera” en Nicaragua (Cumberland, 1928 – 1978, 9). Esta seguridad, continuaba señalando, no podía lograrse sin antes resolver el problema de la integración socio-territorial del país, retrasada por la pobreza de las vías de comunicación y la debilidad del Estado.
Según los informes del ministerio de obras públicas consultados por Cumberland, Nicaragua contaba en 1928 – con 669 kilómetros de carreteras. Pero “la mayor parte de estas vías son intransitables en época de lluvias, y en las otras épocas están lejos de ser satisfactorias” (Ibid., 110).
El aislamiento socio-territorial de la Costa Caribe era especialmente visible a los ojos de este inteligente observador quien en su informe aconsejaba la necesidad de “lograr la unificación política y económica” de Nicaragua (Ibid., 12). Para él, era “difícilmente inexacto considerar la República como dos países separados, tan agudas son las diferencias geográficas, políticas y sociales entre los sectores oriental y occidental”. Y añadía: “El primero la Costa Caribe no es una parte constitutiva de Nicaragua en el sentido vital de la palabra. La preocupación del Gobierno se concentra principalmente en la obtención de los mayores ingresos posibles de la costa oriental, mientras que una fracción insignificante de los gastos se dedica a sus necesidades” (Ibid., 16).
La débil presencia física y simbólica del Estado nicaragüense y su débil capacidad de regulación social también aparecen registradas en los informes de los alcaldes del país contenidos en las Memorias del ministerio de gobernación de la época. En Carazo, por ejemplo, el cuartel de las autoridades policiales y militares funcionaba dentro de una propiedad particular. Estos cuerpos, señalaban las autoridades municipales, carecían de “comodidad y decencia, las que no pudieran obtener sino en un edificio propio, de carácter nacional” (Ministerio de Gobernación, 1914, 49-50).
La precariedad del Estado se manifestaba también en Chinandega, donde predominaba el poder simbólico y la presencia física de la Iglesia Católica. “En esta ciudad cabecera”, señalaba el Jefe político de esta jurisdicción, “existen algunos edificios públicos importantes, como son: el Mercado, Hospital, Casa de Huérfanos, cinco templos católicos y una casa cabildo en pésimo estado que necesita urgente y casi total reparación” (Ministerio de Gobernación, 1915, 15).
Como siempre, la situación de la Costa Atlántica era aún más deprimente. Señalaba el gobernador e Intendente de esta región en el 1921: “Estimo oportuno tratar aquí del estado en que se hallan los edificios nacionales que el Gobierno posee en este Litoral destinados para locales de las Agencias de Policía, los cuales como el de la Gobernación e Intendencia a que antes me he referido, se encuentran en condiciones tan ruinosas que no es aventurado predecir que desaparecerán totalmente si en el Presupuesto General de Gastos no se asigna una partida para llevar a cabo las reparaciones de esos edificios, que no sólo cuestan al estado ingentes sumas si no que también prestan servicios que redundan en positiva economía para el Tesoro Público” (Ministerio de Gobernación, 1921, 374).
Además de la débil presencia física y simbólica del Estado, los reportes del Ministerio de Gobernación muestran la existencia de una administración pública sumamente precaria: oficinas sin muebles, sueldos pobrísimos que no se pagaban con regularidad, bajísimos niveles de capacidad técnica en los funcionarios públicos, ausencia de equipos e instrumentos de trabajo, y muchas otras deficiencias.
En su informe de 1925 – 1926, el ministro de Gobernación y Anexos señalaba que en la Costa Atlántica existía “un desorden caótico”. Y agregaba: “El peculado oficial se ha convertido en sistema, acarreando el descrédito del Gobierno” (Ministerio de Gobernación, 1925 – 1926, 8).
El jefe político del Departamento de Ocotal también informaba que el pago a los empleados públicos de su jurisdicción era sumamente irregular. “A esta irregularidad se deben las constantes deserciones de personal que se observan, con el agravante de que no pueden aplicarse penas severas, porque la falta del pago de sueldo a los soldados los exime de responsabilidad, según el Código Militar” (Ibid., 84).
Dentro de este ambiente precario y deprimente, no es sorprendente que la inestabilidad laboral fuese uno de los problemas principales de la administración pública nicaragüense. El jefe político de Ocotal confesaba en 1920 que, a partir de 1917, su cargo había sido ocupado por siete personas diferentes. Este nivel de rotación era caracterizado por él como “una revolución caleidoscópica”. Y añadía: “Nada práctico puede resultar para el departamento de esa constante y continua sucesión” (Ministerio de Gobernación, 1920, 176-77).
Las debilidades del aparato estatal se expresaban también en Managua. En diciembre de 1916, el jefe político de este departamento expresaba: “La mayoría de los policías se ven en la penosa necesidad de dormir en el suelo. Y sobre todo, precisa aumentarles el sueldo. Por cincuenta y seis centavos diarios es rara la persona culta y capaz que acepta un cargo que trae consigo tantos trabajos y responsabilidades; y por tal motivo vemos con frecuencia que entran a servirlo gentes que no tienen la más ligera noción de sus deberes” (Ministerio de Gobernación, 1916, 276).
En Ocotal, la situación del cuerpo policial era igualmente deprimente. Los miembros de la policía tenían que comprar sus uniformes al crédito. Los miembros de la guardia civil ni siquiera podían hacerlo porque con sus sueldos “apenas les basta para procurarse su escaso alimento” (Ministerio de Gobernación, 1919, 162).
En muchos lugares, la capacidad de movilización de la policía era muy limitada. El jefe político de Ocotal decía: “Las bestias no dan abasto para… largas excursiones, porque estos caminos son sumamente quebrados y pedregosos, por lo que sufren mucho de la cascadura” (Ibid., 164).
Por su parte, el jefe político de Matagalpa apuntaba: “A propósito del resguardo rural, estimo oportuno indicar la conveniencia, ya que no fue posible que en vez de bestias caballares se le proveyese de mulares, de que dicho resguardo desempeñe las comisiones a pie, lo cual ofrece más facilidades en este departamento por lo accidentado de su terreno, pues las bestias generalmente se cansan en largas jornadas, mientras que los soldados a pie recorren más expeditos los caminos más difíciles, siempre que se les provea de buenos caites y de vestuario propio para soportar los rigores de la intemperie. Y sugiero lo anterior en vista de que ha sido imposible lograr que los hacendados de este departamento, voluntariamente, faciliten bestias para que sirvan accidentalmente al expresado resguardo” (Ibid., 180).
El mismo tamaño de la fuerza policial durante este período era revelador de la baja capacidad de regulación y gestión social del estado y, más concretamente, de su limitada capacidad para mantener el orden en el territorio nacional. En Managua funcionaban en 1923, 70 policías para una población de 43, 000 habitantes. El jefe de este cuerpo armado mencionaba en su reporte que de estos 70 policías, solamente 35 hacían el servicio activo diurno y 35 el servicio nocturno, “sin perjuicio de que frecuentemente y por urgencia de casos apurados se distraen algunos en comisiones especiales”. Y concluía: “35 policiales en servicio activo es una cifra tan pequeña, que es ridículo suponer que con ellos se puede cuidar una población” (Ministerio de Gobernación, 1923, 515).
En Chinandega, la situación era igualmente deplorable porque solamente operaban doce policías para una población de 10.000 habitantes (Ibid., 542-543). También el jefe político de Chontales señalaba: “El resguardo de Santo Domingo con el número de guardias que está creado me parece ridículo, pues tratándose de un lugar que está en inmediata comunicación con las empresas mineras en donde se reúnen en los días de asueto o de pago más de 500 hombres, esa autoridad en vez de dar y de darse garantías con su custodia, se mantiene expuesta con el ínfimo número de seis soldados de que dispone, a recibir ultrajes de la turba alcoholizada, difícil de contener. Poco se remediará aumentando a diez números ese resguardo pero la presencia de ellos, bien equipados, sería tal vez motivo de más respeto para la autoridad” (Ibid., 530-531).
De tal manera que la reorganización institucional impulsada por la intervención estadounidense en Nicaragua no logró superar la débil capacidad de regulación social del Estado ni su pobre presencia física y simbólica en el territorio nacional. Sin embargo, el proyecto de ingeniería social impulsado por los EE.UU. en Nicaragua logró su objetivo fundamental: acondicionar el funcionamiento del Estado y la sociedad nicaragüense al funcionamiento del régimen de cooperación internacional promovido por los EE.UU. para la defensa de sus intereses.
Más aún, la subordinación del Estado nicaragüense, impulsada por la intervención estadounidense, amplió su autonomía con relación a la sociedad. En este sentido, la intervención conspiró contra la posibilidad de articular un consenso social de intereses y obligaciones que sirviera de marco al desarrollo de un verdadero Estado Nacional.
La intervención creó la posibilidad de obtener el poder del Estado mediante la instrumentalización de recursos externos y de gobernar en ausencia de un consenso social legitimador del poder estatal. En estas circunstancias, la negociación y la conciliación de intereses -elementos indispensables para la articulación de un consenso social- perdieron importancia como mecanismos para la constitución del orden.
Peor aún, las élites nicaragüenses coincidieron en aceptar el papel interventor de los EE.UU., al mismo tiempo que mantuvieron latente el antagonismo que los había separado desde la independencia. Ni siquiera uno de los más ilustrados políticos de la época, el liberal Leonardo Argüello, logró trascender el estéril antagonismo en el que se desgastaron los dos partidos principales del país durante este período. En su Catecismo Político para el Pueblo – publicado con el propósito de educar a la sociedad de Nicaragua- caracterizaba al partido conservador con palabras reveladoras de la intensidad de las emociones que separaban a los dos partidos principales: “El Partido Conservador supone que las naciones se dividen en dos clases de hombres: los que por derecho divino deben estar arriba necesariamente, y los que vienen al mundo con la marca imborrable del infortunio y de la sumisión. Los que han nacido con la vara en el puño, para ordenar, y los que han venido a obedecer. El principal fundamento de su política es el privilegio, la desigualdad, la injusticia. Es un partido inmoral que no acepta la moneda del alto quilate de la virtud, del mérito, del trabajo individual” (Argüello, 1928 -, 10).
El impacto de la intervención en el modelo de relaciones entre el Estado conquistador y la sociedad nicaragüense puede apreciarse mejor si se compara esta experiencia con el desarrollo del Estado y la sociedad europea. En Europa, la construcción de la democracia tuvo como punto de partida la soberanía. Tal y como lo han señalado los estudiosos de este proceso, no es una casualidad que el desarrollo de la teoría y la praxis de la soberanía nacional en los siglos XVII y XVIII, y el desarrollo de la teoría y la práctica democrática, hayan ocurrido simultáneamente (Beloff, 1962, 170-182; Hinsley, 1996, 158-235).
La soberanía es el fundamento del orden político democrático en el plano nacional. Es el “contenedor” legal en que se aplaca la turbulencia de la pugna política doméstica mediante la imposición de límites a las formas de poder del que pueden hacer uso los actores y fuerzas sociales en disputa por el control del Estado. La más importante de estas limitaciones es que la lucha política debe desarrollarse con los recursos domésticos de los actores políticos que la protagonizan. La soberanía, en este sentido, no regula simplemente las relaciones entre los Estados, sino que también condiciona la pugna por el poder dentro de cada uno de ellos al establecer límites legales y territoriales sobre los recursos con que cuentan los actores y fuerzas sociales que participan en ésta.
La característica fundamental del desarrollo político de Nicaragua durante la intervención fue, precisamente, la ausencia de una soberanía efectiva. En este sentido, la intervención conspiró contra el desarrollo de un balance de fuerza entre los partidos políticos y contra la articulación de un consenso social de intereses y aspiraciones en el ámbito nacional. La intervención facilitó el surgimiento de alianzas domésticas artificiales (la alianza libero-conservador que sustituyó al gobierno de Madriz), la fabricación de fuerzas políticas sin base popular (la revolución de general Juan José Estrada contra Zelaya) y la eliminación de auténticos movimientos políticos populares (el movimiento de Sandino), en detrimento de un desarrollo político nacional fundamentado en el poder y en el balance de fuerzas de los actores y de las organizaciones políticas domésticas.
Las consecuencias anti-democráticas de la intervención, sin embargo, no deben ser vistas como inevitables. A la par de intensificar la dependencia del Estado nicaragüense, y la autonomía de éste con relación a la sociedad, la intervención también creó posibilidades históricas que pudieron haber sido aprovechadas por las élites del país para impulsar la superación de las características fundamentales del Estado conquistador y, por tanto, el desarrollo del Estado Nacional nicaragüense.
En este sentido, la cultura política de los grupos de poder debe considerarse como uno de los elementos explicativos de por qué la intervención desembocó en la dictadura somocista y no en la consolidación de una identidad nacional frente a la presencia del poder de los EE.UU.; o, en la apropiación por parte de las élites nicaragüenses de la racionalidad democrática utilizada por los EE.UU. para justificar su programa de reformas para el ordenamiento político-institucional del Estado y la sociedad nicaragüense.
El efecto de la cultura política en la determinación de las consecuencias históricas de la intervención se aprecia más claramente si se comparan las consecuencias antidemocráticas de la intervención estadounidense en Nicaragua, con los efectos democráticos de las intervenciones estadounidenses en Japón y Alemania después de terminada la Segunda Guerra Mundial.
Como lo señalan los estudiosos de las experiencias japonesa y alemana, la presencia de élites nacionales con la capacidad para impulsarla apropiación nacional de estos procesos fueron cruciales para lograr la institucionalización de las democracias en esos países en la segunda mitad del siglo XX (Smith, 1998, 191-209). La ausencia de élites y organizaciones políticas capaces de condicionar los efectos de la intervención estadounidense en Nicaragua, por el contrario, resultó en la institucionalización de la dictadura y en la incorporación del Estado nicaragüense a un orden internacional dominado por los EE.UU..
La incapacidad de las élites para transformar la intervención estadounidense en una oportunidad para el desarrollo político del país, fue destacada por Mariano Barrete al inicio de este período:
Enemigo irreconciliable de toda intervención, he adversado siempre la tan cacareada intervención Americana, defendida por otros antipatrióticamente; pero debo también confesar por mi parte un error: creí que esa intervención, que ataca nuestra dignidad de pueblo libre, sería al menos en ciertos puntos beneficiosa para el país: me explicaré.
Siendo decisiva para los que gobiernan, la opinión del ministro Americano, me dije y o, tratará de poner en práctica algunas instituciones que rigen en su país y que en el nuestro no pasan de ser ridículo prospecto de compañías funambulescas, con que se engaña a los pueblos… Un entusiasta admirador de los modernos conquistadores me decía: “No tema usted nada por la intervención Americana; ella, al ensanchar aquí su comercio, su industria y su influencia política, abonará el terreno en que va a depositar la semilla; nos traerá cultura, e implantará en Nicaragua costumbres republicanas. Ella derramará luz sobre esta tierra de promisión, que será tal vez más tarde pequeñísimo luminar de su estrellada bandera; ella nos traerá orden, paz y libertad.
Pero ni esto sucederá; las ambiciones no dormirán entre nosotros; la discordia no apagará su tea. Cayó Juan Estrada, liberal (de nombre), y le sucede Adolfo Díaz Recinos conservador, y sin embargo, la paz no reinará. Oiganlo bien los que nos mandan: En el gobierno faltan cabezas y sobran ambiciones: la concordia es imposible mientras existan rivalidades presidenciales. La primera magistratura de la República o el destierro … he aquí la imprescindible consigna de los que aspiran, con escasos merecimientos, a escalar las alturas … Pero si no quieren ser víctimas de dolorosos desencantos; si no quieren dormir en los regazos del sueño y despertar en los brazos descarnados de amarga realidad abran los ojos, y convénzanse ya que en lo futuro no habrá más que reyes moscos en el solio imperial de Nicaragua. Desaparece Juan I, y le sucede Juan II; y en el correr de los tiempos no habrá más que una lastimosa sucesión de juanes; pero esto no importa; para todo, pues, hay hombres. ¿Quién será el futuro presidente: Luis Mena, Adolfo Díaz Recinos, Emiliano Chamorro Vargas o cualesquiera de esos modestos ciudadanos, que solo ambicionan hogar y patria? ¡Delirio! Hay que volver los ojos al Norte y preguntar con voz suplicante: “Padre, bienhechor de las ingobernables repúblicas de América ¿Quién será ahora el presidente? (Barrete, 1910, 103-104).
La pobreza político-cultural de Nicaragua durante este período también se manifestó en la visión que las élites tenían sobre la mujer. En 1910, un artículo sobre el feminismo, señalaba que este movimiento no tenía futuro en América Latina por la naturaleza de las mujeres de la región: “Se explica el feminismo entre las hembras de la raza sajona, porque parecen que carecen de alma. Ellas no entienden de esa demencia sublime del amor, no de ese quijotismo que se llama sueño y el arte para ellas es la palabra que nada significa. Ellas saben manejar una máquina de coser, correr en bicicleta, llevar la contabilidad en un banco; pero no tienen corazón, no tienen alma, no son mujeres. Su voz es bronca y ruda. En cambio la mujer latina es espíritu, es toda esencia, toda ilusión, toda luz y toda amor. Cautiva, domina, vence con el alma” (Bermúdez, 1910, 2).
Otras opiniones eran más tajantes y más prejuiciadas. En su artículo “Qué es el feminismo”, Domingo Alvarez señalaba que la anatomía, la fisiología y la antropología social colocaban a la mujer “en un nivel de mentalidad inferior al del hombre”. Y agregaba: “El derecho habla de la ‘ capacidad del sexo’ y determina la de cada uno y pone límites al de la mujer” (Alvarez, 1913, 01).
Los más progresistas aceptaban una mayor participación de las mujeres en la política, pero establecían límites a ésta: “Es, pues desconocer la naturaleza de la mujer, quererla llevar a donde no debe ni puede ir: a luchar directamente en el escabroso campo de la política. Pero la influencia de la mujer en ella es indispensable muchas veces y siempre benéfica; porque la mujer es más piadosa y buena que el hombre. Por eso no podemos más que aplaudir la actitud enérgica y digna que han tomado nuestras mujeres en nuestras luchas políticas” (Diario Nicaragüense, 1911, 2).
Una posición más sofisticada que la ofrecida por el Diario Nicaragüense fue la de Santiago Argüello, para quien el siglo XX era un “siglo aviador y feminista” (Argüello, 1928 – 1935, 123). Especialmente aguda es su crítica a los “cándidos antifeministas…que estiman que el juguetito fabricado para su hechizo y su deleite, perderá sus encantos al dejar de ser muñeca para empezar a ser mujer. Ellos piensan como niños que con juguete que se va, llanto que viene” (Ibid, 159).
El feminismo de Argüello, sin embargo, tenía sus limitaciones -y sus profundas contradicciones. Para él, el “mayor enemigo” del feminismo eran “las feministas”, especialmente “las que han constituido ese tipo de hongo venenoso con faldas que han bautizado con el nombre de la mujer moderna”. Y agregaba: “Mujer moderna quiere decir: cruzar las piernas, montar a horcajadas, beber cognac, fumar, y desbocarse, en fin, sin freno alguno, sin más brújula que su deseo” (Ibid., 163-164). Para Argüello, el feminismo tenía que alcanzar un punto medio entre lo que él consideraba como dos “extremismos”: “la inercia musulmana de la mujer indo-latina, o la furia insexuada del sufragismo anglosajón” (Argüello, 1928 – 1953, 147; también, Argüello 1929 – -).
LOS SOMOZA
El 10 de diciembre de 1931, el presidente Herbert C. Hoover anunció el retiro de las tropas estadounidenses que ocupaban Nicaragua. Esta noticia intensificó el interés nacional en las elecciones de 1932, aunque en ese momento las diferencias ideológicas entre liberales y conservadores habían prácticamente desaparecido. El proceso de esterilización ideológica y doctrinaria de estos partidos políticos fue reconocido por el New York Times en un comentario sobre las elecciones: “Triunfen los liberales o los conservadores en Nicaragua su política internacional será de acercamiento con los EE.UU.. La intervención norteamericana ha hecho en Nicaragua algo peor que atropellar una soberanía nacional. Ha destruido la capacidad de autogobierno, no hay grupo político organizado que crea posible conducir los asuntos nacionales sin antes tener el visto bueno de los EE.UU. y esto constituye una herida que requerirá muchos años para cicatrizar” (The New York Times, 1932, en Hospital, 1996, 96-7).
En la etapa pre-electoral de 1932, los liberales se dividieron en dos bandos: los que apoyaban a Moncada y sus pretensiones para reformar la Constitución y continuar en el poder; y los “triángulos” o “liberales leoneses”, antimoncadistas y mayoritarios dentro del partido (Vargas, 1989, 99). Esta división no respondía a diferencias ideológicas o doctrinarias entre los dos grupos sino, más bien, a las rivalidades personales que separaban a sus caudillos. Lo que realmente provocó la división del Liberalismo fue el sentimiento antimoncadista y no el sentimiento anti-intervencionista (Hospital, 1996, 96).
Los conservadores presentaron una fórmula compuesta por Adolfo Díaz Recinos y Emiliano Chamorro Vargas como candidatos a la presidencia y vicepresidencia respectivamente. La propuesta política de estos candidatos era bien conocida y se limitaba a ofrecer la continuación del “Americanismo” como la idea rectora del desarrollo político nacional.
En estas circunstancias surgió el llamado Grupo Patriótico, compuesto de liberales y conservadores “no adscritos pasionalmente” a los Partidos Liberal y Conservador (Cuadra Pasos, 1977, 448).
Este grupo logró impulsar la articulación de un acuerdo bipartidista para garantizar, constitucionalmente, la “representación de las minorías”.
La racionalidad utilizada por el Grupo Patriótico para promover su propuesta ofrece una valiosa perspectiva de la dinámica política durante este período: “La historia de Nicaragua atestigua que los partidos históricos en que se divide la opinión nacional se han combatido como enemigos, retardando el progreso y exponiendo la independencia. La causa principal de esa lucha estriba en que cada agrupación política, una vez adueñada del Poder Público, excluye a los ciudadanos de opuestas tendencias, les niega el derecho de participar en los negocios del Estado, los considera como vencidos, los persigue con tenacidad digna de mejor causa” (Grupo Patriótico, 1932, en Debayle, 1969, 8).
Juan Bautista Sacasa resultó electo como el candidato oficial del Liberalismo para luego alcanzar el triunfo en los comicios electorales de 1932 . En su mensaje inaugural, reveló su visión de las nuevas relaciones que, a su juicio, tenían que surgir entre Nicaragua y los EE.UU.: “Nuestra conducta como nación libre debe inspirarse constantemente en el discreto reconocimiento de las vinculaciones que nacen de nuestra situación geográfica, a fin de que ellas puedan traducirse en el porvenir internacional de nuestro continente, en relaciones de recíproco beneficio, que afirmen en vez de destruir la fuerza de nuestra nacionalidad y su autonomía, así como el imperio de los postulados del derecho en las relaciones interamericanas, cualesquiera que sean las diferencias de cultura y poder que existan entre unos pueblos y otros. Tengo fe en el panamericanismo, como aspiración de convivencia jurídica y de cooperación internacional, que partiendo del reconocimiento y protección de los intereses comunes a los pueblos de nuestro continente, pueda elevarse en el futuro hasta alcanzar pautas definitivas, capaces de regular la cordialidad de las naciones y de contribuir a la paz del mundo” (Sacasa, 1933 a, 242).
Juan Bautista Sacasa organizó un gobierno fundamentado en un amplio pero frágil consenso que incluyó no sólo a los conservadores, sino también a las fuerzas de Sandino, con quien había negociado un convenio de paz antes de ser elegido presidente. En sus memorias, señala que “la paz concertada con el General Sandino… fue recibida por el pueblo nicaragüense con demostraciones de aprobación unánime, por cuanto venía a satisfacer una necesidad nacional” (Sacasa, 1936 1988, 52).
El Convenio de Paz firmado por Juan Bautista Sacasa y Sandino estableció la formación de una fuerza militar que, comandada por el líder guerrillero, controlaría una zona ubicada “en la cuenca del Río Coco o Segovia, o en la región que convinieren el Gobierno y el general Sandino …” (Sandino, 1933 b, en Ramírez, 1980, 281). En el Protocolo de Paz, base para las negociaciones que culminaron en el Convenio de Paz, Sandino había manifestado su deseo de crear un departamento llamado “Luz y Verdad”, ubicado “en tierras baldías nacionales, comprendidas entre la zona del Chipote y la Costa Atlántica nicaragüense”. El mismo protocolo establecía que todas las autoridades militares de este nuevo departamento, serían seleccionadas de entre los miembros delEjército Defensor de la Soberanía Nacionalde Nicaragua (Sandino, 1933 c, en Ramírez, 1980, 274-276).
El 1 de enero de 1933, el mismo día de la inauguración del gobierno Juan Bautista Sacasa, Anastasio Somoza García fue nombrado como el primer jefe nicaragüense de la recién creada Guardia Nacional. Anastasio Somoza García estaba casado con una sobrina política del presidente Juan Bautista Sacasa, tenía lazos familiares con Moncada y estaba vinculado con el partido conservador (Alvarez Montalván, 1994, 41).
Somoza García, además, había prestado servicio bajo las órdenes de Moncada en el ejército liberal y había cultivado buenas relaciones con los marinos estadounidenses acantonados en Nicaragua, aprovechando su dominio del idioma inglés, aprendido en los EE.UU., cuando estudió en la School of Filadelfia, para graduarse como perito mercantil (Cole, 1967, 136). Pero su futuro lo marcó el contacto con Henry Stimson, a quien asistió durante su estadía en Nicaragua. La favorable impresión, que dejó en el estadounidense, fue determinante para su nombramiento como jefe director de la Guardia Nacional (Millet, 1977, 55).
La llegada de Juan Bautista Sacasa al poder tuvo lugar en medio de las desfavorables condiciones económicas causadas por la depresión mundial y por la pérdida del valor de las exportaciones que Nicaragua venía sufriendo desde 1926 (Bulmer Thomas, 1989, 61). En su mensaje inaugural ante el Congreso Nacional, el presidente presentó un panorama económico desalentador: “Sobre la base imprescindible de la paz, empeñará mi Gobierno todas sus energías para afrontar de la mejor manera la tremenda crisis económica que aflige a nuestro país, como al resto del mundo. Esta adversa contingencia impone a los nicaragüenses la dura obligación de trabajar sin fruto; y repercute, como es natural, en el orden financiero con el paralelo descenso en las rentas del Estado, que no alcanzan a cubrir los gastos y servicios presupuestos, habiéndose producido ya un fuerte déficit, que irá fatalmente en aumento hasta la bancarrota del erario público, si no se toman con la premura que el caso requiere, las medidas indispensables de equilibrio” (Sacasa, 1933 b, 211-12).
Más tarde, en sus memorias, Sacasa amplió su visión de las condiciones económicas de Nicaragua al momento de su investidura como presidente:
Jamás como entonces, se había presentado en la vida de la República un cuadro tan sombrío en lo económico. Fuera de las causas generales que han afectado al mundo entero, la crisis económica nuestra se caracterizaba por la restricción del crédito y escasez de producción y de moneda circulante, lo cual deprimía la economía nacional, amenguaba las posibilidades de trabajo y abatía al comercio, reduciendo a términos desesperantes las posibilidades de transacciones de negocios. Las Segovias, extensa y rica región del país, se encontraba pobrísima, casi aniquilada por la cruenta guerra que en ellas se había sostenido durante más de cuatro años, haciendo sentir sus desastrosos efectos en toda la república; la agricultura nacional en la más tremenda situación, pues la mayor parte de los agricultores, por la devalorización mundial de sus productos, se veían en imposibilidad de conservar sus propiedades, sobre las que pesaban hipotecas onerosas, o no les era posible continuar trabajándolas con dinero a alto tipo de interés y a corto plazo; la generalidad de nuestros pequeños propietarios no podían satisfacer ni aún las exigencias ordinarias de la vida; millares de obreros y campesinos carecían de trabajo y el gobierno, por encontrarse en penuria, no podía ofrecerles siquiera el que necesitaban para obtener el sustento de sus hogares; gran número de hombres de espíritu emprendedor y de profesionales no encontraban la oportunidad de poner en ejercicio sus actividades y sus conocimientos; las rentas fiscales venidas muy a menos y reduciéndose cada día más y más; el presupuesto general de la nación desequilibrado con un déficit considerable; y una peregrinación constante a la Casa Presidencial en solicitud del empleo salvador o la ayuda inmediata para aliviar la urgente necesidad. Así encontré la República al hacerme cargo de la presidencia, el 1 de enero de 1933 (Sacasa, 1936 1988, 80-81).
Ante la difícil situación del país, el presidente optó por aferrarse a políticas económicas conservadoras que no lograron resolver la crisis nacional. Los gobiernos de Guatemala, El Salvador y Costa Rica, por el contrario, reestructuraron sus deudas externas, modificaron sus políticas cambiarías, y desarrollaron programas de inversión pública para combatir la crisis económica creada por la depresión mundial (Bulmer Thomas, 1989, 104-5).
La visión económica conservadora y cautelosa de Juan Bautista Sacasa, de acuerdo a una juiciosa observación de Bulmer Thomas, era congruente con el marco político-cultural pasivo y resignado dentro del que operaban las élites nicaragüenses después de la intervención estadounidense. El gobierno de Juan Bautista Sacasa heredó de la intervención una “preferencia por presupuestos balanceados, junto con políticas ortodoxas fiscales y monetarias” que eran apropiadas para los fines de dominación y estabilización perseguidos por los EE.UU. en Nicaragua, pero que no eran adecuadas para enfrentar la crisis económica del país en 1933 (Ibid., 364).
Las políticas económicas -pasivas y convencionales-, adoptadas por el gobierno, contribuyeron a resaltar las diferencias entre las imágenes y personalidades del general Anastasio Somoza García y del presidente Juan Bautista Sacasa. Para un creciente sector de la sociedad, éste representaba el pasado mientras que aquel simbolizaba la modernidad, encarnada en la fresca y eficiente imagen de la nueva organización militar.
Juan Bautista Sacasa representaba la debilidad de un Estado incapaz de crear condiciones de orden social y de dar estabilidad al país. Somoza representaba la posibilidad del orden, respaldada por el poder de las fuerzas armadas. Más aún, el presidente pertenecía a las élites tradicionales del país. El jefe director de la Guardia Nacional se proyectaba como un líder del pueblo no comprometido con los grupos de poder tradicionales.
En el discurso pronunciado durante un banquete organizado en honor a J.M. Moncada en agosto de 1935, Somoza resaltó la precariedad de las estructuras de poder político representadas por Juan Bautista Sacasa:
Hay cansancio en el pueblo de Nicaragua de tanto escarnio político, llevado a cabo por los políticos profesionales. Ese pueblo está cansado y hay que hacerle justicia. Las bayonetas de la G.N., si para algo que se relacione con la política del país han de servir, serán para garantizar la voluntad nacional que en tantos años de vida como nación ha sido defraudada. Quiero expresar, que el porvenir de Nicaragua es de juventud, creo que también están tomados los hombres viejos por la edad y jóvenes en cuanto a las ideas y los sentimientos fogosos en favor de los intereses colectivos de la patria. La juventud, pues, va a la cabeza de un movimiento renovador de valores, porque los viejos políticos que se han distraído y alimentado de las miserias del pueblo, creyéndose dueños de la cosa pública, ya no podrán resistir ni el análisis de hombres que llevan en el pecho un corazón superior y honrado que palpita a los impulsos fuertes de una joven vida. La juventud aspira a que se acaben los odios para el que esté abajo y que éste tenga el derecho, sin perder las consideraciones a que es acreedor, a criticar los actos del poderoso, porque la crítica sana es la mejor consejera (Somoza, 1935 1-6).
Para este entonces, no era un secreto que Somoza aspiraba a la presidencia del país. Las ambiciones políticas del jefe militar, sin embargo, aparecían amenazadas por la paz que el presidente había negociado con Sandino.
La división territorial, establecida en el Acuerdo de Paz firmado, fue percibida por Somoza, en sus “Memorias”, como el equivalente a la creación de la “República de Las Segovias”: “El presidente Juan Bautista Sacasa había accedido prácticamente a la ambición del guerrillero de crear una pseudo-República, bajo su control, dentro del territorio Nicaragüense, cercenándole a éste los departamentos del norte: Matagalpa, Jinotega, Estelí y Nueva Segovia” (Somoza, 1936 1976, 563).
Así pues, en el escenario político posterior a las elecciones de 1932 aparecían tres grandes fuerzas: El presidente Juan Bautista Sacasa: a la cabeza de un gobierno organizado sobre la base de una débil institucionalidad estatal; el general Somoza: jefe de un moderno aparato militar; y el general Sandino: líder de un movimiento nacionalista con la fuerza militar y la legitimidad política necesaria para enfrentarse a Somoza y a la Guardia Nacional.
Poco antes de las elecciones, Salomón de la Selva señaló que el balance de poder entre estas tres fuerzas era precario. Según él, la unión de las fuerzas del Partido Liberal de Juan Bautista Sacasa y las fuerzas de Sandino podía “labrar la felicidad de Nicaragua”. Además, aseguraba que, si Sandino y el Partido Liberal no lograban establecer una alianza, Nicaragua enfrentaba tres posibles escenarios: Primero, la continuación de la guerra; segundo, el derrocamiento del Partido Liberal por parte de Sandino; y tercero, el aniquilamiento de Sandino y del Sandinismo por parte de Juan Bautista Sacasa. El tercer escenario, de acuerdo a de la Selva, se traduciría en el triunfo de Somoza: “Juan Bautista Sacasa, y el partido que él representa y sirve, tendrán la espada de ese militar Somoza constantemente sobre sus cabezas, y forzosamente tendrán que vivir sometidos a su voluntad. Ya sabe Juan Bautista Sacasa de lo que son capaces los generales: Moncada era su espada y, en cuanto Moncada vislumbró ganancia para sí, lo traicionó a él. Si a Sandino lo derrotan, el general que lo derrote será el amo de Nicaragua, hasta que muera: amo, principalmente del Partido Liberal. Juan Bautista Sacasa se convertirá, por fuerza en tiliche. Medite bien esto el Partido Liberal y no quiera hundir a la patria en una dictadura militarista, ni volverse el mismo partido instrumento tiranizado de un militar afortunado asesino de Sandino” (de la Selva, 1933, 36-43).
El balance de fuerzas entre Somoza, Sandino y Juan Bautista Sacasa iba a desembocar en un cuarto escenario no previsto por Salomón de la Selva. Juan Bautista Sacasa obtendría el apoyo de Sandino mediante la firma del Convenio de Paz del 2 de febrero de 1933 . Somoza, sin el apoyo de Juan Bautista Sacasa, destruiría el movimiento sandinista para luego apoderarse del control del Partido Liberal y del Estado.
Sandino fue asesinado el día 21 de febrero de 1934. Después de una cena ofrecida en su honor por el presidente Juan Bautista Sacasa, el general rebelde fue hecho prisionero y ejecutado por un grupo de soldados24. Acto seguido, las tropas de Sandino, acantonadas en Las Segovias, fueron aniquiladas por la Guardia Nacional. Con su asesinato y con la desaparición de su ejército rebelde, el camino hacia el poder quedó abierto a las ambiciones del jefe director de la Guardia Nacional.
Pero no sólo el balance de fuerzas militares resultantes del aniquilamiento de las fuerzas sandinistas era favorable a Somoza García. Las profundas debilidades filosóficas y doctrinarias de los partidos políticos jugaban a favor de las ambiciones políticas del nuevo caudillo.
Nicaragua acababa de salir del dramático período de la intervención que había pragmatizado la orientación política del Liberalismo y reducido al Partido Conservador a la condición de un partido colaboracionista. La virtual desaparición de las bases filosóficas y doctrinarias de los partidos dejó al país más abierto que nunca a las influencias políticas internacionales, cuando en el mundo se enfrentaban tres grandes corrientes de pensamiento: la democracia liberal, liderada por los EE.UU.; el socialismo marxista, liderado por la Unión Soviética; y el fascismo.
Estas tres corrientes penetraron el espacio político nicaragüense y encontraron sus propias expresiones organizacionales y discursivas dentro del proceso político doméstico (ver Walter, 1993, 44). Anastasio Somoza García aprovechó el vacío ideológico latente en los partidos tradicionales y manipuló las nuevas corrientes de pensamiento para consolidar su poder. Así pues, se presentó como el aliado de los EE.UU. y el campeón de la democracia liberal; como el protector y aliado estratégico de la clase trabajadora; y hasta como el símbolo y la esperanza del fascismo criollo.
Por sus tradiciones históricas, los Partidos Liberal y Conservador asumieron la defensa de la democracia dentro del nuevo contexto político creado por la crisis europea. Pero la débil capacidad política reflexiva de ambos partidos llevó a un importante sector de estas dos asociaciones a identificar a Somoza como un líder democrático. En sus memorias, el mismo Juan Bautista Sacasa reconoce que durante este período “eran notorias las manifestaciones de aliento que el general Somoza recibía de algunos elementos destacados y de una parte de las masas populares del Partido Conservador” (Juan Bautista Sacasa, 1936 1988, 55).
El socialismo también fue adoptado como la bandera de un importante sector del naciente movimiento obrero nicaragüense. Este movimiento encontró su principal expresión organizativa en el Partido Trabajador Nicaragüense (PTN), fundado el 7 de agosto de 1931 .
Pero el PTN carecía de un pensamiento político coherente. Esta debilidad facilitó la división del nuevo partido entre una corriente simpatizante con la causa de Sandino y otra, opuesta. En su interpretación de la evolución del movimiento obrero, Carlos Pérez Bermúdez y Onofre Guevara señalan: “En el PTN había nacido el sentimiento antiimperialista al calor de la lucha sandinista, pero también se había formado en su seno una corriente oportunista que se desarrolló inmediatamente posterior a la muerte del héroe de Las Segovias. El terror desatado por el gobierno títere de Juan Bautista Sacasa -más propiamente de parte de Somoza García- después del asesinato de Sandino, aceleró la descomposición política e ideológica de muchos dirigentes petenistas. Estos dirigentes habían declarado su posición oportunista desde antes del asesinato de Sandino, cuando en hoja suelta negaron públicamente toda relación o vínculo con el héroe, previendo el desenlace criminal que se preparaba y para capear la represión” (Pérez Bermúdez y Guevara, 1985, 66).
A pesar de las divisiones antes anotadas, el PTN continuó impulsando la definición ideológica del partido. El editorial de la publicación oficial del PTN, Causa Obrera, del 1 de mayo de 1935 intentaba articular la posición política “petenista”:
¿Por qué nos hemos constituido en Partido Socialista? Es muy sencilla la razón: los trabajadores en el sistema liberal burgués como el nuestro, económicamente vivimos explotados y políticamente engañados. Ahora, ante esa realidad quemante, ¿qué nos queda? Entendemos que reivindicamos. Y henos aquí, pues, organizados en Partido Socialista, dando los primeros pasos… La bandera de nuestra organización no es abstracta como las otras organizaciones políticas del país; nosotros entendemos que el hombre no vive de sueños, sino de realidades, como decir: pan, luz, agua. El que no posee estos elementos se muere y a la prueba nos remitimos. Aquí en Nicaragua se ha muerto por falta de pan, y eso no es efecto de la crisis ni cosa que se le parezca, es sencillamente el sistema político burgués que produce el hambre, y en este país somos suficientemente ricos en materia prima para bastamos a nosotros mismos… Con semejantes ideas humanas que colorea la bandera del Partido Trabajador Nicaragüense ¿qué debemos hacer para patentizarlas en nuestro suelo? Organizamos en pie de lucha. No hay que tener miedo, compañeros. Si nosotros nos hubiéramos acobardado a los primeros encarcelamientos, torturas y destierros, a esta hora no existiéramos personalmente ni mucho menos numéricos como día a día vamos siendo, y este éxito obedece al valor y a la energía que le hemos impreso a nuestra lucha. Ayer nos contábamos con los dedos de las manos, y hoy nos contamos por centenares y mañana por millares, siendo todos militantes conscientes. No os quedéis, compañeros, en esta marcha reivindicadora (Causa Obrera, 1935, en Pérez, Bermúdez y Guevara, 1985, 97).
Mientras el socialismo se consolidaba dentro del PTN, el fascismo nicaragüense encontró su principal expresión organizativa en el Grupo Reaccionario, mejor conocido como los Camisas Azules, liderado por jóvenes pertenecientes a algunas de las principales familias conservadoras. Entre éstos se destacaban José Coronel Urtecho, Pablo Antonio Cuadra, y Luis Alberto Cabrales. A este último hace referencia Antonio Esgueva cuando señala que “nadie llegó a sacralizar y mesianizar tanto al general Somoza como Luis Alberto Cabral es, al nombrarlo el “Ungido de la Providencia” (Esgueva, 1999, 53). Así razonaban su apoyo a la candidatura de Somoza García:
Para el movimiento reaccionario, la llegada al poder de un nuevo gobernante, abrirá otra posibilidad de reforma del Estado y de reorganización del país. Hemos creído siempre que no le corresponde al pueblo la escogencia de su mandatario, porque ésta suprime por completo la independencia de la autoridad, deja al elegido continuamente sujeto al elector, sobre todo, si la elección es periódica como en el régimen que sufrimos y finalmente crea una enemistad entre el gobernante y los que no lo escogieron para gobernar, estableciendo así, la hostilidad o la persecución como sistema y la división nacional como consecuencia. De manera que no vamos nosotros a escoger, ni depende de nuestra voluntad que llegue a la Presidencia de la República un individuo determinado. Esto depende de ciertas fuerzas reales y artificiales que están en juego y que nosotros no hemos creado. Por eso vemos en los candidatos simples posibilidades, más o menos probables, de llegar a la jefatura del país y que no son más o menos aceptables, según que representen la mayor o menor probabilidad de realizar la reforma del Estado y la reorganización del país a que aspira nuestro movimiento… Apoyaremos, pues, una candidatura para que sea la última candidatura, así, como votaremos para dejar de votar como dicen los monarquistas españoles. No como los políticos que votan para que voten por ellos algún día. La única candidatura de que hasta hoy se ha hablado de una manera digna de tomar en cuenta es la del Gral.Anastasio Somoza García, Jefe del Ejército. El debate sobre esta candidatura se ha planteado en el plano de su constitucionalidad o inconstitucionalidad, cuestión discutible que por lo tanto no discutiremos (Grupo Reaccionario, 1935, 1).
Es necesario anotar que los principales líderes del fascismo nicaragüense habían sido los impulsores del Movimiento de Vanguardia, un grupo literario que, a partir de 1931, abrió un nuevo cauce a las letras nacionales. Fueron cinco los principios rectores que perfilaron la identidad del vanguardismo: la búsqueda de una poesía auténticamente nicaragüense -que los llevó a despreciar a Rubén Darío; el anti-intervencionismo; el espíritu anti-burgués de su obra literaria; su visión romántica del orden social de La Colonia; y la revaloración de la realidad indígena nicaragüense (Arellano, 1996, 22-26).
En su esencia, el vanguardismo fue un movimiento nacionalista. Así lo señala Carlos Tünnermann Bernheim, para quien Pablo Antonio Cuadra y Sandino fueron “dos grandes testimonios de nacionalismo” durante la intervención estadounidense en Nicaragua. Ernesto Cardenal coincide con esta apreciación (Solís, 1996, 10, 35). Jorge Eduardo Arellano la reitera: “Y es que nunca antes se había producido una preocupación sagrada por Nicaragua, como la manifestada por ellos. Prescindiendo de todas sus acciones, esta experiencia nacionalista tendía a descubrir el homo nicaragüense y a crear una cultura verdaderamente nacional” (Arellano, 1996 a, 72). El propio Pablo Antonio Cuadra apunta que el compromiso “fundamental” del Movimiento de Vanguardia fue la creación de “una literatura nacional”. Y agrega: “Fue la reacción poética -paralela a la gesta de Sandino-contra una humillante intervención extranjera” (Cuadra, 1998, 26).
La relación entre la poesía y la política de los vanguardistas constituye, por sus aparentes contradicciones, un intrigante tema que permite profundizar el conocimiento del pensamiento político de este período. Los líderes vanguardistas revolucionaban la poesía nicaragüense, al mismo tiempo que defendían la instalación de una dictadura fascista en Nicaragua. Admiraban a Sandino, pero apoyaban a Somoza. Pablo Antonio Cuadra reconoció en sus memorias del Movimiento de Vanguardia: “Si a alguien debemos el haber buscado sedientamente a Nicaragua, es al legendario Guerrillero, que aparte de su propia guerra, estaba librando en nuestra imaginación toda una Ilíada nueva, entre cítaras de rapsodas ciegos, dioses lares y palabras llenas de intimidad terrena” (Cuadra, 1958, en Solís, 1996, 33-34).
Para algunos, no existe contradicción alguna entre la posición literaria revolucionaria del Movimiento de Vanguardia y la orientación política fascista de sus líderes. Para Iván Uriarte, la orientación literaria de los vanguardistas era, simplemente, una extensión de su visión reaccionaria. Sus innovaciones, dice, fueron esencialmente “formales”. Este movimiento, agrega, “renovó y abrió nuevas posibilidades a la poesía nicaragüense”, pero no recogió las luchas sociales de su época manteniendo sus reformas dentro de una “corriente de poesía idealista”. Peor aún, atribuye a la poesía vanguardista una clara intención política reaccionaria: “Aclaremos, desde ahora, que el problema que plantea el Movimiento de Vanguardia de Nicaragua, no es de indiferencia al momento histórico en que surgió, sino el de haber tratado de retardar-desde una posición elitista-el avance social que la Revolución Sandinista y las ideas liberales preconizaban, para tratar de conservar las estructuras caducas de nuestra sociedad en nombre de un retomo del imperio español en nuestra América” (Uriarte, año 2000, 53-54).
Tomás Borge, uno de los miembros de la Dirección Nacional del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), también percibe en la poesía vanguardista la agenda oculta de las clases dominantes nicaragüenses: “Pablo Antonio Cuadra ha sido, desde sus inicios, el intelectual orgánico de los campesinos ricos de Nicaragua que, en última instancia, conforman la oligarquía”. Y agrega: “Es el hacendado con biblioteca organizada con el método SCD de Melvil Dewey, que usa pulcro desodorante, y no viola el riguroso principio de las agendas y de las verdades a medias” (Borge, 1989, 264 y 266).
Para Borge, Cuadra era un reaccionario con orientaciones populistas. “Los populistas”, señala, “observan, con deleite confeso, los fenómenos sociales a través de los complicados vidrios de un ideal abstracto; son idealistas filosóficos. Su solidaridad para con los de abajo, los pobres, los jodidos, no rebasa la noción de la caridad cristiana. Aplicando el método subjetivo, en sus intentos sociológicos los ideólogos populistas tratan de convencemos de que es posible el progreso social sin el capitalismo, aunque la vía socialista les parece más descabellada que su negación” (Ibid., 266).
No cabe duda que en ciertos momentos de la historia intelectual de Cuadra privó un resentimiento contra la modernidad y la democracia, que destruyó el orden colonial del que se sentía heredero. Así se expresaba en 1938 : “Nosotros somos hijos de los conquistadores, y por esa herencia reclamamos el Imperio conquistado. Nosotros, antes de la Independencia, habíamos hecho ya la independencia. América conquistó la América. España fue la directora, pero no la conquistadora. Nosotros, en nuestros antepasados, conquistamos América, y ella nos corresponde por derecho de conquista. Nosotros independizamos a América de la barbarie indígena y la independizamos de España, conquistándola” (Cuadra, 1938, 17-18).
No se debe, sin embargo, simplificar la relación entre pensamiento político y pensamiento literario y asumir, mecánicamente, que ambos están determinados por la condición y los intereses de clase de la persona. Una visión más problematizada de la relación entre el pensamiento literario y el pensamiento político de los vanguardistas permite sugerir que las contradicciones, entre el espíritu revolucionario de sus letras y la orientación retrógrada de su política, se deben a los diferentes tipos de condicionamientos operantes sobre las visiones del poder y las visiones literarias de sus miembros.
El marco de acción y de imaginación, dentro del que se desenvuelven las letras, es siempre más amplio que el ámbito de acción e imaginación de la política. Esta generalización se acentúa en el caso de Nicaragua, un país que al momento del nacimiento de Pablo Antonio Cuadra (1912) acarreaba-penosa y contradictoriamente-la ignominia de su condición neo-colonial y el prestigio de un Rubén Darío, creador y revolucionario.
Los vanguardistas, al igual que Darío, rebasaron con su imaginación los límites establecidos por las tradiciones literarias, pero enmarcaron su política dentro de lo conocido: el recuerdo del orden de La Colonia, las ideologías importadas, y el poder constituido de Somoza García. Creadores de una nueva forma de expresión literaria, los vanguardistas sucumbieron a la imitación en el campo de la política.
Así, la expresión política de su auténtico nacionalismo literario desembocó en el grotesco espectáculo de un fascismo criollo, que sólo sirvió para alimentar el ego y las ambiciones de otro imitador: Somoza García. Revolucionarios en las letras, pragmático-resignados en la política; modernos en su orientación literaria, pre-modernos en sus ambiciones políticas: así fueron los vanguardistas/reaccionarios.
La creatividad literaria de Pablo Antonio Cuadra, por ejemplo, se expresó en su crítica a “los que siguieron lo estrictamente modernista de Rubén porque creyeron que ser modernista era el modo ab eterno de ser moderno; en vez de tomar de Darío su punto de partida, su impulso revolucionario e innovador y continuar su gran proceso de creación paralelo a la evolución del tiempo, los seguidores de Rubén perdieron su tiempo” (Cuadra, 1985, 157). La actitud política imitativa y reaccionaria de Cuadra, por otra parte, se expresó en su posición frente al poder y las posibilidades históricas de América Latina: “Necesitamos del Imperio (español) para liberamos del imperialismo. Necesitamos del Fascismo para defendemos, incluso, de los otros fascismos” (Cuadra, 1940, 73).
El fascismo de los vanguardistas fue superficial y pasajero. “Mis años de fanatismo”, dijo Cuadra, al referirse a su breve paso por la política reaccionaria (Cuadra, citado en Solís, 1996, 27). Pero comentó en tono arrepentido: “ Siempre hay un período de tambores y marchas triunfales en la precipitación juvenil de la etapa napoleónica en que los ojos ansiosos de cambio y de dominio se encandilan con los hombres de espada” (Cuadra, 1971, en Solís, 36). José Coronel Urtecho también expresó su remordimiento: “Era un momento sumamente confuso, capaz de enredar a cualquiera. Cualquiera se metía en el cuartel falso donde no debía meterse uno, porque no sabía uno lo que había detrás” (Coronel Urtecho, 1983, 66). Y agregaba:
Nosotros creíamos que Nicaragua necesitaba un gobierno fuerte, apoyado en un ejército vencedor, para que se estableciera un gobierno estable que pudiera trabajar en pro del pueblo. Esa era la teoría más o menos.
Pero en ese momento pasa este hecho. Ya estaba la Guardia, ese era el ejército. Los yanquis habían visto y resuelto el problema estableciendo la Guardia. Los liberales y conservadores debían dejar de matarse. Tenemos un ejército para que no haya guerras civiles y por medio del poder electoral (supervigilado) vamos a las elecciones … Hacíamos esta conclusión lógica: el poder es el ejército, el jefe permanente del ejército es el jefe permanente de Nicaragua y ese es el verdadero mandarrias de Nicaragua, el que tiene el poder. El monarca… ¿Qué es entonces lo que se necesita aquí? Establecer esa dictadura que ya existe de hecho y que él Somoza sea el dictador de Nicaragua. Ahí fue como caímos. Hicimos ese partido reaccionario, que no era sino enemigo de los partidos políticos. Hicimos ese grupo reaccionario… Hicimos ese manifiesto en que veníamos a decir nosotros que lo que había era la jefatura permanente y que el pueblo no era el origen del poder, porque cuando se le proponía el origen del poder al pueblo, éste comenzaba a dividirse y venía la guerra civil… Nosotros decíamos que se necesitaba no un gobierno del pueblo, sino para el pueblo y que haga la felicidad de este pueblo con todos los métodos y medios que se usan para ese fin. Decíamos así, sin entrar en materia, sin entrar a fondo y salíamos cómodos por último. Pero creíamos que esa era la manera, y lanzamos ese manifiesto reaccionario que por ahí debe estar (Coronel Urtecho, 1983, 105-122).
La herencia política de los vanguardistas se convirtió en un vergonzoso episodio. Su pensamiento político imitativo y superficial no tuvo ninguna trascendencia. Su herencia cultural, por el contrario, fue definitiva. La re-orientación de la literatura nicaragüense impulsada por ellos contribuyó significativamente a la formación de una identidad nacional.
Para resumir: Tanto los defensores de la democracia, como los que simpatizaban con el socialismo y con el fascismo, encontraron en Somoza la oportunidad de reformar el orden político y social. De cada uno de estos tres grupos, Somoza obtuvo no sólo su apoyo político sino, también, algunos de los elementos ideológicos que definieron el perfil y la naturaleza del Estado formado bajo su liderazgo. Este perfil, como se verá más adelante, era naturalmente contradictorio.
A pesar del poder y de la popularidad de Somoza García, el presidente Juan Bautista Sacasa intentó bloquear sus ambiciones, alegando la inconstitucionalidad de su posible candidatura presidencial (Juan Bautista Sacasa, 1936, 199-200). Los EE.UU. mantuvieron una posición pública ambigua con relación al activismo político de Somoza, señalando que no deseaban intervenir en la política interna de Nicaragua. La posición del gobierno estadounidense, además de oportunista, respondía a los dictados de su política exterior, oficialmente antiintervencionista, desde la finalización de la Primera Guerra Mundial (Combs, 1996, 246-265).
Las tensiones entre el presidente Juan Bautista Sacasa y el general Somoza se hicieron evidentes durante las discusiones tenidas en el seno del congreso en 1934 para definir la respuesta del gobierno al asesinato de Sandino. El mandatario propuso efectuar una investigación afondo para esclarecer el crimen. El general y sus simpatizantes en el Congreso, por el contrario, propusieron una amnistía general. La fuerza política, acumulada por el militar, se hizo patente cuando el Congreso votó a favor de la amnistía, a pesar de las objeciones de Juan Bautista Sacasa.
El voto razonado, otorgado por el Partido Conservador a favor de la amnistía, puso de manifiesto el poder alcanzado por Somoza y la Guardia Nacional y la inclinación pragmática-resignada de los miembros de ese partido ante la nueva realidad del país, dominada por quienes controlaban las armas. Así justificaba el Partido Conservador su posición ante el tema de la investigación del asesinato de Sandino: “La conducta del Partido Conservador se inspira hoy en la convicción de que lo más necesario para el país en estos momentos son la paz pública y la tranquilidad social. Esta tranquilidad que informa hoy el desiderátum de la nación está en zozobra por las contingencias probables del proceso que examinamos. Es cosa lógicamente presumible que el poder de la república, más fuerte en el orden material, el ejercito, sobre el que descansa la paz, se resistirá vivamente por cualquier avance del proceso y podría repeler con violencia las resultas que le fueran adversas. La amnistía es el medio usado precisamente para terminar sin sentencia esta clase de juicios arriesgados. Un eminente penalista conservador, comentando la amnistía señalaba: ‘ Se presentan a veces ciertas circunstancias, ya de orden general, bien de índole especial y personal, en las cuales es más útil perdonar que castigar, más acertado olvidar que perseguir’” (Partido Conservador, 1934, 97).
A pesar de la cautelosa actitud asumida por el Partido Conservador ante el poder de la Guardia Nacional, sus líderes buscaban la manera de controlar la ascendiente popularidad política de Somoza. Por eso, el 1 de mayo de 1936, el Partido Liberal y el Partido Conservador convinieron en impulsar una reforma constitucional basada en “un programa mínimo”. Ln el memorándum de entendimiento entre las dos organizaciones se señalaba: “El móvil principal del entendimiento que se persigue es… conseguir la tranquilidad mayor, que se necesita para poder afrontar, en calma el grave problema de la reforma de nuestra Carta Fundamental que ha sido expresado como un desiderátum de los dos partidos. En consecuencia, se conviene en que los dos partidos se unan para realizar esa reforma, conforme los preceptos constitucionales. Para conmover lo menos posible a la nación con estas reformas, los dos partidos procurarán coincidir en lo que se llama un programa mínimo, en que conste la intangibilidad de ciertas esencias de la República y la expresión de aquellos principios que son una necesidad actual por los progresos de la humanidad…” (Chamorro, Cuadra Pasos, Sacasa, Morales, 1936, en Sacasa, 1936 1988, 145).
Las “esencias” y los “principios” a los que hacían alusión los dos partidos políticos principales, constituían una vaga y confusa mezcla de posiciones doctrinarias y acuerdos administrativos, que incluían desde el compromiso de los dos partidos a respetar “la libertad religiosa” hasta el establecimiento de un acuerdo para el nombramiento del presidente del tribunal de cuentas. En realidad, el objetivo esencial del proyecto bi-partidista no era articular una visión de sociedad o las bases de un consenso nacional sino, más bien, resolver el problema que, para las élites tradicionales de ambos partidos, representaba el poder de Somoza y sus ambiciones presidenciales.
Así, el Partido Conservador y el Partido Liberal propusieron en el memorándum de entendimiento, antes anotado, participar en las elecciones de 1936 “con una sola insignia y nominación para elegir Presidente, VicePresidente de la República, Senadores y Diputados”. La nominación para presidente y vicepresidente sería efectuada por las juntas directivas de ambos partidos, aunque los candidatos para la presidencia serían todos del Partido Liberal. El acuerdo establecía, además, que la escogencia del candidato presidencial único se haría “de acuerdo” con Somoza “a fin de solucionar así las dificultades que en el orden político y con notorio peligro de su tranquilidad, afronta el país en las circunstancias actuales” (Ibid., 147).
Igualmente pragmática fue la posición del grupo PROA, fundado por jóvenes liberales que se oponían a las pretensiones presidenciales de Somoza García. Formado en septiembre de 1934, este grupo lanzó un comunicado en enero de 1935, en el que se señalaban los peligros del militarismo en Nicaragua. PROA, además, publicó una declaración de principios “que contenía algunas débiles consideraciones y buenos deseos, pero que no constituía de manera alguna un planteamiento serio para reformas sociales o económicas del país” (Ramírez, 1997, 55).
Sergio Ramírez destaca la pobreza teórica y filosófica de la posición de esta organización: “Menos de una página se dedica en el documento que contiene la declaración de principios y los estatutos, a enunciar lo que ideológicamente el grupo se proponía; después, se limita a reglamentar la estructura y funcionamiento de los órganos de dirección y consulta… Esta falta de planteamientos profundos, de un contenido ideológico renovador, fue lo que quitó dimensión y trascendencia en el tiempo al grupo PROA y sería seguramente lo que determinó su desintegración pocos años después. Su elemento válido fue circunstancial y momentáneo: la oposición a las pretensiones políticas de Somoza, en lo que también fracasaron y a quien, tarde o temprano, todos se plegaron” (Ibid., 56-7).
Somoza respondió a la propuesta del Partido Conservador y del Partido Liberal con su propia fórmula para la designación de candidatos a las elecciones: “La escogencia del presidente será hecha por el general Somoza, seleccionando un miembro destacado del Partido Liberal Nacionalista, ya que contando él Somoza con el mayor volumen de opinión pública en el país y en representación de todos sus amigos, hará la escogencia de un hombre que llene las aspiraciones del pueblo Nicaragüense, y como compensación al sacrificio que él hace al renunciar a su propia candidatura, contrariando los deseos de la voluntad de la mayoría de los Nicaragüenses, creyendo que con esta actitud evita la alteración de la paz, que vendría como consecuencia inmediata de imponer un candidato sin popularidad y sin prestigios” (Somoza, 1936, 177).
Juan Bautista Sacasa rechazó esta contrapropuesta de Somoza y convocó a una reunión entre liberales y conservadores en la que se acordó la nominación de Leonardo Argüello y Rodolfo Espinosa como candidatos para presidente y vicepresidente respectivamente. Ante esta situación, Somoza procedió a ocupar los cuarteles militares, fieles al presidente.
Desprovisto de respaldo militar, Juan Bautista Sacasa se vio obligado a renunciar el día 6 de junio de 1936. Las acciones de Somoza fueron apoyadas y celebradas por sus seguidores y partidarios en todo el país (Cole, 1967, 227).
Después de la renuncia de Juan Bautista Sacasa, el Congreso Nacional se reunió para elegir al doctor Carlos Drenes Jarquín -quien contaba con el apoyo de Somoza- para terminar el período presidencial de Juan Bautista Sacasa. En protesta contra las acciones de Somoza, los sectores políticos promotores del acuerdo bi-partidista para la subordinación del poder militar decidieron retirarse de las elecciones. A partir de este momento, el Partido Liberal quedó dividido entre los que apoyaban a Somoza y los que apoyaban a Leonardo Argüello, quien abandonó el país. Los liberales no somocistas organizaron el Partido Liberal Constitucionalista (PLC) para distinguirse del Partido Liberal Nacionalista (PLN) controlado por el jefe director de la Guardia Nacional.
El Partido Conservador también se dividió a raíz del golpe contra (golpe de estado)Juan Bautista Sacasa. Emiliano Chamorro Vargas se refugió en Costa Rica, alegando que su vida corría peligro en Nicaragua. En estas circunstancias, la facción civilista de Carlos Cuadra Pasos asumió el control del Partido Conservador, que funcionaba oficialmente como el principal partido de oposición. Al mismo tiempo, una fracción del Conservatismo se organizó para formar el Partido Conservador Nacionalista (PCN), que colaboró directamente con el general Somoza García.
El jefe militar fue electo como el candidato del Partido Liberal para las elecciones de 1936. En ausencia de una oposición efectiva y gozando de una considerable base de apoyo popular, resultó el ganador de estas elecciones.
Una vez en el cargo, Anastasio Somoza García iba a demostrar una gran habilidad para instrumentalizar el poder del aparato estatal heredado de la intervención, así como la dinámica política doméstica, dentro del marco de acción establecido por la política exterior estadounidense, el régimen internacional panamericano, y las tendencias del sistema económico mundial. En su discurso inaugural, del 1 de enero de 1937, reveló su visión del contexto internacional dentro del que operaba Nicaragua, así como su visión pragmática y oportunista de la política y de la historia: “Me doy perfecta cuenta de las condiciones penosas que privan en el mundo entero; de los esfuerzos que hacen pueblos y gobiernos por encontrar fórmulas de orden, de paz y de bienestar; esfuerzos que vienen recorriendo un camino doloroso, de éxitos fugaces y trágicas caídas; y que, por lo mismo, han sido ineficaces, hasta hoy, para disipar la atmósfera de pesimismo y de angustia en que se debaten los hombres, desde hace varios años, bajo todas las latitudes. Guerra comercial, nacionalismos agresivos, pugna de filosofías políticas, competencia de armamentos; lucha de clases, orientada no a perseguir el imperio de la cooperación como resultado de un concepto de cristiana solidaridad, sino más bien a invertir los términos mismos de la injusticia; odios de raza, combinaciones de hegemonías, tal es el cuadro de los factores morales imperantes, cuyo choque puede resolverse de un momento a otro en una nueva catástrofe mundial, de efectos y repercusiones incalculables” (Somoza García, 1937, 5).
Dentro de este contexto, señalaba el nuevo mandatario, “el primer deber de los estadistas y gobiernos de este continente” era “ser cuidadosamente precavidos…” Y concluía: “Dada la estrecha interdependencia que existe entre las naciones, la acción internacional afecta profundamente a todos los pueblos. De ahí que el conocimiento del deber internacional, y la conducta ajustada a su estricto cumplimiento, sea objeto de preocupación fundamental del gobierno. Me propongo servir este deber en forma que permita a Nicaragua cooperar dentro de sus posibilidades, con sincero entusiasmo y plena fe, al programa Americano de paz, mutuo respeto, solidaridad y cooperación” (Ibid., 7. Énfasis añadido).
El pragmatismo de Somoza lo llevó a reconocer los límites que imponía el poder transnacional de los EE.UU. en Nicaragua y a adaptar su propia visión del poder a las exigencias del “deber internacional” y al “programa americano de paz”. Pero la visión del poder, que el nuevo caudillo llegó a revelar desde la presidencia de la república, estaba bastante próxima a las concepciones fascistas de las relaciones entre Estado y sociedad propuestos por los intelectuales del Grupo Reaccionario. La influencia de este grupo se manifestó claramente en la interpretación cuasi-totalitaria del Estado y la planificación articulada en su discurso inaugural: “Partiendo de la consideración de que sólo el Estado siente el interés general, y que sólo él posee una visión de conjunto sobre los problemas nacionales, se ha llegado a concluir que su intervención debe ensancharse cada día más, buscando nuevos objetivos, en la medida que la promoción del progreso y la justicia, lo vaya exigiendo” (Ibid., 10).
Las condiciones internacionales eran favorables a las ambiciones del nuevo líder, a pesar de las consecuencias de la crisis política europea y de la depresión económica mundial. Llegó al poder en el momento en que Franklin D. Roosevelt adoptaba la política “del buen vecino” para asegurar la hegemonía de los EE.UU. en América Latina. Esta coincidencia fue observada años después por su hijo y sucesor en la presidencia, Luis Somoza Debayle: “Coincide la presencia de mi padre al frente de las armas nacionales, con el nuevo rumbo de la política latinoamericana de los EE.UU. bajo la inspiración de Roosevelt, que ocupa en la memoria de América sitio igual a Jefferson y Wilson” (Somoza, 1961, 5).
La nueva política exterior de los EE.UU. permitió a Anastasio Somoza García manipular los procesos políticos internos de Nicaragua sin temor a la crítica estadounidense, entonces muy preocupada por la difícil situación de Europa. Por otra parte, los programas de ayuda impulsados por el gobierno de Roosevelt -que incluyeron la construcción de bases militares, la construcción de la carretera Panamericana, y la implementación de programas de salud- contribuyeron a reactivar la economía nicaragüense que, además, se vio beneficiada por los precios favorables del café en el mercado internacional (Diederich, 1989, 334). La política del “buen vecino” formaba parte del proceso de expansión del poder transnacional de los EE.UU. y de la institucionalización del panamericanismo que este país había venido promoviendo desde comienzos de siglo.
Con el apoyo otorgado por los organismos del sistema interamericano, Somoza -a diferencia de Juan Bautista Sacasa- adoptó una política económica proactiva, que incluyó la devaluación del Córdoba y la reestructuración de la deuda externa (Bulmer Thomas, 1989, 105). Los resultados de estas medidas fueron positivos. Cuando Somoza fue nombrado en 1936, asumiendo la presidencia el 1 de enero de 193 7, el PIB nicaragüense había alcanzado su más bajo nivel desde por lo menos 1920: 100, 622, 000 dólares. Para 1940, el PIB de Nicaragua se había elevado a 153, 216, 000 dólares. (Ibid., 411). Es importante señalar que todos los países del área – con excepción de Honduras- registraron desarrollos económicos más altos que los alcanzados por Nicaragua.
Desde el inicio de su gobierno, reveló claramente sus aspiraciones dictatoriales. En 1937 eliminó la autonomía municipal convirtiendo a los gobiernos locales en extensiones del gobierno central (Rodríguez Gil, 1993, 20). En su informe anual de 1937, el ministro de la Gobernación y Anexos de Beneficencia, justificó la visión centralizadora del régimen: “Como resultado de las evoluciones sucesivas de la función administrativa se ha llegado, en la actualidad, a sentar como principios básicos, en lo que al Gobierno Local se refiere, que los Municipios son organismos de carácter esencialmente administrativo y que de las actuaciones que les corresponde desarrollar debe excluirse en absoluto toda facultad política” (Ministerio de Gobernación, 1937, x-xii).
Las inclinaciones autoritarias de Somoza, y la verdadera naturaleza de sus ambiciones personales también empezaron a revelarse en la conducta represiva de su gobierno y en el enriquecimiento ilícito del mandatario, que utilizó sistemáticamente el aparato de fuerza del Estado para alcanzar dos objetivos: neutralizar aquellas formas de oposición que no podía controlar políticamente; y, amasar una fortuna personal que, en poco tiempo, lo llevó a convertirse en uno de los hombres más adinerados del país.
Su poder político se vio consolidado el 17 de agosto de 1937, fecha en que el Congreso Nacional se disolvió y convocó a la elección de una Asamblea Constituyente que redactó una nueva Constitución para permitir su reelección. Para legitimar este proceso, firmó un decreto que devolvió al Partido Conservador la personalidad jurídica perdida por no haber participado en las elecciones de 1936. De esta manera, el Partido Conservador pudo elegir a sus representantes en la Asamblea Constituyente (Decreto, 1938, en Esgueva, 1994, 740-745).
En la ceremonia de instalación de la Constituyente, el 15 de diciembre de 1938, Anastasio Somoza García señaló: “La reforma constitucional, que fue bandera de mi campaña política y que me propongo impulsar como presidente de la república, además de buscar fórmulas de convivencia, que convertidas en instituciones estables, contribuyan a cimentar la paz y la concordia entre los nicaragüenses, tienen también por objeto … renovar la estructura política del Estado a efecto de armonizarla con las tendencias modernas, que propugnan mayor unidad de acción, nuevos principios de justicia y una mayor ductibilidad en los cánones rígidos de la Constitución, a efecto de dejar libre la acción del Estado en los ciclos de emergencia . . .” (Somoza García, 1938, en Alfaro Alvarado, 2002, 183-4).
En esa misma ocasión, Enoc Aguado, presidente de la Asamblea, dijo: “Nuestra época se caracteriza por la complejidad y agudeza de grandes problemas que inquietan y convulsionan los diferentes sectores de las actividades sociales, se observan en el mundo movimientos populares y reacciones desconocidas que exigen premeditadas soluciones… Un espíritu eminentemente nacional debe ser tenido muy en cuenta para otorgar a los poderes públicos facultades amplias y determinadas… Lo relativo a la forma de producción y de distribución de la riqueza es un problema, quizá, de mayor trascendencia …” (Aguado, 1938, en Alfaro Alvarado, 2002, 184).
Mario Alfaro Alvarado analiza estos dos discursos y destaca el espíritu de cambio que animaba a Somoza, para hacer frente a las profundas transformaciones mundiales que condicionaban el desarrollo social nicaragüense. La búsqueda de un nuevo orden social fundamentado en la “convivencia” y el desarrollo de la capacidad de regulación social del Estado, son señalados por Alfaro Alvarado como los elementos fundamentales de la visión política expuesta por Anastasio Somoza García (Alfaro Alvarado, 2002, 185).
La Iglesia Católica aprovechó el proceso de reforma constitucional iniciado por Somoza para expresar su opinión sobre las relaciones Iglesia-Estado. En la carta de introducción de su mensaje, “Acerca de las Doctrinas que Sustenta la Iglesia en Orden a Cimentar Bien Algunas Leyes Posiblemente Constitutivas del Estado”, los obispos señalaron: “Decretada recientemente la reforma de la Constitución, se ha podido notar que un sentimiento general, mezclado de esperanza y de zozobra, embarga los ánimos con creciente interés. ¿Cómo será la Nueva Carta Fundamental? Es la pregunta que surge al presente; y cada cual, llevado por su propio anhelo, quisiera formular proyectos y hacer consideraciones según su pensamiento, expresando con ello, el deseo que siente de aportar, a la Legislación, la mayor suma de bien para la Patria” (Obispos de la provincia Ecca. de Nicaragua, 1938, 1).
Acto seguido, los obispos se pronunciaron a favor de la redacción de una Constitución eminentemente católica y atacaron el principio de separación de la Iglesia y el Estado. La base fundamental de su argumentación era la doctrina del origen divino del poder y la auto designación de la Iglesia como institución depositaría de la autoridad de Dios. Citando la encíclica, Inmortale Dei, los obispos señalaban: “El Poder Público, por sí propio, o esencialmente considerado, no proviene sino de Dios; porque sólo Dios es el propio verdadero y Supremo señor de las cosas, al cual todas necesariamente están sujetas y deben obedecer y servir, hasta tal punto, que todos los que tienen derecho de mandar, de ningún otro lo reciben sino es de Dios, príncipe Sumo y Soberano de todos” (Ibid., 5-6). Y agregaban: “Separar la Iglesia del Estado equivale a separar la legislación humana de la legislación cristiana y divina. No queremos detenemos aquí en demostrar todo lo que tiene de absurda la teoría de esta separación. Cada cual lo comprenderá por sí mismo. Desde el momento que el estado se niega a dar a Dios lo que es de Dios, se niega, como consecuencia necesaria, a dar a los ciudadanos aquello a que tienen derecho como hombres; porque, quiérase o no, los verdaderos derechos del hombre nacen de sus deberes para con Dios. De donde se deduce que el Estado, faltando en este punto al fin principal de su institución, termina en realidad, por negarse a sí mismo y por desmentir lo que es la razón de su propia existencia” (AuMílíeu. 34)” (Ibid., 19).
Somoza, sin embargo, no estaba interesado en restablecer el poder de la Iglesia Católica en Nicaragua. Hacerlo hubiese sido contradictorio con la influencia política estadounidense y, más concretamente, con la presencia en el país de un protestantismo legitimado por los EE.UU..
Por otra parte, el protestantismo nicaragüense no representaba ninguna amenaza para el régimen. Todo lo contrario: ofrecía una cosmovisión religiosa formalmente apolítica, y tan providencialista como la católica. Más aún, el protestantismo desestimulaba las interpretaciones políticas del evangelio (Bardeguez Román, 1998, 73). En el seno de la Iglesia Bautista, por ejemplo, el reverendo Indalecio Bustabad, señalaba: “El evangelio no es un mensaje económico, político o de reforma social, sino un mensaje espiritual… El evangelio introduce en la sociedad tuerzas de una vitalidad constructiva, tuerzas que aún no han sido apreciadas por los sociólogos y hombres de Estado, pero que operan verdaderamente, y que forman la base para el desarrollo de la capacidad y aprecio de los valores personales y espirituales. Estas fuerzas, motivos o causas son tres: fe, esperanza y amor” (Bustabad, 1938, en Bardeguez Román, 1998, 64).
Lo anterior no significaba que la Iglesia Bautista recomendara a los evangélicos rehuir a participar dentro del Estado. El mismo pastor explicaba: “Hay que pagar los tributos, ejercer el voto y, si la Providencia lo ordena, llenar el cargo que el Estado le brinda”. Y agregaba: “Los hermanos de los EU, sin comprometer sus principios, llenan funciones civiles y políticas, y no olviden que presidentes de esa nación fueron evangélicos. Ojalá que llegue el día cuando una nación llegue totalmente a estar informada en su legislación por los principios santos y fraternales de Cristo, el bendito hijo de Dios” (Bustabad, 1937, 67).
La nueva Constitución fue promulgada el 22 de marzo de 1939 . Las disposiciones contenidas en ella extendieron el período presidencial de cuatro a seis años. Pero en sus disposiciones transitorias se estableció, además, que la asamblea legislativa nombraría al presidente de la república para el período comprendido entre el 3 0 de marzo de 1939 y el 1 de mayo de 1947 . Esta elección recayó en Somoza García, que vio transformado su período presidencial de cuatro a diez años y seis meses (Esgueva, 1999, 62-3).
La Asamblea Constituyente, que promulgó la Constitución de 1939, estuvo compuesta por representantes de las principales corrientes político-ideológicas del país. Las variadas y contradictorias visiones que, en tomo al futuro político, fueron expresadas durante la redacción de la nueva Constitución aparecen documentadas en la revista Centro. En ella se hacen explícitas las corrientes de pensamiento democrático y fascista, muy influyentes en la contradictoria definición política y constitucional del Somocismo.
Diego Manuel Chamorro -miembro de los Camisas Azules y representante en la Asamblea Constituyente- publicó en esta revista una crítica abierta al sistema democrático: “Las instituciones democráticas han sido la causa de la decadencia política, cultural y económica de las naciones Americanas como lo previo Bolívar, y cuya adopción fue nuestro error inicial al desmembramos del Imperio Español … Estos pueblos tendrán que rectificar, tarde o temprano, ese error inicial. Tendrán que darse, para no perecer, instituciones más conformes a su naturaleza y a su historia. Las dictaduras que han florecido en América son ya un síntoma saludable, capaz de hacer reflexionar a cualquier sociólogo. Son un fenómeno tan constantemente repetido que lejos de indicar que “son y han sido manifestaciones más o menos virulentas de infecciones políticas” -como pretende un escritor extraño a nuestra cultura latina e hispana, sin penetración filosófica e ignorante de nuestra historia-, revelan más bien que los gobiernos de autoridad son el régimen natural de América” (Chamorro, 1938 -39, 52).
Pablo Antonio Cuadra, otro Camisa Azul, miembro de la Asamblea Constituyente, articulaba en su contribución a Centro una defensa abierta del fascismo como la ideología y como el modelo político adecuado para enfrentar “esa forma extrema y última de la nueva barbarie”, el comunismo. Y señalaba, además: “Gran parte del mundo ya siente que camina sobre distinto terreno histórico; más aún, es desde ahora posible distinguir, definir la calidad de ese terreno, con hechos, con realidades. La nueva era ya va en marcha, así como también la pasada se resiste a terminar, hace todo lo posible por permanecer. ¡He ahí el juego de choques y resistencias, la inestabilidad, el pavor de nuestros años de transición!” (Cuadra, 1938 -9, 63).
Dos eran las posiciones reaccionarias que Cuadra identificaba como válidas para enfrentar la amenaza del comunismo. La primera era “la reacción lógica del Fascismo, de la Civilización, de la Urbe, de Roma”. La segunda era “la reacción teológica de España, de la Hispanidad, de la cultura Cristiana” (Ibid., 64). Para este escritor, Alemania no formaba parte de ninguna de estas dos reacciones: “La reacción Nazi es la historia de un pueblo bárbaro: Prusia, que se levanta de la opresión, barriendo todo aquello que le estorba. Reacción de la barbarie antigua, primitiva, contra la barbarie moderna, decadente”. Y continuaba señalando: “Mussolini salva la Ciudad, y salvando a la Ciudad salva el espíritu. Ha detenido la obra dinamitera que iba a hacer estallar las Colinas del Imperio. Y éste preservó a la Iglesia, a la otra Roma, a la Roma de la Cultura, del culto” (Ibid.).
El fascismo italiano, sin embargo, era para Cuadra una reacción de inferior calidad a la que España había levantado contra el comunismo y la modernidad: “España se levanta con un lema más alto que el fascismo. Va a defender la Religión, el espíritu, el culto, la Cultura. No olvida la ciudad. ¡Lo teológico es lógico! En la conquista de su Libertad España sabe – ¡Falange! – que no hay libertad espiritual
sin ciudad organizada. Pero apunta al cielo -¡Requeté! Y su lema, superando al Maurrasiano, es: ‘Dios Primero’. Bien lo dice Roberto Brasillach: ‘España asombrará al mundo sin duda, instaurando una manera de catolicismo fascista cuya originalidad le pertenece’” (Ibid., 64-5).
Para Cuadra, América Latina tenía que formar parte de la reacción española contra la modernidad. Para ello tenía que recobrar y proyectar hacia el futuro las raíces políticas, espirituales, religiosas y culturales heredadas de “la edad Imperial Hispana”: “A la hispanidad le basta resucitar su tradición” para lograr su triunfo contra la modernidad (Ibid., 66).
Hernán Robleto, que había fungido como sub-secretario del Ministerio de Instrucción Pública durante el primer gobierno de Somoza, criticó la posición de Cuadra, señalando:
En esta pequeñísima porción del Universo en que nos toca desenvolvemos, circunscritos a una ridícula pequeñez geográfica, otra ridícula pequeñez, como es la tradición, está siendo agitada como bandera de doctrina político-filosófica… Sostiénese la necesidad de la tradición como eje de la vida material y espiritual. Si es para lo que se toca ¿qué pócima palpable significa ese humo de recuerdo? Si es para lo espiritual ¿Podremos confiar en su calidad estacionaria? Pues estacionarse es hasta pensar en el pasado. La evolución está siempre desembocada, aspirando los aires del mañana… Pueblo que afianza su sentimiento social en lo que se llama tradición, es pueblo estancado. Se engaña a sí mismo, acostado sobre una tumba. Los problemas sociales presentes no fueron ni soñados por los legisladores, no por los profetas, no por los Césares, reducidos todos hoy a ceniza estéril. Cada día se abre una nueva perspectiva, una nueva faceta, una nueva rendija por donde se asoma la inquietud humana. El ojo de los muertos, apagado está entre su quietud perenne (Robleto, 1938 -9, 20-21).
Carlos A. Morales, otro miembro de la Asamblea Constituyente, contribuyó al debate organizado y publicado por la revista Centro con un artículo en defensa de la democracia. Señalaba la necesidad de mejorar “el nivel de cultura del pueblo” para que este participara más efectivamente en los procesos democráticos de toma de decisión. Y agregaba: “Las ideas religiosas o filosóficas; las ideas científicas; las ideas políticas y económicas son las fuentes que alimentan las corrientes predominantes de la opinión legislativa y, para utilizarlas en ‘un régimen de libertad de opinión y discusión’, se necesita primariamente organizar la opinión, en forma que las élites no dañen los postulados de la democracia. ‘El pueblo es el soberano que reina y que no gobierna’, la frase de Jorge Clemenceau, que aparece confirmada con las exuberancias de las dictaduras europeas, está entrando en desuso en América, por el espíritu férreo de Roosevelt, que tiende a formar nuevas fronteras para garantizar la democracia en el continente” (Morales, 1938 -9, 16).
José Coronel Urtecho también explicó la posición del Grupo Reaccionario ante el tema de la reelección de Somoza, en la carta que envió a Emiliano Chamorro Vargas en agosto de 1938 : “Personalmente no soy partidario de la reelección. No quisiera que en la nueva Constitución quedara establecido ese principio deficiente y malsano. Y no deseo la reelección porque soy enemigo de la elección y del sufragio universal. Sostengo sencillamente el principio Bolivariano de la Jefatura Nacional Vitalicia. Pero en estas ideas no me acompañan sino los jóvenes intelectuales que forman la extrema derecha del país, el grupo del Nacionalismo Integral llamado Reaccionario, mentalmente muy riguroso, pero esencialmente minoritario. Dudo mucho que los somocistas piensen conmigo en este punto. Estoy cierto de que el propio presidente Somoza no aspira al poder vitalicio, ni siquiera por una sucesión de períodos que equivalga, porque nunca me lo ha dicho a pesar de que sabe la satisfacción que me produciría. Yo lo lamento, pues creo que la verdadera organización del país sólo puede lograrla un Jefe que consagre toda su vida convencido del aforismo de Macauley que dice: ‘El primer deber de un Gobierno es durar’” (Coronel Urtecho, 1938, 6).
En términos generales, el contenido y lenguaje de la Constitución de 1939 se enmarcó formalmente dentro de la doctrina democrática que promovían los EE.UU. en su lucha contra el fascismo y el comunismo, y que defendían los representantes conservadores y liberales en la Asamblea Constituyente. Así pues, el artículo 9 señalaba sin ambigüedades: “El Gobierno del Estado es republicano y democrático representativo” (Cn. 1939, en Esgueva 1994, 594).
Dentro del marco democrático adoptado formalmente por esta Constitución, sin embargo, se puede detectar la influencia del fascismo criollo y la visión política de Somoza García. En el artículo 201, se lee: “El Poder Ejecutivo se ejerce por un ciudadano con el título de presidente de la república. Es el Jefe del Estado y personifica a la Nación” (Cn. 1939, en Esgueva, 1994, 786).
El espíritu totalitario de este artículo es el mismo que se expresaba en la Constitución alemana nazi. E. Huber, uno de los principales teóricos del Tercer Reich, señala en su estudio del derecho constitucional del régimen de Hitler que el Fuhrer “personifica la unidad política y la totalidad del pueblo” (Huber, 1972, 371). La visión del líder como la personificación de la nación, también formó parte de la base doctrinaria del fascismo italiano (Palmieri, 1972).
La voz de la mujer nicaragüense se hizo escuchar durante el debate constitucional para reclamar el derecho al voto. En su estudio sobre el feminismo durante el régimen de los Somoza, Victoria González transcribe la petición redactada por la educadora Josefa Toledo de Aguerrí -elegida mujer de las Américas en 1950 – con la colaboración de varias organizaciones feministas independientes, entre las que se incluían la L